domingo, 17 de septiembre de 2017

Miralles / Segura EVA MEDUSA

Juanvi Chuliá





Ediciones Glénat

Incluso antes de iniciar una reseña crítica de la serie que nos ocupa, se hace necesaria una puntualización que creo ayudará a entender, en un contexto adecuado, el trabajo realizado por los autores.

Cuando Ediciones Glénat decidió establecer una filial editorial en nuestro país, Miralles y Segura ya llevaban dos álbumes de Eva Medusa realizados para el mercado francés. Más tarde, la coordinación de la trilogía pasó a manos de Joan Navarro. Pero, insisto, la serie es un producto de Glénat Francia.

¿Qué importancia puede tener esta puntualización?: Mucha. En el ánimo de los autores (muy especialmente en el del guionista, Antonio Segura) estaba el realizar un producto que entroncara, sin tapujos, con unos criterios estéticos muy en boga en el mercado galo. La conocida capacidad de Segura para adoptar los modos y la temática adecuados a cada momento, haciendo un constante uso de referentes más cercanos al plagio que al homenaje, ha sido tanto su mejor virtud como su mayor defecto. En Eva Medusa, Segura consigue equilibrar esa constante hasta lograr un producto que se encaja entre el grueso de la producción de Glénat sin desmerecer del resto. Y sin destacar, por supuesto. La corrección del desarrollo argumental, su pura y simple eficacia, hacen de este trabajo uno de los más dignos realizados por Antonio Segura. No hay que tirar muy alto tampoco: Él mismo se ha encargado de mantener bien bajo el listón hasta la fecha. Decía que es un producto al gusto del mercado galo: No en vano ha sido preparado para serlo. Localización exótica, ciertapulcritud en la ambientación histórica y pasiones al límite son las claves por las que se han regido buena parte de los productos franceses de los últimos años (baste repasar algunos de los títulos publicados en España en el año 93, salvando las diferencias: Tako, Muñeca de Marfil, Sambre...). Hasta Marguerite Duras ha ganado algún Goncourt que otro con tal pretexto. Segura delimitó muy claramente sus pretensiones desde la primera página, y es por ello por lo que el producto final (las desventuras de una mujer cuasi-mitológica a lo largo y ancho de la selva amazónica), ni sorprendieron ni desagradaron a los franceses, los cuales acogieron la serie con tibieza.

El trabajo de Ana Miralles en la serie ha sufrido una paulatina transformación: Enfrentada a su primera obra larga a todo color, sale airosa a nivel de composición y tratamiento plástico, y se somete con lealtad al guión de Segura y a los cánones franceses. A mi entender, con excesiva lealtad. Si en el primer álbum, Miralles permite que cohabite su habitual tendencia a la caricatura y la simplificación, con un estilo descriptivo de tintes academicistas, en el segundo volumen se entrega por completo a una representación de ambientes y personajes donde la frialdad en el retrato es la nota predominante. Su excelente sentido del color (especialmente su acertada elección cromática para estados de ánimo y momentos climáticos), es una de sus mejores bazas. Es, si el tiempo y las circunstancias lo permiten, una dibujante de amplio futuro.

Eva Medusa es, en fin, un producto cuya corrección destaca por encima de cualquier otra cualidad: Corrección a la hora de adaptarse a estructuras y demandas de un mercado, el francés, que en tiempos de recesión económica se ha concretado y definido hasta límites exasperantes.



Mique MARCO ANTONIO

Jordi Sánchez






Ediciones Glénat



El estrecho espacio de una página no permite medias tintas ni altibajos. Cualquier error de cálculo, el menor despiste, puede tirar por tierra el brillante contenido de las siete, ocho o nueve viñetas anteriores. La página es, por tanto, un formato incómodo para el autor, y un perfecto blanco para las iras de lectores con paladares inconformistas. Cuando dicho formato se adentra en el pantanoso terreno de la infancia, conviene extremar el ojo avizor: las tropelías de algunos mentecatos alcanzan las más altas cotas de la infamia.

