martes, 15 de mayo de 2012

Madera fundacional de la novela gráfica

Frans Masereel fue un caricaturista político, pacifista y antifascista, experto grabador y sin vínculos con el comic industrial de su época. La reedición de La ciudad (1925) deja ver su enorme influencia en la eclosión del género de los últimos años.





Por Valentín Vañó
ESTE HERMOSO y extraño artefacto gráfico llamado La ciudad, que Nórdica ha recuperado en for­mato de miniatura fascinante, era en 1925 un libro cargado de futuro, aunque han sido necesarios noventa años para entenderlo y encajarlo real­mente en un contexto teórico e históri­co. Su autor, Frans Masereel (1889­1972), no fue en absoluto un dibujante de tebeos, sino un artista camarada de intelectuales como Stefan Zweig y Geor­ge Grosz. La consideración de sus nove­las en imágenes como antecedentes de la actual historieta artística, de la llama­da novela gráfica, tiene que ver con la revelación y consolidación de una "histo­ria secreta de los cómics", en palabras de Art Spiegelman:
Frans Masereel (Blankenberge, Bélgi­ca, 1889-Aviñón, Francia, 1972) fue un caricaturista político, sin vínculos con el cómic industrial de su época. Militante pacifista y antifascista, era un experto en la técnica del grabado en madera o xilo­grafía, que utilizó para realizar sus nove­las en imágenes: historias gráficas sin diálogos formadas por reproducciones de grabados a página completa. Así desa­rrolló libros visuales y narrativos como Mon Livre d'heures (1919) o Un fait di­vers (1920), hasta completar cincuenta títulos a lo largo de su vida. La ciudad (La vine, 1925) supone una hermosa ano­malía en la trayectoria de Masereel, por su desafección de las convenciones na­rrativas: del argumento, nudo y desenla­ce. Este libro es como un gran edificio con múltiples puertas de acceso, tantas como las 110 ilustraciones que lo compo­nen. En La ciudad, Masereel traslada al lector a las calles, centros de trabajo, hos­pitales, escuelas, iglesias, teatros, salo­nes de baile o prostíbulos de la metrópo­li, dando cuenta de la cotidianidad, ocio, desesperación o intimidad sexual de sus habitantes. Un retrato integral de un per­sonaje, la urbe moderna, que se muestra arquitectónicamente amenazante, abiga­rrada de elementos, abarrotada de seres.
El expresionismo no reconocido de Frans Masereel alcanza en La ciudad su máxima intensidad. Belga de nacimien­to, el artista no quiso vincularse a ese movimiento de vanguardia, esencialmen­te alemán, aunque ya en 1927 el escritor Lothar Lang le incluyó en un índice de autores. Si bien la tortuosa tensión vi­sual de películas como El gabinete del doctor Caligari (1920) se siente en la obra de Masereel, su gran vínculo con el expresionismo lo proporciona el uso del grabado sobre madera. El cruce de ca­minos donde el artista desarrolla su obra resulta hoy especialmente atrayente. Con
la actual perspectiva, podemos relacio nar a Masereel con un modo diferente de hacer cómic, pero en su momento
sus libros gráficos sin palabras y sin pá­ginas divididas en viñetas, recordaban sobre todo al cine mudo. Hay corrientes comunicantes entre las novelas en imá­genes y la sinfonía urbana, un primi­genio género cinematográfico, que se caracterizaba por su frecuente falta de argumento y amplia ambición descripti­va de la ciudad moderna. También, pues, en películas como Berlin. Die Sinfo­- nie der Grosstadt (Walther Ruttmann, 1927) o Á propos de Nice (Jean Vigo, 1930) pudiera rastrearse la influencia de Frans Masereel.
Stefan Zweig dijo que sería posible "reconstruir el mundo contemporáneo",si "tan solo quedaran los grabados que ha creado Masereel". Así de honda era la admiración por la obra del artista en su época. La admiración por el hombre la define bien Thomas Mann, quien le des­cribió en el prólogo para uno de sus li­bros como el "artista verdaderamente moderno, auténtico habitante de las me­trópolis, niño ávido de novedades, de entusiasmo fácil, hambriento siempre y siempre receptivo", entre otras lindezas.

Explorador del arte secuencial
PARA CONTEXTUALIZAR el valor renovado de Masereel y La ciudad en el nuevo cómic, es necesario considerar las salu­dables tensiones que se están producien­do en el ámbito de su estudio teórico. He aquí una paradoja: en 1978, Will Eisner realizó su novela gráfica esencial, Contra­to con Dios, según confesión pública pos­terior, tratando de imitar la riqueza ex­presiva de los libros de Masereel y otros creadores de novelas en grabados como Lynd Ward u Otto Nückel. Pero, durante décadas, las obras históricas convencio­nales sobre cómic, como la española La historia de los cómics (Toutain Editor, 1983-1984), ni siquiera referenciaban a Masereel en su índice de autores. Ha sido en los últimos años, con ensayos como Wordless Books. The Original Graphic No­vels, de David A. Beronä (Abrams, 2008), o La novela gráfica, de Santiago García (Astiberri, 2010), cuando empezamos a vislumbrar la labor de pionero que Mase­reel llevó a cabo. Scott McCloud, dibujan­te ' y teórico, ha descrito a Masereel y Ward como "enlaces perdidos" en el de­sarrollo de los cómics.
La tesis que Spiegelman sugiere al ha­blar de "historia secreta,", y que Santiago García explicita en La novela gráfica, ar­gumenta la existencia de una tradición subterránea de narradores gráficos que han elaborado su obra al margen del sis­tema convencional del cómic. Y que, aun­que no de forma directa ni voluntaria, sino lateral y en perspectiva, su influen­cia puede vincularse a la eclosión de la novela gráfica contemporánea. En ese contexto, Masereel es un artista esencial.-Casi un siglo más tarde, hemos podido entender el poderío de sus marcas en la madera, de ese grafismo crudo y huma­nista que está moldeando la historieta del presente. Su trascendencia está, pues, vinculada también a las reedicio­nes actuales de otras novelas en graba­dos u obras relacionadas: Six Novels in Woodcuts, de Lynd Ward (The Library of America, 2010); y en España, las Tres no­velas en imágenes, de Max Ernst (Atalan­ta, 2008), y El fue malo con ella, de Milt Gross (Libros de Papel, 2011).

La ciudad Frans Masereel. Nórdica Libros. Ma­drid. 2012. 120 páginas. 15 euros.

El visionario


PIEDRA DE TOQUE. Giambattista Piranesi, gracias a sus aguafuertes y diseños, llegó a ser uno de los más grandes artistas del siglo XVIII, que crecería más y ejercería una influencia mayor después de muerto
MARIO VARGAS LLOSA 6 MAY 2012 - 00:07 CET







Ilustración de FERNANDO VICENTE


Soñó toda su vida con ser arquitecto, actividad a la que consideró “una profesión divina”, y orgullosamente firmó todos sus libros como “Giambattista Piranesi, arquitecto veneciano”, pero la única obra que llegó a diseñar y ejecutar fue la restauración de la iglesita de Santa María del Priorato, en el Aventino, que le serviría también de tumba.

