Trajano Bermúdez
Editorial Grijalbo
Nadie con un mínimo gusto en materia de viñetas podía necesitar que Diario del Artista recibiera el Gran Premio del Salón de Angulema de 1993 para reconocer en Lauzier a un historietista gigantesco, un autor que afrenta con sus páginas los pueriles balbuceos de legiones de finísimos dibujantes. Pero tal vez tan honrosa distinción sirva para que muchos se quiten de la cabeza la estúpida imagen de Lauzier como un chistoso más o menos legible, y descubran en él a uno de los escasísimos creadores verdaderamente adultos que existen hoy en el mundo de los tebeos (algo parecido a lo que ocurre, en buena medida, con Ralf Konig).
La exhibición narrativa que despliega Diario del Artista es tal que cuesta decidir por dónde meterle mano. La escena inicial prefigura toda la obra en muchos sentidos. Es en ella donde se enciende la chispa que moverá el motor del álbum, aunque sólo al final descubriremos cuál es el auténtico fuego. Este arranque se compone de doce viñetas consecutivas donde dos bustos parlantes comparten un diálogo sobre el decorado de una obra de teatro montada por aficionados. Ninguna de las doce viñetas es igual a las demás. No queda ningún resquicio al descuido, la rutina o la monotonía. Estamos acostumbrados a ver tebeos donde quince personajes, saltando atléticamente a lo largo de veinte páginas, no hacen sino componer la misma viñeta. Estamos tan acostumbrados a la molicie y al embuste del dibujo sin valor, que nos cuesta reconocer los enormes prodigios que Lauzier desliza en cada trazo, como si fuera lo más obvio del mundo. Así, por ejemplo, la capacidad dramática de las cuatro rayas con las que hace un rostro, que humillan a decenas de «retratistas» que andan sueltos por ahí. O el don de componer todo un paisaje con apenas un árbol (y un árbol con apenas dos líneas). O el inmenso talento de desgajar con naturalidad dos narradores en la obra. El protagonista, Michel Choupon, que toma en primera persona la voz de los textos (al fin y al cabo, es un diario), y el narrador objetivo, la tercera persona, que son los dibujos y diálogos. Hay un ejemplo brillante en la escena en la cual Choupon se recrea con pensamientos de su superioridad sobre Manu, al tiempo que éste le da jaque mate al ajedrez. Se trata de uno de los tesoros originales de este medio, y acostumbra a ser despreciado por hordas de «historietistas».
Pero siendo impresionante la maestría de Lauzier en el dominio de la comunicación en viñetas (y merecedora de comentarios más prolongados que los que aquí me permite el espacio), toda su pericia en la forja de la cosa tebeística no es más que lo que debería ser: una herramienta para narrar adecuadamente una historia. Una historia sin bárbaros, sin caballeros medievales, sin asesinatos ni puñetazos, sin justicieros enmascarados. De hecho, tampoco hay justicia. Hablemos claro: Diario del Artista es uno de esos escasos álbumes que podría leer cualquiera, aunque no sea aficionado a los tebeos. Ahora bien, me pregunto cuántos aficionados a los tebeos serán capaces de leerlo. Cuando se ensalza a superhéroes sofisticados como tebeos experimentales, y a aventureros homicidas o superhéroes humorísticos como los viejos tebeos bien hechos es que se ha olvidado ya que para subir la pendiente hay que empujar en sentido contrario.
Desde Diario del Artista han pasado diez años para Lauzier (su dibujo es más cuidado, y su guión menos grotesco) y también para Choupon. Algunas cosas persisten, además de las asfixiantes descripciones de los círculos sociales burgueses, especialidad de la casa: también la alternancia de ciclos depresivo-eufóricos, la manía de Choupon de ir por detrás del mundo, su inmensa soledad. Pero, al final de Recuerdos de un Joven, Choupon estaba completamente atrapado, mientras que al acabar Diario del Artista, ha conseguido liberarse de todas las trabas. Hace diez años iba hacia la vida, y la vida le aplastó. Ahora, ha conseguido asomar la cabeza por debajo de la inmensa manaza de la vida. Será que Lauzier se hace mayor, pero aquí hay esperanza. Una fría, gélida esperanza.
La exhibición narrativa que despliega Diario del Artista es tal que cuesta decidir por dónde meterle mano. La escena inicial prefigura toda la obra en muchos sentidos. Es en ella donde se enciende la chispa que moverá el motor del álbum, aunque sólo al final descubriremos cuál es el auténtico fuego. Este arranque se compone de doce viñetas consecutivas donde dos bustos parlantes comparten un diálogo sobre el decorado de una obra de teatro montada por aficionados. Ninguna de las doce viñetas es igual a las demás. No queda ningún resquicio al descuido, la rutina o la monotonía. Estamos acostumbrados a ver tebeos donde quince personajes, saltando atléticamente a lo largo de veinte páginas, no hacen sino componer la misma viñeta. Estamos tan acostumbrados a la molicie y al embuste del dibujo sin valor, que nos cuesta reconocer los enormes prodigios que Lauzier desliza en cada trazo, como si fuera lo más obvio del mundo. Así, por ejemplo, la capacidad dramática de las cuatro rayas con las que hace un rostro, que humillan a decenas de «retratistas» que andan sueltos por ahí. O el don de componer todo un paisaje con apenas un árbol (y un árbol con apenas dos líneas). O el inmenso talento de desgajar con naturalidad dos narradores en la obra. El protagonista, Michel Choupon, que toma en primera persona la voz de los textos (al fin y al cabo, es un diario), y el narrador objetivo, la tercera persona, que son los dibujos y diálogos. Hay un ejemplo brillante en la escena en la cual Choupon se recrea con pensamientos de su superioridad sobre Manu, al tiempo que éste le da jaque mate al ajedrez. Se trata de uno de los tesoros originales de este medio, y acostumbra a ser despreciado por hordas de «historietistas».
Pero siendo impresionante la maestría de Lauzier en el dominio de la comunicación en viñetas (y merecedora de comentarios más prolongados que los que aquí me permite el espacio), toda su pericia en la forja de la cosa tebeística no es más que lo que debería ser: una herramienta para narrar adecuadamente una historia. Una historia sin bárbaros, sin caballeros medievales, sin asesinatos ni puñetazos, sin justicieros enmascarados. De hecho, tampoco hay justicia. Hablemos claro: Diario del Artista es uno de esos escasos álbumes que podría leer cualquiera, aunque no sea aficionado a los tebeos. Ahora bien, me pregunto cuántos aficionados a los tebeos serán capaces de leerlo. Cuando se ensalza a superhéroes sofisticados como tebeos experimentales, y a aventureros homicidas o superhéroes humorísticos como los viejos tebeos bien hechos es que se ha olvidado ya que para subir la pendiente hay que empujar en sentido contrario.
Desde Diario del Artista han pasado diez años para Lauzier (su dibujo es más cuidado, y su guión menos grotesco) y también para Choupon. Algunas cosas persisten, además de las asfixiantes descripciones de los círculos sociales burgueses, especialidad de la casa: también la alternancia de ciclos depresivo-eufóricos, la manía de Choupon de ir por detrás del mundo, su inmensa soledad. Pero, al final de Recuerdos de un Joven, Choupon estaba completamente atrapado, mientras que al acabar Diario del Artista, ha conseguido liberarse de todas las trabas. Hace diez años iba hacia la vida, y la vida le aplastó. Ahora, ha conseguido asomar la cabeza por debajo de la inmensa manaza de la vida. Será que Lauzier se hace mayor, pero aquí hay esperanza. Una fría, gélida esperanza.
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