lunes, 14 de marzo de 2011

El iluminador Rembrandt

Su dominio de la luz le convirtió en maestro de la pintura. Rembrandt creó un estilo inconfundible que inspiró a Goya y Picasso. Veinte exposiciones conmemoran en Holanda los 400 años del nacimiento de un pintor al que fotógrafos y cineastas también tienen mucho que agradecer. Por Agustín Sánchez Vidal.

Pintor de sí mismo. Rembrandt dejó como legado una impresionante galería de retratos de personajes de la Holanda de su época, pero su principal modelo fue él mismo. Más de un centenar de autorretratos documentan su vida exhaustivamente. Éste es de 1629, a sus 23 años.










Fue famoso en vida, desde joven. Alcanzó éxito, posición social, dinero, prestigio internacional, numerosos discí­pulos... Gracias a éstos, su nombre no se apagó con él. Creó escuela, y más tarde le reconocieron como maestro algunos de los mejores, de Goya a Picasso. Pero no sólo los pintores: su uso de la luz ha inspirado a fotógrafos y cineastas, originando un tecnicismo todavía vigente, la "ilumina­ción a lo Rembrandt".

Aun corrigiendo los excesos románti­cos, proclives al genio solitario e incom­prendido, sigue amparándole el perfil de un hombre libre y poco sujeto a convencio­nes. Alguien que, tras la muerte de su ama­da esposa Saskia, mantiene relaciones con sus criadas, afrontando el ostracismo so­cial que ello le supondrá. Un profesional ex­traordinariamente dotado, exigente hasta rehusar otros compromisos distintos a los contraídos con la pintura. Capaz de gozar del lujo y la buena vida sin plegarse a las modas ni soslayar lo más sombrío, tanto en los años de pujanza como en los de penuria y vejez, que no doblegan su arte, sino que lo depuran hasta logros de rara intensidad.

En ese itinerario hay algo que perma­nece, abriéndose paso como un escalpelo: esa mirada insobornable que preside sus numerosos autorretratos, y de la que bro­ta literalmente todo. A medida que trans­curren los cuadros y los años, en torno a esos ojos ceden los párpados, cunden las arrugas, la piel se apergamina, se entume­cen los pómulos, el rostro se va haciendo más ancho, se agrisa el cabello alborotado y rebelde, crece la papada y se desploman los rasgos. Pero no las convicciones.

Hubieron de ser muchas las horas que Rembrandt pasó ante el espejo, auscultan­do el deterioro y maltrato del tiempo. La asiduidad con que se pintó a sí mismo ca­rece de equivalentes en el siglo XVII, y en casi toda la historia del arte. El número de sus autorretratos resulta abrumador in­cluso en un contexto tan excepcional como la Holanda del siglo XVII, fruto del respeto a la privacidad y el libre examen indi­vidual. Ningún otro país desplegó seme­jante celo para arrebatar al olvido tantos rostros de sus ciudadanos. Se ha calculado que de los tres millones de holandeses que a lo largo de tres generaciones poblaron aquel territorio, unos 50.000 fueron capta­dos por los pinceles de sus contemporá­neos. Rembrandt no sólo dejó una impre­sionante galería de retratos ajenos (más de 400), sino que entre óleos, grabados y di­bujos se representó a sí mismo en un cen­tenar de ocasiones. Apenas hubo año que no lo hiciera, lo que arroja una media de dos autorretratos por año, elevada a tres en el de su muerte, 1669. Recientemente, la National Gallery de Londres pudo reunir en una exposición 86 de esos autorretratos, tratando de des­montar el mito del artista torturado que se busca a sí mismo en un sinuoso proceso de introspección; pero, tras esas oportunas precisiones historiográficas, el misterio se mantiene intacto. Rembrandt fue su mejor biógrafo, y no hay perfil que pueda com­petir con la crónica de excepción que él mismo va trazando mientras su rostro es roído por la edad. La suya es una historia muy propia de la meritocracia que estaba implantando en Holanda la cultura protestante. Su ma­dre es hija de un panadero, y su padre, pro­pietario de un molino en Leiden, a orillas del Rin. Cuando nace Rembrandt, el 15 de julio de 1606, es el octavo de los nueve hi­jos que tendrá esta familia de origen cató­lico convertida al calvinismo. Ambos pro­genitores son ya mayores, y a menudo le servirán como modelos para sus cuadros, pues desde su adolescencia el pintor de­muestra un gran interés por los ancianos. Leiden tiene 40.000 habitantes, y es un relevante foco humanístico, con una pres­tigiosa universidad. Allí cursa estudios que le familiarizan con el clasicismo y los libros, tan presentes en sus lienzos, aso­ciados a personajes cuya vida interior vi­sualizan. En la ciudad también se desa­rrollan importantes avances en la óptica. Y su escuela de pintura ha sido una de las más celebradas de Holanda, con figuras como Lucas de Leiden, admirado por Du­rero. Crece, pues, en un ambiente que está explorando otro modo de ver, frente a ten­dencias pictóricas como las italianas, más dadas a intermediar la mirada con todo un piélago literario de mitos y alegorías.

