domingo, 13 de marzo de 2011

El pintor cinematográfico


"Trasnochadores"
. De este óleo, pintado en 1942 (The Art Institute of Chicago, colección de los Amigos del Arte Americano), Hopper dijo que muestra "lo que me imagino en una calle de noche. Quizá de un modo insconciente he pintado la soledad de una gran ciudad".


01`OFICINA EN UNA PEQUEÑA CIUDAD' (1953). El ángulo de visión está situado como en el rodaje de una escena de cine, en una cámara subida a una grúa. Las formas en ángulo recto de la oficina y del rectángulo del costado del edificio cierran un espacio inaccesible. La acción está congelada, y la figura expresa sensación de abandono. (The Metropolitan Museum of Art. Nueva York. George A. Hearn Found).

02'DE NOCHE EN LA OFICINA' (1940). Una escena íntima en un lugar público. Todo el cuadro transmite una fuerte carga erótica. Hopper ha representado a la mujer con curvas prominentes. (Minnea­polis. Colección Walker Art Center, donación de la Fundación T. B. Wal­ker, fondo Gilbert M. Walker, 1948).

03`ESCALERA' (1919). Hopper pintó muchas veces escaleras en sus cuadros, en un afán de separar estados de ánimo, en distinguir la realidad del deseo. (Whitney Mu­seum of America Art. Nueva York. Donación de Josephine N. Hopper).

04'EL PUEBLO DE TWO LIGHTS' (1927). El año en que pintó esta acuarela, los Hopper se compraron un automóvil con el que recorrie­ron los distintos pueblos de la cos­ta. Aquel verano se instalaron en uno que les enamoró, el de Two Lights, en Cape Elizabeth (Maine). (Fitchburg Art Museum. Donación de Bernadine K. Scherman).

Unánimemente conside­rado el más característico artista estado­unidense del siglo XX, Edward Hopper lo fue, sin duda, pero tomándoselo en su fue­ro interno de esa forma, ya en desuso, que el crítico Harold Rosenberg calificó como de "militancia provincial", cuyo espíritu poseyeron los pioneros de ese gran país con la ingenua ilusión luego perdida de no creer lo americano como el epicentro del planeta. Nacido el 22 de julio de 1882 en Nyack (Nueva York), unos meses después que Pablo Picasso, como éste, Hopper com­pletó su formación artística en el París de comienzos del siglo XX, adonde viajó en tres ocasiones -en 1906, 1909 y 1910-, ad­quiriendo un definitivo toque moderno al estilo cosmopolita francés. Hopper no en balde pertenecía a la generación anterior a los expresionistas abstractos, la de quie­nes emulaban, sin todavía rivalizar, lo rea­lizado por los grandes maestros europeos. como, en su caso, los impresionistas, pero sobre todo Manet y Degas. En este sentido, evocando su estado de ánimo cuando re­gresó definitivamente a casa en el verano de 1910, llegó a confesar que todo le pare­ció "increíblemente tosco y ordinario" y que tardó "diez años en sobreponerse".

Sí, para Hopper, como para Hemingway, el París de las primeras décadas del siglo XX fue "una fiesta", aunque él no la viviese como una exclusiva celebración vanguardista, fijándose sólo en los "últi­mos gritos" de la novedad. A diferencia de Gertrude Stein, Man Ray o Alexander Cal­der, amantes por igual de París, Hopper no cortó tan drásticamente con el pasado in­mediato, quizá porque tenía una visión moderna del arte más de corte existencial que formalista y no quería renunciar a la representación de la vida como un espacio palpitante, a la visión del amasijo emocio­nal que configura la trayectoria humana. Pero esto no hizo de él un expresionista, sino, en todo caso, un concentrado obser­vador de la soledad del hombre, que, como supo demostrar, podía ser radiante, aun­que la manera como la luz cincela el espa­cio íntimo que nos cobija pueda tener a ve­ces ciertos ásperos visos de desamparo.

