viernes, 15 de septiembre de 2017

Mignola / Thomas DRACULA


Jordi Sánchez


 Ediciones B

Puede ser que, como algunos afirman, Bram Stoker's Dracula, la controvertida película de Francis Ford Coppola, no sea la mejor adaptación de la novela de Stoker. Puede, incluso, que no sea esa gran película que algunos quisieron ver. Es indudable, sin embargo, que el film de Coppola es una gran historia de amor, y un vigoroso ejercicio de estética. Más aún, el Drácula de Coppola es una enciclopedia de texturas fílmicas, la síntesis perfecta de un millón de escuelas cinematográficas. Lo cual, unido a la necesidad, a la invariable manera del actual Hollywood, de inundar el mercado de merchandising, hizo de la película un material idóneo para fabricar un bonito tebeo. Y el tebeo salió bonito, claro. Aunque algo menos que la película.

El Drácula de Mike Mignola y Roy Thomas es un buen libro de historieta, pero un pálido remedo de lo que ofrecía el experimento de Coppola. Lo que en el film es desfile de códigos, en el papel es uniformidad; lo que en pantalla es investigación, en el libro es puro formalismo.

La adaptación (sitúense ahora en el punto de vista estrictamente literario) es satisfactoria; no podría ser de otro modo: Roy Thomas es garantía de oficio. La elección de planos y su trasplante al papel, aunque no exenta de cierto conservadurismo, es funcional; los diálogos son excelentes.
El trabajo de Mignola, por contra, es ampliamente cuestionable. Siendo un gran dibujante, Mignola ha traducido el universo estético de Coppola, nacido de la desfachatez, en un inhibido compendio de planas imágenes. Ejemplos no faltan: el prólogo ambientado en la Transilvania de 1462, una de las cumbres plásticas del film, es, en manos de Mignola, poco más que un curioso montaje ; el juego cinético de luces y sombras, un hecho estético fundamental en el castillo del Conde, queda en un estéril intento en las páginas; el encuentro de Mina y Drácula, que en la película es una brillante apuesta metalingüística, es, pasada por Mignola, una secuencia anodina.

El lector que no haya visto la película se enfrentará a algo muy diferente. Si Dracula, El cómic (así bautizó Ediciones B al álbum), hubiera nacido como una propuesta alejada del cine, a la manera de aquel Drácula al óleo de Fernando Fernández, hito del tebeo español de los años ochenta, sería una obra maestra. A veces, frente a los intentos de autores comprometidos en demostrar lo contrario, aparecen personas que, confundiendo convencionalismo con comercialidad, se empeñan en hacer de la historieta la hermana menor, muy menor, del cine.





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