jueves, 19 de abril de 2012

Magnum, los signos de la Historia.

Los miembros de la agencia posan para Erwitt.


Un libro y una exposición itinerante titulada En nuestro tiempo conmemoran el 40º aniversario de una agencia mítica entre los fotógrafos de medio mundo. Su nombre es Magnum. Sus miembros son conscientes de la singularidad de sus reglas, a la vez que a golpe de cliché custodian los signos de la memoria por excelencia: las fotografías.

Texto: Manuel Falces


E1 22 de mayo de 1947, la agencia Magnum —con la denominación Mag­num Photos Inc.— fue inscrita en el registro del condado de Nueva York. Su reducido nú­mero de componentes forman parte de una especie de orden medieval que habita, y milita, en una singular abadía de la imagen del siglo XX con sedes en París, Nueva York y Londres.
¿Por qué esta denominación romana, Magnum, para una agencia de noticias? Por una parte, señala J. Lacouture, para reafirmar su independencia y su voluntad de resistir a las presio­nes de los grandes que dominan los medios, el grupo debía ma­nifestar el potencial creativo de las acreditadas firmas de los fo­tógrafos que agrupaba. Por otra, el espíritu de Robert Capa, uno de los padres de la criatura, que indefectiblemente ligaba la palabra Magnum a la afamada marca de champaña; todos los que le conocieron subrayan que su mayor aspira­ción era darle a la cámara esa apariencia deleitosa.
Nacida bajo la idea obsesiva de que un periodista gráfico es nada cuando carece de la pose­sión y la capacidad de multipli­car infinitamente sus propios negativos a la vez que de su to­tal disposición, adoptó como fórmula ideal para lograrlo la estructura social de una coope­rativa. Romeo Martínez, un es­pecialista que ha seguido muy de cerca la evolución de la agencia, expresaba que Robert Capa y sus amigos habían in­ventado el derecho de autor en fotografía. A ello cabe añadir, como matiz definitorio, la re­beldía e independencia que tra­dicionalmente ha acompañado a los fotógrafos que estructura­ron su plantilla, estrechamente ligadas a la honestidad y el ri­gor de sus encuadres, capaces por ellos mismos de dominar si­multáneamente, en la medida de lo posible, los textos o pies de foto que los acompañan. "Los fotógrafos no soportan control alguno sobre su vida, cualquiera que fuere", señala Richard Kalvar, integrante del colectivo. "Magnum, pese a su estructura como cooperativa y la esquizofrenia a la que se ven sometidos algunos de sus aso­ciados —en cuanto fotógrafos y directivos, simultánea y acci­dentalmente—, jamás ha esta­do dominada por un estado ma­yor. Sus gestores sólo sirven de enlace entre los distintos depar­tamentos, que hacen de ellos una especie de duques tempo­ralmente en estado de rebeldía contra un rey".




Una calle del viejo Pekín, vista por Marc Riboud en 1965, desde el interior de una antigua tienda.



 La guerra de España, como escenario y argumento, fue con­siderada como una repetición de la I Guerra Mundial para el periodismo gráfico. El frente serviría de campo de pruebas en el que los, posiblemente in­conscientes, experimentos vi­suales de Robert Capa en pri­mera línea, con una manejable cámara Leica —entonces re­cientemente puesta en el mer­cado—, dotada de un objetivo de 35 milímetros, sentarían las bases del moderno fotoperio­dismo bélico. Aquel instrumen­to posibilitaba una singular y hasta entonces desconocida ca­pacidad de maniobra, que liga­ba el talante ideológico de la agencia con la hipermovilidad intrínseca a una técnica portá­til. Su fundación, tal y como nos lo relata Richard Whelan, tuvo lugar en el restaurante del Museo de Arte Moderno de Nueva York tras numerosas peripecias. Antes, Robert Capa había anunciado a su amigo La­dislas Glück su intención de crear en Europa, junto a los fo­tógrafos Henri Cartier Bresson y David Chim Seymour, un gru­po organizado "que en modo alguno sería una agencia de no­ticias gráficas ordinaria". La fo­tografía de prensa tradicional­mente ha sido el instrumento más maleable de los medios de comunicación, siempre media­tizado por el poder de decisión de un tercero que prima sobre el del realizador de la toma. "Permitir a otros escoger la imagen a publicar minimiza la capacidad de interpretación del fotógrafo, en ocasiones hasta la distorsión", señala Fred Rit­chin al respecto. Capa y los fun­dadores de Magnum fueron conscientes de