Porque nunca viajará a Italia ni sal­drá de su país natal. Serán las otras cultu­ras las que vengan a él, al emerger Holan­da como potencia mundial. Sin aristocra­cia ni onerosos privilegios eclesiásticos, toda una laboriosa sociedad se está asen­tando sobre su bien irrigado tejido corpo­rativo, un razonable reparto de la riqueza y gran disponibilidad tanto para el lado disciplinario de la vida comunal como para el desparrame festivo. Lo que se tra­duce en una pintura bien diferenciada del resto de Europa, Flandes incluido. Cuando Rembrandt empieza, los mo­delos vigentes remiten a Caravaggio y a la vecina escuela de Amberes, dominada por el monumentalismo de Rubens, lleno de color y dinamismo. No ignora esas nuevas vías. Le llegan a través de su maestro Pieter Lastman, con quien estudia en Ams­terdam. Pero sus opciones serán otras. Cuando regresa a Leiden en 1625, con 19 años, abre estudio junto con Jan Lievens, un año menor que él, y los dos jóvenes no tardan en llamar la atención. De esta eta­pa inicial data el Autorretrato con pelo en­marañado. En su gran libertad formal ya se percibe una voz propia, frente a sus más relamidas obras de aprendizaje. El mismo año en que lo ejecuta, 1628, acaba de admitir a su primer alumno, Ge­rrit Dou, por entonces un quinceañero, pero pronto uno de los pintores neerlan­deses de mayor renombre. Y en 1632, Rem­brandt y Lievens reciben en su taller al personaje más culto, cosmopolita e influ­yente de Holanda, el escritor y diplomáti­co Constantijn Huygens, secretario del príncipe de Orange. El visitante se queda admirado ante el oficio de aquellos dos desconocidos. Y apuesta por ellos. Tras en­comendarles su propio retrato y el de su hermano, logrará que Lievens se abra ca­mino en Inglaterra y conseguirá para Rembrandt encargos de gran relieve so­cial. Es él quien le aconseja trasladarse a la vecina Amsterdam, lo que lleva a cabo en 1632, tras la muerte de su padre.

La ciudad está en plena ebullición. Es la capital económica de un vasto impe­rio colonial que seis años antes ha funda­do en la otra orilla del Atlántico una dele­gación americana suya con el nombre de Nueva Amsterdam, que los ingleses cam­biarán más tarde por el de Nueva York. Sus opulentas compañías comerciales han tendido por todo el mundo una red que les procura los más exóticos productos de los cinco continentes. Una abundancia que se desborda por doquier, compaginando el tu­multo de sus imprevisibles tabernas con un proverbial respeto a la ley y el orden. Ese ambiente de culta tolerancia atrae­rá a algunos de los mejores cerebros del momento, como el filósofo René Descartes, mientras un urbanismo en plena expan­sión remodela sus canales y edificios pú­blicos. Se cultiva con asiduidad el teatro, al que Rembrandt es gran aficionado, hasta el punto de contar en su taller con atrezzo y vestimentas que le permiten disfrazar a sus modelos según el motivo bíblico o mi­tológico que representan. El mercado artís­tico no es menos exigente. Llegan mues­tras de todos los rincones, lo que le permi­te afinar sus modelos, desde los europeos hasta los del Oriente más remoto. La obra que asienta su fama, el mismo año de su llegada, es La lección do ana­tomía del doctor Tulp. Representa un gé­nero muy especial, el retrato corporativo que se expone en las sedes de las asocia­ciones. Una peculiaridad holandesa, que de este modo glorifica el espíritu cívico de su burguesía. En términos pictóricos su­pone un desafío del que -Frans Hals apar­te- pocos logran salir airosos. Hay que re­tratar a los componentes respetando su individualidad, sin que ninguno quede postergado, pero ensamblados en un con­junto no demasiado rígido ni monótono. Rembrandt marcará nuevas pautas: pri­mero, con esta Lección de anatomía; diez años después, con La ronda nocturna, y en 1662, con Los síndicos de los pañeros.

