jueves, 28 de abril de 2011

El Oficio de guionista- Gilles Ratier

Ya desde su mismo nombre, la Bande Dessinée privi­legia la imagen. Sin embargo, la puesta en escena, la ilustración y el encadenamiento figurativo de una his­toria proceden del texto y, sobre todo, de la distribución prevista por el autor. El guión es, pues, el esqueleto de la historieta, y su autor establece un trabajo primordial. Tal y como afirma, por ejemplo, Christian Godard: "un dibujo estupendo al servicio de una historia estúpida jamás podrá ser considerado un éxito... La función esencial de la historieta es ser narrativa"1. Acabamos de toparnos con la palabra que mejor define lo que debería ser el guión de una historieta: ¡narración! Y esta narración necesita de unas técnicas particulares que difieren según la personalidad y la formación de aquellos que las desarrollan.

Benoît Peeters, guionista y exégeta de la obra de Hergé, ha intentado definir el concepto "guión" de la siguiente manera: "Es un resumen, una descripción o una evoca­ción de una obra narrativa que todavía no existe y que tiene la función de hacerla realizable"2. El guionista ha de ser, por tanto, escritor y maestro de escena (¿o maestro de página?). Su labor es la de reunir la docu­mentación necesaria, organizar las ideas, describir las secuencias, proponer una distribución visual de la histo­ria página a página y viñeta a viñeta, e integrar el diálo­go en los bocadillos.

Diálogos, sinopsis, distribución, narración... Técnicas más o menos desarrolladas según el guionista y el método empleado, y, por supuesto, variables. Igual pueden implicar un número considerable de notas, de recortes de prensa y de libros sobre todos los temas susceptibles de proveer un punto de partida antes de lanzarse a la aventura, que escribir una sinopsis de lo más detallada, tal y como haría el escritor de una nove­la. Hay quien empieza buscando un clima, un ambien­te al que agregar un incidente, mientras otros prefieren recostarse sobre un diván para reflexionar, apuntando

cualquier cosa que se les pasa por la cabeza. Otros incluso prescinden por completo de la escritura, y cuentan sus historias directamente a los dibujantes mientras éstos toman notas... Todos, en todo caso, van en busca de "la idea", y lo más importante de todo en realidad es el modo en que luego van a tratarla.

¿Podemos concluir, pues, que el guionista no es sino un hombre de ideas? Benoît Peeters, siempre ávido de definiciones, escribió: "Guionista es aquel capaz de hacer ver a otros aquello que él mismo no es capaz de mostrar; su labor primordial y secreta es, a menudo, no tanto escribir como hacer que nazca el dibujo"3. En resumen: el guionista es un narrador obligado a enfrentarse a otro narrador: el dibujante. Hoy en día, predomina la tendencia a la colaboración estrecha entre esas dos fuerzas narrativas, si bien aún está cer­cano el tiempo en el que los guionistas no eran sino funcionarios anónimos que se contentaban con hacer su trabajo sin ni siquiera saber quién iba a transformar su trabajo en imágenes. Afortunadamente, eso ha cambiado. "Lo interesante es proponer ideas para posibles historias a alguien que ya posee un universo creativo propio. Después se opera un encuentro o no...", afirma Pierre Christin, para luego añadir: "Hay muchos autores completos rebosantes de talento como para que [a los guionistas] se nos juzgue indis­pensables. Nuestro papel consiste en ser el punto de partida de un todo; lo único que realmente importa es que ese todo se vea completado, ¿no?"4.

De hecho, al margen de la personalidad más o menos creativa de los dibujantes que se asocian a un guionis­ta, es indudable que el estilo gráfico también influye mucho sobre la idea que éste se hace de sus perso­najes, hasta el punto de que el autor puede llegar inclu­so a cambiar el género de sus historias, tal y como pasó cuando Jijé sucedió a Albert Uderzo en la serie Tanguy et Laverdure. Inmediatamente, Jean-Michel





Charlier redujo el número de escenas humorísticas y orientó la serie hacia un estilo más dramático, de gran aventura, cambiando de paso la personalidad de los ferentes protagonistas.

r otra parte, tampoco hay que dejar de lado el hecho de que entre los guionistas más importantes de la

Desinée son numerosos aquellos que empezaron como dibujantes: René Goscinny, Jean-Michel Charlier, Greg, Maric, Vicq, Raoul Cauvin, 3ob de Groot, François Corteggiani, Serge Le Tendre, Patrick Cothias, Yann, Tome... ¡y muchos otros! En todo caso, o es indispensable ser dibujante para firmar buenos guiones (ahí está Jean Van Hamme para demostrarlo), aunque nadie podrá negar que la capacidad de dibujar constituye una ventaja a la hora de preparar a distribución de la página y las viñetas. De hecho, esta habilidad levanta en muchas ocasiones una línea divisoria entre guionis­tas verborreicos y aquellos que privilegian la imagen y el dibujo: -el peso de la palabra" contra "el

poder de la imagen".

Sin embargo, a pesar de la evidente importancia del guionista en la elaboración de una historieta, esta profesión no se ha visto realmente reconocida hasta hace poco. Ha sido gracias a las accio­nes de, entre otros, Marijac, Goscinny y Charlier —tras la creación de Pilote— así como de Maurice Tillieux, que sus derechos han ido evolucionando hasta conseguir imponer reivindicaciones tales como un porcentaje equitativo sobre los derechos de autor, mención obligatoria del guionista tanto en las revistas como en los álbumes, intereses sobre los productos derivados, etc.

En todo caso, aún queda mucho por hacer: los lecto­res aún siguen ignorando demasiado a menudo a los guionistas y los salones del cómic apenas suelen invi­tar a todos aquellos que no sean verdaderas estrellas. A menudo menos remunerados que los dibujantes, pocos guionistas son capaces de subsistir gracias a su obra, por lo que les es necesario asumir varias series a la vez o encontrar empleos, quizá de redactor o editor en alguna revista, para poder vivir mejor. ¡Y qué difí­cil resulta consagrarse eficazmente a estos dos sacer­docios! Jean-Luc Fromental se lamentaba así: "mien­tras fui redactor jefe de Métal Hurlant, fui el guionista más desgraciado de la tierra"5.