No es el caso de Mique Beltrán; el valenciano pertenece a una estirpe, como el Bill Watterson de Calvin y Hobbes o el Tome de El Pequeño Spirou, de niños de talla grande, capaces de revisar conceptos elementales de la historieta infantil sin exigir que el niño lector posea un cerebro privilegiado. Marco Antonio, como Calvin o el pequeño Spirou, es, más que un personaje, un concepto, el resumen de una actitud creativa.

Nacido de Cleopatra, uno de los más grandes, a la par que poco usados, personajes de la historieta española (La Pirámide de Cristal y Macao son dos obras maestras), nuestro protagonista es un pequeño monstruo de imaginación inabarcable y alucinada ética, incapaz de privarse de usar su poderes mentales para huir del colegio o lanzar un mordisco a la tarta de chocolate de Mamá Gutanda. Marco Antonio es, como cualquier niño que se precie (¿como Mique?), ese encarnizado enemigo de las absurdas convenciones adultas que todos querríamos ser. En una postura narrativa intermedia entre la cotidianeidad de las anécdotas de Tome y Janry y la desbocada fantasía del personaje de Bill Watterson, Mique Beltrán apuesta por un extraño registro, un lenguaje híbrido; una suerte de realismo mágico. En la página 23, Basilio es testigo de una espectacular pelea entre sus padres; en la plancha siguiente, Mamá Gutanda y Marco Antonio sobreviven a un naufragio, son apresados por unos caníbales, y, cuando están a punto de ser devorados, escapan gracias a los poderes del pequeño para llegar a una playa (¿valenciana?).

Es esa opción argumental la que hace de Marco Antonio un gran libro; un gran libro que, no obstante, contiene algunas de esas páginas malditas que se refieren en el principio de este texto. Unos pocos gags de desarrollo previsible y escasa gracia -pág. 7, pág. 16- que, pese a lastrar el conjunto, no consiguen enturbiar los logros de un buen puñado de planchas que destilan sabiduría y ternura. Como la del retrato de Verónica o la del niño repipí que pretende imponer reglas en un partido de fútbol, páginas que demuestran el genio y la sensibilidad de Mique.




Frank Miller SIN CITY


Jordi   Costa


 Norma Editorial

Como ya viene siendo moneda corriente en los últimos años, cada vez que Frank Miller asoma la cabeza con uno de sus arriesgados trabajos, se alzan unas cuantas voces prestas a informar a todo aquel que no se haya enterado de que "este Miller anda de capa caída". Consideraciones tan poco generosas como ésta las recibió Hardboiled, obra maestra de la ultraviolencia de vanguardia que el autor de Batman Dark Knight escribió para el mayúsculo Geoff Darrow. Sin City, sin duda la obra en la que Miller ha alcanzado el mayor grado de radicalidad plástica, no ha sido menos: como los grandes, el historietista se vuelve a mostrar como generador de pasiones extremas; grandes odios, pero también grandes amores. El problema es que esos grandes odios se antojan antes signo de la cicatería militante del habitual lector de comic books que no reflexivo voto de censura, pronunciado desde el conocimiento profundo de la obra milleriana.

Como en Perro Nick de Miguel Ángel Gallardo, el norteamericano parte aquí de referentes muy zafios, de esas novelas de serie negra de cuatro centavos escritas -como diría James M. Cain- no con el cerebro, sino con los testículos; en suma, una escritura genital cargada de hipérboles, de lenguaje cazallero y áspero, atravesado de cierta visión del mundo desesperada, sin posibilidad alguna de redención. Si Gallardo utilizaba ese punto de referencia para elaborar una pequeña, pero logradísima filigrana conceptual (lanzar un buen puñado de clichés, lugares comunes y personajes arquetípicos a un Twilight Zone post-pop), Miller tiene la osadía de querer construir un relato hardboiled siguiendo a rajatabla las reglas de esa literatura basura, impostando la voz hasta las últimas consecuencias, confundiendo su mirada con la de ese Marv de mentón cuadrado y facciones imposibles que siembra de muertos las impecables composiciones de página de Sin City.