La fotografía que Dennis Stock le hizo a James Dean en Times Square en 1955 se convirtió posteriormente en poster famoso.



 ello, tratando al menos de mitigarlo, y este estado de ánimo, en última instancia, es el que ha estado presente hasta la fecha a lo largo de su intensa y corta vida. Aunque tampoco cabe olvidar la actitud vitalista de todos ellos, como explica Car­tier Bresson de las relaciones in­ternas entre los fundadores: "Chim, Bob [Robert Capa] y yo jamás hablamos de fotografia, tampoco de técnica, de buenos o malos clichés. Hablábamos de la vida, del mundo, que es más in­teresante".
Las señas de identidad de las imágenes canalizadas por Mag­num parten de las experiencias vitales de los primeros compo­nentes del grupo. Henri Cartier Bresson pasó parte de la guerra en un campo de concentración nazi, y tras una triple tentativa de evasión, frustradas un par de ellas, se integró en la resistencia. Otro componente, George Rod­ger, cayó prisionero de los japo­neses en Birmania. David Sey­mour, Chim, se hizo acreedor a una condecoración por sus servi­cios prestados al espionaje nor­teamericano. Robert Capa —cuyo nombre de pila era An­dré Friedmann, el menor de una familia de sastres— fue expulsa­do de Hungría a la edad de 17 años por unas imprecisas activi­dades izquierdistas antiguberna­mentales. Entonces no sabía si optar por la agricultura o el pe­riodismo: "Mientras que conti­nuaba mis estudios, mis padres se encontraron sin un céntimo. Fue entonces cuando tomé la de­cisión de llegar a ser fotógrafo", explica Capa, "porque ésta era la actividad más próxima al perio­dismo para quien no podía ex­presarse en ningún otro lengua­je". En definitiva, fue la "cascada de guerras" (Lacouture) y sus ex­periencias vitales, a la vez que la ansiedad de huida de este ho­rror, la causa determinante de este uso de la fotografia canali­zado por Magnum. El nazismo, tal y como señala este ensayista, arrojó hacia Occidente una plé­yade incomparable de judíos y demócratas de las más diversas procedencias a los que la violen­cia del exilio había privado de su país y la posibilidad de ofrecerle al mundo la libertad de expre­sión. A ello hay que añadir los ingredientes del terror hitleria­no, por una parte, y la adopción por el fotógrafo André Kertesz en 1932 de la fórmula Leica, una cámara supermanejable que fas­cinó a Cartier Bresson, convir­tiéndose en el instrumento ideal del fotoperiodismo. Y todo ello en un contexto de eclosión del periodismo gráfico, con publica­ciones tales como Vu, Paris­Match, Life, Regards, Illustrated Picture Post, Colliers, etcétera.



En 1979, Raymond Depardon realizó esta fotografía dentro de los muros de un asilo en Nápoles.



 La arquetípica fotografía del soldado republicano de la guerra civil española herido de bala en el frente que tomara Robert Capa en 1936 acaparó prontamente numerosas sim­patías, que le abrieron a Mag­num las puertas en el mercado internacional. Aquella foto, re­producida infinitas veces, ex­cedía los límites de lo que por sí misma representaba; su pu­blicación presumía una toma de partido —un símbolo del combate por la libertad y la de­mocracia contra las dictaduras de derecha (Ritchin)—, y ésta era la mejor tarjeta de visita de la agencia. Pero Magnum no sólo es un monopolio de imá­genes de guerra, cualquiera que fuere su frente, desde que se fundara. Los tres millones de clichés disparados en 40 años por uno de sus compo­nentes más cualificados, Elliot Erwitt, están impregnados de una espléndida ironía, chocan­do con el gótico rigor de Capa o sus discípulos de última ins­tancia. Erwitt apostó por los músicos, actores, viejos, ni­ños... Su definición de lo que debía ser una fotografía —"es­tar en el sitio justo en el instan­te preciso"— en absoluto con­cuerda con la de quien maneja la cámara: "fotógrafo es una profesión de holgazanes". En­tre todos sus argumentos, sol­dados incluidos, deambulan las reglas impuestas por Car­tier Bresson sobre la toma y la captación del famoso instante decisivo. Este último llegó a la fotografía a través de la pintu­ra surrealista, partiendo de unos postulados totalmente distintos a los de Robert Capa: de tan singular y explosiva mez­cla se enriquecería singularmen­te el ideario de la agencia. "Hay una nueva suerte de plasticidad en  la fotografia", señala Cartier Bresson, "producto de las líneas instantáneas creadas por los mo­vimientos del sujeto. Trabaja­mos al unísono de aquellos mo­vimientos, guiados por el presen­timiento que imprime la forma de vida tal como se desarrolla. Pero dentro de este movimiento existe un momento en que los elementos que lo componen se han equilibrado. La fotografía debe captar ese momento y man­tener ese equilibrio inmóvil".