Su maestro en la técnica del aguafuerte, en Roma, Giuseppe Vasi, debió decepcionarlo mucho cuando le dijo que no tenía aptitudes para ser un buen artesano grabador porque era “demasiado artista” y debía dedicarse más bien a la pintura. Pero tenía razón, porque un grabador en aquellos tiempos, mediados del siglo XVIII, era sobre todo un diestro técnico fabricante de imágenes en serie a las que se consideraba, por lo general, en la periferia de lo artístico. Felizmente, Piranesi, que, además de malhumorado, inconforme y polémico, era terco, persistió, e hizo bien, porque convirtió el aguafuerte en un arte tan creativo y osado como la pintura y la escultura. Él, gracias a sus aguafuertes y diseños, llegó a ser uno de los más grandes artistas de su tiempo y uno de los que crecería más y ejercería una influencia mayor después de muerto.

La muestra que se exhibe de él ahora en Madrid, en CaixaForum, “Las artes de Piranesi, arquitecto, grabador, anticuario, vedutista y diseñador”, es extraordinaria. Tiene, entre otros, el mérito de mostrar buen número de los objetos que Piranesi concibió y diseñó pero nunca llegó a ver materializados, pues eran demasiado excéntricos e insólitos para el gusto de sus contemporáneos. Los ha producido, con escrupulosa fidelidad y utilizando la tecnología más avanzada, el laboratorio madrileño Factum Arte que dirige Adam Lowe. Esos candelabros, trípodes, sillas, chimeneas, adornos, apliques, jarrones en los que Piranesi dio rienda suelta a su desbocada fantasía y su amor por las civilizaciones del pasado —Roma, Egipto, los etruscos— fascinan casi tanto como las invenciones carcelarias que lo han hecho famoso o las Vistas de esa Roma de los siglos grandiosos que él creyó documentar en sus grabados cuando en realidad la rehacía e inventaba.

Esos objetos constituyen una representación fantástica. No hay en ellos asomo de realismo, pese a estar constituidos de fragmentos, símbolos y otros ingredientes del pasado histórico y arqueológico. Pero estos materiales han sido combinados y reconstruidos con tanta libertad y siguiendo unos patrones de gusto y belleza tan personales que se han emancipado de sus fuentes y alcanzado plena soberanía. Lo que en ellos destaca es la imaginación desalada y la maestría formal de su inventor, que era capaz de abandonarse a los delirios más rebuscados sin perder jamás el gobierno de aquel simulacro de desorden al que daba coherencia un orden secreto. Cada uno de estos objetos es un verdadero laberinto hecho de simetría, intuición y desacato a los cánones establecidos en que se vuelca una vida profunda, aquella que, como escribió Goya, produce “el sueño de la razón”. Como los poemas “oscuros” de Góngora o los monólogos interiores de Joyce, los artefactos domésticos que fantaseó Piranesi son testimonio de esa dimensión de la vida que llamamos el inconsciente. Estos delirantes muebles o adornos que ahora podemos ver (y hasta tocar), Piranesi sólo pudo soñarlos.

Los artefactos domésticos que fantaseó son testimonio de esa dimensión que llamamos inconsciente
Le apasionaban las piedras antiguas, las ruinas, los caminos imperiales medio desaparecidos por la incuria de la gente y la fuerza destructora de la naturaleza, los monumentos víctimas de la usura del tiempo, y seguía con hipnótica perseverancia las excavaciones arqueológicas que iba revelando a pocos aquella antigüedad de la que vivió siempre prendado. Sobre todo, los hallazgos en torno a la civilización etrusca lo deslumbraron y toda su vida sostuvo, aun en contra de la evidencia histórica, que aquella, y no la griega, habría sido la fuente cultural de la civilización romana. Muy sinceramente creyó que el casi millar de grabados que produjo tenían como fin salvar de la desaparición y el olvido de las nuevas generaciones, esos edificios, templos, puentes, arcos, pórticos, sepulcros, murallas, caminos, pozos, tuberías, que atestiguaban sobre la grandeza histórica y artística de los antiguos romanos. Pero, era más fuerte que su voluntad: cuando se ponía a diseñar en el papel o a pasar el buril sobre la plancha de cobre, su imaginación estallaba y hacía tabla rasa de la objetividad de sus propósitos. Al final, lo que resultaba era un mundo tan suyo como si lo hubiera inventado de pies a cabeza, sin necesidad de esos modelos a los que pretendía ser fiel, pero a los que su genio y sus pulsiones secretas transformaban, imprimiéndoles un sesgo absolutamente propio.

Era un realista visionario, a la manera de Goya, como lo señala Marguerite Yourcenar en el luminoso ensayo que le dedicó (El cerebro negro de Piranesi). (Dicho sea de paso, pocos artistas han inspirado a tantos escritores a escribir sobre ellos y su obra como Piranesi, desde Thomas de Quincey hasta Aldous Huxley, pasando por Coleridge, Victor Hugo y André Breton). Yourcenar se refiere específicamente al sutil parentesco que existe entre las Carceri del veneciano y los frescos de la Quinta del Sordo del aragonés, pero sin duda las similitudes son más vastas. En sus obras, ambos fueron no sólo testigos, también creadores e inventores de su tiempo pues impregnaron a la sociedad que describieron de una sensibilidad que era la suya personal. En ambos, había una mirada que sutilmente discriminaba, elegía, magnificaba y abolía lo real rehaciendo subjetivamente aquello que aspiraba sólo a representar.

Pero, en tanto que a Goya le fascinaban los tipos humanos, cómo lucían y qué hacían los hombres y mujeres de su entorno, Piranesi no tenía mucha simpatía por sus semejantes. Secretamente, los despreciaba, al menos como materia artística. Él privilegiaba las piedras y las cosas, a las que infundía un poderoso élan vital, en tanto que a los hombres en sus grabados los empequeñecía y condenaba a la condición de simples bultos o sombras anónimas.

Una de las originalidades de esta muestra, es cotejar, en la última sala, ciertos edificios de la Roma antigua que Piranesi fijó en sus grabados con las fotografías de esos mismos lugares tomadas en nuestros días por Gabriele Basilio, un distinguido fotógrafo de temas arquitectónicos. Son los mismos modelos y sin embargo se diría que una esencia, un alma, un aura los separa, que está presente en los grabados y ausente en las fotos, ese elemento añadido con que el gran artista dieciochesco reconstruyó y adaptó a su propio mundo interior aquella Roma que creía solamente rescatar.

Sus “prisiones” tienen un contenido simbólico que alude a las peores calamidades
Una leyenda pertinaz, que subsiste pese a todos los desmentidos de biógrafos e historiadores, es que Piranesi realizó sus famosas “cárceles inventadas” —apenas 16 placas que atravesarían los siglos con efectos seminales sobre el arte y la literatura modernos— bajo el efecto de las fiebres de la epidemia de cólera que en esa época asoló Roma. En verdad, no necesitaba de enfermedades ni calenturas para desvariar: la alucinación fue su manera cotidiana de mirar y, por supuesto, de crear.

