domingo, 22 de junio de 2025

Pactar con el Diablo

Ten cuidado con lo que deseas, porque igual lo consigues…


20 de junio 2025 


Rodeado por las revueltas estudiantiles niponas de los años setenta, el anciano profesor Ichinoseki recorre el campus universitario casi sin percatarse de lo que ocurre a su alrededor, y que mantiene a la comunidad académica en vilo.

El sabio se lamenta de su existencia, que tan solo ha consistido prácticamente en estar enclaustrado, rodeado de libros, estudios y complicadas ecuaciones, hecho este que le ha llevado a no experimentar muchas cosas que ya, a esta avanzada edad, le será imposible conocer.




Neo Fausto

Autor: Osamu Tezuka

Tapa dura

Blanco y negro

416 págs.

26 euros

Planeta Cómic


Tan inmerso está en sus pensamientos que no se percata de que, además de los gritos y exigencias de los jóvenes, unos oscuros sucesos están acaeciendo en el lugar. La policía ha encontrado un cadáver totalmente calcinado, y la presencia de un extraño perro, de apariencia maléfica, introducen el misterio en el relato.

Pero esto tan solo es el principio de un camino en el que Ichinoseki, al borde del suicidio, va a ser visitado por 'alguien', una bella joven que le va a proponer algo, un pacto con el que va a poder hacer realidad sus sueños de juventud. Pero claro, toda relación con ciertos seres venidos nada más y nada menos que del Averno, conlleva una letra minúscula que el sabio no se molestará en conocer…

Mediante un proceso que no os voy a describir, pero que tiene chicha, el arrugado y macilento cuerpo de Ichinoseki rejuvenecerá. Pero algo ocurre, y una especie de niebla enturbia los recuerdos del hombre, por lo que a partir de ese momento, todos le conocer como Daiichi.

Acompañado en todo momento por la tentadora Mefistófeles, la existencia del protagonista nos va a llevar por caminos totalmente inesperados para el lector, pero no menos apasionantes, ya que Osamu Tezuka, el genio creador tras este manga, al que ya todos (debemos) conocemos, sobre todo por la increíble línea dedicada a su obra y persona por Planeta Cómic, en su ya conocida época más oscura y descreída del ser humano, plasma en sus viñetas todo lo que la ambición desmedida conlleva.

Y lo hace sirviéndose de este personaje, Daiichi, cuya buena fortuna le hará cruzarse en el camino de un multimillonario empresario, Daizô Sakane, que se convertirá en su valedor, llegando incluso a darle su apellido, y mucho más.

Conflictos estudiantiles, corrupción política y empresarial, experimentos, amores imposibles… Todo ello magistralmente mezclado con una trama fantástica, salpicada por momentos de gran dramatismo, como tan solo el Maestro Tezuka sabía hacer, con vericuetos inesperados que nos van a sorprender como lectores.

Si Goethe levantara la cabeza, seguro que pasaría un muy buen rato con la lectura de este Neo Fausto, un manga que homenajea a su inmortal obra y que concluye con un esclarecedor texto del propio Tezuka.


Diario de Cadiz



sábado, 21 de junio de 2025

Pereza y placer

Por Maruja Torres

Ilustración de Jose Luis Ágreda

Hay un cine en mi ciudad que proyecta las películas en su versión original; las otras salas del mismo complejo, que no es un centro comercial sino uno de esos grandes cines reconvertidos en multi, lo hacen en versión doblada. Sin duda, por eso los encargados han tomado precauciones. Cuando te acercas a la taquilla y le pides la localidad a la amable operaria, ésta te advierte:

-¿Seguro que la quiere ver en versión original?

A continuación, el señor que te franquea la puerta, antes de cortar el tique, pregunta:

-¿Ya sabe que es en versión original?