No es de extrañar, pues, que quien pretenda vivir de escribir se dirija en primer lugar a medios como la novela, el teatro, el cine o la televisión. Para ser guio­nista de tebeos hay que tener auténtica vocación, a pesar de que los primeros escritores de la BD fuesen autores de novela popular como Jo Valle, Lucien Bornert, Albert Nonneau, Yves Derméze o Maurice Limat. Aún hoy en día encontramos guionistas como Christin, Alejandro Jodorowsky, François Riviére, Jackie Berroyer o Benoît Peeters que son así mismo novelistas. El cine también ha acogido recientemente a numerosos autores, como Gérard Lauzier, Martin Veyron, Régis Franc, Enki Bilal, Van Hamme, Jodorowsky,

Jean-Claude Forest, Danie Dubos, de nuevo Christin o Jacques Loeb. La televisión parece un medio más fácil aún de acceder, tal y como han demostrado Charlier, Goscinny, Forest, Van Hamme, Xavier Fauche, Jean Léturgie, Yvan Delporte y Jean-Luc Fromental. Sean o no mejor considerados por ello, lo cierto es que al menos están mejor pagados.

A excepcion de nombres como los ya citados, la mayor parte de los guionistas clásicos han acabado siendo olvidados inclu­so por los historiadores de la BD. En su descargo hay que reconocer que su identificación resulta a menudo difícil, dado que hasta los años setenta no se les per­mitía firmar sus obras y los editores no siempre men­cionaban sus nombres. En todo caso, la falta de refe­rencias no debería hacernos olvidar el hecho de que los guionistas son, a menudo, el origen de los héroes de la BD y que influyen en las carreras de los dibujantes, en el destino de las revistas que les publican y en el espí­ritu de los jóvenes lectores, así como en el grado de nostalgia que aún suscitan en los lectores ya adultos el recuerdo de sus personajes favoritos. U

1. En Hop! nº1. 2. En Autour du scénario, publicación de la Universidad de Bruselas en 1986. 3. En Les Cathiers de la BD nº81 4. En L´Année de la BD 82/83. 5. En L´Année de la BD 86/87.

Revista U#25 noviembre 2002

El Leonardo más secreto

Autorretrato (hacia 1510-1515)
París y Londres exponen su obra gráfica. "La Gioconda", su retrato más celebrado, cumple 500 años, y una obra monumental que recoge por primera vez sus dibujos más secretos, los que pertenecen a la colección de los Windsor, en Inglaterra, acaba de publicarse en España. Es el año de Leonardo. Por Julia Luzán.


San Juan Bautista (hacia 1513-1516)

Pintor, urbanista, ingeniero, di­bujante, filósofo, Leonardo da Vinci (1452­1519), el hombre zurdo, vegetariano y ho­mosexual que encarna en su figura el espí­ritu del Renacimiento, sigue siendo, cinco siglos después de su muerte, un referente y a la vez un enigma para las nuevas ge­neraciones. Leonardo ha pasado a la his­toria del arte con media docena de cua­dros, y su Gioconda, que este año celebra su 500° aniversario, ha marcado el retrato en la pintura con un antes y un después.

Leonardo, que pintó algunas de las más maravillosas obras de arte e imaginó muchos de los inventos clave de nuestra ci­vilización, es un imán, un referente de mo­dernidad que atrae con sólo mencionar su nombre. Así. 2003 está siendo el año de Leonardo por la cantidad y calidad de las exposiciones que muestran sus obras. El Museo Metropolitano de Nueva York ha batido el récord de visitantes con la mues­tra Leonardo dibujante, y desde hace una semana, el Louvre, de París, y la Queen's Gallery de Buckingham Palace, en Lon­dres, exponen los que serán los dos acon­tecimientos culturales del verano. A la abundante bibliografía sobre el artista toscano se suma ahora una novedad, un impresionante libro de 700 páginas y 10,5 kilos de peso. Leonardo da Vinci, de Frank Zóllner, editado por Taschen, que recoge toda su obra. incluida la más secreta: los dibujos celosamente guardados en el cas­tillo de Windsor, propiedad de Isabel II de Inglaterra.

De la vida de Leonardo poco se sabe. Lo que se trasluce del Tratado de pintura, escrito por el propio artista, y mucho de lo que su biógrafo Giorgio Vasari (1511-1574) ha querido contar. El pequeño Leonardo, nacido de una aventura extramatrimonial de su padre, el notario Ser Piero, tenía la manía de dibujar todo lo que veía. Una afi­ción que no hubiera tenido mayores con­secuencias de no ser porque el padre de Leonardo, como nos cuenta Vasari, "tomó un día varios de los dibujos de su hijo y lospresentó a su amigo Andrea del Verroc­chio, al tiempo que le suplicó le dijera qué futuro esperaba a Leonardo de dedicarse al dibujo. Andrea quedó admirado de los extraordinarios comienzos de Leonardo y animó a Ser Piero a permitirle que se de­dicase a la profesión, ante lo cual éste dis­puso que entrara en el taller de su amigo. Nada había que Leonardo desease más, y no se limitó a ejercer aquel oficio, sino to­dos los relacionados con el arte del dibu­jo". De aquel taller, el más prestigioso de Florencia, salieron talentos como los de Perugino y Botticelli.

El trauma de su nacimiento bastardo es posible que persiguiera a Leonardo toda su vida. Tuvo poco contacto con su madre y creció en un mundo masculino. Para Sig­mund Freud, el padre del psicoanálisis, fue una de las razones de que el gran artista tuviera cosas de niño durante toda su vida: "Siguió jugando aun siendo adulto, por lo que en ocasiones, para sus contemporá­neos, era un hombre inquietante e incom­prensible. Es posible que en muchos otros artistas se repita la lucha dolorosa con la obra, la huida final de la misma y la indi­ferencia frente a su destino ulterior, pero lo cierto es que este comportamiento tuvo su máxima expresión en Leonardo".

Científico e inventor, el prototipo de artista del Renacimiento dibujó más que pin­tó, quizá porque il pittore di mano manca trabajaba con la mano izquierda debido a algún tipo de parálisis en su mano dere­cha. Los primeros bocetos que se conser­van datan de 1470, y de ningún otro artis­ta se conserva tanta obra gráfica.

A los 20 años, Leonardo ya estaba en ca­mino de pasar por delante de quien se cru­zase en su camino. Dibuja, pinta y se rodea de amistades poco recomendables. En 1476, una denuncia anónima le lleva a los tribu­nales, donde es acusado de sodomía. Nun­ca pudo probarse, pero ha servido para que sus biógrafos hayan especulado con el tema y de paso, con su tendencia sexual.