Lo hizo de manera más discreta y solapada cuando grabó sus Vedute (vistas) de la antigüedad. En sus cuatro Caprichos y en sus Carceri, en cambio, operó de manera desembozada, como en un trance enloquecido, y, por eso, sus contemporáneos no supieron reconocer la fuerza convulsiva de esas imágenes pesadillescas, teatrales y angustiosas. Casi nadie se interesó en ellas. Sólo la posteridad reconocería su hechicera originalidad. Enormes recintos poblados de puentes, escaleras, columnas que remiten a otros puentes, escaleras y columnas, monstruosos aparatos, grúas, arietes, potros de tortura, cadenas, asfixiantes y aterradores por su profundidad y su soledad, en la que lo humano se ha reducido hasta la insignificancia y alejado, sobreviviendo apenas en los rincones sombríos, como les ocurre a las alimañas más nocivas. Esas prisiones tienen un contenido simbólico que alude a las peores calamidades, empezando por la pérdida de la libertad. En ellas están sugeridas todas las formas de la represión y la crueldad inventadas para convertir la vida en un infierno y entronizar el reinado de la maldad sobre la tierra. Es imposible no sentir un estremecimiento de horror al contemplarlas. Por eso, se ha dicho de ellos con justicia que parecen los escenarios ideales para las historias del Marqués de Sade.

Jacques Guillaume Legrand asegura que oyó decir a Piranesi alguna vez: “Necesito ideas y creo que si me encargasen el proyecto de un nuevo universo, un loco arrojo me empujaría a acometerlo”. Los biógrafos discuten si pronunció esa frase atronadora e insolente o se la atribuyeron. La verdad, no importa nada que la dijera o no, pues eso que dicen que dijo es exactamente lo que hizo a lo largo de toda la obra imperecedera que nos dejó.

© Mario Vargas Llosa, 2012.


© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2012.


Periodico El Pais domingo 6 de mayo de 2012

sábado, 12 de mayo de 2012

Art Streiber, fotógrafo


Es uno de los cinco fotógrafos más prestigiosos del mundo. Uno de los cinco que tiene acceso al "backstage" en los Oscar y de la media docena que puede entrar en la habitaciones de las "celebrities" en Cannes. Su secreto: mostrarlos tan relajados y naturales como si no fueran famosos.








Revista XL Semanal nº 1253 del 30 de octubre al 5 de noviembre de 2011

viernes, 11 de mayo de 2012

“Lo más difícil de dibujar en una mujer desnuda es la mirada”


El veterano artista del tebeo Milo Manara visita el Salón del Cómic de Barcelona
JACINTO ANTÓN Barcelona 5 MAY 2012 




Una ilustración del dibujante italiano Milo Manara.


Es el dibujante que nos ha regalado algunas de las imágenes más eróticas, estimulantes y hermosas de la historia del cómic. Sus mujeres traviesamente impúdicas, de una belleza perturbadora y una arrebatadora sensualidad, acostumbran a ser las grandes protagonistas de unas viñetas que se caracterizan por un magistral cuidado del detalle, incluso del detalle íntimo. En contraste con su maestría para plasmar el cuerpo femenino dice que le cuesta en cambio dibujar muebles: qué cosa. El italiano Milo Manara (Luson, Bolzano, 1945), uno de los grandes nombres de la historieta, con el que han colaborado Fellini, Hugo Pratt o Jodorowsky, es uno de los invitados del Salón del Cómic de Barcelona, en cuyo marco la editorial Norma ha presentado la integral en castellano de una de las últimas obras del dibujante, la espléndida serie de los Borgia, cuyo último título, el cuarto, Todo es vanidad, apareció el año pasado.

“Los Borgia fue una propuesta de Jodorowsky, aunque por supuesto la familia me interesa mucho: con ellos nació la modernidad”, explica el dibujante. “De hecho, hay mucha afinidad entre los Borgia y la política actual; ellos ya entendían la política como independiente de la moral, esa idea comienza con ellos, como nace un modo de gestionar el poder”. Le pregunto si está hablando de Berlusconi. “Claro, pero también de tantos otros, como Bush o Strauss Kahn". “En la serie de los Borgia está además mi fascinación por el Renacimiento italiano; Jodorowsky quiso meter incluso a Botticelli que es uno de mis mitos personales”. Afirma Manara que el autor de El nacimiento de Venus le ha marcado por muchos motivos, entre ellos por su forma de mostrar a la mujer. “Y por su forma de entenderla como único camino de salvación, de rescate de la humanidad”. Dice el autor de El click que para él es una sorpresa que se le considere un referente del erotismo. “Me limito a hacer historias que me interesan a mí, que son divertidas para mí. Que otros coincidan en encontrarlas interesantes y divertidas ha sido una suerte”.

De su interés por el erotismo recalca zumbón: “No soy el único”. “He buscado que el erotismo, que está tan presente en la vida, lo estuviera también en un tanto por ciento similar en el cómic”. Opina que en un mundo en el que todo se muestra y en el que el sexo se reduce a lo físico, el cómic tiene un lugar diferencial preciso porque el dibujo se dirige al cerebro y a la fantasía. “En realidad el principal órgano sexual es el cerebro”. Para Manara, hay algo asombroso en el erotismo del dibujo y que requiere una gran complicidad. “Me maravilla cómo un trazo, un signo, deviene un cuerpo igual que otro se convierte en un árbol. Es algo muy intelectual, es necesario emplear a fondo la imaginación para descifrarlo”. Y añade con un guiño: “La Viagra no basta para una vida sexual interesante”. Puestos en intimidades le pregunto qué es lo más difícil de dibujar de una mujer desnuda. “Es la mirada. Y es también lo más importante. Allí está toda la intención. Incluso cuando dibujo a una mujer de espaldas, le hago realizar una torsión para que se le vea el rostro”. ¿Hay algo adolescente en esa obsesión por la mujer como icono erótico, una curiosidad? “Ya no es curiosidad”, suspira con humor Manara. “Es admiración. Pero tiene la misma emoción”. Le sugiero maliciosamente que las mujeres de carne y hueso a veces no están a la altura de sus dibujos. “Creo exactamente lo contrario: no llego jamás a dar todo el misterio, la esencia de la mujer, falta el calor, por ejemplo, y el perfume”.

El nuevo proyecto de Manara es una historieta sobre Caravaggio, del que sostiene que no era homosexual en absoluto. Las primeras páginas que ha dibujado transcurren de día pero la obra va a tener un fuerte componente nocturno y de claroscuro, como la vida del propio Caravaggio.

