02'DE NOCHE EN LA OFICINA' (1940). Una escena íntima en un lugar público. Todo el cuadro transmite una fuerte carga erótica. Hopper ha representado a la mujer con curvas prominentes. (Minneapolis. Colección Walker Art Center, donación de la Fundación T. B. Walker, fondo Gilbert M. Walker, 1948).
03`ESCALERA' (1919). Hopper pintó muchas veces escaleras en sus cuadros, en un afán de separar estados de ánimo, en distinguir la realidad del deseo. (Whitney Museum of America Art. Nueva York. Donación de Josephine N. Hopper).
04'EL PUEBLO DE TWO LIGHTS' (1927). El año en que pintó esta acuarela, los Hopper se compraron un automóvil con el que recorrieron los distintos pueblos de la costa. Aquel verano se instalaron en uno que les enamoró, el de Two Lights, en Cape Elizabeth (Maine). (Fitchburg Art Museum. Donación de Bernadine K. Scherman).
Unánimemente considerado el más característico artista estadounidense del siglo XX, Edward Hopper lo fue, sin duda, pero tomándoselo en su fuero interno de esa forma, ya en desuso, que el crítico Harold Rosenberg calificó como de "militancia provincial", cuyo espíritu poseyeron los pioneros de ese gran país con la ingenua ilusión luego perdida de no creer lo americano como el epicentro del planeta. Nacido el 22 de julio de 1882 en Nyack (Nueva York), unos meses después que Pablo Picasso, como éste, Hopper completó su formación artística en el París de comienzos del siglo XX, adonde viajó en tres ocasiones -en 1906, 1909 y 1910-, adquiriendo un definitivo toque moderno al estilo cosmopolita francés. Hopper no en balde pertenecía a la generación anterior a los expresionistas abstractos, la de quienes emulaban, sin todavía rivalizar, lo realizado por los grandes maestros europeos. como, en su caso, los impresionistas, pero sobre todo Manet y Degas. En este sentido, evocando su estado de ánimo cuando regresó definitivamente a casa en el verano de 1910, llegó a confesar que todo le pareció "increíblemente tosco y ordinario" y que tardó "diez años en sobreponerse".
Sí, para Hopper, como para Hemingway, el París de las primeras décadas del siglo XX fue "una fiesta", aunque él no la viviese como una exclusiva celebración vanguardista, fijándose sólo en los "últimos gritos" de la novedad. A diferencia de Gertrude Stein, Man Ray o Alexander Calder, amantes por igual de París, Hopper no cortó tan drásticamente con el pasado inmediato, quizá porque tenía una visión moderna del arte más de corte existencial que formalista y no quería renunciar a la representación de la vida como un espacio palpitante, a la visión del amasijo emocional que configura la trayectoria humana. Pero esto no hizo de él un expresionista, sino, en todo caso, un concentrado observador de la soledad del hombre, que, como supo demostrar, podía ser radiante, aunque la manera como la luz cincela el espacio íntimo que nos cobija pueda tener a veces ciertos ásperos visos de desamparo.
Vástago de una acomodada familia de pequeños comerciantes de
De todas formas, aunque Hopper se embebió de la cintura europea sin dejarse arrastrar por la formidable revolución vanguardista que, justo hacia el año 1910, con el cubismo, cambió el rumbo del arte contemporáneo, maduró pronto el que habría de ser su estilo personal. En realidad, los paisajes urbanos que hace todavía en París, y luego continúa, tras su definitiva instalación, en su país natal, ya tienen el sello característico de sus vacantes espacios arquitectónicos, que se asemejan a prismas luminosos, coronados por las crestas azulencas de los tejados de pizarra, cuyo borde grisáceo separa sutilmente la frontera blanca de las fachadas y el azul celeste del cielo. Lo único que le faltaba a esta caja luminosa era el tema, el nervio narrativo y su trepidante ritmo, algo que sólo pudo encontrar en esa América de entreguerras, a la que tardó en adaptarse casi una década. Sea como sea, aproximadamente desde que pintó Muchacha cosiendo a máquina (1921), donde vemos el perfil de una fornida joven de brazos desnudos descubiertos entre una espesa cabellera, que se afana en su labor sentada en una habitación roja frente a una amplia y luminosa ventana, se puede decir que Hopper ya había definido por completo su personal poética pictórica.