Con todo, subyace la parodia, y Miller se lo pasa de lo lindo acumulando un cliché machista tras otro (los comentarios de Marv sobre la posible curación del lesbianismo de su amiga no tienen precio), una escena de exasperada truculencia tras otra (aquí, la suerte última del asesino silencioso se lleva la palma), hasta desembocar en una sorpresa final que, intencionadamente, linda con lo risible. Un epílogo en el que Marv, en tanto que único personaje de historieta capaz de aguantar el tipo incluso después de la muerte, demuestra ser el más duro entre los duros, pone espléndido punto final a una incuestionable obra maestra del Miller post-Dark Knight, en la que se juega constantemente a la burla del machismo por la vía de la exaltación grotesca del mismo. Algo así como lo que se propone hacer el gran John Kricfalusi, castigado creador de Ren y Stimpy, en su previsto largometraje The Ripping Friends, el primer dibujo animado sólo para hombres en la rica y polimórfica historia del género.

En el apartado gráfico, Miller logra unir a su ya habitual maestría compositiva una concisión de trazo llevada a las últimas consecuencias: las luces y sombras de todo el cine negro clásico parecen una chirriante y verbenera explosión de matices del gris frente al extremo planteamiento de la iluminación que propone Miller. Momentos como el de la aparición de las strippers, bajo unas sensuales ráfagas de luz blanca ,o ese paseo mastuerzo-reflexivo bajo la lluvia son sólo algunos de los momentos de oro dentro de una obra planteada como un tour de forcé desde su primera página hasta su seca conclusión. No hay que cogérsela con papel de fumar a la hora de hablar de Miller. Hay vida después de Batman Dark Knight... Vida y exceso de genio.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Milligan / Bachalo SHADE


Jaime Vane


 Ediciones Zinco

Esta obra merece, juzgamos, ser llamada peculiar. Habla sobre Shade, un nativo del planeta Meta que pasó por ser un adolescente pretendidamente hipersensible y aficionado a la poesía, enamorado de una joven en cuyo dormitorio entró una noche (sin permiso de ella, pero también, presumiblemente, sin ninguna pretensión normal), lo que le valió ser sometido a una suerte de lobotomía. Tiempo después, Shade es seleccionado para ser enviado a Tierra en calidad de agente mental bajo la forma de proyección astral, acompañado por un chaleco loco, chisme que le dará el poder de la locura externalizada. Entre Meta y Tierra está el área de la locura, una zona en la que Shade puede quedar preso durante su viaje.

Kathy George, una joven sureña,vivía en Nueva York, tenía un novio negro a los 20 años y se disponía a presentárselo a sus padres, que residían en Louisiana. Inició el viaje con su novio, se detuvieron en un prado a refocilarse, y llegaron tarde a la casa; Kathy abrió la puerta y se encontró con una escena un tanto curiosa, compuesta por: un tipo apuñalando a sus padres, muertos, y un recibidor con las paredes y el suelo bastante salpicados de sangre. El asesino, Troy Grenzer, dice que no está loco, y que hace aquello porque quiere "y punto". Al novio de Kathy lo mata la policía porque al guionista le apetece lograr, con pocos recursos, el favor de las minorías étnicas. Kathy, muy afectada, es recluida en un centro psiquiátrico. Tres años después del asesinato de sus padres, va a parar ante la penitenciaría del estado de Louisiana poco tiempo antes de que el asesino múltiple Troy Grenzer vaya a ser ejecutado allí en la silla eléctrica. Y, atención, en el momento de producirse la electrocución de Grenzer, Shade ocupa su cuerpo y, con él, sale de la cárcel, se encuentra con Kathy, la convence (tras algunas aventuras) de que es Shade y proviene del planeta Meta y se dirigen a Dallas. Aprovechando que las realidades son muchas y paralelas, el trío de protagonistas representa de un modo delirante el manido asesinato de JFK con algunas variantes, entre las que destaca el hecho de que JFK no es asesinado, y es un individuo muy campechano, capaz de tragarse un cuento preñado de licencias narrativas.