Es posible que éste y otros asuntos tur­bios forzaran a Leonardo a alejarse de Flo­rencia a finales de 1482 o comienzos de 1483 e instalarse en Milán. Allí se ofreció como ingeniero y fabricante de maquinaria de guerra para la corte de los Sforza, a la vez que solicitó el puesto de artista de palacio. Su primer encargo en Milán fue de natu­raleza pacífica: decorar un altar de la iglesia de San Francesco Grande, el retablo que se conoce como La Virgen de las ro­cas. Dejando de lado las interpretacio­nes piadosas, la pintura anticipa los conceptos geológicos e hidrológicos que el pintor expresó en sus escritos. Leonardo describe las aguas que fluyen bajo la Tierra y se abren camino hacia las cimas alpinas como si fueran las ve­nas del cuerpo humano que transpor­tan la sangre. "Así como el hombre tie­ne los huesos como soporte y armazón de su carne, así tiene el mundo en la piedra su soporte. Así como el hombre lleva en sí un lago de sangre. en el que los pulmones se comprimen y se expan­den al respirar, así tiene el cuerpo de la Tierra los mares, que con el respirar del mundo se expanden o comprimen cada seis horas...".


Arriba "Retrato de Ginevra de Benci" (1478-1480). De izquierda a derecha: Estudios anatómicos de la musculatura de la pierna (1509-1510), Estudio de alas articuladas (1490-1493), Estudios grotescos de retratos con una caricatura de Dante que figura en la parte inferior derecha (1492).
"La Virgen de las rocas" (1495-1499 y 1506-1508) Fue un encargo de la cofradía de San Francesco Grande en Milán.
"Estudio de un lirio" (hacia 1480-1485)

En aquellos años milaneses, Leonardo se dedica a diseñar una fantástica maquinaria de guerra: robustos vehículos aco­razados que nunca hubieran po­dido circular, espingardas con cargas fragmentadas, tiros de caballos armados con guadañas para segar las hordas enemigas.

Se plantea también la planificación urbanística, y para ahuyen­tar las pestes traza los planos de un Milán más práctico que bello. Leonardo lo anota todo en sus cuadernos, un testimonio vital para el estudio posterior de su obra. Bill Gates, el creador y due­ño de Microsoft, compró por más de 30 millones de dólares uno de ellos, el Codex Leicester.

A la muerte de Francesco Sforza, su sucesor, Ludovico el Moro, encarga a Leonardo la realización de un grandioso monumento que honre la memoria de su padre el condotiero. El proyecto de estatua ecuestre de Sforza que ideó Leonardo fue irrealizable: "Lo pen­só tan grande que nunca se pudo hacer. De enorme tamaño. lo quería fundir en una sola pieza, y lo empezó, a pesar de las dificultades que entrañaría acabar­lo", escribió Vasari. Debido al desorbi­tado tamaño del caballo, la fosa en la que debía fundirse quedaba sumergida bajo el nivel del agua. El proyecto no avanzó y el bronce de la estatua se empleó en 1494 para la construcción de cañones.


Vista de los organos femeninos del pecho y del abdomen, así como del sistema vascular (1508)



retrato de Cecilia Gallerani (La dama del armiño) 1489-1490

En ese tiempo, Leonardo pintó poco -"quizá pensaba que su mano no estaba a la altura de su inteligencia"-, sólo al­gunos retratos de damas de la corte, como los de Cecilia Gallerani (el famo­so retrato de La dama del armiño) y Lu­crezia Crivelli, ambas amantes de Lu­dovico. Por entonces, Leonardo adoptó a uno de sus discípulos, Giacomo Salai, un joven al que Vasari describe como "muy dotado de gracia y belleza, con bucles abundantes y bien rizados, con quien Leonardo se divertía mucho-.

Demasiado avanzado para su tiem­po, Leonardo tenía unas costumbres impensables para su época: se hizo ve­getariano y se alejó de los festines pan­tagruélicos de una corte demasiado afi­cionada a la caza.

Investigador por afición, los estu­dios de anatomía de Leonardo han sido reconocidos como precursores de la ciencia moderna. Leonardo, tras medi­ciones exhaustivas, obtenía un conocimiento exacto del cuerpo humano. Su famoso dibujo de un hombre en círculo y cuadrado es un estudio comparativo hecho con el prototipo del hombre ideal. el de Vitrubio, arquitecto del año 80 an­tes de Cristo. "Sus libros de apuntes de anatomía demuestran que fue uno de los mayores estudiosos de biología de todos los tiempos". Leonardo, una vez más, marchaba varios siglos por delan­te de sus contemporáneos y practicaba experimentos que horrorizaban a to­dos, experimentos que Vasari describe con todo detalle: "A menudo limpiaba tan a fondo los intestinos de un carne­ro que se podrían haber sostenido en el cuenco de la mano...".

Un eclipse de sol le motivó para es­tudiar el ojo humano; su inquietud por la filosofía le llevó a localizar dentro del cráneo el seno comune, que en el ima­ginario popular era el tablero central de mandos del cerebro. "En el punto en que la línea a-m se cruza con la línea c-b se produce el encuentro de todos los sentidos, y allí donde la línea r-n se cru­za con la línea h-f reside el centro del cráneo, separado un tercio de la base de la cabeza" , anoto leonardo en sus cua­dernos. En unos de sus dibujos imagi­na el cerebro con tres cámaras: una para los sentimientos, otra para el sen­tido común y la tercera para la memo­ria. A partir de sus especulaciones so­bre la relación directa entre el espíritu y el cuerpo, Leonardo dibuja rostros de aspecto grotesco que ilustran su idea de que la cara de una persona refleja su carácter y sus sentimientos.

Tras la caída de Ludovico el Moro, Leonardo se instala de nuevo en Florencia. En 1502 se ofrece al sultán de Turquía para levantar un puente sobre el Bósforo. También acompañó a Cé­sar Borgia en sus razzias como ingeniero de guerra. Sus dibu­jos de ciudades a vista de pájaro le sirvieron de tarjeta de pre­sentación para este cometido.

Entre 1505 y 1515, Leonar­do realiza dos de sus grandes obras, el retrato de Lisa Gherar­dini, Mona Lisa, esposa de Fran­cesco del Giocondo, y San Juan Bautista, en el que logra sus mejores efectos, unas sombras suaves que proporcionan al Bautista un aspecto andrógino que certificó para la posteridad la tendencia homosexual de Leonardo. Por aquellos años trabaja en Roma con Rafael y compite con Miguel Ángel por los mura­les que adornarían el palacio Vecchio de Florencia. Al parecer -dice Frank Zollner en su Leonardo-, en la pugna en­tre ambos colosos de la pintura fue el más joven el que causó mayor impre­sión sobre el envejecido Leonardo.