Ciertamente, los cuadros de Hopper, aunque muy fotográficos y muy fotografiados, hay que contemplarlos en directo. La mayor parte de ellos se conservan en
colecciones americanas y en algunos museos, como el Whitney, de Nueva York, que es el que los atesora en mayor número. Nc obstante, me permito recordar la amplia exposición de Hopper que se exhibió en
Ejecutadas con 10 años de diferencia este par de composiciones reflejan alego que no podemos dudar de calificar come de lo más característico del estilo de Hopper: estancias soleadas, en las que aparece, como ensimismada, una mujer en soledad, cuyo erótico desaliño nos revela que no se sabe espiada. Esta intromisión en la intimidad femenina es tanto más profunda por cuanto el pintor nos revela no sólo su cuerpo, sino también su alma. Ante las mujeres que Hopper no se cansé de pintar jamás, tenemos, por una parte, la impresión de captar su imagen como una súbita y penetrante visión fugaz, con toda la fuerza erótica que acompaña a una revelación semejante; pero también, a la vez, por otra, la de llevarnos un trozo de su alma cuyo misterio ya nunca nos dejará de intrigar. Sin apenas darnos demasiados datos físicos, ni aún menos psicológicos, pues Hopper no se demora en la representación prolija de los rasgos, nos sentimos atrapados por estas visiones repentinas, quizá por el silencio y la calma que rodean a estas mujeres solitarias; pero sobre todo por su actitud de estar absortas, lo que Muñoz Molina definió como ese estado de ensimismamiento que, sin saber por qué, a veces nos embarga, interrumpiendo durante un instante cualquier trivial menester cotidiano.
Hopper supo adentrarse en ese mágico pozo íntimo de nuestra soledad, que significativamente tiene género femenino, como sólo antes lo había logrado Vermeer de Delft, el pintor que nos enseñó a mirar lo que una luminosa ventana muestra de puertas para adentro; pero el registro representativo del pintor americano, sin desviarse de esta perspectiva existencial, tocó
"Verano"(1943). Ocultar y descubrir. Las cortinas de la casa tapan la intimidad, pero el vestido de la joven transparenta sus formas. La mujer espera a la puerta de una casa de Nueva York en la época más calurosa. (Wilmington. Delaware Art Museum. Regalo de Dora Sexton Brown, 1962).
otros temas, como los paisajes urbanos desde la panorámica de una calle sin gente, o los de las vistas de las vetustas casas del litoral, o las del mar mismo surcado por veleros. También son célebres sus exploraciones visuales de los espacios interiores de teatros y cines destartalados, en los que. en medio de una penumbra, descubrimos en un rincón el aburrido cansancio de una acomodadora o los patéticos andares de una talluda bailarina de strip-tease que cruza, como una desvencijada Salomé, el escenario. En cualquier caso, todo está reflejado como entre sombras, dando la sensación de un amplio espacio vacío en derredor, como si no fuera preciso más de un único figurante para que se explayase, a sus anchas, la profunda soledad del hombre.
Casado en 1924 con Josephine Verstille Nivison –antigua compañera de estudios y también pintora, profesión que alternaba con la de eventual actriz teatral– cuando ambos ya habían cumplido los 40, la convivencia matrimonial con Hopper, de talante solitario y muy lacónico, no debió de ser fácil, pero las diferencias de carácter quedaron compensadas por compartirunas mismas aficiones, no sólo al arte plástico, sino a la lectura, al teatro y al cine. Crearon de esta manera un espacio de intimidad propio, centrado metódicamente en el trabajo y al resguardo de la agitación pública de este frecuentemente ruidoso mundillo de la promoción comercial de los artistas. Hopper, por ejemplo, no realizó su primera exposición individual hasta 1920, cuando le faltaba poco para cumplir los 40 años; pero cuando, al cabo de los años, alcanzó cierta fama local, tampoco alteró sus costumbres y aún menos su proverbial discreción. En este sentido, aunque el reconocimiento en su país fue contundente. es lógico que tardara más en hacerse un prestigioso nombre internacional como artista, etiquetado como estaba como una curiosidad típicamente americana y luego oscurecido por el deslumbrante fulgor de la generación de los expresionistas abstractos.
Así y con todo, cuando murió el 15 de mayo de 1967, cuando estaba a punto de cumplir 85 años, Edward Hopper no sólo gozaba de una merecida fama mundial, sino que había logrado perfilar la imagen
más convincente y profunda de la vida americana durante el siglo XX.
¿Hay, pues, que definir su estilo como realista, y ése es su mejor legado: el de haber transmitido esa imagen de la sociedad americana de la primera mitad del siglo XX? Más allá de esto, ¿hay que limitarse a ver sus cuadros sólo como una honda indagación de la soledad del hombre contemporáneo?
En el momento final de su vida. Hopper hizo una declaración al respecto, aparentemente sorprendente, al afirmar que quizá él no fuera "muy humano" y que lo único que realmente había pretendido era "pintar el efecto del sol sobre el costado de una casa". Es posible. No obstante, ese sol refulgiendo lateralmente sobre cualquier fachada era muy capaz de alumbrar también su escondido interior y, por encima de todo, la interioridad de sus habitantes, el más recóndito secreto de su solitaria intimidad inolvidable. •
La retrospectiva sobre Edward Hopper se inaugura el 27 de mayo en
El Pais Semanal número 1442. Domingo 16 de mayo de 2004.
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