Por si eso fuera poco, desde que penetras en el vestíbulo hasta que te introduces en la sala, vas encontrándote por todas partes con un cartel que avisa: "Versión original". El último letrero se encuentra encima de la mismísima puerta, de modo que cuando te instalas en tu butaca te sientes como si el hecho de oír hablar en otro idioma o (¡peor aun!) tener que leer un par de lineas de subtítulos debajo de las imágenes, constituyera un peligro similar al que evocan los "Cuidado con el perro" que algunas fincas exhiben junto a la cancela, o esas simpáticas amenazas que en países desarrollados suelen hallarse cerca de una escalera mecánica o de una piscina: "El que utiliza este servicio lo hace bajo su responsabilidad". Hasta el mendigo que aprovecha las sesiones de tarde para pedir limosna en la cola, un hombre muy digno y con ganas de ser útil, se dedica a advertir a los de la fila de que tengan cuidado porque, en la sala tal, la película es en versión original con subtítulos. No pocos agradecen su consejo.

En su furor nacionalista español, Franco instauró la obligatoriedad del doblaje al castellano, y, con todos mis respetos para la profesión de doblador (los nuestros son, sin duda, los mejores del mundo), la supervivencia de esta nefasta práctica constituye, amén de un lamentable factor de retraso (buena falta nos haría escuchar otros idiomas desde la infancia y a través de algo tan entretenido como el cine; buena falta nos haría aficionarnos a leer en nuestra lengua, gracias a los subtítulos), constituye una especie de triunfo postumo del franquismo sobre nuestros espíritus. Reinar después de morir, que dijo el clásico.

Esta renuencia a conocer la voz genuina de los actores y actrices, esta mutilación del regalo que constituye una buena película recibida en su integridad, forma parte del atraso y la pereza. Ya sé que en Italia (mucho más) y en Alemania (sobre todo en pases televisivos) también las doblan. Es que allí tuvieron a Mussolini y Hitler, que tampoco eran mancos en el asunto del conductismo. Ya sé que un programa para cinéfilos como el de Garci actúa con total desprecio hacia la versión original, fomentando la farsa de que uno es un buen aficionado al cine cuando solo recibe el cincuenta por ciento de una obra de arte. En fin: prueben a ir a El Prado a ver Las Meninas con un delantal tapando la mitad inferior del cuadro; o admiren a Gioconda amordazada. Viene a ser lo mismo que morirse sin haber escuchado jamás la voz original de Laurence Olivier o, poniéndonos más cercanos, de Woody Allen, a pesar de los extraordinarios trabajos como dobladores del gran Miguel Angel Valdivieso y del estupendo Joan Pera. Me estremece pensar que pude no haber conocido nunca la voz de cama deshecha de Robert Mitchum, ni la recia textura de la de Gregory Peck, o sin descubrir que Marlon Brando la tiene mucho más aguda (la voz, obviamente) que su doblador habitual, lo que convierte su padrino en un esfuerzo interpretativo mucho más meritorio. Si hasta perderme los cantos de Jeremy Irons en El rey león, así como las risitas de Woopy Goldberg y sus hienas, me parece una merma inexcusable.

Recuerden la escena de Cantando bajo la lluvia, en que Debbie Reynolds, oculta tras una cortina, canta mientras Jean Hagen se limita a mover los labios. Cuando la vi de niña no la entendí, entre otras cosas, porque la vi doblada.

Pereza, ignorancia, costumbre... Justificaciones contra las que se puede luchar, porque el premio es la intensificación del placer. •