A Manara le es difícil decir de cuál de sus obras está más orgulloso. Para mi entusiasmo se decanta al fin por Verano indio, mi álbum favorito: “Lo siento muy próximo”. ¿Por el enfrentamiento entre el puritanismo de los colonos y el erotismo de la naturaleza y los indios? “Sí, pero también porque me apliqué muchísimo y porqué la historia de Hugo Pratt era bellísima. Las cuatro primeras páginas iban a ser mudas pero lo alargué hasta ¡once! Tan hermoso… y se entendía sin una palabra”. Es un poco el mundo de Fort Wheeling de Pratt y de El último mohicano. “Sí, pero anterior, más prístino, un siglo antes, aún había un descubrimiento y una fascinación por los indios, que luego, durante la guerra con los franceses, se convirtieron en seres mucho más cercanos”. Pratt, dice, “estaba muy interesado en la relación, el encuentro entre diferentes civilizaciones; eso está en El gaucho que hicimos juntos, y también, de alguna manera, en Corto Maltés. Teníamos un tercer proyecto entre manos, la historia de un prisionero celta de los romanos que se convertía en gladiador, antes del Gladiator de Scott.

Hablando de maestros desaparecidos comento que Blueberry ha quedado huérfano. “No solo él, sino tantos otros, Arzak , el mayor Grubert…”. ¿Se siente el propio Manara huérfano tras la muerte de Jean Giraud, Moebius? “Lo echo mucho en falta. Nos quedan sus obras. Siempre tengo un libro suyo abierto en la mesa de trabajo. Cuando acabo un dibujo, lo pongo entre sus páginas para ver si estoy a su altura, si mi dibujo tiene el mismo nivel, la misma dignidad”.

El Pais Domingo 6 de mayo de 2012

jueves, 10 de mayo de 2012

EL ARTE A LA CARTA


¿Cómo diseñar bien el menú de un restaurante? Un libro recorre curiosas cartas históricas de EE UU y preguntamos a grafistas por las últimas tendencias. Por Mikel López Iturriaga.


Menú a bordo del crucero "The Admiral Line" (The Pacific Steamship Lines, 1929).

Carta del hotel El Rancho de Las Vegas (1942).


Cuando los miembros del Cercle de L'Union de San Francisco (EE UU) se sentaron a cenar el 23 de diciembre de 1912 pusieron sus ojos en una carta que hoy consideraríamos, como poco, extraña. El club gastronómico celebraba una velada de "pollo a la cazuela estilo Enrique IV", rey francés del siglo XVI que se propuso que sus súb- ditos pudieran tomar este plato cada domingo. Sin embargo, el menú no estaba ilustrado con estampas históricas o avícolas, sino con un dibujo de tres pequeños faunos vestidos de cocineros arrastrando hacia los fogones –gracias a una cuerda– a una mujer desnuda y atada. La carta, cuyo sentido sigue siendo un enigma un siglo después –¿querían excitar sexualmente a los comensales o promover el canibalismo de género?–, es una de las joyas recuperadas por la editorial Taschen en el libro Menu design in America. El tomo es un fascinante recorrido visual por la historia de los menús en Estados Unidos desde su apari­ción a finales del XIX hasta la decadencia en los ochenta, con especial incidencia en su edad dorada, acaecida en la primera mitad del siglo XX.
Además de cartas algo estrambóticas como la de los faunos o la del French Casino de Chicago en 1935 –en la que vemos a una señorita de cuyos pechos mana champán–, el libro recoge elegantes ejercicios de diseño gráfico y auténticas maravillas anónimas de la ilustración. Distinguidos o populares; americanos, chinos o hawaianos; política­mente incorrectos o directamente racistas, los menús trataban –y tratan aún– de refle­jar el espíritu de los locales, invitando a los clientes a zambullirse en sus delicias.
"Hay momentos de esplendor en el dise­ño de cartas y van en paralelo a los avances en la cocina", explica el editor del libro, el co­leccionista Jim Heimann. "A mí me encantan las del cambio de siglo y las de los años treinta. Estas últimas aúnan un gran refina­miento con un tono guasón y exploran a fon­do las posibilidades de la ilustración. Según te vas adentrando en los sesenta y los se­tenta, la fotografía empieza a dominar el ambiente y las cartas se vuelven menos sa­tisfactorias visualmente",
Aunque las fotos pueden ser considera­das una vulgaridad en las cartas actuales –al menos en España, están casi reducidas al ámbito de las cadenas de restauración y los menús más viejunos–, es cierto que la exqui­sitez visual de los menús del libro no se suele encontrar en los restaurantes actuales.

Carta del crucero "S.S. Lurline"
(Matson Line, 1941).
 "Por lo general, el arte de las cartas ha ido empobreciéndose. La mayoría de los restaurantes quieren cambiar el menú con frecuen­cia, así que se lo imprimen ellos desde su or­denador", afirma Heimann. "El uso de la ilustración ya no es lo habitual. Las cartas grandes tampoco están de moda: antes el tamaño importaba a la hora de indicar el presti­gio de un restaurante, con lo que se volvieron gigantes, pero eso ya no significa nada':
Hay diseñadores que celebran la desapari­ción de los menús-sábana que tanto furor causaron en el pasado. Aprovechan y tam­bién piden la extinción de rancios clásicos como las carpetitas marrones o azules de polipiel. "No me gusta tener que apartar co­sas de la mesa para poder leer los platos tranquilamente", se queja Sergio Ibáñez, del estudio de diseño gráfico Setanta. "El menú no debe pesar tres toneladas, ha de minimi­zar el contenido al máximo y evitar fundas semipromocionales. Y a poder ser, no usar papeles vegetales o nacarados. iSuperemos ya esta etapa, por favor! A veces es mejor una hoja plastificada que un álbum de co­munión. Tampoco me gustan los que usan papeles en plan artesano, japoneses o con elementos florales incrustados. Prefiero un papel liso, blanco. Como un mantel'.
En efecto, una carta cursi o excesiva­mente larga puede estomagar al comensal con un mínimo gusto. Pero ¿qué condicio­nes debe reunir entonces una buena? "Tie­ne que transmitir los valores culinarios del restaurante, permitir la legibilidad y respetar la jerarquía", asegura Pablo Juncadella, del estudio de diseño Mucho.
Como responsable de su identidad vi­sual, Mucho está detrás de las cartas de la cadena de japoneses Sushiitto, las focacce­rías Buenas Migas o los restaurantes Petit Comité y Blau en Barcelona. "Son perfiles muy distintos, pero la característica princi­pal es la periodicidad del cambio de menú, lo que determina el diseño enormemente. Otra cuestión es el desgaste: una carta pasa por muchas manos antes de ser repuesta y si está en mal estado da muy mal efecto, por lo que la durabilidad del papel es básica".
Para Juncadella, un ejemplo a seguir en este territorio son los restaurantes del Grupo Tragaluz, que dispone de 18 locales de cuida­da estética distribuidos entre Barcelona y Madrid. La empresa encargó a Mario Eske­nazi, premio Nacional de Diseño, la factura de la carta del Mordisco o del Bar Tomate, mientras que el joven equipo del estudio Run Design ha ideado las del Luzi Bombón o la
del Komomoto, inspirada en el juego oriental tangram. La del restaurante insignia del gru­po, el Tragaluz, es obra de Mariscal.
"Aparte del producto y la cocina, que son la base, cuidamos mucho detalles como las cartas. porque la suma de todo hace que el conjunto sea atractivo", afirma Tomás Tarrue, socio fundador del grupo junto a su ma­dre, Rosa María Esteva. "Cuidamos su diseño desde dos puntos de vista: por un lado, cómo y en qué orden se organiza el texto, y por otro buscamos un grafismo en consonancia",
Como escribió el crítico del New York Ti­mes Frank Bruni, los menús son una especie de cheerleaders (animadoras) gastronómi­cas. O, dicho de otra forma, una poderosa herramienta de marketing cuya distribución, colores y posicionamiento de los precios puede promover la compra de determina­dos platos. "Nosotros no las utilizamos como herramienta para vender más, sino para hacerlo mejor, defiende Tarruella. "El cliente tiene que encontrar lo que quiere, y hay que ayudarle a que acierte en su elec­ción porque si lo hace, querrá volver",

