lunes, 14 de marzo de 2011

El iluminador Rembrandt

Su dominio de la luz le convirtió en maestro de la pintura. Rembrandt creó un estilo inconfundible que inspiró a Goya y Picasso. Veinte exposiciones conmemoran en Holanda los 400 años del nacimiento de un pintor al que fotógrafos y cineastas también tienen mucho que agradecer. Por Agustín Sánchez Vidal.

Pintor de sí mismo. Rembrandt dejó como legado una impresionante galería de retratos de personajes de la Holanda de su época, pero su principal modelo fue él mismo. Más de un centenar de autorretratos documentan su vida exhaustivamente. Éste es de 1629, a sus 23 años.










Fue famoso en vida, desde joven. Alcanzó éxito, posición social, dinero, prestigio internacional, numerosos discí­pulos... Gracias a éstos, su nombre no se apagó con él. Creó escuela, y más tarde le reconocieron como maestro algunos de los mejores, de Goya a Picasso. Pero no sólo los pintores: su uso de la luz ha inspirado a fotógrafos y cineastas, originando un tecnicismo todavía vigente, la "ilumina­ción a lo Rembrandt".

Aun corrigiendo los excesos románti­cos, proclives al genio solitario e incom­prendido, sigue amparándole el perfil de un hombre libre y poco sujeto a convencio­nes. Alguien que, tras la muerte de su ama­da esposa Saskia, mantiene relaciones con sus criadas, afrontando el ostracismo so­cial que ello le supondrá. Un profesional ex­traordinariamente dotado, exigente hasta rehusar otros compromisos distintos a los contraídos con la pintura. Capaz de gozar del lujo y la buena vida sin plegarse a las modas ni soslayar lo más sombrío, tanto en los años de pujanza como en los de penuria y vejez, que no doblegan su arte, sino que lo depuran hasta logros de rara intensidad.

En ese itinerario hay algo que perma­nece, abriéndose paso como un escalpelo: esa mirada insobornable que preside sus numerosos autorretratos, y de la que bro­ta literalmente todo. A medida que trans­curren los cuadros y los años, en torno a esos ojos ceden los párpados, cunden las arrugas, la piel se apergamina, se entume­cen los pómulos, el rostro se va haciendo más ancho, se agrisa el cabello alborotado y rebelde, crece la papada y se desploman los rasgos. Pero no las convicciones.

Hubieron de ser muchas las horas que Rembrandt pasó ante el espejo, auscultan­do el deterioro y maltrato del tiempo. La asiduidad con que se pintó a sí mismo ca­rece de equivalentes en el siglo XVII, y en casi toda la historia del arte. El número de sus autorretratos resulta abrumador in­cluso en un contexto tan excepcional como la Holanda del siglo XVII, fruto del respeto a la privacidad y el libre examen indi­vidual. Ningún otro país desplegó seme­jante celo para arrebatar al olvido tantos rostros de sus ciudadanos. Se ha calculado que de los tres millones de holandeses que a lo largo de tres generaciones poblaron aquel territorio, unos 50.000 fueron capta­dos por los pinceles de sus contemporá­neos. Rembrandt no sólo dejó una impre­sionante galería de retratos ajenos (más de 400), sino que entre óleos, grabados y di­bujos se representó a sí mismo en un cen­tenar de ocasiones. Apenas hubo año que no lo hiciera, lo que arroja una media de dos autorretratos por año, elevada a tres en el de su muerte, 1669. Recientemente, la National Gallery de Londres pudo reunir en una exposición 86 de esos autorretratos, tratando de des­montar el mito del artista torturado que se busca a sí mismo en un sinuoso proceso de introspección; pero, tras esas oportunas precisiones historiográficas, el misterio se mantiene intacto. Rembrandt fue su mejor biógrafo, y no hay perfil que pueda com­petir con la crónica de excepción que él mismo va trazando mientras su rostro es roído por la edad. La suya es una historia muy propia de la meritocracia que estaba implantando en Holanda la cultura protestante. Su ma­dre es hija de un panadero, y su padre, pro­pietario de un molino en Leiden, a orillas del Rin. Cuando nace Rembrandt, el 15 de julio de 1606, es el octavo de los nueve hi­jos que tendrá esta familia de origen cató­lico convertida al calvinismo. Ambos pro­genitores son ya mayores, y a menudo le servirán como modelos para sus cuadros, pues desde su adolescencia el pintor de­muestra un gran interés por los ancianos. Leiden tiene 40.000 habitantes, y es un relevante foco humanístico, con una pres­tigiosa universidad. Allí cursa estudios que le familiarizan con el clasicismo y los libros, tan presentes en sus lienzos, aso­ciados a personajes cuya vida interior vi­sualizan. En la ciudad también se desa­rrollan importantes avances en la óptica. Y su escuela de pintura ha sido una de las más celebradas de Holanda, con figuras como Lucas de Leiden, admirado por Du­rero. Crece, pues, en un ambiente que está explorando otro modo de ver, frente a ten­dencias pictóricas como las italianas, más dadas a intermediar la mirada con todo un piélago literario de mitos y alegorías.

Porque nunca viajará a Italia ni sal­drá de su país natal. Serán las otras cultu­ras las que vengan a él, al emerger Holan­da como potencia mundial. Sin aristocra­cia ni onerosos privilegios eclesiásticos, toda una laboriosa sociedad se está asen­tando sobre su bien irrigado tejido corpo­rativo, un razonable reparto de la riqueza y gran disponibilidad tanto para el lado disciplinario de la vida comunal como para el desparrame festivo. Lo que se tra­duce en una pintura bien diferenciada del resto de Europa, Flandes incluido. Cuando Rembrandt empieza, los mo­delos vigentes remiten a Caravaggio y a la vecina escuela de Amberes, dominada por el monumentalismo de Rubens, lleno de color y dinamismo. No ignora esas nuevas vías. Le llegan a través de su maestro Pieter Lastman, con quien estudia en Ams­terdam. Pero sus opciones serán otras. Cuando regresa a Leiden en 1625, con 19 años, abre estudio junto con Jan Lievens, un año menor que él, y los dos jóvenes no tardan en llamar la atención. De esta eta­pa inicial data el Autorretrato con pelo en­marañado. En su gran libertad formal ya se percibe una voz propia, frente a sus más relamidas obras de aprendizaje. El mismo año en que lo ejecuta, 1628, acaba de admitir a su primer alumno, Ge­rrit Dou, por entonces un quinceañero, pero pronto uno de los pintores neerlan­deses de mayor renombre. Y en 1632, Rem­brandt y Lievens reciben en su taller al personaje más culto, cosmopolita e influ­yente de Holanda, el escritor y diplomáti­co Constantijn Huygens, secretario del príncipe de Orange. El visitante se queda admirado ante el oficio de aquellos dos desconocidos. Y apuesta por ellos. Tras en­comendarles su propio retrato y el de su hermano, logrará que Lievens se abra ca­mino en Inglaterra y conseguirá para Rembrandt encargos de gran relieve so­cial. Es él quien le aconseja trasladarse a la vecina Amsterdam, lo que lleva a cabo en 1632, tras la muerte de su padre.