El Pais Semanal número 1.312 Domingo 18 de noviembre de 2001



viernes, 20 de junio de 2025

Ortega y Pacheco / Pedro Vera

Hace muchos, muchos años, en un país muy, muy lejano convivían con placidez las más delicadas maravillas de la modernidad y los empujes de una economía prístina y boyante en medio de una tranquila balsa de aceite de puritita confraternización cultural. Eras las distantes fechas de 1992 y por ese ignoto y olvidado territorio se sucedían fastos olímpicos e inauguraciones de postín; cada día se abría un nuevo local de moda contemporáneo y cada noche desfilaban marciales columnas de tacones bajo las piernas de estilizadas siluetas sonrientes, brillantes, felices y envidiadas. Artistas, arquitectos y músicos del orbe entero acudían a ese escenario que les serviría de catapulta intelectual. La nación bailaba bajo los focos del mundo y los focos le sacaban siempre su mejor perfil. Toda España vivía feliz bajo el puño de hierro en guante de seda que era el imperio de Custo Dalmau, de Jordi Labanda, de Australian Blonde, de Pepsi Max, de Desigual y del Mercado de Fuencarral. Toda España sonreía y se congratulaba de ser, al fin, moderna. ¿Toda España? No, en un apartado rincón, la irreductible mente de un verdadero español se resistía a que el país olvidase la auténtica naturaleza de sus habitantes; la idiosincrasia real de una nación impostora que vestía con el traje luminoso pero inexistente del emperador. Desde su abandonada provincia, ese hombre iba a enseñar cómo era y cómo siempre había sido España. Esa provincia era Valladolid y ese hombre era José María Aznar Murcia y ese hombre era Pedro Vera.

Aún tuvo que esperar hasta 1995 para dar a luz a los instrumentos de realidad brutal que nos pondrían a todos en nuestro sitio. Músicos modernos, arquitectos modernos, cocineros modernos y modernos sin adscripción oficial vimos con ojos atónitos el nacimiento de dos hermanos de distinto apellido que nos recordaban que España era el país de Ferrán Adriá, pero también el de las películas de José Luis López Vázquez proyectadas en un cine de sesión continua, de los, ejem, limones del Caribe en un anuncio de Fa, y de la masacre de Puerto Hurraco.

El propio Vera afirma que Ortega y Pacheco se crearon a partir del molde estético de los hermanos Izquierdo, que asesinaron a sangre caliente a medio pueblo de la Extremadura escondida en 1990. Es cierto, Ortega y Pacheco son el epítome del paleto rural: garrulos, catetos, borrachos, impermeables a cualquier inquietud cultural y social y alegremente propensos a la violencia inmediata como solución a los conflictos. Se diría pues, que su modelo es también el grotesco Bud Spencer, al que hacen copartícipe de varias de sus palurdas aventuras.

Toda persona culta, moderna y tolerante debería repudiar a estos energúmenos entre rictus de paternalista superioridad moral y asco profundo, y sin embargo...

Y sin embargo, Ortega y Pacheco no es solo uno de los comics más frescos y divertidos que podemos echarnos a los ojos; es también el ego ego zafio pero libérrimo de toda una generación de pánfilos bienpensantes. Nuestro Tyler Durden descerebrado que revienta el mundo desde ese espacio entre las tripas y el cerebro al que no queremos mirar, pero que sabemos que está ahí. Nuestro retrato de Dorian Gray pintado en un chiringuito de las fiestas de Lo Pagán, Murcia.

Si en 1981, Siniestro Total nos daba envidia por su naturalidad nihilista a la hora de Matar jipis en las Cíes, en la segunda mitad de los 2000, el advenimiento de la cultura hipster parece el campo perfecto para las andanzas de los dos hermanos murcianos, sus garrotas, sus chatos de vino y su botijo del tiempo. Porque seamos honestos, todos odiamos a los hipsters, hasta usted, hipster de Malasaña que está leyendo ahora mismo este artículo mientras se atusa su bigote irónico, se coloca su camiseta con un dibujo irónico de Naranjito y se apoya en su irónica bicicleta sin marchas, les odia. Usted mismo se odia por no ser más que la etiqueta frívola y superficial que reluce en una cáscara de modernidad fingida y completamente hueca. Por suerte, Ortega y Pacheco llegan al rescate de su maltrecha autoestima para recolocársela a base de mamporros y «olor a peo». Y créame que es la única manera de hacerlo, porque las hostias en el lomo son el último reducto de lo no ironizable, el bastión definitivo ante lo que no se puede ejercer la superioridad intelectual, la chincheta en los neumáticos de nuestra farsa social. Las hostias en el lomo son hostias en el lomo. Y duelen.