New York city (1953) es el escueto titulo de esta imagen intimista captada por la cámara de Elliot Erwitt.


La vuelta a casa de los prisioneros de guerra quedó plasmada en una imagen de Ernst Haas tomada en Viena en 1947.



 Tradicionalmente, Magnum ha sido una sociedad cerrada (Lacouture) que supo sintetizar las claves del fotoperiodismo americano y europeo. Limitada actualmente a menos de 40 so­cios (en una fase intermedia, 1956, sólo eran 25), agrupa tradi­cionalmente a los mejores foto­rreporteros del mundo, y en este mosaico de distintas proceden­cias visuales es en donde radica en buena parte su éxito. Su es­tructura burocrática es muy sim­ple, ya que cuenta con sólo 17 asalariados en París, unos 20 en Nueva York y algo menos en la recientemente inaugurada dele­gación de Londres. La nómina de sus asociados habla por sí sola: Eve Arnold, Werner Bis­chof, Bruce Davidson, René Bu­rri, Cornell Capa, Ernst Haas, Josef Koudelka, Marc Riboud, Mary Ellen Marc, Eugene Smith, Alex Webb, Sebastiáo Salgado, etcétera, nombres to­dos ellos que forman parte ya de la historia de la fotografía. El fantasma de la televisión y el te­rreno que la foto fija pierde en su favor es una amenaza que ya desde 1954 se cierne sobre la agencia. Robert Capa así lo ma­nifestó a Marc Riboud enton­ces. Su hermano Cornell aún se preocupa por ello: "La televi­sión ha transformado no sola­mente lo que hacen los fotorre­porteros, sino también cómo vi­ven: venta de sus tiradas, expo­siciones, publicaciones, publici­dad. La demanda de imágenes ha disminuido en los medios im­presos a causa de la televisión. De aquí lo selectivo y reducido de una agencia de fotos como Magnum. Pero queda la espe­ranza de una mayor expansión y desarrollo de aquí a finales de siglo".

Una imagen de los años sesenta. Marcha por la paz es el titulo de esta foto de Marc Riboud, realizada en Washington en 1967.


Una colaboracionista francesa es exhibida en una calle de Chartes tras la liberación, en 1944. Capa es el autor de la foto.


El inconfundible cogote de Nikita Jruschov frente al Lincoln Memorial de Washington, en 1959. Burt Glinn estaba detrás.


Salgado plasmó el momento en que un niño es pesado como parte de un programa de ayuda alimentaria en Mali, en 1985.


Una cantina moscovita de trabajadores de la construcción. La estampa, de Henri Cartier Bresson, está fechada en 1954.





























El Pais Semanal

Longshot por Arthur Adams









Delacroix


Autorretrato


 Retorno de un romántico


Como fundador de la pintura moderna, Eugéne Delacroix fue un revolucionario en su tiempo. Romántico, pertenece a una de las generaciones más gloriosas de la cultura fancesa, y en su estética bebieron todos los grandes maestros de fmales del siglo XIX. Sus contemporáneos tardaron años en reconocer una obra que, como la de los verdaderos genios, se agranda con el tiempo. Zúrich, primero, y Francfort, ahora, son el escenario de una exposición antológica de su obra.
Texto: Francisco Calvo Serraller