La última etapa de su vida, el pintor la pasa en la corte francesa, donde tra­bajó en obras inacabadas, como la de Santa Ana con la Virgen y el niño. Ya achacoso se retira al castillo de Cloux, donde muere el 2 de mayo de 1519. •

'Leonardo da Vinci, de Frank Zöllner y Johannes Nathan. editado por Taschen, recoge la obra pictórica completa y la obra gráfica de Leonardo da Vinci. Edición de lujo. Precio: 150 euros.




"Cabeza de Leda", uno de los multiples bocetos que Leonardo realizó para pintar "Leda y el cisne"
El Pais Semanal número 1391 Domingo 25 de mayo de 2003

martes, 26 de abril de 2011

Un Astérix nunca visto

El pequeño héroe galo desvela, para gozo de incondicionales y neófitos, secretos del pasado. Un total de 14 historietas inéditas de `Astérix', creadas por Goscinny y Uderzo desde los años sesenta, se presentan en España. EPS adelanta en exclusiva una de ellas, 'La mascota'. Por Ana Bermejo.

Desde el mismo momento en que la imagen de ese pequeño guerrero de mostacho rubio y casco, cuyas plumas cambian de orientación según su senti­do del humor, hizo su aparición en 1959. en el número 1 de la revista Pilot, sus autores. René Goscinny y Albert Uder­zo, compaginaron la creación de sus grandes aventuras con el desarrollo de historietas cortas. Éstas -que más tar­de se publicarían en Pilot, en la revista Elle o en National Geographic, y que ya en el año 1993 formaron parte de un ál­bum publicado en Francia- eran hasta ahora inéditas en España. Esas aventu­ras breves del héroe galo y sus conciu­dadanos se integran ahora en un nuevo volumen, fuera de colección, que sale a la venta en castellano el 3 de noviembre con una tirada de 200.000 ejemplares. También será traducido al catalán.

Astérix y lo nunca visto incluye aventuras en la mejor línea del Astérix clásico. Éste es el caso de La mascota, que EPS presenta en rigurosa exclusi­va, o La vuelta al cole de los galos, que dio nombre a la edición francesa As­térix et la rentrée gauloise, publicada el pasado día 29 de agosto y de la que en tan sólo dos semanas se vendieron 800.000 copias. Junto a ellas, el lector también encontrará aportaciones cien por cien de Uderzo. como Lutecia olím­pica, que sirvió para promocionar la candidatura olímpica de París en 1986, o Quiriquix, protagonizada por un gallo orgulloso y peleón, diseñada especial­mente para este álbum por el reciente­mente nombrado commandeur des arts et des lettres, distinción que el Gobierno francés concede por primera vez a un dibujante de cómic.

El volumen. "reclamado a gritos por hordas armadas de lectores y exigi­do por legiones de coleccionistas irre­ductibles". en palabras del editor, cuen­ta también con apuntes introductorios a cada historia, en los que Albert Uder­zo desvela los datos más significativos de su proceso de creación.

Lo nunca visto de Astérix tiene un aliciente complementario para los em­pedernidos lectores de las andanzas del pequeño héroe galo: la mayor parte de los guiones lleva el sello de Goscinny, el genial guionista de Astérix hasta su muerte, en el año 1977. René Goscinny, figura emblemática del cómic y uno de los autores franceses más leídos del pla­neta -se han vendido unos 500 millones de álbumes y libros del conjunto de su obra-, también fue el creador del cele­bre Iznogud y del ya mítico Pequeño Ni­colás, personajes claves de la historieta y de la literatura infantil mundial.

Dos años después de la publicación de Astérix y Latraviata, título 31 de la colección, los fieles seguidores de los galos más internacionales -sus haza­ñas se han traducido a más de 100 idio­mas y se han vendido 320 millones de volúmenes de su obra- podrán al fin descubrir los orígenes secretos de Asté­rix y Obélix en El nacimiento de Asté­rix, escrito y dibujado por Uderzo en 1994 para conmemorar el 35° aniversa­rio del nacimiento del héroe. •

Astérix y lo nunca visto' se publica el día 3 de noviembre por la editorial Salvat. Precio: 9.50 euros.




El Pais Semanal número 1413 Domingo 26 de octubre de 2003

El Greco



El mundo anglosajón ha recuperado a uno de los pintores antiguos más modernos. El Greco (1541-1614) inspiró a Picasso, Manet o Pollock, como puede verse en la gran exposición de la National Gallery de Londres que muestra cerca de 80 cuadros, entre ellos algunas de sus obras menos conocidas, aquellas
que salieron de España a principios del siglo pasado.



Por John Updike




La peculiaridad de El Greco comien­za con el nombre, que en realidad era Do­menikos Theotokopulos; siempre firmó así sus obras, muchas veces con carac­teres griegos, pero en Italia le llamaron Il Greco, y en España, Doménico Greco o El Griego. Al final se quedó en El Greco. Nacido en Creta y formado en Italia, sólo encontró trabajo y reconocimiento en To­ledo, la capital de la contrarreforma es­pañola, repleta de neoplatónicos y sacer­dotes idealistas que ardían en deseos de recuperar Europa de manos de los protes­tantes o, si esa esperanza era imposible, oponer una resistencia implacable en el corazón de España.

En Toledo, a los treinta y tantos años, se encontró a sí mismo y se convirtió en un pintor mimado. El rey Felipe II desdeñó los esfuerzos del artista para ser uno de los decoradores de su proyecto favorito, el mo­nasterio de San Lorenzo de El Escorial. El rey había ordenado al prior que proveyera a El Greco de materiales, "especialmente ultramarinos", para que pintase el marti­rio de san Mauricio, pero luego rechazó la obra por motivos que sirven de materia de especulación a los críticos modernos: qui­zá a Felipe II no le gustaban los retratos contemporáneos que había incluido el pin­tor, o el hecho de que el martirio, propia­mente dicho, quedase relegado a un plano secundario. El Greco, innegablemente de­voto, exigía unos honorarios muy ele­vados, emprendía numerosas disputas económicas y siempre rozaba el límite de lo permisible en la iconografía. Francisco Pacheco, admirador suyo y que después sería maestro de Velázquez, opinaba que "El Greco expresaba puntos de vista que eran paradójicos y contrarios a la opinión generalizada". En su Arte de la pintura, Pacheco escribió que El Greco era "tan singular en todo como en la pintura".