Vástago de una acomodada familia de pequeños comerciantes de la Costa Este, la pasión artística de Hopper se fraguó gra­cias al placer que le proporcionaba, por ejemplo, fabricarse un laúd, a los 10 años, con los trozos de madera desperdiciados por su padre, o la fascinación que le pro­ducía contemplar cómo los carpinteros de la costa reparaban las embarcaciones pes­queras. También, claro, le entusiasmaba dibujar con el mismo esmero con que ha­bía visto aplicarse a la tarea a su madre, Elizabeth Griffith Smiths. Por eso cuando, siendo todavía adolescente, Hopper declaró su voluntad de hacerse artista, no contra­rió en absoluto a sus padres, quienes qui­sieron que se iniciara en la pintura estu­diando primero la técnica de la ilustración, algo que acabó marcando su obra de la for­ma más personal. Hopper completó sus es­tudios con la enseñanza de los pintores Ro­bert Henri y William Merritt Chase, que alimentaron su admiración por los maes­tros europeos, antiguos y modernos, ger­men de sus viajes al Viejo Continente, que no se limitaron a Francia, sino que le lle­varon también a Holanda y España, atraí­do por su admiración hacia Velázquez. Es­tuvo en Madrid en 1910, visitando el Mu­seo del Prado, y en Toledo, y asistiendo, claro, a una corrida de toros, cuyos aspec­tos cruentos hirieron su sensibilidad pu­ritana, pero no sin declararse asimismo impresionado por el hermoso espectáculo de "la entrada del toro en la plaza" y la be­lleza de "los primeros ataques" de éste.

De todas formas, aunque Hopper se embebió de la cintura europea sin dejarse arrastrar por la formidable revolución vanguardista que, justo hacia el año 1910, con el cubismo, cambió el rumbo del arte contemporáneo, maduró pronto el que ha­bría de ser su estilo personal. En realidad, los paisajes urbanos que hace todavía en París, y luego continúa, tras su definitiva instalación, en su país natal, ya tienen el sello característico de sus vacantes espa­cios arquitectónicos, que se asemejan a prismas luminosos, coronados por las crestas azulencas de los tejados de pizarra, cuyo borde grisáceo separa sutilmente la frontera blanca de las fachadas y el azul celeste del cielo. Lo único que le faltaba a esta caja luminosa era el tema, el nervio narrativo y su trepidante ritmo, algo que sólo pudo encontrar en esa América de en­treguerras, a la que tardó en adaptarse casi una década. Sea como sea, aproxima­damente desde que pintó Muchacha co­siendo a máquina (1921), donde vemos el perfil de una fornida joven de brazos des­nudos descubiertos entre una espesa ca­bellera, que se afana en su labor sentada en una habitación roja frente a una amplia y luminosa ventana, se puede decir que Hopper ya había definido por completo su personal poética pictórica.

Ciertamente, los cuadros de Hopper, aunque muy fotográficos y muy fotogra­fiados, hay que contemplarlos en directo. La mayor parte de ellos se conservan en


"Patio de butacas, segunda fila a la derecha"(1927)
. La mujer sentada en el palco es la protagonista del cuadro. Una observadora ensimismada que acentúa el aislamiento entre los otros personajes de la obra. (Museum of Art de Toledo, 2004)


"Sol matinal"(1952). Hopper pintaba a las mujeres como un mirón de su intimidad, lo que provoca en el espectador una mezcla de distancia y atracción. Sus modelos envejecen con él, ya que desde 1924 sólo utilizó a su mujer. (Columbus Museum of Art. Howard Fund.)

colecciones americanas y en algunos museos, como el Whitney, de Nueva York, que es el que los atesora en mayor número. Nc obstante, me permito recordar la amplia exposición de Hopper que se exhibió en la Fundación Juan March, de Madrid, en 1989-1990, pero también la magnífica re­presentación de este pintor en el Musec Thyssen-Bornemisza, de Madrid, que cuenta con el maravilloso lienzo Habitación de hotel (1931) y del antes citado Muchacha cosiendo a máquina.