fragmento de El despertar, 1850
 Colección privada

 A lo largo de este verano, entre el 5 de junio y el 23 de agosto, se ha exhibi­do en la localidad suiza de Zú­rich una importantísima mues­tra antológica del pintor ro­mántico francés Eugéne Dela­croix (1798-1863). Organizada por la Kunsthaus de Zúrich bajo la supervisión de Harald Szeemann, comisario de la muestra, esta magnífica exposi­ción, que cuenta 145 óleos y un amplio conjunto de dibujos y acuarelas, se ha trasladado a la Städtische Galerie de Franc­fort, donde permanecerá abier­ta desde el 28 de septiembre hasta fin de año.
En realidad, desde la cele­bración del centenario de la muerte del pintor, que dio lugar a una espectacular retrospecti­va durante 1963 en el Museo del Louvre, con 529 obras, no se había podido contemplar otra muestra tan relevante de Delacroix como la que ahora se puede visitar en Francfort. Es éste un dato muy a tener en cuenta cuando no se trata sólo de una simple llamada de aten­ción sobre un gran maestro del pasado, sino sobre el genuino fundador de la pintura mo­derna.
Al hacer esta afirmación no se trata de olvidar en absoluto a Goya, a quien todos los román­ticos, y muy en particular el propio Delacroix, consideraron la clave de bóveda del espíritu moderno, ni tampoco de me­nospreciar el papel desempeña­do por Géricault, cuya trágica muerte prematura no restó un ápice de importancia a la in­fluencia decisiva de su estilo en el desarrollo del romanticismo francés, pero, con todo, es evi­dente que fue Delacroix la en­carnación más perfecta del ro­manticismo pictórico, como Victor Hugo lo fue, a su vez, del literario.
El poeta Charles Baudelaire se hizo eco de esta compara­ción tópica entre Delacroix y Hugo como los representantes del entonces todavía polémico estilo romántico, si bien el au­tor de Las flores del mal consi­deraba más justamente acerta­da a este respecto la elección de la figura del pintor que la del es­critor. En cualquier caso, el prestigio artístico de Delacroix se fue renovando a través de di­versas generaciones de creado­res de vanguardia.


Fragmento de la Batalla de Nancy, muerte del duque de Borgoña, Carlos el Temerario, 1831. Museo de Bellas Artes de Nancy.


Fragmento de Convención de Boissy d´Anglas, 1831. Museo de Bellas Artes de Burdeos.


 Así, es sucesivamente toma­do como maestro por realistas, naturalistas e impresionistas, no cediendo su consideración críti­ca ni dentro de las huestes radi­calizadas de las vanguardias plásticas de nuestro siglo. En la célebre novela de Emile Zola La obra, que narra en clave lite­raria las cuitas de los más rele­vantes impresionistas, con da­tos aprovechados fundamental­mente en las biografías de Cé­zanne, Manet y Monet, se cita al Delacroix de los últimos años como el único maestro su­perviviente digno de ser respe­tado. Si tenemos en cuenta que la primera batalla pública de los impresionistas se produjo durante los años sesenta del pa­sado siglo, la década en la que murió Delacroix, el testimonio recogido por Zola posee un alto valor significativo.
Todavía unos años más tar­de, casi a punto de concluir el siglo XIX, en 1899, el pintor Paul Signac publicó un libro considerado como el manifiesto de las ideas posimpresionistas con el título De Eugéne Dela­croix al neoimpresionismo. En fin, Pablo Picasso empleará el cuadro Mujeres de Argel, una de las composiciones más popula­res de Delacroix, como base para una de sus más brillantes glosas pictóricas.
Esta envidiable fortuna ar­tística, propia de las personali­dades míticas, se acompañó además con una vida que los contemporáneos románticos del pintor calificaban como "in­teresante". En realidad, hasta Su nacimiento está recubierto de oscuridades legendarias, pues se discute que la paterni­dad real del artista correspon­diese a quien así aparecía ofi­cialmente en el registro, Char­les Delacroix, ilustre político francés que alcanzó las más al­tas dignidades oficiales como ministro del Exterior con el Di­rectorio y prefecto del imperio en Burdeos y Marsella. Pero si a estas conjeturas, basadas en la documentación de fechas, se añade que el verdadero padre fue al parecer el celebérrimo Talleyrand, ese prodigio de in-combustión en el poder a través de los cambios más estrafala­rios, no queda nada mal, en efecto, la carta natal del genio incipiente.

Fragmento de Combate de Gianour y de Hasdsan, 1835. Museo de Pétit Palais, París



Fragmento de Fantasía árabe, 1833



Fragmento de Batalla de Taillebourg, 1835. Museo del Louvre, París.