El doctor Tulp es el más relevante de este grupo de notables que atiende a sus explicaciones sobre el cadáver de un ajus­ticiado. Dos veces burgomaestre de Ams­terdam, autor de un manual de primeros auxilios y medicina familiar, es conocido como "el Vesalio de Amsterdam", por alu­sión al famoso cirujano italiano que aña­dió al descubrimiento de nuevos continen­tes otra terra incógnita no menos fabulosa: el interior del cuerpo humano. Ése es el es­pectáculo que presenta Tulp a sus invita­dos tras diseccionar el brazo para mostrar la trabazón de tendones y músculos, cuyo funcionamiento y contracciones imita con el gesto de su propia mano izquierda.

Rembrandt es muy consciente de las cualidades de este trabajo suyo. En lugar de las iniciales del nombre, apellido y pro­cedencia utilizadas en sus comienzos, "RHL" (Rembrandt Hamenszoom de Lei­den), lo firma con un escueto "Rembrandt f. 1632"; es decir, su nombre de pila, al modo de los grandes maestros italianos -Miguel Ángel, Leonardo, Rafael...-, se­guido de la contracción del fecit latino y la fecha. Un "Rembrandt lo hizo" que pronto se convertirá en legendario. Ese mismo año, un alguacil le visita para certificar su existencia. Ante su asombro, le explica que su nombre ha sido citado por un par de juerguistas tras cruzar una apuesta que les obligaba a enumerar 100 celebridades vivas. Y él aparecía en esa nómina.

Es entonces cuando entra en su vida una muchacha de 20 años llamada Saskia van Uylenburch, huérfana de padre, per­teneciente a una adinerada y muy respe­table familia frisona. Su boda en 1634 abre al pintor de par en par las puertas de la mejor sociedad. Y le introduce de lleno en la etapa más feliz y luminosa de su exis­tencia, a juzgar por los retratos de ambos, separados o juntos, como el que los mues­tra nimbados de radiante alegría encar­nando atrevidamente el pasaje bíblico del hijo pródigo en el burdel.

En 1639 compran un espacioso palace­te en uno de los barrios de moda. Allí vi­virá el pintor durante los próximos 20 años, en el mismo lugar donde en la actualidad se ubica el museo dedicado a su obra gráfica, y que todavía impresiona por su amplitud. También alquila un holgado almacén, que convierte en taller, para dar cabida a los numerosos discípulos que quieren aprender junto a él pagando su­mas considerables. En justa correspon­dencia, Rembrandt siempre prestará gran atención a sus alumnos. A diferencia de otros pintores, que los utilizan para aumentar su productividad, él les dispen­sa una atención más personalizada sin im­ponerles unas directrices estrictas. Pero eso no evitará que cree escuela, hasta el punto de provocar numerosas atribucio­nes erróneas. En su taller se forman algu­nos de los puntales de la pintura holande­sa. Entre ellos, Carel Fabritius, quien se trasladará a la ciudad de Delft para en­señar, a su vez, a Jan Vermeer.

Tanto prospera Rembrandt que se con­vierte en un coleccionista compulsivo. Poco después de mudarse a la nueva man­sión pretende comprar un famoso retrato de Rafael, el de Castiglione, que se subas­ta y alcanza la astronómica suma de 3.800 florines. En la puja le gana por la mano un mercader de arte y diamantes llamado Al­fonso López, cuyo nombre manifiesta tan a las claras su origen sefardí. El pintor ha quedado prendado del cuadro, y le pide permiso para estudiarlo. Junto al Retrato de un hombre, de Tiziano -que en la ac­tualidad se custodia en la National Gallery londinense, pero que en ese momento es­taba en Amsterdam-, será el modelo de su Autorretrato con camisa recamada. En él destaca la textura de su ropaje y tocado, pero más aún su mirada alerta y un punto desafiante.

A la vez que asegura su dominio de la pintura al óleo, se interna en el graba­do, con tal maestría que al cabo de poco tiempo no tiene rival en este campo. El en­riquecimiento de su universo visual no es sólo cuestión de técnica; también crece ha­cia dentro, pues está lejos de ser un mili­tante en esta o aquella profesión de fe. Ha de atender encargos de todos los frentes: calvinistas, católicos, judíos o de otras confesiones. Como, por ejemplo, su retra­to de Cornelis Claeszoon Anslo, flanquea­do por su esposa. Este predicador menoni­ta es uno de los más famosos del país, y su imagen debe transmitir el ascendiente al­canzado a través de la palabra. Para ello le sitúa como intermediario entre la Biblia, de la que emana la luz, y su mujer, que le escucha. Un retrato parlante sin el cual -o sin su Resurrección de Lázaro- resulta in­concebible esa cima de la espiritualidad contemporánea que es Ordet, la película de Dreyer.