La acción resulta trepidante y la historia, siempre que se hagan esporádicas generosas concesiones, es susceptible de ser leída con ganas. Benevolencia requiere el dibujante, cuyos mejores monos parecen mal copiados de viñetas de algunos de los miembros de The Studio; los otros son incomparables, pero el conjunto puede no molestar durante la lectura.

Del guión molesta la invitación a argumentar que es un discurso sobre distintas formas de neurosis y esquizofrenia elaborado por un paranoico. Esto no sólo porque se sospeche que el pretendido discurso sobre América (del Norte), el sueño americano, el grito americano, la locura, la responsabilidad,... es absolutamente inconsistente, aunque parezca querer apoyarse en juegos retóricos cuya oscuridad no llega a confundirse en ningún momento con profundidad (otra sospechada intención). Las evidencias son mayores: la invención de figuras que pretenden dar coherencia a un universo delirante, el agotamiento de descripciones para llenar espacios narrativos que cobren el efecto de argumentos,... Como ejemplo de lo primero está la profusión de nombres que se refieren a elementos no descritos, que se utilizarán arbitrariamente en la narración: tal es el caso del chaleco loco. Como ejemplo de lo segundo tenemos la electrocución de Grenzer, donde, en media docena de páginas se nos hace tragar lo que parece toda la pobre información que el guionista ha conseguido sobre electrocuciones, de tal modo que uno sospecha (algo que sucede en varias ocasiones) que no se esta narrando una historia de ficción, sino que se está argumentando sobre aspectos o asuntos de la realidad. Para hacer algo así, y hacerlo en el grado en que aquí lo encontramos, no basta con ser paranoico, se tiene que ser novel. Entretenida historia entonces, de unos noveles que hablan sobre si mismos, y pretenden mayor profundidad de la que son capaces de conseguir.



Mignola / Thomas DRACULA


Jordi Sánchez


 Ediciones B

Puede ser que, como algunos afirman, Bram Stoker's Dracula, la controvertida película de Francis Ford Coppola, no sea la mejor adaptación de la novela de Stoker. Puede, incluso, que no sea esa gran película que algunos quisieron ver. Es indudable, sin embargo, que el film de Coppola es una gran historia de amor, y un vigoroso ejercicio de estética. Más aún, el Drácula de Coppola es una enciclopedia de texturas fílmicas, la síntesis perfecta de un millón de escuelas cinematográficas. Lo cual, unido a la necesidad, a la invariable manera del actual Hollywood, de inundar el mercado de merchandising, hizo de la película un material idóneo para fabricar un bonito tebeo. Y el tebeo salió bonito, claro. Aunque algo menos que la película.

El Drácula de Mike Mignola y Roy Thomas es un buen libro de historieta, pero un pálido remedo de lo que ofrecía el experimento de Coppola. Lo que en el film es desfile de códigos, en el papel es uniformidad; lo que en pantalla es investigación, en el libro es puro formalismo.

La adaptación (sitúense ahora en el punto de vista estrictamente literario) es satisfactoria; no podría ser de otro modo: Roy Thomas es garantía de oficio. La elección de planos y su trasplante al papel, aunque no exenta de cierto conservadurismo, es funcional; los diálogos son excelentes.
El trabajo de Mignola, por contra, es ampliamente cuestionable. Siendo un gran dibujante, Mignola ha traducido el universo estético de Coppola, nacido de la desfachatez, en un inhibido compendio de planas imágenes. Ejemplos no faltan: el prólogo ambientado en la Transilvania de 1462, una de las cumbres plásticas del film, es, en manos de Mignola, poco más que un curioso montaje ; el juego cinético de luces y sombras, un hecho estético fundamental en el castillo del Conde, queda en un estéril intento en las páginas; el encuentro de Mina y Drácula, que en la película es una brillante apuesta metalingüística, es, pasada por Mignola, una secuencia anodina.