Si El Greco no se hubiera inventado a sí mismo, no habría existido necesaria­mente nadie como él. Si la pintura de gé­nero holandesa no hubiera tenido un Ver­meer, o el arte veneciano un Tiziano, las numerosas perspectivas muy similares habrían hecho difícil que se notara el hue­co, incluso por parte del historiador del arte más intuitivo. Por el contrario. en el paisaje cultural de España, El Greco es una anomalía brillante; con un gran taller, pero sin seguidores, y con unos antece­dentes en el manierismo italiano, pero consumidos, de forma llamativa. en su pe­culiar ardor. Sin embargo, su nombre no traspasó los Pirineos en vida (1541-1614) y su reputación como maestro no se esta­bleció hasta el siglo XIX (como le sucedió a Vermeer). Delacroix y John Singer Sar­gent tenían copias de obras de El Greco; Cézanne realizó una copia de otra, La dama del armiño (finales de la década de 1570). En el siglo XX, el tributo se hizo apa­sionado, en detrimento de Velázquez (Pi­casso: ";Velázquez! ¿Qué es lo que ve todo el mundo en Velázquez últimamente? Pre­fiero mil veces a El Greco. Él era un ver­dadero pintor"; y Matisse: "Cuando vi la obra [de Velázquez] en Madrid me pareció de hielo. Velázquez no es mi pintor; más bien Goya, o El Greco"; y Jackson Pollock decía que El Greco era uno de sus cinco pintores preferidos).

En 1983, la limpieza de un icono conservado en la sagrada catedral de la Dormición de la Virgen, en la isla de Siros (Grecia). sacó a la luz el nombre de Do­menikos Theotokopoulos, y ese panel pintado, pequeño pero ambicioso, con sus numerosas figuras en un retablo parcial­mente dorado, nos recuerda que El Greco comenzó como artífice de objetos sagrados, iconos aún bizantinos por sus posturas rígidas, sus ropajes plegados en zigzag y su pers­pectiva rudimentaria, aunque con cierto intento de transmi­tir profundidad a la manera italiana.








'Carde­nal Niño de Guevara' (1600). El rostro del cardenal, inqui­sidor general y arzobispo de Sevilla, es una obra maestra en la historia del retrato. Po­siblemente, El Greco se ins­piró en otros cuadros pinta­dos por Rafael y Tiziano.





              


 



Arriba a la izquierda 'La vi­sión del Apocalipsis' (1608­-1614). Picasso vio este cua­dro en París, en el estudio de Ignacio Zuloaga, y se ins­piró en él para las señoritas de Aviñón', el inicio de su pintura cubista. A la derecha, 'La adoración del Santo Nombre de Jesús' (1577), probablemente la primera obra que El Greco hizo para Felipe II, a quien representó como orante en la parte inferior derecha. Abajo a la izquierda, 'La dama del ar­miño' (hacia 1570), el retrato que El Greco hizo de su amante, Jerónima de las Cuevas, la madre de su hijo Jorge Manuel, y que está ro­deado de misterio sobre la personalidad de la mujer. `San Pedro' (1610). La alar­gada figura desproporciona­da, los pliegues del manto y las manos de dedos abiertos se alejan del clasicismo. `Retrato de un artista' (hacia 1600-1605). El Greco pintó a su hijo Jorge Manuel en una profesión en la que nunca destacó, la de pintor.









El mito de Laoconte

01 Vista de Toledo. La ciudad de Tole­do, con sus murallas y la puerta de Bisa­gra, es la nueva Troya en la que sitúa

El Greco la escena mitológica de Laocon­te y sus hijos, pintada por El Greco hacia 1610 y finalizada posiblemente pocos años antes de su muerte, hacia abril de 1614. El artista pudo contemplar en Roma el impresionante grupo escultórico griego (del siglo I antes de Cristo) que admiraba sobremanera el gran artista del Renacimiento Miguel Angel.

02 El Tajo. Toledo-Troya con un desfila­dero inexpugnable, el que ofrece el cañón del río Tajo. El Greco lo reflejó con toda su fuerza, blanco de espuma. Para hacer referencia al mito de Laoconte, sacedote de Apolo en la ciudad de Troya, El Greco situó el mítico caballo frente a la toledana puerta de Bisagra.

03 El cielo. El cielo de la ciudad de To­ledo envuelve a las dramáticas figuras que pintó El Greco con una luz fantasmal, impregnada de los matices blancos que manejaba el pintor de Creta.

04 Laoconte y sus hijos. Laoconte, de­rribado en el suelo, intenta sujetar la ca­beza de la serpiente que va a morderle; su hijo pequeño yace en el suelo, mien­tras el mayor agarra a la serpiente para evitar la mortal picadura. Las tres figuras son sobrecogedoras, con los músculos bien definidos y los cuerpos alargados, tan característicos de la pintura de los úl­timos años del artista. El rostro del ancia­no Laoconte tiene rasgos del San Pedro con las llaves que El Greco pintara unos años antes.

05 El paraíso perdido. Las dos figuras que aparecen en el extremo del cuadro (más una cabeza) se han interpretado como las de Apolo y Artemisa o –tras­plantadas a la España de la Inquisición–Adán y Eva, como una simbología del destierro del paraíso, para darle así un barniz más católico a la historia profana de la mitología griega. •










En aquel entonces, Creta pertenecía a la República de Venecia, y a Venecia y Roma viajó El Greco a los veintitan­tos años para estudiar la obra de Tiziano y Tintoretto, Co­rreggio y Parmigianino, y leer las Vidas de Vasari. Pero con­servó el estilo de los iconos en el uso del espacio y el recurso a los reflejos de luz blancos y des­nudos. que en su obra posterior darían a los tejidos un brillo tosco e irreal; los perfiles blan­cos son los que dan a la ciudad. en su magnífica Vista de Toledo (hacia 1597-1599), su aire espec­tral y fantasmagórico.

Toda su vida, salvo en el caso de sus retratos profanos y la famosa Vista, realizó obras religiosas destinadas a ser vis­tas a la tenue luz de las velas de una iglesia y a cierta distancia; para esos escenarios, sus colo­res fuertes y el hecho de que no utilizara la perspectiva rena­centista eran prácticamente virtudes. Su invención más extraordinaria, el espacio aplastado, con un fondo retorcido, gris y cercano, que mana de unos cielos explosivos, resulta apropia­da para un nicho de iglesia y la mirada abstraída de los fieles. En 1920, Roger Fry escribió sobre "el peculiar poder [de El Greco] de crear, como si dijéramos, un nuevo tipo de espacio; un espacio del que no tenemos experiencia real, pero del que aceptamos que realza de forma especial el tono emocional de la escena". Permite, proseguía Fry, que las enormes figuras "parezcan moverse con libertad en un es­pacio más vasto del que permitiría una es­cena real de esas dimensiones".