El punto de vista bajo y el modo en que se establece su restricción lumínica con­vierten el retrato de Anslo en un impor­tante eslabón entre La lección de anatomía y la llamada Ronda nocturna. Un título que no se corresponde con lo representa­do, sino que se debió al oscurecimiento de los barnices. Fue al limpiarla, tras su res­cate del escondrijo donde permaneció a salvo durante la II Guerra Mundial, cuan­do pudo establecerse que se trataba de una escena diurna. Un encargo de gran em­peño y prestigio, pagado a escote por una especie de somatén, la compañía de arca­buceros del capitán Frans Banning Cocq y el teniente Willem van Ruytenburch.

Originalmente, el lienzo medía cerca de cuatro por cinco metros, pero fue recortado en 1715 para encajarlo en una nue­va estancia. Rembrandt resolvió tan difícil asunto, de enorme complejidad composi­tiva, representando a todos los personajes en acción, en un momento muy preciso: el de la llamada a las armas, mediante el re­doble del tambor. Una instantánea subra­yada por la secuencia de los diversos mo­vimientos que deben conducir a la alinea­ción, lo que le permite organizar el grupo gracias a la calculada tensión de las dia­gonales trazadas por lanzas, arcabuces, espadas y estandartes; el flujo de las gor­gueras y cabezas bañadas por la luz, que serpentean de izquierda a derecha; los dis­tintos planos de la escalinata del fondo, so­bre la que alza su pendón el abanderado; el perro que ladra al tamborilero; la pro­fundidad lograda por esos dos fogonazos de luminosidad del teniente y la niña que cruza con su gallina colgada a la cintura, misteriosa como un ectoplasma, y en la que algunos han querido ver una evoca­ción de Saskia.

Porque su esposa fallece mientras pinta el lienzo, marcando el inicio del de­clive social de Rembrandt, aunque en ab­soluto el de su pintura. Los prósperos años que han mediado entre 1632 y 1642 dan paso a una etapa muy dura en lo personal, preanunciada con la muerte de sus padres y de sus tres primeros hijos, ninguno de los cuales superó los dos meses de vida. Ahora es la propia Saskia quien no logra reponerse del parto de su cuarto hijo, Tito, complicado con una tuberculosis, y, tras meses de sufrimiento, su esposa muere en junio de 1642, a los 30 años. Rembrandt todavía alcanza a pintarla en un último retrato, donde se la ve con­sumida por la enfermedad, con una mano en el pecho y en la otra una florecilla roja que ofrece con un delicado gesto, más con­movedor que cualquier adiós porque en él se adivina la despedida de casi una década de felicidad. Su pintura se vuelve más clasicista y volcada hacia el claroscuro, abandonando los anteriores resabios barrocos. Y ello en fuerte contraste con las modas de Amster­dam, que a partir de 1640 conocen el auge de un estilo más colorista y superficial, el de Van Dyck, hacia el que desertan algu­nos discípulos en busca del dinero fácil. No así Rembrandt, quien más bien parece empeñado en un camino por el que pocos pueden seguirle. Tras la muerte de Saskia, el pintor contrata a la viuda Geertje Dircks como niñera de Tito y ama de llaves. Es muy distinta de su difunta esposa; una robusta campesina de Zelanda, analfa­beta y pragmática, que se convierte en su amante, con el consiguiente escán­dalo entre la buena sociedad. Sobre todo cuando él inicia otra relación sen­timental y Geertje lo lleva ante los tri­bunales acusándole de no cumplir una promesa de matrimonio.