 Hijo de ministro o de prínci­pe, el caso es que Eugéne Dela­croix pronto mostró cualidades precoces para las artes, y él mis­mo, brillante y fecundo escritor, ha descrito su infancia en Mar­sella,como un oasis de felicidad completamente entregado a "su gran pasión por el dibujo y la música". Aficionado a la litera­tura, a la música y, naturalmen­te, a la pintura, en la que pronto centrará su atención principal, Delacroix sentía además esa gran inquietud de los jóvenes románticos por la vida misma vivida con intensidad y origina­lidad máximas, rompiendo moldes y costumbres de todo tipo.
En este sentido, conviene re­cordar que vivir entonces era sinónimo de viajar y viajar fue­ra de las rutas preestablecidas. El 11 de enero de 1832 Dela­croix embarcó en el puerto de Tolón rumbo a Tánger, primera etapa de un periplo norteafrica­no, con su correspondiente re­calada en España, a la sazón convertida en el mito románti­co por excelencia precisamente por su exótica naturaleza se­mioriental.
A raíz de este viaje formula un nuevo credo artístico para el futuro clasicismo, de naturale­za ya completamente románti­ca. En una carta dirigida a un amigo, afirma Delacroix que "Roma ya no está en Roma", a la vez que le comunica que ha descubierto en África "algo más simple y misterioso: los ro­manos y los griegos están aquí, a mi alcance, me río de los grie­gos de David...". Su rápido pe­riplo por Andalucía le entusias­ma, fijándose en mil detalles pintorescos, pero sobre todo en los grandes pintores españoles, desde Murillo a Goya.
Amigo de los principales ro­mánticos, escritores, músicos o pintores, como Gautier, Sten­dhal, Hugo, Baudelaire, Cho­pin, Georges S and, etcétera, Delacroix pagó muy cara su de­safección a la escuela oficial de los seguidores clasicistas de David. En este sentido, nos si­gue sorprendiendo hoy día la reiterada negativa que obtuvo para ser admitido en el institu­to, donde solicitó el sillón, por primera vez, en 1837, y donde siguió siendo consecutivamente rechazado ocho veces hasta por fin lograr ingresar en 1856, casi 20 años después de la pri­mera tentativa y a tan sólo seis de su fallecimiento.

Fragmento de Tam O Shanter perseguido por las brujas, 1825. Museo del castillo de Nottingham.


Este revelador fracaso para su consagración oficial, tanto más chocante en un hombre de mundo, no se explica tan sólo por cuestiones puramente for­males, como la de ser un vigo­roso partidario del color en un medio dominado por la más rancia tradición clásica france­sa. Delacroix fue un espíritu plenamente romántico y, más que el estilo, sus gustos y sus te­mas escandalizaban a los más conservadores de la época. Re­firiéndose a ello, el pintor Gé­rard dijo en cierta ocasión a propósito de Delacroix: "Aca­ba de sernos revelado un pin­tor, ¡pero es un hombre que anda por las nubes!". Eran és­tas, desde luego, románticas nubes, cargadas con el culto al instinto, al heroísmo, a la espiritualidad, a la pasión, e inter­pretándolo todo en clave con­temporánea.


Fragmento de Mujer con loro. Museo de Bellas Artes de Lyon.


De esta manera, por sus cua­dros desfilan los protagonistas de las grandes hazañas políticas de su época y se inspira en toda suerte de temas literarios a la moda, extraídos de Dante, Shakespeare, Tasso o el propio Wal­ter Scott. Los cuerpos torsiona­dos de animales y hombres en el fragor de las luchas, la sensuali­dad más turbadora en la expre­sión de bellezas femeninas in­quietantes, el sentido de la fatali­dad oriental, los mundos interio­res alucinados, los ideales políti­cos revolucionarios, una concep­ción religiosa como agonía... En estos o en otros asuntos vemos perfilarse un nuevo estilo radi­calmente moderno de entender la vida y el arte.
Por eso ahora, cuando desfi­lamos ante una buena selección de cientos de sus mejores imá­genes, reconocemos esa extra­ña fuerza que poetizó maravi­llosamente Baudelaire: "Dela­croix, lago ensangrentado col­mado de ángeles pérfidos, / a la sombra de un bosque de pinos siempre verdes, / en el que, bajo un cielo de desdicha, insó­litas fanfarrias / desfilan, como un suspiro ahogado de Weber; / esas maldiciones, esas blasfe­mias, esas imprecaciones, / esos éxtasis, esos gritos, esos llantos, esos Te deum, / son un eco devuelto por mil laberin­tos; / ¡un opio divino para los corazones mortales!".