Ejecutadas con 10 años de diferencia este par de composiciones reflejan alego que no podemos dudar de calificar come de lo más característico del estilo de Hop­per: estancias soleadas, en las que apare­ce, como ensimismada, una mujer en so­ledad, cuyo erótico desaliño nos revela que no se sabe espiada. Esta intromisión en la intimidad femenina es tanto más profunda por cuanto el pintor nos revela no sólo su cuerpo, sino también su alma. Ante las mujeres que Hopper no se cansé de pintar jamás, tenemos, por una parte, la impresión de captar su imagen como una súbita y penetrante visión fugaz, con toda la fuerza erótica que acompaña a una revelación semejante; pero también, a la vez, por otra, la de llevarnos un trozo de su alma cuyo misterio ya nunca nos de­jará de intrigar. Sin apenas darnos dema­siados datos físicos, ni aún menos psico­lógicos, pues Hopper no se demora en la representación prolija de los rasgos, nos sentimos atrapados por estas visiones re­pentinas, quizá por el silencio y la calma que rodean a estas mujeres solitarias; pero sobre todo por su actitud de estar ab­sortas, lo que Muñoz Molina definió como ese estado de ensimismamiento que, sin saber por qué, a veces nos embarga, inte­rrumpiendo durante un instante cual­quier trivial menester cotidiano.

Hopper supo adentrarse en ese má­gico pozo íntimo de nuestra soledad, que significativamente tiene género femenino, como sólo antes lo había logrado Vermeer de Delft, el pintor que nos enseñó a mirar lo que una luminosa ventana muestra de puertas para adentro; pero el registro re­presentativo del pintor americano, sin des­viarse de esta perspectiva existencial, tocó


"Verano"(1943). Ocultar y descubrir. Las cortinas de la casa tapan la intimidad, pero el vestido de la joven transparenta sus formas. La mujer espera a la puerta de una casa de Nueva York en la época más calurosa. (Wilmington. Delaware Art Museum. Regalo de Dora Sexton Brown, 1962).

otros temas, como los paisajes urbanos desde la panorámica de una calle sin gen­te, o los de las vistas de las vetustas casas del litoral, o las del mar mismo surcado por veleros. También son célebres sus ex­ploraciones visuales de los espacios inte­riores de teatros y cines destartalados, en los que. en medio de una penumbra, des­cubrimos en un rincón el aburrido can­sancio de una acomodadora o los patéticos andares de una talluda bailarina de strip-tease que cruza, como una desvencijada Salomé, el escenario. En cualquier caso, todo está reflejado como entre sombras, dando la sensación de un amplio espacio vacío en derredor, como si no fuera preci­so más de un único figurante para que se explayase, a sus anchas, la profunda sole­dad del hombre.

Casado en 1924 con Josephine Verstille Nivison –antigua compañera de estudios y también pintora, profesión que alternaba con la de eventual actriz teatral– cuando ambos ya habían cumplido los 40, la con­vivencia matrimonial con Hopper, de ta­lante solitario y muy lacónico, no debió de ser fácil, pero las diferencias de carácter quedaron compensadas por compartirunas mismas aficiones, no sólo al arte plástico, sino a la lectura, al teatro y al cine. Crearon de esta manera un espacio de intimidad propio, centrado metódica­mente en el trabajo y al resguardo de la agitación pública de este frecuentemente ruidoso mundillo de la promoción comer­cial de los artistas. Hopper, por ejemplo, no realizó su primera exposición indivi­dual hasta 1920, cuando le faltaba poco para cumplir los 40 años; pero cuando, al cabo de los años, alcanzó cierta fama local, tampoco alteró sus costumbres y aún me­nos su proverbial discreción. En este sen­tido, aunque el reconocimiento en su país fue contundente. es lógico que tardara más en hacerse un prestigioso nombre in­ternacional como artista, etiquetado como estaba como una curiosidad típicamente americana y luego oscurecido por el des­lumbrante fulgor de la generación de los expresionistas abstractos.