La ciudad está en plena ebullición. Es la capital económica de un vasto impe­rio colonial que seis años antes ha funda­do en la otra orilla del Atlántico una dele­gación americana suya con el nombre de Nueva Amsterdam, que los ingleses cam­biarán más tarde por el de Nueva York. Sus opulentas compañías comerciales han tendido por todo el mundo una red que les procura los más exóticos productos de los cinco continentes. Una abundancia que se desborda por doquier, compaginando el tu­multo de sus imprevisibles tabernas con un proverbial respeto a la ley y el orden. Ese ambiente de culta tolerancia atrae­rá a algunos de los mejores cerebros del momento, como el filósofo René Descartes, mientras un urbanismo en plena expan­sión remodela sus canales y edificios pú­blicos. Se cultiva con asiduidad el teatro, al que Rembrandt es gran aficionado, hasta el punto de contar en su taller con atrezzo y vestimentas que le permiten disfrazar a sus modelos según el motivo bíblico o mi­tológico que representan. El mercado artís­tico no es menos exigente. Llegan mues­tras de todos los rincones, lo que le permi­te afinar sus modelos, desde los europeos hasta los del Oriente más remoto. La obra que asienta su fama, el mismo año de su llegada, es La lección do ana­tomía del doctor Tulp. Representa un gé­nero muy especial, el retrato corporativo que se expone en las sedes de las asocia­ciones. Una peculiaridad holandesa, que de este modo glorifica el espíritu cívico de su burguesía. En términos pictóricos su­pone un desafío del que -Frans Hals apar­te- pocos logran salir airosos. Hay que re­tratar a los componentes respetando su individualidad, sin que ninguno quede postergado, pero ensamblados en un con­junto no demasiado rígido ni monótono. Rembrandt marcará nuevas pautas: pri­mero, con esta Lección de anatomía; diez años después, con La ronda nocturna, y en 1662, con Los síndicos de los pañeros.

El doctor Tulp es el más relevante de este grupo de notables que atiende a sus explicaciones sobre el cadáver de un ajus­ticiado. Dos veces burgomaestre de Ams­terdam, autor de un manual de primeros auxilios y medicina familiar, es conocido como "el Vesalio de Amsterdam", por alu­sión al famoso cirujano italiano que aña­dió al descubrimiento de nuevos continen­tes otra terra incógnita no menos fabulosa: el interior del cuerpo humano. Ése es el es­pectáculo que presenta Tulp a sus invita­dos tras diseccionar el brazo para mostrar la trabazón de tendones y músculos, cuyo funcionamiento y contracciones imita con el gesto de su propia mano izquierda.

Rembrandt es muy consciente de las cualidades de este trabajo suyo. En lugar de las iniciales del nombre, apellido y pro­cedencia utilizadas en sus comienzos, "RHL" (Rembrandt Hamenszoom de Lei­den), lo firma con un escueto "Rembrandt f. 1632"; es decir, su nombre de pila, al modo de los grandes maestros italianos -Miguel Ángel, Leonardo, Rafael...-, se­guido de la contracción del fecit latino y la fecha. Un "Rembrandt lo hizo" que pronto se convertirá en legendario. Ese mismo año, un alguacil le visita para certificar su existencia. Ante su asombro, le explica que su nombre ha sido citado por un par de juerguistas tras cruzar una apuesta que les obligaba a enumerar 100 celebridades vivas. Y él aparecía en esa nómina.

Es entonces cuando entra en su vida una muchacha de 20 años llamada Saskia van Uylenburch, huérfana de padre, per­teneciente a una adinerada y muy respe­table familia frisona. Su boda en 1634 abre al pintor de par en par las puertas de la mejor sociedad. Y le introduce de lleno en la etapa más feliz y luminosa de su exis­tencia, a juzgar por los retratos de ambos, separados o juntos, como el que los mues­tra nimbados de radiante alegría encar­nando atrevidamente el pasaje bíblico del hijo pródigo en el burdel.

En 1639 compran un espacioso palace­te en uno de los barrios de moda. Allí vi­virá el pintor durante los próximos 20 años, en el mismo lugar donde en la actualidad se ubica el museo dedicado a su obra gráfica, y que todavía impresiona por su amplitud. También alquila un holgado almacén, que convierte en taller, para dar cabida a los numerosos discípulos que quieren aprender junto a él pagando su­mas considerables. En justa correspon­dencia, Rembrandt siempre prestará gran atención a sus alumnos. A diferencia de otros pintores, que los utilizan para aumentar su productividad, él les dispen­sa una atención más personalizada sin im­ponerles unas directrices estrictas. Pero eso no evitará que cree escuela, hasta el punto de provocar numerosas atribucio­nes erróneas. En su taller se forman algu­nos de los puntales de la pintura holande­sa. Entre ellos, Carel Fabritius, quien se trasladará a la ciudad de Delft para en­señar, a su vez, a Jan Vermeer.