El Pais Semanal, 1987

William Klein



Roma, 1956. 
En la playa de Ostia, William Klein captó esta imagen de un grupo de cinco personas. Este encuadre se tomaría más tarde como prototipo para fotografiar a grupos de "rock and roll".


William Klein. Nació en Nueva York el 19 de abril de 1928 y descubrió Europa en 1946, durante su servicio militar en Alemania. Repartió su vida entre los dos continentes y mantuvo una continua actitud crítica hacia las dos orillas del Atlántico. Tras ser alumno de Fernand Léger en 1948, regresó a Nueva York y durante 10 años trabajó para Vogue. La fotografía de moda no le interesaba y empleó esos años en realizar un retrato iconoclasta de su ciudad. que fue publicado en París en 1956. (La Fundación La Caixa de Madrid expondrá estas fotografías del 18 de septiembre al 26 de octubre). Instalado en París desde hacía medio siglo, cubierto de honores, siempre se cuestionó a sí mismo, hasta publicar en 1995 (ver El País Semanal, n° 251) una nueva versión de su Nueva York natal que demuestra hasta qué punto era un precursor.

París, 1968.
Año de la revuelta estudiantil. Hace frío y el ambiente es desolador. La gente mira cómo pasan los tanques.




Es un hombre de las ciudades. Es un hombre de la narración, bien sea a través de un libro o de una película. Con él llegó el escándalo, ya en los años cincuenta, porque rechazaba la convención de las imágenes trazadas con el cordel de la geometría, y fue él quien, triturando el grano, exagerando los efectos del gran angular, lanzando grandes fogonazos de forma irrespetuosa, consolidó una imagen que era como un puñetazo contra el clasicismo. Supo antes que nadie leer la ciudad como un gran escritorio repleto de signos y señales, donde surgen persona­jes de ficción portadores de humanidad y privados de identidad. Supo jugar con sus encuentros y no conformarse nunca con un estilo estereotipado. Y, sin em­bargo, sus imágenes son reconocibles en­tre todas las demás.
Saben cómo hacer hablar a la vio­lencia de Nueva York y Tokio, cómo pa­sar del romanticismo impregnado de carcajadas de Moscú al neorrealismo ro­mano con una naturalidad desconcer­tante. Siguen esa regla sencilla que dice que hay que meterse en el entorno para tomar de él partículas de realidad y, a continuación, ponerlas en escena como quien cuenta una historia.
Capaz de pasar con descaro de los bastidores de un desfile de alta costura a las absurdas pasiones de los aficionados del Mundial de fútbol, Klein se bur­la de sí mismo al rechazar una imagen confortable de lo que le rodea. Cineas­ta, fotógrafo, grafista, inclasificable, rebelde, impuso la idea de que la foto­grafía supone en primer lugar enfrentarse sin piedad a la realidad.

Nueva York, 1996.
Un fotomontaje: "Pegué anuncios falsos y un ratón Mickey sobre Times Square. Aquello se había convertido en Disneyland".

Turín, 1990.
El baile de la alegría. Los "fans" brasileños celebran la victoria de su equipo. Se ha convertido en el campeón del mundo.

París, 1987.
Los pasillos de la Ópera Cómica de París se convierten en una improvisada pasarela en la que lucirán los modelos de Alaïa Kleider. "Una sesión fotográfica que tenía que parecer capturada de una película barata de gánsteres".




París, 1987.
Una parodia sobre Farah Diba e Imelda Marcos. Ambas escaparon de sus respectivos países cargadas de joyas, miles de pares de zapatos y rodeadas de guardaespaldas y fotógrafos.




París, 1986.
"Perdí de vista el mundo de la moda y creí que podría conocer a una nueva generación de diseñadores fotografiando los escenarios". Las bambalinas de un desfile de Gautier.




París, 1990.
En el Club Allegro Fortíssimo. "Las mujeres se reunieron bajo el eslogan "La gordura puede ser bonita". El baño turco estaba cerrado, el agua helada y la niebla resultaba muy artística".



París, 1989.
Palacio de Luxemburgo. La sede del Senado francés. Los policías vigilan atentamente la entrada ante una multitud de manifestantes.

Turín, 1990.
Los brasileños ahorraron durante dos años para poder animar a su equipo en el Mundial de Italia.