Así y con todo, cuando murió el 15 de mayo de 1967, cuando estaba a punto de cumplir 85 años, Edward Hopper no sólo gozaba de una merecida fama mundial, sino que había logrado perfilar la imagen

más convincente y profunda de la vida americana durante el siglo XX.

¿Hay, pues, que definir su estilo como realista, y ése es su mejor legado: el de ha­ber transmitido esa imagen de la sociedad americana de la primera mitad del si­glo XX? Más allá de esto, ¿hay que limitar­se a ver sus cuadros sólo como una honda indagación de la soledad del hombre con­temporáneo?

En el momento final de su vida. Hop­per hizo una declaración al respecto, apa­rentemente sorprendente, al afirmar que quizá él no fuera "muy humano" y que lo único que realmente había pretendido era "pintar el efecto del sol sobre el costado de una casa". Es posible. No obstante, ese sol refulgiendo lateralmente sobre cualquier fachada era muy capaz de alumbrar tam­bién su escondido interior y, por encima de todo, la interioridad de sus habitantes, el más recóndito secreto de su solitaria in­timidad inolvidable. •

La retrospectiva sobre Edward Hopper se inaugura el 27 de mayo en la Tate Modern de Londres, donde puede verse hasta el .5 de septiembre. Entrada: nueve libras. Reservas de entradas en: www.tate.orguk.

El Pais Semanal número 1442. Domingo 16 de mayo de 2004.

Genios y figuras

`Las meninas' o 'La familia de Felipe IV', del Museo del Prado, pintada por Velázquez en 1656, cuatro años antes de su muerte, es la obra más céle­bre del arte español y uno de los mejores retratos colectivos jamás pinta­dos. La luminosa presencia central de la infanta Margarita, rodeada de su séquito, y la del propio Velázquez, que se autorretrata pintando encuadran una escena de una gran complejidad escenográfica y simbólica. La atmós­fera se palpa, y es tan extraordinaria la perfección del conjunto que pare­ce a la vez la celebración de la monarquía y de la pintura.

01 La Infanta Margarita. Velázquez compuso un cuadro dentro de un cuadro. Toda la escena narra diferentes historias. El delicado retrato de la infanta Margarita es la figura hacia la que se dirigen de inmediato las miradas de quienes contemplan el óleo, mientras ella, con la cabeza ligeramente vuelta, dirige la vista hacia un punto indeterminado, como si alguien hu­biera entrado en la habitación interrumpiendo la escena maravillosamente recreada por el pintor.

Las Damas de Honor. María Agustina Sarmiento, a la izquierda de la infanta (02), e Isabel de Velasco (03), a su derecha, iniciando una reverencia. Son sus damas de honor, las meninas, la palabra portuguesa con la que se designaba en el siglo XVII a quienes acompañaban a los infantes reales. María Agustina Sarmiento ofrece a la infanta agua en una jarra de barro servida en bandeja de plata.

Mari Bárbola y Nicolás Pertusato. Velázquez coloco destacada la figura, en el ángulo derecho, de la enana Mari Bárbola (04), quien formaba parte de los sirvientes de la corte desde hacía años. Junto a Mari Bárbola, el pequeño Nicolasito Pertusato (05), retratado mientras intenta llamar la atención del perro. Pertu­sato era ayuda de cámara de palacio.

06 El Mastín español. La precisión de Velázquez pintan­do al perro es absolutamente naturalista. Un bello ejemplar de mastín que sorprende al espectador por la belleza de su pelaje. Un animal que representa, junto con el caballo, uno de los símbolos de la nobleza, y que por tal motivo lo incluyó Velázquez en este retrato.