Tanto prospera Rembrandt que se con­vierte en un coleccionista compulsivo. Poco después de mudarse a la nueva man­sión pretende comprar un famoso retrato de Rafael, el de Castiglione, que se subas­ta y alcanza la astronómica suma de 3.800 florines. En la puja le gana por la mano un mercader de arte y diamantes llamado Al­fonso López, cuyo nombre manifiesta tan a las claras su origen sefardí. El pintor ha quedado prendado del cuadro, y le pide permiso para estudiarlo. Junto al Retrato de un hombre, de Tiziano -que en la ac­tualidad se custodia en la National Gallery londinense, pero que en ese momento es­taba en Amsterdam-, será el modelo de su Autorretrato con camisa recamada. En él destaca la textura de su ropaje y tocado, pero más aún su mirada alerta y un punto desafiante.

A la vez que asegura su dominio de la pintura al óleo, se interna en el graba­do, con tal maestría que al cabo de poco tiempo no tiene rival en este campo. El en­riquecimiento de su universo visual no es sólo cuestión de técnica; también crece ha­cia dentro, pues está lejos de ser un mili­tante en esta o aquella profesión de fe. Ha de atender encargos de todos los frentes: calvinistas, católicos, judíos o de otras confesiones. Como, por ejemplo, su retra­to de Cornelis Claeszoon Anslo, flanquea­do por su esposa. Este predicador menoni­ta es uno de los más famosos del país, y su imagen debe transmitir el ascendiente al­canzado a través de la palabra. Para ello le sitúa como intermediario entre la Biblia, de la que emana la luz, y su mujer, que le escucha. Un retrato parlante sin el cual -o sin su Resurrección de Lázaro- resulta in­concebible esa cima de la espiritualidad contemporánea que es Ordet, la película de Dreyer.

El punto de vista bajo y el modo en que se establece su restricción lumínica con­vierten el retrato de Anslo en un impor­tante eslabón entre La lección de anatomía y la llamada Ronda nocturna. Un título que no se corresponde con lo representa­do, sino que se debió al oscurecimiento de los barnices. Fue al limpiarla, tras su res­cate del escondrijo donde permaneció a salvo durante la II Guerra Mundial, cuan­do pudo establecerse que se trataba de una escena diurna. Un encargo de gran em­peño y prestigio, pagado a escote por una especie de somatén, la compañía de arca­buceros del capitán Frans Banning Cocq y el teniente Willem van Ruytenburch.

Originalmente, el lienzo medía cerca de cuatro por cinco metros, pero fue recortado en 1715 para encajarlo en una nue­va estancia. Rembrandt resolvió tan difícil asunto, de enorme complejidad composi­tiva, representando a todos los personajes en acción, en un momento muy preciso: el de la llamada a las armas, mediante el re­doble del tambor. Una instantánea subra­yada por la secuencia de los diversos mo­vimientos que deben conducir a la alinea­ción, lo que le permite organizar el grupo gracias a la calculada tensión de las dia­gonales trazadas por lanzas, arcabuces, espadas y estandartes; el flujo de las gor­gueras y cabezas bañadas por la luz, que serpentean de izquierda a derecha; los dis­tintos planos de la escalinata del fondo, so­bre la que alza su pendón el abanderado; el perro que ladra al tamborilero; la pro­fundidad lograda por esos dos fogonazos de luminosidad del teniente y la niña que cruza con su gallina colgada a la cintura, misteriosa como un ectoplasma, y en la que algunos han querido ver una evoca­ción de Saskia.

Porque su esposa fallece mientras pinta el lienzo, marcando el inicio del de­clive social de Rembrandt, aunque en ab­soluto el de su pintura. Los prósperos años que han mediado entre 1632 y 1642 dan paso a una etapa muy dura en lo personal, preanunciada con la muerte de sus padres y de sus tres primeros hijos, ninguno de los cuales superó los dos meses de vida. Ahora es la propia Saskia quien no logra reponerse del parto de su cuarto hijo, Tito, complicado con una tuberculosis, y, tras meses de sufrimiento, su esposa muere en junio de 1642, a los 30 años. Rembrandt todavía alcanza a pintarla en un último retrato, donde se la ve con­sumida por la enfermedad, con una mano en el pecho y en la otra una florecilla roja que ofrece con un delicado gesto, más con­movedor que cualquier adiós porque en él se adivina la despedida de casi una década de felicidad. Su pintura se vuelve más clasicista y volcada hacia el claroscuro, abandonando los anteriores resabios barrocos. Y ello en fuerte contraste con las modas de Amster­dam, que a partir de 1640 conocen el auge de un estilo más colorista y superficial, el de Van Dyck, hacia el que desertan algu­nos discípulos en busca del dinero fácil. No así Rembrandt, quien más bien parece empeñado en un camino por el que pocos pueden seguirle. Tras la muerte de Saskia, el pintor contrata a la viuda Geertje Dircks como niñera de Tito y ama de llaves. Es muy distinta de su difunta esposa; una robusta campesina de Zelanda, analfa­beta y pragmática, que se convierte en su amante, con el consiguiente escán­dalo entre la buena sociedad. Sobre todo cuando él inicia otra relación sen­timental y Geertje lo lleva ante los tri­bunales acusándole de no cumplir una promesa de matrimonio.