Desgraciadamente, la sociedad prefirió seguir idolatrando a Animal Collective, a Lori Meyers, a José Antonio Bayona, a David Delfín y a Bimba Bosé, porque, en 2012, una encuesta entre los lectores de El Jueves condenó a Ortega y Pacheco a la desaparición.

Yo, que no tengo las pelotas de hacer lo que hacían estos entrañables cenutrios lloro su pérdida cada día e imploro un segundo advenimiento que me libere de este fango disfrazado de brillantina entre el que me muevo. Mientras tanto, voy a ver si me saco unos euros vendiendo camisetas irónicas con las jetas bizcas y desencajadas de Ortega y Pacheco mientras se tiran un delicioso eructo.



Jot Down : Cien Tebeos Imprescindibles (2014)


Budismo, violencia y cerdos volando

Eduardo Maroño




The Shaolin Cowboy 3. ¿Quién pondrá fin al reinado?

Geof Darrow

Norma

Estados Unidos 

Cartoné

128 págs.

Color

Obra relacionada

Hard boiled

Frank Miller y Geof Darrow

(Norma Editorial)

The Shaolin Cowboy 1. Abriendo camino

Geof Darrow

(Norma Editorial)

The Shaolin Cowboy 2. Bufé de extras

Geof Darrow 

(Norma Editorial)

   No es muy habitual que un dibujante norteamericano comience su andadura profesional en el mercado francófono. Sin embargo, ese fue el caso de Geof Darrow, que publicó sus primeros cómics en Francia de la mano de Moebius, al que había conocido unos años antes cuando trabajaba para una empresa de animación. Cómics de aquella etapa, como los recopilados en el volumen Bourbon Thret, traslucen la indiscutible deuda de Darrow con los grandes nombres del cómic europeo: colores antinaturales que remiten al propio Giraud/ Moebius, un sentido del espacio que recuerda a un estilista de la línea clara como Joost Swarte e incluso referencias directas a artistas como Yves Chaland o Peyo.

Darrow ha ido creciendo a partir de este cúmulo de influencias, incorporando a un inconfundible estilo propio lo que hasta entonces había ido tomando de aquí y de allá, pero lo cierto es que en estos casi cuarenta años apenas se ha desviado del camino trazado en sus inicios. En aquellas primeras páginas estaba ya su concepción del cómic como artefacto lúdico en el que premisas argumentales minúsculas desencadenan exuberantes espectáculos visuales. Algo parecido le pasa a su dibujo, hoy más personal y sofisticado que entonces, pero fácilmente identificable con el de sus orígenes. No sorprende, por tanto, que el protagonista de Bourbon Thret fuera una especie de versión preliminar de la que a día de hoy consideramos la creación por excelencia de Darrow, Shaolin Cowboy, un personaje que parece haber surgido del impulso infantil de juntar dos categorías que por separado molan (un maestro en artes marciales y un pistolero del salvaje Oeste) y del que apenas sabemos que es parco en palabras, que tiene buen apetito y que es una máquina de matar imparable. Si personajes como Hellboy o Savage Dragon encarnan la personalidad artística de Mike Mignola y Erik Larsen, las aventuras de Shaolin Cowboy representan fielmente el programa creativo de Darrow. En su primera aparición en 2004 quedaron establecidas las premisas narrativas alrededor de las que se construye la serie: sinsentido, humor y violencia. A partir de ahí, Darrow ha ido subiendo la apuesta con cada nueva entrega.