07 El pintor, con la cruz de Santiago. Velázquez se retrató como el pintor de la escena. Su paleta y el gran bastidor con el lienzo (a la izquierda) cuentan a quien observa el cua­dro cómo el artista reflexionaba sobre su trabajo. Velázquez se adornó el traje con la cruz de Santiago, la orden de caballero que el pintor perseguía desde hacía tiempo y que logró cuatro años después de pintar el lienzo.

Los Sirvientes. El caballero (08), que aparece al fondo del cuadro levantando la cortina de la puerta, con lo que consigue iluminar la estancia, posiblemente fuera José Nieto, el mayordomo de la reina Mariana de Austria. Mar­cela de Ulloa (09), dama de honor de la reina, vestida con hábitos de monja por su condición de viuda, aparece junto a otro de los sirvientes (10), que aparece en penumbra.

11 Los Reyes. Con sumo ingenio, Velázquez hizo reflejar en un espejo los retratos de los reyes Felipe IV y Mariana de Austria. Una manera de hacerlos participar de la acción sin colocarlos a su mismo nivel, una audacia impensable en aquella época. La presencia de los reyes está además implícita en toda la escena, ya que todos los per­sonajes quedan en suspenso ante la probable aparición de los reyes.


Parte del articulo titulado "Genios y figuras", escrito por Francisco Calvo Serraller. El Pais Semanal Número 1462. Domingo 3 de octubre de 2004

Capitán Alatriste por Joan Mundet

Lámina publicitaria adjunta a la compra de los libros del Capitán Alatriste en buen papel verjurado.







viernes, 11 de marzo de 2011

El fotógrafo del "glamour"








TEXTO: MANUEL FALCES

Sante d'Orazio (Brooklyn, Nueva York, 23 de enero de 1956) es un fotógrafo que mantiene estrechas relaciones psicológicas –cámara de por medio– con el narcisismo. Sin esta complicidad, sus álbumes no funcionan. Igual puede interpretarse su obra como si fuera la de un co­laborador de Playboy, o un infiltrado perteneciente a la más pura estética de la foto pomo de los sesenta –incluido culturalmente en los índices didác­ticos de los manuales del me­dio–. También sus fotos, en este capítulo, se podrían clasificar en la onda más blandita contem­poránea. D'Orazio fotografía la representación del cuerpo aje­no, y lo hace desde la perspecti­va de quien construye una me­moria íntima. Les ocurre algo parecido a los diseñadores del mejor álbum histórico fotográfi­co de naturaleza narcisista, o al menos clasificado como tal has­ta la fecha: el de Edmond Des­bonnet, un maestro de la cultu­ra física que registró fotográfica­mente la totalidad de los alum­nos que pasaron por su gimna­sio.

D'Orazio trabaja lujosamen­te para las ediciones que se inte­resan, directa o indirectamente, por estos temas: Vogue (inglés, francés, italiano, alemán, ameri­cano), Vanity Fair, C. Allure, Elle. Forma parte de esa tenden­cia común, donde participan otros cualificados autores italia­nos contemporáneos como Ma­rino Parisotto Vay, que trata de culturizar lo que hace una déca­da, fotográficamente, se consideraba una simple instantánea pornográfica, cuando no una mera ilustración propia de un taller de motos o de la cabina de un camión.

Sante d'Orazio configura la nueva pornografía fotográfica (light para muchos; pletórica de añoranzas visuales para los mi­rones puros y duros) que a estas alturas mantiene un toque de exquisita decadencia propio de sus producciones para Valenti­no, Estée Lauder, Versace, L´Oreal, o la de sus retratos de Isabelle Adjanai, Kim Bassinger, Cher y Banderas, entre otros, de las muchas celebridades que su cámara ha registrado.


Sante rez Las fotos de este reportaje proceden del libro Carnets intimes, publicado en Francia por Éditions du Collectioneur, en el que D'Orazio (arriba) reúne lo mejor de su obra.