Esa relación hace referencia a Hen­drickje Stoffels, con la que Rembrandt terminará viviendo y teniendo una hija. Pero nunca se casarán porque ello conllevaría la pérdida de buena parte de las rentas otorgadas por Saskia en su testamento, condicionadas a que no se desposara de nuevo. Hendrickje es llamada al orden y excomulgada por el consejo de la Iglesia reformada. Los problemas económicos se agu­dizan en la década de 1650, con el tras­fondo de la recesión provocada por las guerras con Inglaterra. Tras la paz de Westfalia que en 1648 pone fin a la guerra de los Treinta Años, la propia Holanda ha de reconsiderar su Posición colonial. El gusto de los coleccionistas neerlandeses también cambia, se hace más ostentoso. Frente a los suntuosos bodegones vigentes, Rembrandt acome­te su extraordinario Buey desollado. Muy criticado en ese momento, la pos­terioridad le hará justicia gracias a su exhibición en un escenario tan privile­giado como el Museo del Louvre, y su modernidad no pasará inadvertida a Delacroix, Daumier, Soutin o Bacon. Las dificultades de Rembrandt en el mercado interno se ven compensadas por su alta cotización en otros países. Sin embargo, no logra atajar las difi­cultades monetarias, y ha de subastar sus bienes. En 1656 se realiza un inven­tario. Resultan 363 lotes, y hay uno cuya suerte parece inquietarle de modo espe­cial: el gran espejo que prefiere para sus autorretratos, el que contiene más reta­zos de sí mismo. Un objeto suntuario de­bido a su amplitud, pues aún no existen las técnicas de colada para la elabora­ción del vidrio, que lo abaratarán. De modo que comisiona a su hijo para que lo rescate y transporte hasta casa. Pero el espejo se rompe por el camino. Para no ver embargado el fruto de su trabajo se convierte en empleado de una sociedad de marchantes de arte, for­mada por su compañera Hendrickje y su hijo Tito, a quienes cede toda su obra a cambio de la manutención. Porque si­gue recibiendo encargos nada desdeña­bles, como Los síndicos de los pañeros o el espléndido La novia judía. Quizá la gran incógnita de este periodo sea lo que habría supuesto para la pintura épi­ca y monumental europea una obra del calado de La conjura de Julius Civilis, realizada en 1661 para el nuevo Ayunta­miento de Amsterdam. Sin embargo, el encargo no prospera ni el cuadro sobre­vivirá en su formato original, y hoy se conserva en estado fragmentario. En la última década de su vida, Rembrandt aborda los temas bíblicos en una atmósfera de intenso patetismo: Moisés rompiendo las tablas de la ley, David tañendo el arpa ante Saúl o La negación de Pedro nos hablan de mo­mentos dramáticos, de personajes en­frentados a graves conflictos de con­ciencia, a menudo traducidos mediante el contrastado uso de la luz. Prosigue así las varias versiones del Sacrificio de Isaac, cuyo eco aún se percibirá en los más estremecedores pasajes de Temor y temblor; de Kierkegaard, o Dar la muer­te, de Derrida. Es el rebrotar de esos an­cianos vueltos hacia dentro, enfrenta­dos a solas con el Libro, correlato pictó­rico de aquel asombro primigenio que sintiera san Agustín al ver a su maes­tro san Ambrosio leer para sí mismo, sin mover los labios, como pura expe­riencia interior.

Vienen a ser un trasunto de lo que sucede en su propia vida. Ha de mu­darse a una modesta casa del Rozen­gracht, uno de los barrios más pobres de Amsterdam. Su situación económica es tan apurada que se ve obligado a ven­der la tumba de Saskia. Está en la rui­na, con todas sus obras embargadas y la sola posesión de sus útiles de pintor y viejas ropas. En 1663 fallece su com­pañera Hendrickje Stoffels, que tanto había contribuido a crear un islote de sosiego en medio de la tribulación. Su hijo se casa en febrero de 1668 con una sobrina de la hermana de Sas­kia y le anuncia que pronto tendrá un heredero que le hará abuelo. Pero Tito agoniza en septiembre, a los 27 años. La nieta nace en marzo de 1669, y su nuera expirará no mucho después, dejando al pintor a cargo de la recién nacida. Por poco tiempo, porque Rembrandt muere el 4 de octubre de 1669, a los 63 años. Con bastante probabilidad, su últi­mo lienzo es el autorretrato de ese año custodiado hoy en el Mauritshuis de La Haya, que algunos han considerado in­concluso. Un rostro de mirada pensati­va, tal vez resignada y retrospectiva, dejando entrever aquel "hospital hen­chido de murmullos" del que habló Baudelaire a propósito de sus telas. Un compatriota, Vincent van Gogh, aún fue más rotundo al afirmar: "Hay que haber estado muerto varias veces para pintar así".

•Holanda celebra el 400º aniversario de Rembrandt. En el Rijksmuseum de Amsterdam puede verse toda su obra y la muestra estrella 'Rembrandt-Cara­vaggio'. a partir del 24 de febrero. Más información en: www.rembrandt400.com.

El Pais Semanal número 1529. Domingo 15 de enero 2006

domingo, 13 de marzo de 2011

El pintor cinematográfico


"Trasnochadores"
. De este óleo, pintado en 1942 (The Art Institute of Chicago, colección de los Amigos del Arte Americano), Hopper dijo que muestra "lo que me imagino en una calle de noche. Quizá de un modo insconciente he pintado la soledad de una gran ciudad".


01`OFICINA EN UNA PEQUEÑA CIUDAD' (1953). El ángulo de visión está situado como en el rodaje de una escena de cine, en una cámara subida a una grúa. Las formas en ángulo recto de la oficina y del rectángulo del costado del edificio cierran un espacio inaccesible. La acción está congelada, y la figura expresa sensación de abandono. (The Metropolitan Museum of Art. Nueva York. George A. Hearn Found).

02'DE NOCHE EN LA OFICINA' (1940). Una escena íntima en un lugar público. Todo el cuadro transmite una fuerte carga erótica. Hopper ha representado a la mujer con curvas prominentes. (Minnea­polis. Colección Walker Art Center, donación de la Fundación T. B. Wal­ker, fondo Gilbert M. Walker, 1948).

03`ESCALERA' (1919). Hopper pintó muchas veces escaleras en sus cuadros, en un afán de separar estados de ánimo, en distinguir la realidad del deseo. (Whitney Mu­seum of America Art. Nueva York. Donación de Josephine N. Hopper).

04'EL PUEBLO DE TWO LIGHTS' (1927). El año en que pintó esta acuarela, los Hopper se compraron un automóvil con el que recorrie­ron los distintos pueblos de la cos­ta. Aquel verano se instalaron en uno que les enamoró, el de Two Lights, en Cape Elizabeth (Maine). (Fitchburg Art Museum. Donación de Bernadine K. Scherman).