 El Pais Semanal


miércoles, 18 de abril de 2012

JOHN GUTMANN

 Operario de mantenimiento bajando por uno de los cables principales del puente Golden Gate(San Francisco, 1947)

LOS OJOS DE PETER PAN
A principios de los años treinta, John Gutmann empezaba a disfrutar de su fama de pintor en
Alemania, pero la llegada del nazismo truncó su carrera y le lanzó a Estados Unidos. Allí, armado
con una Rolleiflex, retrató la gran depresión, el apogeo de la miseria, con la curiosa e ingenua
mirada de un Peter Pan. Ahora, 99 fotografías realizadas entre 1934 y 1954 se exponen hasta el 25
de noviembre en la Fundación Caja de Pensiones de Barcelona y posteriormente se exhibirán en
otras ciudades españolas.
Texto: Manuel Falces

 Mobile (Alabama, 1937)

 La hora del almuerzo (San Francisco, 1934)

John Gutmann (Breslau, Alema­nia, 1905) jamás había tenido en sus manos una cámara fotográ­fica, y menos una como aquella precisa Rolleifiex por la que optó, quizá la más cara del mercado en aquellos años. Leyó atentamente las instrucciones y disparó un par de rollos. Unos días después se dirigió a la más prestigiosa agencia de noticias alemana, la berline­sa Presse Photo, con la que contrató sus servicios y derechos de reproduc­ción sobre su futura obra. Apenas pudo mostrar una sola foto. Su incipiente fama como pintor y discípulo aventaja­do de Otto Muller se vieron truncadas por el nombramiento de Adolfo Hitler como canciller de Alemania en enero de 1933.
En aquel país, que en marzo del mismo año inauguraba el campo de concentración de Dachau, pintar era "oficio de degenerados, decadentes y bolcheviques". Las puertas de las gale­rías se le cerraron simultáneamente junto con las expectativas de ejercer como enseñante. En aquel contexto di­fícilmente podía rentabilizar las 24 ho­ras de clase de dibujo semanales que recibiera de Muller, perfectamente asi­miladas, y su talento como pintor, que gozaba de las bendiciones del afamado grupo de vanguardia denominado Die Brücke. Tenía, pues, que planificar con urgencia su huida de aquel entorno y para ello era consciente de que su mejor aliada era aquella cámara y la seguridad de la rigurosa y sensible mirada de la que es­taba dotado.




Actividad en la ventanilla de los cajeros (1947) 

El despacho (1936) 

Mujeres de Tejas (1937) 



Antes de Pearl Harbour (San Francisco, 1938)


Gutmann llegó a Estados Unidos el 31 de diciembre de 1933 a bordo de un carguero noruego. Y llegó con la pure­za visual de una película virgen con la que carga la cámara un niño en espera de insólitos registros. La diferencia es que Gutmann, hijo de una familia judía acomodada de profunda educación in­telectual, conocía la estadística concre­ta de aquel país en todos sus órdenes, y que aún en pleno apogeo de la miseria, consecuencia de una aguda depresión económica, con ocho millones de nor­teamericanos en paro, la contrapone a la mágica óptica de un Peter Pan que aterriza junto a Campanita (su Rollei­flex) en la tierra de nunca jamás.
Al desembarcar, lo primero que le fascinó fue el mosaico etnográfico con el que tropezaron sus ojos, el ruido que en conjunto formaban negros, blancos, mestizos, etcétera. Y más que este he­cho en sí mismo, los aires de libertad, contrapuestos a las exigencias del nazis­mo, del que definitivamente se había lo­grado desprender, pasivamente obser­vados y transmitidos en todas sus to­mas fotográficas posteriores. Un amigo en su país natal le recomendó la ciudad de San Francisco como punto de de­sembarco y residencia. Allá en Alema­nia, según cuenta Marvin Heiferman, aquél le dijo "que era una locura quedarse en Europa, que sólo había un país en el mundo al que se podía ir: Estados Uni­dos; sólo un Estado, California, y tan sólo una ciudad, San Francisco", por la que optó, dejando sigilosamente sus nuevas señas exclusivamente a su novia.
Lo cierto es que su única obsesión, el impulso decisivo que le indujo a abandonar los pinceles y buscar nue­vas tierras, al igual que la de otros tan­tos creadores (Bertolt Brecht, Fritz Lang, Kurt Weiltz, Max Ernst, Moholy Nagy, etcétera), fue la de encontrar un puerto seguro en "el que se compartie­ran sueños de optimismo: el del sueño americano" (Heiferman).