Los papeles eróticos de Gustav Klimt


EL PAIS, jueves 15 de junio de 2006

Una exposición reúne un centenar de dibujos, la mayoría desnudos, del pintor austriaco

ELSA FERNÁNDEZ-SANTOS, Madrid

Gustav Klimt vivió en la Viena finisecu­lar de Sigmund Freud. Una ciudad en la que, frente a la moral establecida, crecía un nuevo clima más erótico y complejo.

La leyenda cuenta que en el taller del pin­tor, una casa de una planta rodeada de un precioso jardín asilvestrado, las mujeres se paseaban desnudas a todas horas. Allí, él las dibujaba en todas las formas posibles: jóvenes, ancianas, embarazadas, so­las, con hombres o con otras mujeres, masturbándose... Desde mañana, y has­ta el próximo 3 de septiembre, la Funda­ción Mapfre reúne en su sede de Madrid un centenar de dibujos de aquella época de Klimt. La mayoría son esquemáticos desnudos a lápiz en los que se vislumbra una mujer desinhibida que, dueña de su cuerpo, no teme el asalto a su intimidad.


Pareja de amantes (1917-1918), lápiz sobre papel, de Gustav Klimt


Klimt nació en Baumgarten, en las cercanías de Viena (hoy dis­trito XIV de la capital) el 14 de julio de 1862. Su padre se llama­ba Ernst y su madre Anna Fins­ter. Estudió en la Escuela de Artes y Oficios, pero en 1890 se aparta de los modelos académi­cos. Funda con su hermano Ernst y con Franz Matsch el movimiento de la Secesión, una asociación de artistas modernis­tas y de arquitectos cuyo lema fue "a cada edad su arte, al arte su libertad".

En uno de sus escasos textos autógrafos, Klimt dice: "Estoy convencido de que no soy una persona especialmente intere­sante. No hay nada especial en mí. Soy pintor, alguien que pin­ta todos los días de la mañana a la noche".

Pero lo cierto es que Klimt despertó en su época una gran fascinación. Se especulaba so­bre su vida privada y sobre el movimiento que giraba en tor­no a su estudio vienés. Sus mo­delos eran generalmente muje­res que pertenecían a la burgue­sía vienesa, pero también tenía un séquito de prostitutas que le servían de musas.

Al parecer, siempre había mujeres desnudas, posaran o no, a su alrededor. Según la le­yenda, Klimt necesitaba estar siempre rodeado de mujeres. Cuentan también que cuando Rodin visitó el estudio vienés de Klimt se arrodilló ante él y le dijo: "Nunca había" sentido nada parecido a lo que siento aquí. Vuestro fresco de Beetho­ven, tan trágico y tan feliz al mismo tiempo; vuestra gran­diosa exposición, inolvidable; y ahora, este jardín, estas muje­res, esta música... Y alrededor de usted y en usted mismo, esta alegría feliz e inocente. ¿Qué puede ser?". Klimt, con su aspecto de apóstol, se giró y contestó con una palabra: "Austria".

En el catálogo editado para la exposición, Mujeres. Klimt, Pablo Jiménez Burillo, director del Instituto de Cultura de la Fundación Mapfre, recrea la Viena de aquellos años, una ciu­dad "saturada" de erotismo, con una obsesiva curiosidad por las historias secretas, por los vicios. "Una fascinación eró­tica por la mujer que lleva, ine­vitablemente, a la melancolía y la desazón, a la más pura de las desesperaciones de fin de si­glo", afirma Jiménez Burillo.