Chica sobre pez del Bimbo´s 365 Club (San Francisco, 1963). Fountain Room (Statler Hotel, 1933). Carta de fin de año del Waldof Astoria (Nueva York, 1938).



En los menús no solo cuenta el diseño: la elección de las palabras es igual de rele­vante. Los nombres de los platos y sus explicaciones deben despertar el apetito del lec­tor-cliente. El libro Menu design in America cita una frase de la periodista gastronómica Sara Dickerman que resume el concepto: "El lenguaje de las cartas, con sus guiones, sus comillas y sus explosiones de palabras extranjeras, sirve menos para describir la comida que para administrar tus expectati­vas. No solo tienta: justifica el desembolso económico que supone cenar fuera".
Existen dos tendencias en la redacción de menús: la que da explicaciones prolijas so­bre el contenido de los platos y la que prefie­re la parquedad. La alta cocina ha trabajado tradicionalmente la primera, aunque revolu­cionarios como el Bulli optaron por la segun­da de forma radical, quizá para desmarcar­se de los excesos verbales de tantos locales de alcurnia. Las "sopas frías de tomate fres­co emulsionadas con aceite de oliva virgen extra en jugo de cebolla rosa y pimiento mo­rrón con su brunoise de pepino", antes cono­cidas como gazpacho, parecen estar en re­troceso... aunque siguen triunfando entre los gastropedantes. Las expresiones fetiche como "reducción", "nido", "confitado" o "al aroma de" campan a sus anchas en los me­nús con pretensiones, aunque sin duda la moda más al alza es la de citar el origen geo­gráfico de los ingredientes.
"Nosotros tratamos de distanciarnos de lo enrevesado, ofreciendo la información necesa­ria sin que resulte excesiva. Eso no quita que en algún caso particular mencionemos el ori­gen o la tipología de algún producto" opina Ta­rruella. "Si lo puedes contar en tres palabras, no lo cuentes en cuatro", apostilla Juncadella.
Tanto el lenguaje como la imagen de las cartas han evolucionado de manera notable desde los tiempos retratados por Menu design in America. El camino entre la carta de la cena inaugural del mandato de Abra­ham Lincoln que recoge el libro y los menús en los que tú mismo marcas los platos que quieres –otra tendencia en boga– ha sido largo. La pregunta es: ¿desaparecerán al­gún día los menús impresos?, ¿los sustitui­rán las pantallas digitales, ya presentes en restaurantes como el Etxanobe de Bilbao? "Aún no me he encontrado ningún iPad en la mesa para elegir el menú", asegura Sergio Ibáñez. "Ese día solo espero que el anterior usuario no haya tenido en las manos nada demasiado grasiento". •
El libro 'Menu design in America", de Jim Heimann, está publicado por la editorial Tachen.


El Pais Semanal nº1827 Domingo 2 de octubre de 2011

Zurbarán EL PINTOR DE LOS SANTOS

Hugo en el refectorio,
del Museo de Bellas Artes de Sevilla.

El Museo del Prado exhibe hasta el 31 de julio la gran exposición de Francisco de Zurbarán, tras causar sensación en el Metropolitan Museum de Nueva York y en el Grand Palais de París. Por su parte, el Museo Picasso de Barcelona acoge hasta el 14 de julio el mítico y revolucionario óleo de Pablo Picasso Les demoiselles d'Avignon (1907), propiedad del Museum of Modern Art de Nueva York. Con ello, la obra picassiana realiza su último viaje transatlántico.



texto: José María de Areilza


Cómo sería la villa de Fuente de Cantos a fina­les del siglo XVI? Era lu­gar de tradición romana cono­cida y rico subsuelo arqueoló­gico, y su vinculación con la Orden de Santiago le daba un enlace de hermandad con las vi­llas cercanas. Había en el casco de la población dos conventos de monjas: el de la Concepción y el de las carmelitas. Y otro de frailes franciscanos. La esplén­dida iglesia parroquial estaba consagrada a la Virgen de la Granada. Buen número de er­mitas señalaban el contorno del caserío urbano. Y en una de las dehesas de labor y pastos cir­cundantes se alzaban las ruinas de un antiguo convento templa­rio. En ese ambiente de religio­sidad de la pequeña aglomera­ción rural nació Francisco de Zurbarán y Marqués en 1598.

Un tema que ha interesado a los investigadores de Zurbarán y de su obra ha sido la insisten­cia que manifestó en varias oca­siones el pintor, para firmar "Zurbarán Salazar", queriendo denominarse con ese apellidocompuesto. María Luisa Catur­la, la figura cimera de nuestros zurbaranistas, no logró aclarar los motivos de esa tesonera ac­titud. Acaso entendiera el ge­nial artista que ambos linajes, de notoria prosapia vizcaína, le daban un realce individual su­perior a su modesta condición originaria de proceder de una familia de merceros locales. Zurbarán fue durante siglos un apellido de relieve en la Villa de Bilbao, donde hace 100 años se alzaba todavía la oscura y almenada torre de


San Pedro Tomás, del Museo de Boston

San Cirilo de Constantinopla, del Museo de Boston.