Cuando El Greco se asentó con más se­guridad en su estilo visionario de una ana­tomia atenuada y un espacio comprimidode forma surrealista desembocó en una pincelada nerviosa y desmenuzada, un tratamiento rápido y seco que se observa en el Laoconte posterior a 1610, monstruo­samente desgarbado, y el magnífico retra­to del poeta y sacerdote Fray Hortensio Fé­lix Paravicino (hacia 1609), cargado de tin­tes homoeróticos. En el camino hacia esa textura pastosa y eléctrica, sus pinceladas invaden unas formas que, verdaderamen­te, no le interesan. El Greco tuvo dificul­tades para pasar del estilo formal y cris­pado del cristianismo oriental al realismo físico de Occidente.

Ese realismo físico triunfante, cuyo máximo exponente era Miguel Ángel, planteaba un problema para la representación religiosa: cuanto más anatómicas y musculares eran las figuras, menos espirituales parecían. El dibujo de Miguel Ángel de un Cristo totalmente corpóreo que asciende desde su tumba, o su estatua del bello cuerpo joven que yace en el amplio regazo de la Virgen, eran el límite al que podía lle­gar el humanismo visual a la hora de ilustrar la historia cristiana: el desnudo frontal que muestra el pecho y el pene y juzga a la humanidad en el gran mural de la Capilla Sixti­na sería divino, seguramente, pero no era el Jesús manso y desgarrado de los evangelios ni la deidad rígida y hierática de los tímpanos medievales en los que aparecía el Juicio Final. ¿Cómo superar todo ese mús­culo y esa fuerza, tan minucio­samente delineados, y poder captar el Cielo, el más allá in­material? Rafael y Leonardo suavizaban su dominio de la anatomía con expresiones faciales dulces. casi sonrientes.

En la ambiciosa Adoración del nombre de Jesús (hacia 1577­1579), El Greco todavía no ha resuelto el problema del peso: las fauces de tiburón de un in­fierno abarrotado, las innume­rables cabezas de los redimidos como unas piedras redondas que forman una carretera, el perfil pálido y enfermizo de Fe­lipe II (cuyo favor seguía bus­cando el pintor) son represen­taciones correctas, sin ningún estilo. En cambio, el cielo que cubre la parte superior, pobla­do por unos ángeles en escorzo barroco, de rodillas sobre unas nubes tan sólidas como rocas, tiene una composición más feliz e invita a dirigir la mirada hacia el nombre místico. En su obra más admirada y conocida, El entierro del conde de Orgaz (1586-1588), que se encuentra en Toledo, la mitad superior, el cielo, es más convincente que la repre­sentación de la ceremonia funeraria, ex­cesivamente literal y reconocible. Incluso en San Francisco recibe los estigmas, contoda su tosquedad, las nubes atraen nues­tra atención. El Greco se sentía cómodo en las nubes, con su tumulto visual y su ca­pacidad de escapar a las restricciones es­paciales de la gravedad. Sus cielos irregu­lares parecen anunciar los rayos y la os­curidad que precedieron al desgarro del velo del templo.

En la exposición, nuestros ojos se en­cuentran con una obra maestra de El Gre­co: la Crucifixión con dos donantes (hacia 1580). Cristo, una llamarada de piel esbel­ta y plateada, alza los ojos y las manos atravesadas por los clavos; vuela sobre un fondo de nubes negras, y abajo deja a los dos donantes reverenciales, de los que sólo se ven los torsos porque están de pie sobre la tierra invisible. A diferencia de cuadros anteriores, no hay atisbo alguno de paisa­je. Ni tampoco los dolientes habituales, ni ángeles, ni nada que dé sensación –como sí la da el dibujo a tiza de La Crucifixión (1538-1541), de Miguel Ángel– de dolor o re­sistencia muscular; ni, como en una esta­tua de mármol de Cellini (1556-1562), de peso sin fuerzas, relajado en manos de la muerte. Este Cristo está espectacular­mente vivo, en un ámbito transmaterial de carne blanqueada, iluminada desde el in­terior, cielos amenazadores y mínimas señales terrestres. A ese mundo sublime pertenecen los retratos gemelos María Magdalena penitente y San Pedro peniten­te, el Cristo con la cruz a cuestas, el artifi­cioso pero elocuente Santo Domingo en oración, y La Sagrada Familia, estropeada por uno de los niño Jesús más feos que jamás se han aferrado a un pecho. Todas estas obras son de la década de 1580.

En los 25 años de vida que le queda­ban, El Greco llevó su forma peculiar de manierismo más allá, hacia el individua­lismo y la excentricidad que tanto le apro­ximan –con sus distorsiones, sus pincela­das nerviosas y sus colores intensos y sin modular– al espíritu moderno. Creaciones operísticas y vertiginosas como La Anun­ciación (hacia 1597-1600) y La Virgen de la Inmaculada Concepción (1608-1613) son for­midables, cada una en su estilo, aunque las expresiones vacías y las narices pun­tiagudas de sus mujeres de cuello largo dan a esos acontecimientos cósmicos un tono festivo propio de Watteau. La Resu­rreción (finales de la década de 1590), muy estrecha para su altura, cuenta con un Cristo esbelto y de barba roja que, al le­vitar fuera de la tumba, derriba a una multitud de soldados romanos vestidos con túnicas monocromáticas y ajustadas; el espectador podría asimilar mejor el ba­tiburrillo de extremidades si Cristo no tu­viera una ligera sonrisa de suficiencia y un gesto que recuerda a un especialista de cine que exclama: "¡Ahí tenéis eso!".

La adoración de los pastores, en su ver­sión de 1612-1614, es uno de los últimos cuadros pintados por la mano de El Greco, y utiliza con ingenio el pequeño cuerpo de Jesús recién nacido como fuente central de luz, de forma que todos los testigos, in­cluidos los dos ángeles y la cohorte de que­rubines, están bañados en ella. En detalles como el brazo del pastor más alto –como en las figuras laterales de Laoconte y sobre todo, los desnudos espectrales de La visión del Apocalipsis (1608-1614)– se deja de lado la realidad anatómica. Las extremidades tambaleantes y las cabezas reducidas no corresponden tanto al cuerpo humano como a una idea de cuerpos cuya realidad está más allá de su aspecto: unas sombras blancas en una cueva en la que los deste­llos de color salpican la grisaille esencial. Las túnicas rígidas y brillantes, cubiertas de brillo blanco, asumen la importancia de ropajes sacerdotales.