Los dibujos de Klimt, que se sitúan dentro de esta nueva fas­cinación por la mujer y su sexualidad, también fueron objeto de fuertes críticas. En 1908, Adolf Loos escribía un artículo titulado Ornamento y delito en el que acusaba al pin­tor de degenerado: "Todo arte es erótico. El primer ornamen­to fue de origen erótico. La pri­mera obra de arte, el primer acto artístico que el primer ar­tista garabateó en un muro pa­ra desahogar su exuberancia, fue erótico. Una línea horizon­tal: la mujer tendida. Una línea vertical: el hombre que pene­tra... Pero el hombre de nuestra época que, llevado por una com­pulsión interna, embadurna pa­redes con símbolos eróticos, es un criminal o un degenerado".

Guía de Egon Schiele y de Oskar Kokoschka, Klimt dedi­có lo mejor de su arte a la mujer, a la que pintó de múlti­ples maneras. Desde El retrato de Adele Bloch-Bauer, quizá el más famoso, a Las tres edades de la mujer o El beso. En la exposición que mañana se inau­gura en Madrid (avenida del General Perón, 40) se reconocen el esqueleto de sus conocidas obras maestras. Pero frente a sus cuadros —deslumbrantes iconos dorados que han inspira­do no sólo la historia del arte sino también la de la moda—sus dibujos muestran su lucha por captar otra esencia.

El casi centenar de papeles expuestos en Madrid pertenece a la colección Sabarsky que. con sede en Nueva York, está centrada en Klimt, Schiele y Kokoschka. La comisaria de la exposición, Annette Vogel. recuerda cómo siempre se ha especulado sobre la vida priva­da de Klimt y la relación que mantenía con sus modelos: "Contemplando estos dibujos cuesta creer que se mostraran al público vienés de fin de siglo".

Para Vogel, es compleja la relación entre los dibujos de Klimt y su obra pictórica. "Compleja y fascinante", aña­de. "Sus dibujos trascienden la condición de meros conjuntos de bocetos para ser trasladados a lienzos de tamaño monumen­tal. Al comparar los dibujos de Klimt con su obra pictórica per­cibimos que, muy frecuente­mente, utiliza los primeros como ensayos previos a sus lien­zos. Sin embargo, el tratamien­to estilístico en ambos soportes resulta muy diferente: la intensi­dad erótica que muestran sus bocetos naturalistas se transfor­ma en pura estilización en mu­chos de sus cuadros, en los que la carga emotiva es mucho me­nos evidente".

Los cuerpos de los dibujos se construyen con lápiz, contor­nos extremadamente delicados que transmiten la fragilidad de su desnudez. En los lienzos, según Vogel, los ricos ornamen­tos convierten los frágiles desnu­dos en iconos de espiritualidad.

Vogel recuerda que la obra de Klimt fue escandalosa en su época. En 1903, pinta a una mu­jer embarazada desnuda y lo titula Esperanza 1; la obra no en­caja bien. Klimt dibujó sesenta bocetos para este cuadro, la mi­tad de ellos muestran a la emba­razada abrazada a un hombre, en el resto está sola. "La seguri­dad y la felicidad que se des­prenden de los dibujos se trans­forma en algo sombrío en el lienzo", escribe Annette Vogel en el artículo A propósito de los (dibujos de) desnudos de Klimt.

Klimt dibujó el estereotipo de una nueva mujer, fatal y ensi­mismada. Son escasos los cua­dros en los que el hombre tenga mayor protagonismo que ella. Sólo en El beso la mujer se entre­ga a un hombre desnudo. Los representados son el propio Kli­mt y su amante Emilie. En los dibujos abundan las escenas de lesbianas, "heroínas de la nueva modernidad", dice Pablo Jimé­nez Burillo citando a Walter Benjamin. "Para el hombre y para la sociedad en general esta nueva imagen de la mujer crea un gran desconcierto. El deseo y la angustia, la insatisfacción fascinada, la lejanía sensual, el propio exotismo de su imagen y comportamiento convierten a la mujer y su erotismo en un asunto central y obsesivo para el final de siglo y, muy especial­mente, para una Viena, como la de Klimt, en la que la doble moral alcanza sus cotas más refinadas y perversas".

Posters promocionales para Superlopez de Jan