Esa relación hace referencia a Hen­drickje Stoffels, con la que Rembrandt terminará viviendo y teniendo una hija. Pero nunca se casarán porque ello conllevaría la pérdida de buena parte de las rentas otorgadas por Saskia en su testamento, condicionadas a que no se desposara de nuevo. Hendrickje es llamada al orden y excomulgada por el consejo de la Iglesia reformada. Los problemas económicos se agu­dizan en la década de 1650, con el tras­fondo de la recesión provocada por las guerras con Inglaterra. Tras la paz de Westfalia que en 1648 pone fin a la guerra de los Treinta Años, la propia Holanda ha de reconsiderar su Posición colonial. El gusto de los coleccionistas neerlandeses también cambia, se hace más ostentoso. Frente a los suntuosos bodegones vigentes, Rembrandt acome­te su extraordinario Buey desollado. Muy criticado en ese momento, la pos­terioridad le hará justicia gracias a su exhibición en un escenario tan privile­giado como el Museo del Louvre, y su modernidad no pasará inadvertida a Delacroix, Daumier, Soutin o Bacon. Las dificultades de Rembrandt en el mercado interno se ven compensadas por su alta cotización en otros países. Sin embargo, no logra atajar las difi­cultades monetarias, y ha de subastar sus bienes. En 1656 se realiza un inven­tario. Resultan 363 lotes, y hay uno cuya suerte parece inquietarle de modo espe­cial: el gran espejo que prefiere para sus autorretratos, el que contiene más reta­zos de sí mismo. Un objeto suntuario de­bido a su amplitud, pues aún no existen las técnicas de colada para la elabora­ción del vidrio, que lo abaratarán. De modo que comisiona a su hijo para que lo rescate y transporte hasta casa. Pero el espejo se rompe por el camino. Para no ver embargado el fruto de su trabajo se convierte en empleado de una sociedad de marchantes de arte, for­mada por su compañera Hendrickje y su hijo Tito, a quienes cede toda su obra a cambio de la manutención. Porque si­gue recibiendo encargos nada desdeña­bles, como Los síndicos de los pañeros o el espléndido La novia judía. Quizá la gran incógnita de este periodo sea lo que habría supuesto para la pintura épi­ca y monumental europea una obra del calado de La conjura de Julius Civilis, realizada en 1661 para el nuevo Ayunta­miento de Amsterdam. Sin embargo, el encargo no prospera ni el cuadro sobre­vivirá en su formato original, y hoy se conserva en estado fragmentario. En la última década de su vida, Rembrandt aborda los temas bíblicos en una atmósfera de intenso patetismo: Moisés rompiendo las tablas de la ley, David tañendo el arpa ante Saúl o La negación de Pedro nos hablan de mo­mentos dramáticos, de personajes en­frentados a graves conflictos de con­ciencia, a menudo traducidos mediante el contrastado uso de la luz. Prosigue así las varias versiones del Sacrificio de Isaac, cuyo eco aún se percibirá en los más estremecedores pasajes de Temor y temblor; de Kierkegaard, o Dar la muer­te, de Derrida. Es el rebrotar de esos an­cianos vueltos hacia dentro, enfrenta­dos a solas con el Libro, correlato pictó­rico de aquel asombro primigenio que sintiera san Agustín al ver a su maes­tro san Ambrosio leer para sí mismo, sin mover los labios, como pura expe­riencia interior.

Vienen a ser un trasunto de lo que sucede en su propia vida. Ha de mu­darse a una modesta casa del Rozen­gracht, uno de los barrios más pobres de Amsterdam. Su situación económica es tan apurada que se ve obligado a ven­der la tumba de Saskia. Está en la rui­na, con todas sus obras embargadas y la sola posesión de sus útiles de pintor y viejas ropas. En 1663 fallece su com­pañera Hendrickje Stoffels, que tanto había contribuido a crear un islote de sosiego en medio de la tribulación. Su hijo se casa en febrero de 1668 con una sobrina de la hermana de Sas­kia y le anuncia que pronto tendrá un heredero que le hará abuelo. Pero Tito agoniza en septiembre, a los 27 años. La nieta nace en marzo de 1669, y su nuera expirará no mucho después, dejando al pintor a cargo de la recién nacida. Por poco tiempo, porque Rembrandt muere el 4 de octubre de 1669, a los 63 años. Con bastante probabilidad, su últi­mo lienzo es el autorretrato de ese año custodiado hoy en el Mauritshuis de La Haya, que algunos han considerado in­concluso. Un rostro de mirada pensati­va, tal vez resignada y retrospectiva, dejando entrever aquel "hospital hen­chido de murmullos" del que habló Baudelaire a propósito de sus telas. Un compatriota, Vincent van Gogh, aún fue más rotundo al afirmar: "Hay que haber estado muerto varias veces para pintar así".

•Holanda celebra el 400º aniversario de Rembrandt. En el Rijksmuseum de Amsterdam puede verse toda su obra y la muestra estrella 'Rembrandt-Cara­vaggio'. a partir del 24 de febrero. Más información en: www.rembrandt400.com.

El Pais Semanal número 1529. Domingo 15 de enero 2006

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