Jordi Sánchez
Ediciones Glénat
El estrecho espacio de una página no permite medias tintas ni altibajos. Cualquier error de cálculo, el menor despiste, puede tirar por tierra el brillante contenido de las siete, ocho o nueve viñetas anteriores. La página es, por tanto, un formato incómodo para el autor, y un perfecto blanco para las iras de lectores con paladares inconformistas. Cuando dicho formato se adentra en el pantanoso terreno de la infancia, conviene extremar el ojo avizor: las tropelías de algunos mentecatos alcanzan las más altas cotas de la infamia.
No es el caso de Mique Beltrán; el valenciano pertenece a una estirpe, como el Bill Watterson de Calvin y Hobbes o el Tome de El Pequeño Spirou, de niños de talla grande, capaces de revisar conceptos elementales de la historieta infantil sin exigir que el niño lector posea un cerebro privilegiado. Marco Antonio, como Calvin o el pequeño Spirou, es, más que un personaje, un concepto, el resumen de una actitud creativa.
Nacido de Cleopatra, uno de los más grandes, a la par que poco usados, personajes de la historieta española (La Pirámide de Cristal y Macao son dos obras maestras), nuestro protagonista es un pequeño monstruo de imaginación inabarcable y alucinada ética, incapaz de privarse de usar su poderes mentales para huir del colegio o lanzar un mordisco a la tarta de chocolate de Mamá Gutanda. Marco Antonio es, como cualquier niño que se precie (¿como Mique?), ese encarnizado enemigo de las absurdas convenciones adultas que todos querríamos ser. En una postura narrativa intermedia entre la cotidianeidad de las anécdotas de Tome y Janry y la desbocada fantasía del personaje de Bill Watterson, Mique Beltrán apuesta por un extraño registro, un lenguaje híbrido; una suerte de realismo mágico. En la página 23, Basilio es testigo de una espectacular pelea entre sus padres; en la plancha siguiente, Mamá Gutanda y Marco Antonio sobreviven a un naufragio, son apresados por unos caníbales, y, cuando están a punto de ser devorados, escapan gracias a los poderes del pequeño para llegar a una playa (¿valenciana?).
Es esa opción argumental la que hace de Marco Antonio un gran libro; un gran libro que, no obstante, contiene algunas de esas páginas malditas que se refieren en el principio de este texto. Unos pocos gags de desarrollo previsible y escasa gracia -pág. 7, pág. 16- que, pese a lastrar el conjunto, no consiguen enturbiar los logros de un buen puñado de planchas que destilan sabiduría y ternura. Como la del retrato de Verónica o la del niño repipí que pretende imponer reglas en un partido de fútbol, páginas que demuestran el genio y la sensibilidad de Mique.
Ediciones Glénat
El estrecho espacio de una página no permite medias tintas ni altibajos. Cualquier error de cálculo, el menor despiste, puede tirar por tierra el brillante contenido de las siete, ocho o nueve viñetas anteriores. La página es, por tanto, un formato incómodo para el autor, y un perfecto blanco para las iras de lectores con paladares inconformistas. Cuando dicho formato se adentra en el pantanoso terreno de la infancia, conviene extremar el ojo avizor: las tropelías de algunos mentecatos alcanzan las más altas cotas de la infamia.
No es el caso de Mique Beltrán; el valenciano pertenece a una estirpe, como el Bill Watterson de Calvin y Hobbes o el Tome de El Pequeño Spirou, de niños de talla grande, capaces de revisar conceptos elementales de la historieta infantil sin exigir que el niño lector posea un cerebro privilegiado. Marco Antonio, como Calvin o el pequeño Spirou, es, más que un personaje, un concepto, el resumen de una actitud creativa.
Nacido de Cleopatra, uno de los más grandes, a la par que poco usados, personajes de la historieta española (La Pirámide de Cristal y Macao son dos obras maestras), nuestro protagonista es un pequeño monstruo de imaginación inabarcable y alucinada ética, incapaz de privarse de usar su poderes mentales para huir del colegio o lanzar un mordisco a la tarta de chocolate de Mamá Gutanda. Marco Antonio es, como cualquier niño que se precie (¿como Mique?), ese encarnizado enemigo de las absurdas convenciones adultas que todos querríamos ser. En una postura narrativa intermedia entre la cotidianeidad de las anécdotas de Tome y Janry y la desbocada fantasía del personaje de Bill Watterson, Mique Beltrán apuesta por un extraño registro, un lenguaje híbrido; una suerte de realismo mágico. En la página 23, Basilio es testigo de una espectacular pelea entre sus padres; en la plancha siguiente, Mamá Gutanda y Marco Antonio sobreviven a un naufragio, son apresados por unos caníbales, y, cuando están a punto de ser devorados, escapan gracias a los poderes del pequeño para llegar a una playa (¿valenciana?).
Es esa opción argumental la que hace de Marco Antonio un gran libro; un gran libro que, no obstante, contiene algunas de esas páginas malditas que se refieren en el principio de este texto. Unos pocos gags de desarrollo previsible y escasa gracia -pág. 7, pág. 16- que, pese a lastrar el conjunto, no consiguen enturbiar los logros de un buen puñado de planchas que destilan sabiduría y ternura. Como la del retrato de Verónica o la del niño repipí que pretende imponer reglas en un partido de fútbol, páginas que demuestran el genio y la sensibilidad de Mique.
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