 El juego (Nueva Orleans, 1937)


Stanley Hiller, montado en el Avispón (1952)


Primeras lecciones sobre los bombardeos aéreos (1938)




Con el velo puesto y los brazos levantados (1939)



La cámara de Gutmann se tropieza con una América evolutiva, a veces su­rrealista, por la brusquedad de los con­trastes propios de sus convulsiones so­ciales, enfrentados con la visión de un europeo desarraigado que, como sub­raya Max Kozloff, había de inventarse a sí mismo como fotógrafo en una co­munidad que le era hostil. Le ocurre con América igual que al viajero que llega por vez primera a Venecia, cuyo contacto con la ciudad describe magis­tralmente Braudel: "La hemos imagi­nado demasiado antes de conocerla para verla tal como es. La amamos a través de nosotros mismos".
Gutniann se encuentra con una América devota de las películas de Walt Disney, seriales radiofónicos, los taxis amarillos, la mafia, junto a las ma­jorettes tipo Rubens, el culto al dólar, las cantantes de radio disfrazadas con sus signos ($) y los Dodge, cuya plásti­ca le impresiona y recoge fielmente. Contrapunto socioeconómico de una etapa previa en la que la miseria hizo huella y en la que el biberón se les daba a los niños en botellas de coca-cola abandonadas. Depresión salvaje, regis­trada en las 150.000 imágenes de la co­lección celosamente guardada ahora en la sala 235 de la Biblioteca del Con­greso de Estados Unidos. Imágenes realizadas por Walker Evans, Doro­thea Lange y compañía; colección foto­gráfica encargada por la Administra­ción del presidente Roosevelt como instrumento de propaganda y persua­sión de las precarias condiciones de vida en las que se desenvolvían los campesinos en busca de solidaridad frente a la América de las ciudades.
Pero Gutmann, a diferencia de esos fotógrafos que trabajaron para la Ad­ministración norteamericana, cuyas colecciones pertenecen al programa de Protección Agraria, acusa unas dife­rencias esenciales con aquéllos. Entre ellos hay algunos provenientes del campo de la pintura que, al igual que él, nunca antes habían manejado una cá­mara, tal como le ocurre a Ben Shahn, actualmente incluido en los listados de grandes maestros de la historia de la fotografía. Su singularidad radica en la avidez analítica de los ojos del extran­jero y su implacable búsqueda de lo ex­traño; comportamiento similar al de un viajero —turista cualificado, si se pre­fiere— perdido en 1937 en una Alaba­ma poblada de calcetines raídos o el permisivo Mardi Gras de Nueva Orleans.
Gutmann subraya la teoría de que todos los ojos en absoluto ven / miran de idéntica manera las mismas cosas, aun contando con un análogo nivel de formación cultural, ya que éstos vienen condicionados por un cierto fatalismo. Su mirada al cielo para fotografiar ma­gistralmente tres aviones de guerra bajo el título Presagio es emblemática y evidencia la sensación de proximidad del peligro del que lo había tenido cer­ca y que paradójicamente ve las mis­mas cosas de distinta manera. Máxime en una América en la que fotógrafos como Walker Evans coqueteaban con textos de Stieglitz, con los cuales se justificaban a sí mismos y justifican las teorías más alambicadas del ser y de­ber ser del medio. Tal es el caso de Stieglitz, que desde 1923 se dedicó a fotografiar nubes, a apuntar su cámara hacia el cielo: "Yo quería fotografiar nubes para averiguar qué había domi­nado el medio durante 40 años de foto­grafía. Quería exponer mi filosofía de la vida a través de las nubes, demostrar que mis fotografías no eran un produc­to ni de la temática ni de privilegios es­peciales; las nubes estaban allí gratis".
Su obra apostó por la belleza, regis­trada de forma inquietante y depresiva a veces, desde la contenida bajo una in­genuidad aparente en las imágenes do­cumentales cuya temática tratada por otro aparecía como extremadamente cruda hasta la de sus tensos desnudos femeninos o los retratos con transpa­rentes velos de encaje negro sobre el rostro. Testimonios de acontecimien­tos domésticos singulares, aparente­mente triviales, tales como la implanta­ción de las viviendas adosadas en San Francisco, los ensayos con el helicópte­ro (avispón) o la inquietante ternura de sus vaqueros negros. Gutmann, en re­sumen, manifiesta en sí mismo la con­tradicción de la lenta velocidad con la que la fotografía se mueve, capaz de re­ciclar toda una vida.

El Pais Semanal