Ángel turiferario, del Museo de Bellas Artes de Cádiz.

 ese nombre en las cercanías de Mallona y so­bre el barrio de la Sendeja. El apellido Salazar es, a su vez, la más alta prosapia del Señorío, a la que pertenecieron señeras figuras del pasado y el máximo historiador de Vizcaya, Lope García, el de las Bienandanzas e fortunas. Zurbarán y Salazar estuvieron ligados antaño por matrimonios comunes. Es muy probable que el pintor extreme­ño tuviese entre sus antepasa­dos familiares una línea ascen­dente con ese doble enlace.
¿De dónde brotó la inspira­ción artística y el regusto estéti­co en el alma de este zagal de ovejas de Badajoz? Se puede suponer que, dada la profunda religiosidad de la familia, el adolescente frecuentaría las iglesias y conventos locales, fa­miliarizándose con imágenes, pinturas y retablos, así como el trato con los frailes francisca­nos, cuyos hábitos contempla­ría con curiosa familiaridad. Los Zurbarán se trasladaron a Llerena, la próxima e importan­te ciudad amurallada envuelta en torreones, residencia de los maestres de Santiago. que tenía dos soberbias parroquias cuyos cultos eran, por el número de beneficiados, capellanes y diá­conos que las servían, compa­rables al de una catedral. En esos templos y en los ocho con­ventos de clausura que había en Lleréna siguió observando el joven artista los mil y un deta­lles de la vida monástica que iba a traducir al mudo y supre­mo lenguaje de sus lienzos so­beranos. Mientras que su época de pastor habla impregnado su retina clarividente con la silue­ta apagada, humilde y las tra­badas patas de los corderillos que se enviaban al mercado pascual. Imagen que luego iba a resucitar en sus insuperables corderos místicos dotados de perfecta y lanosa envoltura.
Pedro Díaz de Villanueva, "pintor de imaginería", admitió, bajo contrato notarial "como aprendiz", en su taller de Sevi­lla al joven de 16 años durante un trienio. De allí salió Zurba­rán con su lección aprendida y su asentada vocación. Un año después firmaba su primer con­trato profesional para realizar los Quince misterios del rosario, con destino a la parroquia de su pueblo natal. Retablo del que no han quedado rastros.
Empezaron muy pronto los encargos importantes que se re­flejaban en contratos muy pre­cisos. Los dominicos de Sevilla le pidieron 21 obras para San Pablo el Real, con plazo de en­trega de ocho meses. Los fran­ciscanos contrataron tres. Los mercedarios calzados, 22 lien­zos. La Sevilla floreciente del primer tercio del seiscientos acogió gozosa al nuevo maestro
y le propuso que abandonase su domicilio de Llerena y se insta­lase en la capital andaluza con su familia. Se había casado ya dos veces con mujeres de más edad que la suya. Tenía varios hijos. Y clientes importantes en número creciente.
¿Cómo sor-

San Juan Bautista, del Museo de Bellas Artes de Cádiz.


San Marcos, del Museo de Bellas Artes de Cádiz.


San Hugo, obispo de Lincoln, del Museo de Bellas Artes de Cádiz.

 prenderse de que la envidia había de morder­le en lo más vivo? Un colega eminente suyo, Alonso Cano, suscitó la cuestión de que su­friera un examen previo de peri­cia profesional a través de la corporación sevillana de pinto­res para poder utilizar el título de maestro pintor. Empezó a propagarse su fama y los nue­vos contratos se sucedieron. Los jesuitas de Sevilla, la pa­rroquia de Llerena, los francis­canos de Arcos de la Frontera, la Cartuja de Jerez y la de Sevi­lla, el monasterio jerónimo de Guadalupe figuraban ya en el inmenso repertorio de su taller doméstico. Y no era sólo ese mercado en aumento el que lo reclamaba, sino que inició tam­bién la exportación masiva de sus lienzos a los conventos de la América española. A Lima envió 38 pinturas religiosas y 12 mitológicas. Para Buenos Aires se embarcaron 63 lienzos, en su mayoría de temas religiosos. Acaso su condición de extreme­ño hubo de influir en esa copio­sa y nueva vertiente

Visión de san Pedro Nolasco, del Museo del Prado.

Hércules, del Museo del Prado.

La Anunciación, del Museo del Prado.

 comercial de su trabajo. Al fin y al cabo no había en esos años lugar grande o pequeño de las Extremaduras que no tuviese algunos vecinos metidos de lleno en las fabulosas hazañas de la conquista americana. Más debió halagarle todavía recibir el encargo de pintar 12 grandel lienzos para el llamado Salón de los Reinos del palacio de Buen Retiro madrileño.
En 1644 se casa por tercera vez Zurbarán con Leonor de Tordera, viuda, de 28 años, de conocido linaje de orfebres. Le dio al pintor seis hijos, que murieron todos prematuramente.
Ya en el mediodía de su vida y de su creatividad se instaló er Madrid. Es interesante conocer documentalmente el proceso de los cobros, muchas veces retra­sados, de sus grandes clientes contractuales. Zurbarán era un minucioso y tenaz administra­dor. Tendría seguramente mu­chos gastos familiares. A los 64 años se sintió poco a poco des­fallecer en su vitalidad. Poco después otorgó testamento en Madrid, cuyo texto va precedi­do de una fervorosa afirmación de su fe y de su esperanza en el abrazo de Dios. El 27 de agosto de 1664 falleció en Madrid. El inventario de sus bienes es de­tallado, y dentro de su nivel so­cial medio aparecen muebles, telas y objetos de rara y valiosa calidad, así como cierto núme­ro de lienzos suyos. Se ha dicho y escrito que había muerto en la
pobreza, en contraste con otros pintores españoles de esa épo­ca. Sin embargo, de sus parti­ciones testamentarias se traslu­ce que no dejó deudas, sino cré­ditos pendientes a su favor.
Enumerar este prosaico re­lato de la trayectoria vital del artista encierra, a mi juicio, bastante interés. Zurbarán apa­rece como un completísimo profesional, dominador de las formas, mágico combinador de colores y poseedor inmanente de los más remotos secretos de la luz. Junto a esa panoplia de atributos excelsos que se mani­fiestan a través de su pincel y su paleta hay siempre un hálito misterioso que envuelve en li­rismo la egregia sobriedad de su pintura.


Jesús entre los doctores, del Museo de Sevilla.


El Pais Semanal



























Helmut Newton

Ensayo sobre voyeurisme.
Los Angeles, 1989

El Album del provocador

Amante del lujo y la belleza, el fotógrafo alemán Helmut Newton es un ser
mundano, técnicamente perfecto y profundamente provocador. Incansable
voyeur del mundo femenino, sus imágénes del mundo de la moda se han
columpiado durante años entre el erotisnio y la vulgaridad. Sus últimos retratos
se exponen en la Fundación Caja de Pensiones del 6 de junio al 16 de julio.
Texto: Cherna Conesa /Koro Castellano



Ensayo sobre vouyerisme.
Los Angeles, 1989.