El lector que no haya visto la película se enfrentará a algo muy diferente. Si Dracula, El cómic (así bautizó Ediciones B al álbum), hubiera nacido como una propuesta alejada del cine, a la manera de aquel Drácula al óleo de Fernando Fernández, hito del tebeo español de los años ochenta, sería una obra maestra. A veces, frente a los intentos de autores comprometidos en demostrar lo contrario, aparecen personas que, confundiendo convencionalismo con comercialidad, se empeñan en hacer de la historieta la hermana menor, muy menor, del cine.





McKean / Gaiman CASOS VIOLENTOS


 Agustín Oliver



 Ediciones Zinco

Nunca lo entenderé. Primero lapidan el Madriz con todas las acusaciones que se les pasan por la cabeza y, algunos años después, con un público más reaccionario aún si cabe (y no hablo de política), publican Violent Cases. Quizá crean que los nombres de los autores tienen el suficiente gancho como para poder tirar del producto pero, y ojalá me equivoque, no lo tengo yo tan claro.

Neil Gaiman es uno de los más interesantes escritores (ojo, que no es lo mismo que guionistas) que han participado en la nueva ola de historietistas que han tomado el mercado yanqui. Interesante, sobre todo, por dos características demasiado difíciles de encontrar entre los guionistas de hoy: es inteligente y sabe escribir. Esto último es fácil de comprobar en cualquiera de sus obras en inglés, aunque no siempre logre sobrevivir a la traducción nacional. Lo primero ya no es tan fácil de descubrir a primera vista, pero sí cuando se presta un poco de atención. En todas sus obras se encuentra esa chispa (que en Violent Cases es todo un torrente) de humanidad, de vida real, que distingue al escritor lúcido del artesano con oficio, aunque a veces sea distorsionado para disfrazarlo de lo que sea necesario.

Alguien ha escrito que si en vez de Dave McKean, Violent Cases lo hubiera dibujado Bill Sienkiewicz, el resultado hubiera sido el mismo. Algo de eso hay, sin duda. Pero del mejor Sienkiewicz, del que sabe (¿sabía?) adaptarse a la historia.

Algo muy básico pero de lo que parece que se olvidó un poco el amigo David en el afamado Arkham Asylum, donde dio rienda suelta a sus inquietudes estéticas aún a costa de la fluidez del relato, que en ocasiones quedaba un tanto sepultado bajo esa capa de dudoso esteticismo (muy bonito, pero ese es otro asunto). Tampoco es ese el caso en esta obra, y McKean evita las tentaciones de protagonismo y se mantiene en esa discreta y maravillosa penumbra en blanco y negro que da atmósfera a los brumosos recuerdos del protagonista, y que ya ofrece Gaiman en sus confundidos diálogos, aportando las dosis justas de esa distorsión que el tiempo ejerce sobre las ya de por si alteradas percepciones que corresponden a la mentalidad infantil, perfectamente apuntadas en las múltiples digresiones efectuadas por el narrador. Un relato perfectamente estructurado, de enorme honradez y franqueza, que consigue que no se pierda el interés sin recurrir a sorpresas fáciles ni trucos baratos, logrando que funcione la primera vez, pero que difícilmente soporta una segunda lectura. Aquí no hay efectismos ni revelaciones incrustadas a golpes, y sí un guión espléndido y un dibujo que lo apoya en todo momento, dando como resultado una obra genial, de las que siempre se ven demasiado pocas.
No cabe la menor duda de que Violent Cases ha sido de lo más interesante del año, y con diferencia.