¿Quién pondrá fin al reinado?, tercer tomo recopilatorio de la cabecera, recoge los lugares comunes de las entregas anteriores y los lleva un paso más allá. El vaquero shaolin despierta malherido en algún lugar del desierto norteamericano rodeado cadáveres eviscerados, los zombis que exterminó en su aventura anterior. Antes de que pueda recuperarse de sus heridas, tendrá que enfrentarse a un hatajo de rednecks, a un cerdo del tamaño de un camión y a su archinémesis, el Rey Cangrejo, ahora con poderes de control mental. Una vez más, el lector se verá inmerso en un carrusel de muertes estilizadas y artes marciales imposibles con sangre fluyendo a borbotones hasta alcanzar un final que bien puede ser la casilla de salida de la próxima entrega. Como en un videojuego, la serie avanza en línea recta sin apenas sensación de progreso.

Es frecuente relacionar el fenómeno de la estetización de la violencia en los medios audiovisuales con el avance tecnológico, como si la capacidad técnica para reflejar con mayor exactitud y realismo la violencia y sus efectos generara la necesidad de hacerlo. En el caso de Darrow, su indiscutible talento para llenar las viñetas de detalles desempeña un papel semejante al de la imagen hiperrealista, lo que explicaría que haya encontrado en la violencia coreografiada el cliché narrativo más adecuado para su estilo. Conviene recordar además que ¿Quién pondrá fin al reinado? vio la luz en Estados Unidos en 2017, cuando la era Trump daba sus primeros pasos. La Norteamérica real empezaba a parecerse sospechosamente al retrato distorsionado que Darrow había ofrecido en entregas previas y el autor no pudo resistirse a enviar en su nuevo cómic algunos recados maliciosos al nuevo presidente y sus votantes.

No obstante, sería engañoso entender The Shaolin Cowboy como un simple ejercicio de humor cafre. Más allá de la violencia estilizada y de la sátira corrosiva, los principales hallazgos de Darrow en el conjunto de su obra y, muy especialmente, en sus trabajos como autor completo tienen que ver con su técnica narrativa, sobre todo con la tensión entre la escasez de texto, que invita a una lectura rápida, y el exhaustivo detallismo del dibujo, que obliga a una minuciosa decodificación de la enorme cantidad de información que encierra cada viñeta. La narración de momentos fugaces mediante secuencias largas recuerda al uso de la cámara lenta en el medio audiovisual, de nuevo un tópico de la hiperviolencia cinematográfica. Los estudiosos de la compleja relación entre el ritmo narrativo y el ritmo de lectura en el cómic tienen en la obra de Darrow un material de análisis privilegiado.

Geof Darrow ocupa una posición peculiar en el contexto estadounidense, en el que es percibido como un autor con una sensibilidad próxima al cómic europeo. Con los años ha conseguido imprimir un sello personal a su obra, que avanza en paralelo a la corriente mayoritaria en el mercado norteamericano y ocasionalmente se cruza con ella. The Shaolin Cowboy ofrece una oportunidad inmejorable para adentrarse en su extravagante universo creativo y apreciar su exuberante talento gráfico.



Jot Down Comics 2020


jueves, 19 de junio de 2025

Cosecha amarilla

Un misterioso asesino campa a sus anchas por las calles de Chinatown en el San Francisco de los años treinta


José Luis Vidal

19 de junio 2025 

En estos tensos momentos en los que desde la presidencia de los Estados Unidos se habla con exagerado orgullo de su historia como gran país, no estaría de más recordarle a su señor presidente ciertos momentos 'oscuros', bastante reprochables, en unas tierras en las que su pueblo indígena fue prácticamente eliminado y confinado en reservas o, sin ir más lejos, la manera tan cruel y racista con la que se trató a los inmigrantes chinos, que se convirtieron en mano de obra casi esclavizada para, con el sudor de sus frentes, construir las líneas de ferrocarril que recorrían el país a lo largo y ancho.




The Good Asian

Guion: Pornsak Pichetshote

Dibujo: Alexandre Tefenkgi

Tapa dura

Color

312 págs.

30 euros

Planeta Cómic


Y sin embargo, algunas generaciones después, los descendientes de aquellos primeros trabajadores, aún siendo ya ciudadanos legales en el país, tendrían que seguir aguantando las miradas de desaprobación, los comentarios crueles y hasta la violencia física.