Unánimemente conside­rado el más característico artista estado­unidense del siglo XX, Edward Hopper lo fue, sin duda, pero tomándoselo en su fue­ro interno de esa forma, ya en desuso, que el crítico Harold Rosenberg calificó como de "militancia provincial", cuyo espíritu poseyeron los pioneros de ese gran país con la ingenua ilusión luego perdida de no creer lo americano como el epicentro del planeta. Nacido el 22 de julio de 1882 en Nyack (Nueva York), unos meses después que Pablo Picasso, como éste, Hopper com­pletó su formación artística en el París de comienzos del siglo XX, adonde viajó en tres ocasiones -en 1906, 1909 y 1910-, ad­quiriendo un definitivo toque moderno al estilo cosmopolita francés. Hopper no en balde pertenecía a la generación anterior a los expresionistas abstractos, la de quie­nes emulaban, sin todavía rivalizar, lo rea­lizado por los grandes maestros europeos. como, en su caso, los impresionistas, pero sobre todo Manet y Degas. En este sentido, evocando su estado de ánimo cuando re­gresó definitivamente a casa en el verano de 1910, llegó a confesar que todo le pare­ció "increíblemente tosco y ordinario" y que tardó "diez años en sobreponerse".

Sí, para Hopper, como para Hemingway, el París de las primeras décadas del siglo XX fue "una fiesta", aunque él no la viviese como una exclusiva celebración vanguardista, fijándose sólo en los "últi­mos gritos" de la novedad. A diferencia de Gertrude Stein, Man Ray o Alexander Cal­der, amantes por igual de París, Hopper no cortó tan drásticamente con el pasado in­mediato, quizá porque tenía una visión moderna del arte más de corte existencial que formalista y no quería renunciar a la representación de la vida como un espacio palpitante, a la visión del amasijo emocio­nal que configura la trayectoria humana. Pero esto no hizo de él un expresionista, sino, en todo caso, un concentrado obser­vador de la soledad del hombre, que, como supo demostrar, podía ser radiante, aun­que la manera como la luz cincela el espa­cio íntimo que nos cobija pueda tener a ve­ces ciertos ásperos visos de desamparo.

Vástago de una acomodada familia de pequeños comerciantes de la Costa Este, la pasión artística de Hopper se fraguó gra­cias al placer que le proporcionaba, por ejemplo, fabricarse un laúd, a los 10 años, con los trozos de madera desperdiciados por su padre, o la fascinación que le pro­ducía contemplar cómo los carpinteros de la costa reparaban las embarcaciones pes­queras. También, claro, le entusiasmaba dibujar con el mismo esmero con que ha­bía visto aplicarse a la tarea a su madre, Elizabeth Griffith Smiths. Por eso cuando, siendo todavía adolescente, Hopper declaró su voluntad de hacerse artista, no contra­rió en absoluto a sus padres, quienes qui­sieron que se iniciara en la pintura estu­diando primero la técnica de la ilustración, algo que acabó marcando su obra de la for­ma más personal. Hopper completó sus es­tudios con la enseñanza de los pintores Ro­bert Henri y William Merritt Chase, que alimentaron su admiración por los maes­tros europeos, antiguos y modernos, ger­men de sus viajes al Viejo Continente, que no se limitaron a Francia, sino que le lle­varon también a Holanda y España, atraí­do por su admiración hacia Velázquez. Es­tuvo en Madrid en 1910, visitando el Mu­seo del Prado, y en Toledo, y asistiendo, claro, a una corrida de toros, cuyos aspec­tos cruentos hirieron su sensibilidad pu­ritana, pero no sin declararse asimismo impresionado por el hermoso espectáculo de "la entrada del toro en la plaza" y la be­lleza de "los primeros ataques" de éste.

De todas formas, aunque Hopper se embebió de la cintura europea sin dejarse arrastrar por la formidable revolución vanguardista que, justo hacia el año 1910, con el cubismo, cambió el rumbo del arte contemporáneo, maduró pronto el que ha­bría de ser su estilo personal. En realidad, los paisajes urbanos que hace todavía en París, y luego continúa, tras su definitiva instalación, en su país natal, ya tienen el sello característico de sus vacantes espa­cios arquitectónicos, que se asemejan a prismas luminosos, coronados por las crestas azulencas de los tejados de pizarra, cuyo borde grisáceo separa sutilmente la frontera blanca de las fachadas y el azul celeste del cielo. Lo único que le faltaba a esta caja luminosa era el tema, el nervio narrativo y su trepidante ritmo, algo que sólo pudo encontrar en esa América de en­treguerras, a la que tardó en adaptarse casi una década. Sea como sea, aproxima­damente desde que pintó Muchacha co­siendo a máquina (1921), donde vemos el perfil de una fornida joven de brazos des­nudos descubiertos entre una espesa ca­bellera, que se afana en su labor sentada en una habitación roja frente a una amplia y luminosa ventana, se puede decir que Hopper ya había definido por completo su personal poética pictórica.

Ciertamente, los cuadros de Hopper, aunque muy fotográficos y muy fotogra­fiados, hay que contemplarlos en directo. La mayor parte de ellos se conservan en


"Patio de butacas, segunda fila a la derecha"(1927)
. La mujer sentada en el palco es la protagonista del cuadro. Una observadora ensimismada que acentúa el aislamiento entre los otros personajes de la obra. (Museum of Art de Toledo, 2004)


"Sol matinal"(1952). Hopper pintaba a las mujeres como un mirón de su intimidad, lo que provoca en el espectador una mezcla de distancia y atracción. Sus modelos envejecen con él, ya que desde 1924 sólo utilizó a su mujer. (Columbus Museum of Art. Howard Fund.)

colecciones americanas y en algunos museos, como el Whitney, de Nueva York, que es el que los atesora en mayor número. Nc obstante, me permito recordar la amplia exposición de Hopper que se exhibió en la Fundación Juan March, de Madrid, en 1989-1990, pero también la magnífica re­presentación de este pintor en el Musec Thyssen-Bornemisza, de Madrid, que cuenta con el maravilloso lienzo Habitación de hotel (1931) y del antes citado Muchacha cosiendo a máquina.