Lauzier DIARIO DEL ARTISTA

Trajano Bermúdez



 Editorial Grijalbo

Nadie con un mínimo gusto en materia de viñetas podía necesitar que Diario del Artista recibiera el Gran Premio del Salón de Angulema de 1993 para reconocer en Lauzier a un historietista gigantesco, un autor que afrenta con sus páginas los pueriles balbuceos de legiones de finísimos dibujantes. Pero tal vez tan honrosa distinción sirva para que muchos se quiten de la cabeza la estúpida imagen de Lauzier como un chistoso más o menos legible, y descubran en él a uno de los escasísimos creadores verdaderamente adultos que existen hoy en el mundo de los tebeos (algo parecido a lo que ocurre, en buena medida, con Ralf Konig).

La exhibición narrativa que despliega Diario del Artista es tal que cuesta decidir por dónde meterle mano. La escena inicial prefigura toda la obra en muchos sentidos. Es en ella donde se enciende la chispa que moverá el motor del álbum, aunque sólo al final descubriremos cuál es el auténtico fuego. Este arranque se compone de doce viñetas consecutivas donde dos bustos parlantes comparten un diálogo sobre el decorado de una obra de teatro montada por aficionados. Ninguna de las doce viñetas es igual a las demás. No queda ningún resquicio al descuido, la rutina o la monotonía. Estamos acostumbrados a ver tebeos donde quince personajes, saltando atléticamente a lo largo de veinte páginas, no hacen sino componer la misma viñeta. Estamos tan acostumbrados a la molicie y al embuste del dibujo sin valor, que nos cuesta reconocer los enormes prodigios que Lauzier desliza en cada trazo, como si fuera lo más obvio del mundo. Así, por ejemplo, la capacidad dramática de las cuatro rayas con las que hace un rostro, que humillan a decenas de «retratistas» que andan sueltos por ahí. O el don de componer todo un paisaje con apenas un árbol (y un árbol con apenas dos líneas). O el inmenso talento de desgajar con naturalidad dos narradores en la obra. El protagonista, Michel Choupon, que toma en primera persona la voz de los textos (al fin y al cabo, es un diario), y el narrador objetivo, la tercera persona, que son los dibujos y diálogos. Hay un ejemplo brillante en la escena en la cual Choupon se recrea con pensamientos de su superioridad sobre Manu, al tiempo que éste le da jaque mate al ajedrez. Se trata de uno de los tesoros originales de este medio, y acostumbra a ser despreciado por hordas de «historietistas».

Pero siendo impresionante la maestría de Lauzier en el dominio de la comunicación en viñetas (y merecedora de comentarios más prolongados que los que aquí me permite el espacio), toda su pericia en la forja de la cosa tebeística no es más que lo que debería ser: una herramienta para narrar adecuadamente una historia. Una historia sin bárbaros, sin caballeros medievales, sin asesinatos ni puñetazos, sin justicieros enmascarados. De hecho, tampoco hay justicia. Hablemos claro: Diario del Artista es uno de esos escasos álbumes que podría leer cualquiera, aunque no sea aficionado a los tebeos. Ahora bien, me pregunto cuántos aficionados a los tebeos serán capaces de leerlo. Cuando se ensalza a superhéroes sofisticados como tebeos experimentales, y a aventureros homicidas o superhéroes humorísticos como los viejos tebeos bien hechos es que se ha olvidado ya que para subir la pendiente hay que empujar en sentido contrario.

Desde Diario del Artista han pasado diez años para Lauzier (su dibujo es más cuidado, y su guión menos grotesco) y también para Choupon. Algunas cosas persisten, además de las asfixiantes descripciones de los círculos sociales burgueses, especialidad de la casa: también la alternancia de ciclos depresivo-eufóricos, la manía de Choupon de ir por detrás del mundo, su inmensa soledad. Pero, al final de Recuerdos de un Joven, Choupon estaba completamente atrapado, mientras que al acabar Diario del Artista, ha conseguido liberarse de todas las trabas. Hace diez años iba hacia la vida, y la vida le aplastó. Ahora, ha conseguido asomar la cabeza por debajo de la inmensa manaza de la vida. Será que Lauzier se hace mayor, pero aquí hay esperanza. Una fría, gélida esperanza.