Amenudo la gente me dice 'Esas chica me vuelve loco'. ¡Y no la conoce de nada, sólo de verla en una foto! Eso me encanta, que sueñen despiertos con ellas. Me gusta la provocación. Que mis mo­delos sean frías en la superficie y ardien­tes en el fondo. Eso fabrica una especie de violencia visual. Adoro pensar que puedo provocar en el espectador un ver­dadero deseo de hacer el amor con la mo­delo".
Fotográficamente, Helmut Newton es un irremediable amante del lujo y la belle­za, un ser mundano, superficial en las for­mas y obsesivamente perfeccionista. Vo­yeur implacable del mundo femenino, pas­mosamente sincero, Newton plasma todas sus desinhibiciones en imágenes fascinan­tes, llenas de descaro y rotundidad. Sus fotografias, certeros golpes visuales, dejan una puerta abierta a la sugerencia del sue­ño erótico y brutalmente bello que repre­sentan.
Nacido en Berlín hace 69 años, Newton era un muchacho delgaducho que odiaba el colegio y se pasaba las horas muertas mi­rando las páginas del Vogue alemán que compraba su madre. A los 12 años adquirió su primera cámara y comenzó a hacer fo­tos. "Para ser sincero, no sé qué me impul­só a gastarme mi dinero de bolsillo en una cámara. Todavía no sé por qué empezó a interesarme la fotografía. Simplemente, creo que estaba predestinado, que llevaba la fotografía en la sangre y que por eso me atraía tanto. Tuve la ventaja de que a mí madre la idea de que fuera fotógrafo le ha­cía mucha ilusión. A mi padre; ninguna.
Deseaba que me convirtiera en un serio hombre de negocios. Se sentía muy desilu­sionado: mi hermano quería ser granjero, y yo, fotógrafo. En realidad, yo quería hacer cine, pero de eso no quiso ni oír hablar. Así que le dije: '¿Qué te parecería la fotografía, papá?', y eso le pareció un mal menor, así que al final consintió en dejarme inten­tarlo".
Apoyado por su madre, encantada de que Newton se dedicara a algo creativo, consiguió su primer trabajo como ayudante de una fotógrafa alemana llamada Yva. "Allí fue donde de verdad comencé a aprender la sustancia de la que luego esta­ría hecha mi vida". Pronto, muy pronto, al cabo de unos meses de andar entre flashes, cámaras y focos, el cine se le quitó de la cabeza. "No lo he vuelto


Helmut Newton, retratado por su esposa, Alice Springs.



 a echar de menos. Ahora creo que no tendría el más mínimo talento para dedicarme a él. Ya soy demasiado vie­jo para cambiar y ya he asumido que soy un fotógrafo. He tenido montones de ofertas para dirigir películas, especialmente duran­te los últimos 10 años, pero las he rechazado. Porque el cine y la fotografia son dos mundos distintos. Tengo montones de amigos en el mundillo cinematográfico de Holly­wood, y me encanta ir al cine, y les admiro y son gente fabulosa. He fotografiado a Klaus von Bulow, a Catherine Deneuve, a Helmut Berger, que fue el único hombre a quien he retratado desnudo, antes de su de­caimiento físico, y lo cierto es que me paso el día refotografiando a gente que ya retraté hace años. Y les adoro. Pero la fotografia es algo mucho más misterioso. Uno solo, con una cámara, un pequeño equipo, casi nin­guno, y ya está. Me encanta la independen­cia, el poder sacar fotos donde te dé la gana. Además, en las películas hay que ma­drugar y duran una eternidad. Cualquier cosa que dure más de dos días es demasia­do larga para mí. Me aburro muy deprisa. De una mujer, de un reportaje, de una historia. Estoy acostumbrado a vivir muy de­prisa".
Newton dejó Berlín a los 18 años por­que era judío y eso entrañaba los suficien­tes problemas en aquel momento como para obligarle a marcharse. Quería ir a Australia, pero hizo una escala en Singa­pur y se quedó allí dos años. "Tenía una cá­mara y todo lo que hacía era sacar fotos a lo que fuera para intentar ganarme la vida. Era muy pobre, claro".
Con 20 años viajó a Australia y trabajó como descargador de mercancías en las estaciones de tren y como recolector de fruta, hasta que llegó la guerra. Ni corto ni perezoso —"No tenía nada mejor que hacer"— se enroló como voluntario en el Ejército australiano. "Aquello me encan­tó, me gustó muchísimo. Tuve suerte, porque no me tocó luchar en el frente. Conduje camiones durante cinco años, hasta que la guerra acabó y me licencia­ron. Entonces, con las 100 libras que me dieron por mi trabajo de soldado raso, me compré un coche y empecé a intentar ga­narme la vida como fotógrafo. Lo cual era especialmente dificil en aquellos tiempos


Gabriel Garcia Marquez y su mujer, 
Mercedes. La Habana, 1987.

Botero, en su estudio con Sophia Vari.
París, 1987.

Emmanuel Ungaro.
París, 1988.

David Hockney.
Los Angeles, 1988.

Princesa Carolina de Monaco.
Palacio Princier. Mónaco, 1986.

Faye Dunaway.
Los Angeles, 1987.


David Lynch e Isabella Rosellini.


 y en aquel lugar, Melbourne. Pero quería quedarme porque me encantaba Austra­lia. Adoro ese país. Y tiene unas mujeres fantásticas".
Newton fue sincero consigo mismo desde el principio. Lo que verdaderamen­te le interesaba era la búsqueda de la be­lleza. Nada de ser un fotógrafo compro­metido, un ilustrador o un informador. Newton quería centrarse en el mundo fe­menino. "¿Qué le voy a hacer? Me apasio­nan las mujeres. A otras personas les gus­tan los hombres. A los 14 años era cam­peón de natación, me gustaban las chicas y me atraía la fotografía. Todavía me gus­ta nadar, me apasionan las mujeres y sigo con una cámara en la mano, así que me imagino que no he cambiado mucho en todos estos años".
Decidido a centrarse en sus particula­res obsesiones y a poder imponer su crite­rio, Newton aguantó 17 años en Austra­lia. Hizo cualquier cosa que le sirviera para comer: bodas, bautizos, comuniones y demás saraos a dos dólares la foto. Te­nía un pequeño contrato con el Vogue australiano como fotógrafo local y toda­vía no existía la fotografía de moda. "No quería darme por vencido y cambiar de trabajo. Convertirme en un vendedor de zapatos en unos grandes almacenes, por ejemplo. Quería vivir de la fotografía. Sin embargo, no fueron tiempos tan duros como podría parecer. Era joven, no tenía dinero y sí muchas ganas de triunfar. Todo estaba bien".
Sin embargo, al final se dio cuenta de que Australia no era un buen caldo de cultivo para un fotógrafo. Dispuesto a empezar de nuevo, con 36 años, consiguió un contrato con el Vogue inglés y marchó a Londres a probar suerte. "No me gustó nada. No soy bueno en Inglaterra. He de reconocer que funciono mejor en unos países que en otros. Soy un fotógrafo muy geográfico. Me resulta muy importante el lugar donde tomo mis imágenes. El año que estuve en Londres fue un completo desastre. Ellos odiaban mis fotos y yo también. Eran horrorosas. Los ingleses son encantadores y maravillosos, pero no muy profesionales. Tienen gente fantásti­ca, buenos pintores, buenos escritores, buenos actores, pero en el campo en elque yo trabajo son muy poco profesiona­les. Así que rompí mi contrato. Cogí mi precioso Porsche blanco y metí en él mis cámaras, mis fotos y mi mujer. Me dirigí a París".
Allí, por fin, dentro de las páginas del Vogue francés y del Jardin des modes, Newton consiguió la libertad suficiente para dar rienda suelta a su imaginación, alejarse del buen gusto impuesto por los cánones de la moda del momento y foto­grafiar el tipo de mujeres que le interesa­ba. Mujeres que imponen sus formas muy por encima de los vestidos que llevan. Mujeres bellas, tremendamente satisfe­chas de serlo, seguras de sí mismas. La displicencia de sus poses exhibicionistas para con ellas mismas, su distanciamien­to, golpea desde cada fotografía con la perversidad del inalcanzable objeto de­seado, con un erotismo violento, provo­cador. Son mujeres herméticas, burgue­sas, lujuriosas y desocupadas que sugie­ren disponibilidad, tiempo libre, aventu­ra, placer. "Rara vez miran a la cámara. Es como si estuvieran haciendo una película, no una foto.