Ejecutadas con 10 años de diferencia este par de composiciones reflejan alego que no podemos dudar de calificar come de lo más característico del estilo de Hop­per: estancias soleadas, en las que apare­ce, como ensimismada, una mujer en so­ledad, cuyo erótico desaliño nos revela que no se sabe espiada. Esta intromisión en la intimidad femenina es tanto más profunda por cuanto el pintor nos revela no sólo su cuerpo, sino también su alma. Ante las mujeres que Hopper no se cansé de pintar jamás, tenemos, por una parte, la impresión de captar su imagen como una súbita y penetrante visión fugaz, con toda la fuerza erótica que acompaña a una revelación semejante; pero también, a la vez, por otra, la de llevarnos un trozo de su alma cuyo misterio ya nunca nos de­jará de intrigar. Sin apenas darnos dema­siados datos físicos, ni aún menos psico­lógicos, pues Hopper no se demora en la representación prolija de los rasgos, nos sentimos atrapados por estas visiones re­pentinas, quizá por el silencio y la calma que rodean a estas mujeres solitarias; pero sobre todo por su actitud de estar ab­sortas, lo que Muñoz Molina definió como ese estado de ensimismamiento que, sin saber por qué, a veces nos embarga, inte­rrumpiendo durante un instante cual­quier trivial menester cotidiano.

Hopper supo adentrarse en ese má­gico pozo íntimo de nuestra soledad, que significativamente tiene género femenino, como sólo antes lo había logrado Vermeer de Delft, el pintor que nos enseñó a mirar lo que una luminosa ventana muestra de puertas para adentro; pero el registro re­presentativo del pintor americano, sin des­viarse de esta perspectiva existencial, tocó


"Verano"(1943). Ocultar y descubrir. Las cortinas de la casa tapan la intimidad, pero el vestido de la joven transparenta sus formas. La mujer espera a la puerta de una casa de Nueva York en la época más calurosa. (Wilmington. Delaware Art Museum. Regalo de Dora Sexton Brown, 1962).

otros temas, como los paisajes urbanos desde la panorámica de una calle sin gen­te, o los de las vistas de las vetustas casas del litoral, o las del mar mismo surcado por veleros. También son célebres sus ex­ploraciones visuales de los espacios inte­riores de teatros y cines destartalados, en los que. en medio de una penumbra, des­cubrimos en un rincón el aburrido can­sancio de una acomodadora o los patéticos andares de una talluda bailarina de strip-tease que cruza, como una desvencijada Salomé, el escenario. En cualquier caso, todo está reflejado como entre sombras, dando la sensación de un amplio espacio vacío en derredor, como si no fuera preci­so más de un único figurante para que se explayase, a sus anchas, la profunda sole­dad del hombre.

Casado en 1924 con Josephine Verstille Nivison –antigua compañera de estudios y también pintora, profesión que alternaba con la de eventual actriz teatral– cuando ambos ya habían cumplido los 40, la con­vivencia matrimonial con Hopper, de ta­lante solitario y muy lacónico, no debió de ser fácil, pero las diferencias de carácter quedaron compensadas por compartirunas mismas aficiones, no sólo al arte plástico, sino a la lectura, al teatro y al cine. Crearon de esta manera un espacio de intimidad propio, centrado metódica­mente en el trabajo y al resguardo de la agitación pública de este frecuentemente ruidoso mundillo de la promoción comer­cial de los artistas. Hopper, por ejemplo, no realizó su primera exposición indivi­dual hasta 1920, cuando le faltaba poco para cumplir los 40 años; pero cuando, al cabo de los años, alcanzó cierta fama local, tampoco alteró sus costumbres y aún me­nos su proverbial discreción. En este sen­tido, aunque el reconocimiento en su país fue contundente. es lógico que tardara más en hacerse un prestigioso nombre in­ternacional como artista, etiquetado como estaba como una curiosidad típicamente americana y luego oscurecido por el des­lumbrante fulgor de la generación de los expresionistas abstractos.

Así y con todo, cuando murió el 15 de mayo de 1967, cuando estaba a punto de cumplir 85 años, Edward Hopper no sólo gozaba de una merecida fama mundial, sino que había logrado perfilar la imagen

más convincente y profunda de la vida americana durante el siglo XX.

¿Hay, pues, que definir su estilo como realista, y ése es su mejor legado: el de ha­ber transmitido esa imagen de la sociedad americana de la primera mitad del si­glo XX? Más allá de esto, ¿hay que limitar­se a ver sus cuadros sólo como una honda indagación de la soledad del hombre con­temporáneo?

En el momento final de su vida. Hop­per hizo una declaración al respecto, apa­rentemente sorprendente, al afirmar que quizá él no fuera "muy humano" y que lo único que realmente había pretendido era "pintar el efecto del sol sobre el costado de una casa". Es posible. No obstante, ese sol refulgiendo lateralmente sobre cualquier fachada era muy capaz de alumbrar tam­bién su escondido interior y, por encima de todo, la interioridad de sus habitantes, el más recóndito secreto de su solitaria in­timidad inolvidable. •

La retrospectiva sobre Edward Hopper se inaugura el 27 de mayo en la Tate Modern de Londres, donde puede verse hasta el .5 de septiembre. Entrada: nueve libras. Reservas de entradas en: www.tate.orguk.

El Pais Semanal número 1442. Domingo 16 de mayo de 2004.

Genios y figuras

`Las meninas' o 'La familia de Felipe IV', del Museo del Prado, pintada por Velázquez en 1656, cuatro años antes de su muerte, es la obra más céle­bre del arte español y uno de los mejores retratos colectivos jamás pinta­dos. La luminosa presencia central de la infanta Margarita, rodeada de su séquito, y la del propio Velázquez, que se autorretrata pintando encuadran una escena de una gran complejidad escenográfica y simbólica. La atmós­fera se palpa, y es tan extraordinaria la perfección del conjunto que pare­ce a la vez la celebración de la monarquía y de la pintura.

01 La Infanta Margarita. Velázquez compuso un cuadro dentro de un cuadro. Toda la escena narra diferentes historias. El delicado retrato de la infanta Margarita es la figura hacia la que se dirigen de inmediato las miradas de quienes contemplan el óleo, mientras ella, con la cabeza ligeramente vuelta, dirige la vista hacia un punto indeterminado, como si alguien hu­biera entrado en la habitación interrumpiendo la escena maravillosamente recreada por el pintor.

Las Damas de Honor. María Agustina Sarmiento, a la izquierda de la infanta (02), e Isabel de Velasco (03), a su derecha, iniciando una reverencia. Son sus damas de honor, las meninas, la palabra portuguesa con la que se designaba en el siglo XVII a quienes acompañaban a los infantes reales. María Agustina Sarmiento ofrece a la infanta agua en una jarra de barro servida en bandeja de plata.

Mari Bárbola y Nicolás Pertusato. Velázquez coloco destacada la figura, en el ángulo derecho, de la enana Mari Bárbola (04), quien formaba parte de los sirvientes de la corte desde hacía años. Junto a Mari Bárbola, el pequeño Nicolasito Pertusato (05), retratado mientras intenta llamar la atención del perro. Pertu­sato era ayuda de cámara de palacio.

06 El Mastín español. La precisión de Velázquez pintan­do al perro es absolutamente naturalista. Un bello ejemplar de mastín que sorprende al espectador por la belleza de su pelaje. Un animal que representa, junto con el caballo, uno de los símbolos de la nobleza, y que por tal motivo lo incluyó Velázquez en este retrato.

07 El pintor, con la cruz de Santiago. Velázquez se retrató como el pintor de la escena. Su paleta y el gran bastidor con el lienzo (a la izquierda) cuentan a quien observa el cua­dro cómo el artista reflexionaba sobre su trabajo. Velázquez se adornó el traje con la cruz de Santiago, la orden de caballero que el pintor perseguía desde hacía tiempo y que logró cuatro años después de pintar el lienzo.

Los Sirvientes. El caballero (08), que aparece al fondo del cuadro levantando la cortina de la puerta, con lo que consigue iluminar la estancia, posiblemente fuera José Nieto, el mayordomo de la reina Mariana de Austria. Mar­cela de Ulloa (09), dama de honor de la reina, vestida con hábitos de monja por su condición de viuda, aparece junto a otro de los sirvientes (10), que aparece en penumbra.

11 Los Reyes. Con sumo ingenio, Velázquez hizo reflejar en un espejo los retratos de los reyes Felipe IV y Mariana de Austria. Una manera de hacerlos participar de la acción sin colocarlos a su mismo nivel, una audacia impensable en aquella época. La presencia de los reyes está además implícita en toda la escena, ya que todos los per­sonajes quedan en suspenso ante la probable aparición de los reyes.


Parte del articulo titulado "Genios y figuras", escrito por Francisco Calvo Serraller. El Pais Semanal Número 1462. Domingo 3 de octubre de 2004

Capitán Alatriste por Joan Mundet

Lámina publicitaria adjunta a la compra de los libros del Capitán Alatriste en buen papel verjurado.







viernes, 11 de marzo de 2011

El fotógrafo del "glamour"








TEXTO: MANUEL FALCES

Sante d'Orazio (Brooklyn, Nueva York, 23 de enero de 1956) es un fotógrafo que mantiene estrechas relaciones psicológicas –cámara de por medio– con el narcisismo. Sin esta complicidad, sus álbumes no funcionan. Igual puede interpretarse su obra como si fuera la de un co­laborador de Playboy, o un infiltrado perteneciente a la más pura estética de la foto pomo de los sesenta –incluido culturalmente en los índices didác­ticos de los manuales del me­dio–. También sus fotos, en este capítulo, se podrían clasificar en la onda más blandita contem­poránea. D'Orazio fotografía la representación del cuerpo aje­no, y lo hace desde la perspecti­va de quien construye una me­moria íntima. Les ocurre algo parecido a los diseñadores del mejor álbum histórico fotográfi­co de naturaleza narcisista, o al menos clasificado como tal has­ta la fecha: el de Edmond Des­bonnet, un maestro de la cultu­ra física que registró fotográfica­mente la totalidad de los alum­nos que pasaron por su gimna­sio.

D'Orazio trabaja lujosamen­te para las ediciones que se inte­resan, directa o indirectamente, por estos temas: Vogue (inglés, francés, italiano, alemán, ameri­cano), Vanity Fair, C. Allure, Elle. Forma parte de esa tenden­cia común, donde participan otros cualificados autores italia­nos contemporáneos como Ma­rino Parisotto Vay, que trata de culturizar lo que hace una déca­da, fotográficamente, se consideraba una simple instantánea pornográfica, cuando no una mera ilustración propia de un taller de motos o de la cabina de un camión.

Sante d'Orazio configura la nueva pornografía fotográfica (light para muchos; pletórica de añoranzas visuales para los mi­rones puros y duros) que a estas alturas mantiene un toque de exquisita decadencia propio de sus producciones para Valenti­no, Estée Lauder, Versace, L´Oreal, o la de sus retratos de Isabelle Adjanai, Kim Bassinger, Cher y Banderas, entre otros, de las muchas celebridades que su cámara ha registrado.


Sante rez Las fotos de este reportaje proceden del libro Carnets intimes, publicado en Francia por Éditions du Collectioneur, en el que D'Orazio (arriba) reúne lo mejor de su obra.



Los papeles eróticos de Gustav Klimt


EL PAIS, jueves 15 de junio de 2006

Una exposición reúne un centenar de dibujos, la mayoría desnudos, del pintor austriaco

ELSA FERNÁNDEZ-SANTOS, Madrid

Gustav Klimt vivió en la Viena finisecu­lar de Sigmund Freud. Una ciudad en la que, frente a la moral establecida, crecía un nuevo clima más erótico y complejo.

La leyenda cuenta que en el taller del pin­tor, una casa de una planta rodeada de un precioso jardín asilvestrado, las mujeres se paseaban desnudas a todas horas. Allí, él las dibujaba en todas las formas posibles: jóvenes, ancianas, embarazadas, so­las, con hombres o con otras mujeres, masturbándose... Desde mañana, y has­ta el próximo 3 de septiembre, la Funda­ción Mapfre reúne en su sede de Madrid un centenar de dibujos de aquella época de Klimt. La mayoría son esquemáticos desnudos a lápiz en los que se vislumbra una mujer desinhibida que, dueña de su cuerpo, no teme el asalto a su intimidad.


Pareja de amantes (1917-1918), lápiz sobre papel, de Gustav Klimt


Klimt nació en Baumgarten, en las cercanías de Viena (hoy dis­trito XIV de la capital) el 14 de julio de 1862. Su padre se llama­ba Ernst y su madre Anna Fins­ter. Estudió en la Escuela de Artes y Oficios, pero en 1890 se aparta de los modelos académi­cos. Funda con su hermano Ernst y con Franz Matsch el movimiento de la Secesión, una asociación de artistas modernis­tas y de arquitectos cuyo lema fue "a cada edad su arte, al arte su libertad".

En uno de sus escasos textos autógrafos, Klimt dice: "Estoy convencido de que no soy una persona especialmente intere­sante. No hay nada especial en mí. Soy pintor, alguien que pin­ta todos los días de la mañana a la noche".

Pero lo cierto es que Klimt despertó en su época una gran fascinación. Se especulaba so­bre su vida privada y sobre el movimiento que giraba en tor­no a su estudio vienés. Sus mo­delos eran generalmente muje­res que pertenecían a la burgue­sía vienesa, pero también tenía un séquito de prostitutas que le servían de musas.

Al parecer, siempre había mujeres desnudas, posaran o no, a su alrededor. Según la le­yenda, Klimt necesitaba estar siempre rodeado de mujeres. Cuentan también que cuando Rodin visitó el estudio vienés de Klimt se arrodilló ante él y le dijo: "Nunca había" sentido nada parecido a lo que siento aquí. Vuestro fresco de Beetho­ven, tan trágico y tan feliz al mismo tiempo; vuestra gran­diosa exposición, inolvidable; y ahora, este jardín, estas muje­res, esta música... Y alrededor de usted y en usted mismo, esta alegría feliz e inocente. ¿Qué puede ser?". Klimt, con su aspecto de apóstol, se giró y contestó con una palabra: "Austria".

En el catálogo editado para la exposición, Mujeres. Klimt, Pablo Jiménez Burillo, director del Instituto de Cultura de la Fundación Mapfre, recrea la Viena de aquellos años, una ciu­dad "saturada" de erotismo, con una obsesiva curiosidad por las historias secretas, por los vicios. "Una fascinación eró­tica por la mujer que lleva, ine­vitablemente, a la melancolía y la desazón, a la más pura de las desesperaciones de fin de si­glo", afirma Jiménez Burillo.

Los dibujos de Klimt, que se sitúan dentro de esta nueva fas­cinación por la mujer y su sexualidad, también fueron objeto de fuertes críticas. En 1908, Adolf Loos escribía un artículo titulado Ornamento y delito en el que acusaba al pin­tor de degenerado: "Todo arte es erótico. El primer ornamen­to fue de origen erótico. La pri­mera obra de arte, el primer acto artístico que el primer ar­tista garabateó en un muro pa­ra desahogar su exuberancia, fue erótico. Una línea horizon­tal: la mujer tendida. Una línea vertical: el hombre que pene­tra... Pero el hombre de nuestra época que, llevado por una com­pulsión interna, embadurna pa­redes con símbolos eróticos, es un criminal o un degenerado".

Guía de Egon Schiele y de Oskar Kokoschka, Klimt dedi­có lo mejor de su arte a la mujer, a la que pintó de múlti­ples maneras. Desde El retrato de Adele Bloch-Bauer, quizá el más famoso, a Las tres edades de la mujer o El beso. En la exposición que mañana se inau­gura en Madrid (avenida del General Perón, 40) se reconocen el esqueleto de sus conocidas obras maestras. Pero frente a sus cuadros —deslumbrantes iconos dorados que han inspira­do no sólo la historia del arte sino también la de la moda—sus dibujos muestran su lucha por captar otra esencia.

El casi centenar de papeles expuestos en Madrid pertenece a la colección Sabarsky que. con sede en Nueva York, está centrada en Klimt, Schiele y Kokoschka. La comisaria de la exposición, Annette Vogel. recuerda cómo siempre se ha especulado sobre la vida priva­da de Klimt y la relación que mantenía con sus modelos: "Contemplando estos dibujos cuesta creer que se mostraran al público vienés de fin de siglo".

Para Vogel, es compleja la relación entre los dibujos de Klimt y su obra pictórica. "Compleja y fascinante", aña­de. "Sus dibujos trascienden la condición de meros conjuntos de bocetos para ser trasladados a lienzos de tamaño monumen­tal. Al comparar los dibujos de Klimt con su obra pictórica per­cibimos que, muy frecuente­mente, utiliza los primeros como ensayos previos a sus lien­zos. Sin embargo, el tratamien­to estilístico en ambos soportes resulta muy diferente: la intensi­dad erótica que muestran sus bocetos naturalistas se transfor­ma en pura estilización en mu­chos de sus cuadros, en los que la carga emotiva es mucho me­nos evidente".

Los cuerpos de los dibujos se construyen con lápiz, contor­nos extremadamente delicados que transmiten la fragilidad de su desnudez. En los lienzos, según Vogel, los ricos ornamen­tos convierten los frágiles desnu­dos en iconos de espiritualidad.

Vogel recuerda que la obra de Klimt fue escandalosa en su época. En 1903, pinta a una mu­jer embarazada desnuda y lo titula Esperanza 1; la obra no en­caja bien. Klimt dibujó sesenta bocetos para este cuadro, la mi­tad de ellos muestran a la emba­razada abrazada a un hombre, en el resto está sola. "La seguri­dad y la felicidad que se des­prenden de los dibujos se trans­forma en algo sombrío en el lienzo", escribe Annette Vogel en el artículo A propósito de los (dibujos de) desnudos de Klimt.

Klimt dibujó el estereotipo de una nueva mujer, fatal y ensi­mismada. Son escasos los cua­dros en los que el hombre tenga mayor protagonismo que ella. Sólo en El beso la mujer se entre­ga a un hombre desnudo. Los representados son el propio Kli­mt y su amante Emilie. En los dibujos abundan las escenas de lesbianas, "heroínas de la nueva modernidad", dice Pablo Jimé­nez Burillo citando a Walter Benjamin. "Para el hombre y para la sociedad en general esta nueva imagen de la mujer crea un gran desconcierto. El deseo y la angustia, la insatisfacción fascinada, la lejanía sensual, el propio exotismo de su imagen y comportamiento convierten a la mujer y su erotismo en un asunto central y obsesivo para el final de siglo y, muy especial­mente, para una Viena, como la de Klimt, en la que la doble moral alcanza sus cotas más refinadas y perversas".

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