Después están los retratos, algunos de ellos soberbios: el Cardenal Niño de Gue­vara, de 1600-1601, tantas veces reproduci­do; el agradable Anciano lloroso y menudo, de finales de la década de 1580 o princi­pios de 1590; el punzante y casi puntillista Antonio de Covarrubias (hacia 1600); Giu­lio Clovio, uno de los primeros (alrededor de 1571-1572), con el rostro retocado en una capa dorada que recuerda a Rembrandt, y la sorprendente Dama del armiño (finales de la década de 1570), una belleza envuelta en pieles y de rostro marfileño que mira con grandes ojos oscuros al pintor como para sacarle de otras visiones sobrenatu­rales. En realidad, se ha puesto en tela de juicio la autoría de El Greco. Como ocurre con los cuadros religiosos de Goya, los re­tratos nos recuerdan que su creador, además de un visionario, era también un profesional de la pintura.

En otro comentario informal, un cono­cido mío, distinguido pintor y caricaturis­ta, me dijo que, a pesar de ser ateo, des­pués de esta exposición sentía deseos de convertirse. Me pregunté si mi falta de en­tusiasmo se debía a un protestantismo obstinado e irreductible. El ensayo de Da­vid Davies que aparece en el catálogo de la exposición hace un rápido esbozo de la contrarreforma católica, cuya causa prin­cipal, por supuesto, fue la reforma protes­tante. "Por tanto", escribe Davies, "el ciclo narrativo de la vida de Cristo estaba su­bordinado a la redención. En las oraciones y los textos católicos no predominaban las escenas de su ministerio, sino las de su in­fancia, pasión y resurrección".

En España, la unión con Cristo asumió unas cualidades eróticas derivadas en par­te de la poesía de amor. San Juan de la Cruz, el mejor poeta de la contrarreforma, escribió sobre una noche en la que, "infla­mado por los deseos del amor", acudía a una cita, 'Amado con Amada, Amada en el Amado transformada".

Parte de esa androginia extasiada inunda las imágenes de Cristo de El Gre­co, con sus manos de dedos largos, sus gestos aéreos y su palidez translúcida. Lo que echo en falta en ellas es una sensa­ción de Dios encarnado. un Jesús de car­ne y hueso, un hombre como los demás, como vemos en Giotto y Tiziano, en los dibujos de Rembrandt y los grabados de Durero. Los personajes divinos de El Gre­co, en la etapa de su madurez estilística, son como estrellas de cine, perfectos e in­tocables. Su arte tiene la superficialidad de cualquier arte que no se somete a una comparación constante con la realidad.

El Greco resolvió de forma singular el problema del peso en sus figuras. Sus cuerpos sobrenaturales se elevan libera­dos totalmente de la gravedad, pero pa­gan un precio: parecen insustanciales, demasiado suaves, demasiado arrebata­dos, demasiado esbeltos, demasiado alar­gados. Existen, pero existen allí arriba, en otro mundo, que tiene poco que ver, por ejemplo, con el tranquilo y valioso oficio de Giovanni Bellini en sus dibujos. Fiel a sus orígenes como pintor de ico­nos, El Greco ofrece imágenes votivas, imágenes que llaman nuestra atención hacia el exterior, hacia arriba; pero muy pocas veces –como en el cuadro de un San Pedro demacrado, vestido de amari­llo (principios de la década de 1610), con las llaves del reino en una mano, la otra mano huesuda, los conmovedores piece­cillos descalzos y la mirada oblicua y compungida– sentimos la punzada de las limitaciones humanas. •

 The New York Review of Books.

La exposición 'El Greco' se inaugura el próximo día 11 en la National Gallery de Londres. Más información en: www.nationalfgallery.org.uk.



El Pais Semanal número 1427 Domingo 1 de febrero de 2004

lunes, 25 de abril de 2011

La vida es un enlace


Definitivamente la página line and colors es de obligada referencia. Pongo diferentes enlaces para ayudar, aunque en realidad son las últimas entradas, es dificil no encontrar en la página elementos interesantes. Así, tenemos en el primer enlace ilustradores norteamericanos de la primera mitad del siglo XX; en el segundo, ilustraciones desde Rusia sobre ciencia-ficción; la siguiente sobre Michael Reardon, norteamericano, pintor desconocido para mi, pero que tiene unas preciosas acuarelas, muchas de ellas realizadas en ciudades y pueblos mediterraneos y euopeos; otra más sobre direcciones de subastas de obras de arte, muchas de ellas en ocasiones para ilustraciones y/o comics con una resolución media bastante buena; e incluye un enlace acerca de un fotografo, algo extraño en la página pero merece la pena. Y por último, un enlace cuando menos curioso, al menos para mi. A través de la página de internet de un amante del arte americano consigo conocer, al menos ver, la obra de Luis Ruiz, arquitecto de Málaga (capital de la provincia donde vivo) y exquisito dibujante de bocetos de una ciudad que, como la mayoria de sus habitantes, ama y conoce. Las ilustraciones o bocetos pertenecen al autor y tan solo he puesto unas cuantas de las más de 300 que tiene en flickr (aquí:http://www.flickr.com/photos/38933660@N05/ )




















domingo, 24 de abril de 2011

REPORTAJE: IDA Y VUELTA Los narradores ANTONIO MUÑOZ MOLINA 16/04/2011

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Quién sabe de dónde vienen las historias. De joven uno piensa que inventarlas, construir tramas brillantes, encontrar una forma original de contar, es un talento específico y más bien secreto que posee muy poca gente, los escritores, los maestros. Uno quiere ser literario sin interrupción, sublime sin interrupción, como el dandi de Baudelaire, y se enamora de libros que tratan de escritores y de escritores que ejercen de manera incesante como tales, que van vestidos de escritores y hablan como escritores con otros escritores y son tan literarios que los críticos literarios los adoran, sabiendo que pisan un terreno seguro, el de la literatura evidente, la literatura literariamente enroscada alrededor de sí misma. Uno hace o se propone hacer diagramas de argumentos; uno lee las conversaciones de Truffaut con Hitchcock y las cartas de Flaubert y a poco que se descuide se convence desoladamente de que le falta originalidad o imaginación, o de que la literatura les sucede a otros y sucede en otra parte, en los lugares distinguidos y lejanos en los que las cosas ocurren de verdad, donde los escritores se juntan para discutir y beber hasta las tantas de la madrugada como si vivieran en el París de la Generación Perdida, donde los escritores viven esas experiencias que son propias de escritores y que sirven de material para los libros.