Sigourney Weaver.
Nueva York, 1987.

Brigit Nielsen.
Hotel Hermitage. Montecarlo, 1987.

 Y porque me gustan frías, casi gélidas. ¿Por qué? Porque no soy muy ro­mántico".
Sus modelos son espectacularmente guapas, increíblemente sofisticadas —"No son mujeres de clase alta, pero yo hago que lo parezcan, ja, ja, ja"—, aun­que con un punto de vulgaridad. "Nor­malmente, las encontraba a través de agencias de publicidad o de modelos. Rara vez las he contactado en la calle. Casi nunca. Es que soy muy tímido. Ja­más me acercaría a una chica en medio de la acera y le diría: 'Oye, me gustaría ha­certe una foto'. Podrían pensar que estoy metido en la trata de blancas o que les es­toy haciendo proposiciones deshonestas. Cuando estoy con mi mujer o con alguna amiga, quizá. A una de mis modelos, Jenny Capitain, la contraté así. Yo estaba en París, en la puerta de Vogue, acompa­ñado por un publicista. Y esta chica pa­seaba con un hombre delante de noso­tros. ¡Nunca he visto unas piernas tan bonitas! Ni siquiera le vi la cara. Pero le dije a mi colega que le preguntara si le importaría posar para mí. Dijo que sí y ahora somos muy amigos. Le hice monto­nes de fotos desnuda, muy provocativas".
Para perturbar más y acercar al públi­co a la posibilidad del hecho, Newton eli­ge siempre escenarios naturales, casi vul­gares. Un pasillo de hotel, un jardín, una piscina, un ascensor, un coche. "Es que odio trabajar en estudio. La gente no vive en los estudios, de espaldas a un enorme papel en blanco. La gente vive en los ca­fés, en la calle, en los bares, en las casas o en los hoteles. Además, alquilar un estu­dio cuesta un montón de dinero. Yo pre­fiero alquilar una maravillosa suite en un hotel. Estoy más cómodo y me salen foto­grafías más vivas. Aborrezco el estudio, el modo de trabajar allí, los focos, los flashes electrónicos, los flous... Creo que ha­cen que todo parezca igual, nunca cambia nada".
Newton huye del refinamiento y la asepsia de ese ambiente y busca la sor­presa en la simplicidad, la vulgaridad pre­meditada como desencadenante de la pa­sión erótica. Persigue, sobre todo, la be­lleza que supera cualquier clasificación de erotismo o incluso pornografía. De­fiende que ésta puede ser bella. La única pornografía que concibe se

Condesa Marta Marzotto.
Roma, 1986.

Anita Ekberg, mirando en su jardín.
Genzano, Italia, 1988.


produce cuando se ofende al objeto retratado por no saber mostrar su belleza.
Para redondear la oferta, Newton elige una técnica sencilla que haga más creíble la escena. Huye de atmósferas creadas por técnicas fotográficas. Se aferra a sus princi­pios de fotos nítidas que muestren todos los elementos de la escena. La sugerencia se la deja al subconsciente de cada uno.
Prefiere trabajar con pocos elementos de iluminación, una sola cámara y la mode­lo. Si puede, prefiere prescindir del ayudan­te y concentrarse en su pasión de voyeur, de instantes breves y supremos. No intima con el modelo, se mantiene distante, no busca retratar su espíritu; sólo le interesa la forma y el clímax que de ella consigue obte­ner. Y casi siempre utiliza el blanco y ne­gro. Su equipo es sencillísimo e incluye "una de esas cámaras para tontos, de las que lo hacen todo con tal de apretar el bo­tón. Me sirve para los momentos de prisa, para cuando he de hacer algo con celeridad y no me da tiempo a prepararme".
Por esta búsqueda de belleza formal, su­perficial, se aleja del retrato psicológico. Prefiere mostrar la belleza de cualquier mujer-espejo antes que sumergirse en la in­trincada imagen de un sesudo literato. Ima­gen por imagen, bellezá por belleza. Así de directo, así de rápido, así de ¿simple?
No. Newton escenifica sus propios en­sueños, y la atractiva ambigüedad de sus imágenes provoca un cierto vértigo entre nuestra realidad y la suya, entre lo permiti­do y lo prohibido, entre la creación y la contemplación. Algo tan sencillo aparente­mente y al mismo tiempo tan insólito. "Me agrada, sobre todo, el contraste entre lo normal y lo extraño. Suelo poner cosas ra­ras en sitios comunes. Puedo hacer cosas extrañísimas en lugares normalísimos, pero lo de irme, por ejemplo, a una isla desierta a hacer el típico reportaje de moda me abu­rre mortalmente. Me interesan muchísimo los contrastes. Hice un reportaje para el Vogue italiano llamado Rich girl, poor girl sólo por ese motivo. Y otro en Tejas en el que fotografié a ocho de las mujeres más ricas de ese Estado y a ocho mujeres nor­males, peluqueras, ferroviarias, dependien­tas, gente de la calle... Siempre me ha fascinado la relación y las diferencias entre ri­cos y pobres".
Paulatinamente, Newton evoluciona. Se ha asentado en Montecarlo: "Quería un lugar donde pudiera hacerme viejo tranquilamente, tomar el sol y no pagar impuestos. Ahora que soy viejo y famoso, puedo permitirme el lujo de vivir en un lu­gar tan apartado como éste, porque la gente viene a mí. Sigo trabajando todos los días". Ya no le interesa más el mundo de la moda. "Me he pasado 40 años entre trapos y ya me he aburrido. Publiqué un libro sobre moda llamado World without men y cuando ahora lo miro me pregunto de dónde saqué el coraje y la paciencia para hacer aquellas fotos. Me involucra­ba demasiado. Ahora mis fotos siguen te­niendo detalles de mí mismo, pero prefie­ro los retratos, los desnudos o las ciuda­des". Su descaro exhibicionista y provo­cativo va dejando hueco en sus últimos retratos a una postura más reposada y. contemplativa del modelo, casi condes­cendiente. ¿Quizá un guiño de generosi­dad al mundo del objeto fotografiado? ¿Habrá ya superado sus ensoñaciones freudianas? No, por favor. 


El Pais Semanal. 1989