Justo en esos momentos, tensos no solo por estos hechos, sino por la situación que se vivía en una Europa al borde del conflicto bélico, se enmarca el relato de The Good Asian.

En él vamos a conocer a su protagonista, el agente Edison Hark, policía en Honolulu, que va a recibir la llamada del pasado, ya que Mason Corroway, el empresario millonario al que siempre ha considerado su segundo padre, ya que los acogió a él y su madre cuando más lo necesitaban, requiere de sus servicios.

La llegada a San Francisco será Hark como un jarro de agua fría, ya que se va a encontrar con un Harroway que ha caído en un irreversible estado de inconsciencia debido a la fragilidad de su corazón. Su medio hermano Frankie, un autentico vividor, le recibe con una sonrisa, todo lo contrario que Victoria, con que Hark comparte más de un secreto del pasado.

Pero la verdadera razón por la que ha sido llamado es la desaparición de Ivy Chen, una joven que servía en el hogar de los Harroway, y de la que se encaprichó el cabeza de familia.

La búsqueda de la chica no va a ser nada fácil, y meterá de cabeza a Hark en una espiral de misterio y violencia, teniendo que verse las caras cada dos por tres con un policía que tiene un acentuado perfil racista, O´Malley.

Y por si esto fuera poco, una oscura leyenda ha regresado a las calles de Chinatown, huei long, un misterioso asesino que está dejando un reguero de cadáveres a su paso, y cuya oculta identidad llevará al protagonista a conocer una dramática historia que tiene mucho que ver con la situación de su pueblo.

Pero muchos otros personajes se van cruzar en el camino del policía, como el presuntuoso abogado Terence Chang, que oculta algunos secretos en el armario. O Holly Chao, una buena amiga de la desaparecida Ivy.

Si el género noir en los cómics nos ha ido ofreciendo maravillas en los últimos años, de la mano de grandes nombres de la viñeta como Ed Brubaker o Brian Azzarello, en los últimos tiempos, una nueva generación ha llegado para regalarnos geniales relatos enmarcados dentro del género criminal, nombres como los guionista Chris Condon (That Texas Blood) o Chip Zdarsky (Newburn), o el propio escritor de la magnífica The Good Asian, el tailandés-estadounidense Pornsak Pichetshote, que junto al dibujante galo Alexandre Tefenkgi, realizan un espectacular trabajo, que se cierra con unos extras imprescindibles para conocer la terrible situación que vivió el pueblo chino.


Diario de Cadiz


miércoles, 18 de junio de 2025

La Lisboa que nunca conocí Por Rosa Montero



El otro día estuve en la bella Lisboa, cenando en un restaurante en donde se cantaban fados. El fado, ya se sabe, es una música urbana, doliente y nostálgica. Los humanos, que somos sobre todo seres memoriosos y que basamos nuestra identidad en nuestros recuerdos (si tú quieres explicarle quién eres a un desconocido, normalmente le harás un breve recuento de tu vida), tenemos muy diversas formas de recordar. La nostalgia es la memoria impregnada por el sentimiento agudo de la pérdida, una memoria consciente del tiempo que se fue.

Pero hay un curioso tipo de nostalgia que a mi me fascina especialmente, y es aquella que se siente por algo que uno no ha vivido. Una nostalgia de algo desconocido, de mundos que nunca podremos perder porque ni siquiera los hemos tenido.

Mi padre era torero profesional. Trabajó durante décadas como banderillero, y solía viajar a Portugal y al sur de Francia para torear en los países vecinos. Los fados le encantaban, y cuando hablaba de Lisboa apenas si decía nada: sólo que era una ciudad maravillosa. Y se le dibujaba en la cara una pequeña sonrisa soñadora, como quien contempla en su interior un paisaje secreto y formidable. Le imagino, de joven y torero, quemando la noche lisboeta con los compañeros de la cuadrilla.

Le imagino teniendo aventuras, siendo libre, viendo amanecer en algún garito del barrio de Alfama con toda su existencia por delante. Como es natural, todo este paisaje de la vida nocturna, de la vida intensa y agitada, no lo tenía tan claro en mi infancia como lo tengo ahora. Pero, aun así, de niña fui capaz de extraer de todo eso lo fundamental, a saber, esa sensación de un mundo vasto y hondo, ilimitado, de una vida plena, distinta y turbadora. En la soñadora nostalgia de mi padre, en los fados que tarareaba malamente (cantaba fatal), aprendí, sin apenas palabras, la añoranza del esplendor perdido. Y este descubrimiento, esta lección, se me quedó unida para siempre a Lisboa y los fados, a una ciudad en la que nunca había estado y a una música que apenas si había oído.

Los humanos construimos nuestro conocimiento de la vida de la propia experiencia, pero también de la experiencia de los otros. De los libros, de las películas, de los cuentos que nos han contado para dormir cuando éramos pequeños. De los relatos de nuestros amigos y, sobre todo, del mensaje de nuestros mayores. Todos recibimos, en nuestra niñez, el regalo (o la carga) de la visión del mundo que poseen los adultos que nos rodean; todos somos depositarios de su pequeño bagaje de mitos y emociones. Nuestro imaginario se construye sobre sus leyendas personales. Nadie empieza su vida desde cero: nuestra memoria es una continuación de la memoria de nuestros abuelos y nuestros padres.

Y con esto no quiero decir que conozcamos la biografía de nuestros familiares, que sepamos más o menos cómo han sido sus vidas, sino que parte de los sentimientos que ellos sintieron los hemos asumido como propios. Como si pudiéramos rememorarlos personalmente. Por ejemplo, cuando escucho la música de las grandes orquestas de los años cuarenta, como la de Glenn Miller, inmediatamente imagino, o más bien "recuerdo", una sala de fiestas madrileña, una noche de sábado en nuestra posguerra, parejas bailando todas muy arregladas, los hombres con corbata, las mujeres con trajes ajustados y los lóbulos de las orejas perfumados. Y entre ellos están mis padres veinteañeros, intentando, como todos los demás, volver a recuperar el gusto por la vida tras el horror de la contienda civil. Estoy segura de que nadie me contó nunca esa escena; por lo menos, no me la contaron con palabras. Pero es como si yo hubiera estado ahí.

Hace ya muchos años que viajé a Lisboa por vez primera. He vuelto muchas veces, y en más de una ocasión he terminado en un local de fados. Tanto la ciudad como la música siguen impregnadas para mí de esa sensación primera, de esa emoción heredada. Cuando se enciende la luz roja que suelen poner los fadistas al actuar, la vida adquiere de inmediato un espesor punzante. Es esa otra vida tan bella y tan intensa que yo nunca vivi, pero que añoro tanto. •

http://www.rosa-montero.com

FOTOGRAFIA DF JORDI CAMÍ

domingo, 15 de junio de 2025

40 años de mercaderes frikis

 El faro del fin del mundo / Jacinto Antón


Alejo Cuervo, en el centro, durante la fiesta de aniversario de Gigamesh.

Es como lo de aquel tipo del anuncio que va a casa con un coche ("a ver si lo entiendo bien, tú ibas a por pan, y vuelves con un coche"). Fui a la librería Gigamesh, templo del vicio y la subcultura, para dar cuenta de la celebración del 40º aniversario del establecimiento barcelonés y varias horas después salí de allí cargando una bolsa llena de un montón de cosas que me habían enchufado, entre ellas una chapa del Librero del Mal (Antonio Torrubia), un mazo de cartas del aniversario (al abrirlo, el naipe que me salió fue el de "Entra en Gigamesh a felicitar y acaba comprando media tienda"), la Enciclopedia galáctica, y la camiseta conmemorativa (negra con la ge azul de Gigamesh convertida en unos estantes con objeto alusivos dibujados, un cohete, unos dados, un dragón, el papa Alejo, el avatar fundador de la librería, alejo Cuervo; un tentáculo...). Puede parecer un gesto de gran generosidad, porque todo eso eran regalos, pero la bolsa contenía también una fortuna en libros que me habían hecho gastar los muy canallas.

Llevaba La maldición del tranvía 015, de P. Djèli Clarck (Duermevela), que me había recomendado efusivamente Alejo ("¿no lo has leído?, vaya hombre, si parece escrito para ti: una historia de embrujamiento de un tranvía aéreo en un Cairo steampunk mágico alternativo en 1912"); Ring Shout, del mismo autor y editorial, recomendado a su vez por Torrubia ("ah, te chiflará, una mezcla de el nacimiento de una nación con terror lovecraftiano"); El horror de réquiem, de Victor Negro y Marc Pastor (Runas), y Bienvenido a Arkham (Minotauro), una guía ilustrada para los que deseen visitar la ominosa ciudad. Total, una pasta larga. Y suerte que no me topé con Lluís Salvador, enredado en sus tesoros de segunda mano en la trastienda. La última vez me endosó el Lovecraft anotado de Klinger cuyas dimensiones y precio harían titubear hasta al Caos reptante. Así es Gigamesh: amigos y negocio, que no es fácil mantener girando el horror y las galaxias y hay que dar de comer a los dragones.

De hecho, yo iba al Templo de la calle Bailén, decía, a dar fe del aniversario, que ya es noticia que una librería dedicada a los géneros fantásticos no solo siga después de 40 años, sino que prospere (a base, sin duda, de generaciones de abnegados clientes como yo). Me encontré con que lo que había el martes era solo uno de los actos de una larga cadena de celebraciones que van a culminar el 12 de julio con la visita a la librería de Joe Abercrombie.

Ingresé a la sala Porrúa, y ya estaba en marcha una mesa redonda con Alejo rodeado de amigos. "Ahora ser friki es algo que mola", estaba diciendo el librero, con aspecto mezcla de Obi Wan Kenobi de Ewan MacGregor, caminante blanco y fremen (por los ojos). Reflexionó de su oficio de librero galáctico, que es importante "putear al cliente, cuanto más lo puteas más lo pillas", a lo que asentí desde el fondo de la sala trabando contacto visual con un señor mayor a mi lado que resultó ser (¡así es Gigamesh!) nada menos que Ian Watson, el autor de 82 años de Empotrados, leyenda viviente de la SF y al que entrevisté en 1989 en casa de Alejo.

Encontré en otro de los presentes, Cels Piñol, creador de Fanhunter, un alma gemela. "Cuando venía a comprar libros, Alejo me hacía comprar otros", evocó con el mismo síndrome desconcertado del anuncio de Skoda. "Él venía a por timunmasadas", apuntó Cuervo, "su conversión de lector fue extraordinaria, le educamos a conciencia, colocándole Desgraciadamente Philip K. Dick ha muerto, de Bishop, y La sombra de Hawksmoor, de Ackroyd". No obstante incluso al sufrido padawan Cels Piñol le pudo el peso de la nostalgia: "Gigamesh ha sido nuestra escuela, y nuestra casa, y Alejo nuestro segundo padre", dijo, y todos reprimimos una lagrimita como si estuviésemos en Arrakis. Hubo un momento también para acordarnos de la fiebre de las cartas Magic, o de la política de tolerancia cero con los bolsos en la primera Gigamesh.

El acto sirvió para que Alejo, que se jubila a sus 65 años, escenificara su traspaso de poderes a su hijo Iñigo, una sucesión digna de los Atreides. Hubo pastel y un brindis de cava, que se acabó rápidamente, así que Alejo y yo lo hicimos él con leche y yo con Fanta, ¡y que vivan el frikismo en la galaxia!


El Pais. Cultura Sábado 14 de junio de 2025