Yo recuerdo el complejo que tenía la primera vez que fui a Madrid a una reunión de escritores. De escritores de verdad, no los que compartían conmigo la visibilidad vehemente pero limitada por los confines de nuestra provincia. Ahora ha hecho veinticinco años. Yo había publicado mi primera novela solo un par de meses atrás y había descubierto que aparecer más bien por lotería en el catálogo de una editorial importante no lo libraba a uno de la quejumbrosa condición de invisible, o de una visibilidad sumamente limitada, que consistía sobre todo en ir a la sección de libros de Galerías Preciados -hablo de otra época- y buscar con aprensión el nombre de uno y el título de su novela en aquellas estanterías inundadas de novedades rutilantes: novedades además que tenían la ventaja de no estar tituladas en latín, de no llevar un guardia civil con tricornio y a caballo en la portada, de no ir firmadas con el nombre y los apellidos por completo vulgares de un desconocido.

Después de un rato de apuro encontraba el libro; a continuación el alivio de encontrarlo quedaba malogrado por la sospecha de que si estaba allí era porque no lo había comprado nadie. Pero de cualquier manera lo más desconcertante era que no parecía haber conexión entre aquel libro que ocupaba un lugar modesto pero indudable en el espacio y mi propia persona, a pesar de la foto deplorable que venía en la solapa. La novela estaba en aquella librería y sin duda, con ubicuidad asombrosa, en muchas más librerías de otras ciudades, pero aun así no me parecía que hubiera alguna conexión entre ella y yo. Las novelas las escribían los escritores. Los escritores aparecían retratados en los suplementos literarios de Madrid y de Barcelona, y se les notaba en las fotos que eran escritores: en el escorzo, en la manera en que miraban a la cámara, en las cosas que decían en las entrevistas. Cuando los vi de cerca en el hotel Wellington de Madrid, juntos, bebiendo copas en el bar, hablando de cosas de escritores, me sentí más ajeno que nunca a aquel gremio prestigioso. Los escritores jóvenes no llevaban bigote de funcionario municipal por oposición y no tenían hijos pequeños. Eran los años ochenta, y había que ser de verdad un pringado para trabajar de funcionario en un ayuntamiento de provincias y ser padre de familia. Me desmoralizó mucho escucharle decir a uno de los más renombrados que él vivía en un hotel.

¡Vivir en un hotel! Eso sí que era ser literario. Escribir novelas en una habitación de hotel, como un maldito de la novela negra americana, beber bourbon, andar por los bares hasta las tantas de la madrugada, caer bajo el hechizo de mujeres fatales. Vivir solo, desde luego. Solo como un lobo solitario. Apurar la noche, acostarse con la primera luz del día, levantarse a las doce. Nada de fichar a las ocho o de recoger a un niño llorón de la guardería. Trasnochar para escribir o para emborracharse o para escribir emborrachándose, no porque el niño tiene cuarenta de fiebre y hay que darle un Apiretal.

Lo que me atraía entonces del talento narrativo era que me parecía muy singular, exclusivo, reservado a unas pocas personas, los escritores. Ahora lo que me intriga, lo que me gusta de mi oficio, es la convicción de que casi todo el mundo está dotado para dedicarse a él, o por lo menos de que mucha gente que no escribirá nunca un libro o no llegará a publicarlo posee la capacidad de contar historias, o, para decirlo con más intensidad citando a Antonio Machado, el don preclaro de evocar los sueños. Las grandes narraciones no son una destilación rara y exquisita de unas pocas mentes especiales: andan por ahí tan libremente como el polen en primavera, como los vilanos o las obleas de los olmos o los huevos innumerables de los peces o de las ranas. En un libro extraordinario sobre el trabajo de escribir, On Writing, Stephen King dice dos cosas que me intrigaron mucho la primera vez que las leí, hace solo unos meses: que grandes cantidades de personas están dotadas para contar buenas historias; y que la razón de una gran parte de la mala escritura es el miedo.

Para ser pintor o para ser músico hace falta un entrenamiento concienzudo de muchos años. Para escribir, para contar, las dotes necesarias las posee en su plenitud cualquier niño antes de ir a la escuela: el dominio sofisticado del idioma, el instinto de dar forma narrativa a la experiencia. Cualquier persona que cuenta con claridad y coraje su propia vida está relatando una imperiosa novela. No hay vida que no merezca ser contada, que no sea singular y al mismo tiempo inteligible y común. Abro el periódico hace unos días y encuentro la siguiente historia: en China, durante un viaje en tren, una mujer se encuentra sentada frente a una familia feliz; un padre, una madre, los dos atractivos y jóvenes, bien vestidos, educados; una hija de tres o cuatro años. La mujer observa a esos desconocidos que las horas de viaje acaban envolviendo en una familiaridad afectuosa. Al llegar a su destino se despide de ellos: baja del tren y camina por una gran ciudad. Al final de la tarde ha de tomar un tren para continuar su viaje. Vuelve a la plaza de la estación cuando ya se están encendiendo las luces y le llama la atención una niña que está sola en un banco. Pronto habrá caído la noche y no parece que nadie vaya a recogerla. Y entonces la mujer comprende: ese padre, esa madre, han abandonado a su hija, porque quieren engendrar un varón y en China está prohibido tener más de un hijo. Lo que está sucediendo, lo que merece ser contado, lo que se ha contado tantas veces desde hace milenios, es el cuento de los niños abandonados por sus padres en mitad del bosque.

On Writing, A Memoir of the Craft. Stephen King. Simon & Schuster, 2010. www.stephenking.com.antoniomuñozmolina.es

sábado, 23 de abril de 2011

Una de enlaces

A pesar de que hace una semana que finalizo el Salón del Cómic de Barcelona, o precisamente por ello, he aquí una serie de enlaces, a mi entender interesantes todos, del periódico El Pais. No leo, ni conozco otra prensa, por la sencilla razón de no tener mas tiempo para leer, y es mas que posible que otros periódicos hayan cubierto el evento y sus novedades y noticias, el periódico el Mundo también suele informar regularmente de temas historietisticos. En tiempos muy pretéritos cuando un servidor acudía al evento, en la edición del Pais en Barcelona incluía una sección dedicada al Salón. Sin entrar en la nostalgia pura y dura, los enlaces: