Autorretrato
Como fundador de la pintura moderna, Eugéne Delacroix fue un revolucionario en su tiempo. Romántico, pertenece a una de las generaciones más gloriosas de la cultura fancesa, y en su estética bebieron todos los grandes maestros de fmales del siglo XIX. Sus contemporáneos tardaron años en reconocer una obra que, como la de los verdaderos genios, se agranda con el tiempo. Zúrich, primero, y Francfort, ahora, son el escenario de una exposición antológica de su obra.
Texto: Francisco Calvo Serraller
fragmento de El despertar, 1850
Colección privada
En realidad, desde la celebración del centenario de la muerte del pintor, que dio lugar a una espectacular retrospectiva durante 1963 en el Museo del Louvre, con 529 obras, no se había podido contemplar otra muestra tan relevante de Delacroix como la que ahora se puede visitar en Francfort. Es éste un dato muy a tener en cuenta cuando no se trata sólo de una simple llamada de atención sobre un gran maestro del pasado, sino sobre el genuino fundador de la pintura moderna.
Al hacer esta afirmación no se trata de olvidar en absoluto a Goya, a quien todos los románticos, y muy en particular el propio Delacroix, consideraron la clave de bóveda del espíritu moderno, ni tampoco de menospreciar el papel desempeñado por Géricault, cuya trágica muerte prematura no restó un ápice de importancia a la influencia decisiva de su estilo en el desarrollo del romanticismo francés, pero, con todo, es evidente que fue Delacroix la encarnación más perfecta del romanticismo pictórico, como Victor Hugo lo fue, a su vez, del literario.
El poeta Charles Baudelaire se hizo eco de esta comparación tópica entre Delacroix y Hugo como los representantes del entonces todavía polémico estilo romántico, si bien el autor de Las flores del mal consideraba más justamente acertada a este respecto la elección de la figura del pintor que la del escritor. En cualquier caso, el prestigio artístico de Delacroix se fue renovando a través de diversas generaciones de creadores de vanguardia.
Fragmento de la Batalla de Nancy, muerte del duque de Borgoña, Carlos el Temerario, 1831. Museo de Bellas Artes de Nancy.
Fragmento de Convención de Boissy d´Anglas, 1831. Museo de Bellas Artes de Burdeos.
Todavía unos años más tarde, casi a punto de concluir el siglo XIX, en 1899, el pintor Paul Signac publicó un libro considerado como el manifiesto de las ideas posimpresionistas con el título De Eugéne Delacroix al neoimpresionismo. En fin, Pablo Picasso empleará el cuadro Mujeres de Argel, una de las composiciones más populares de Delacroix, como base para una de sus más brillantes glosas pictóricas.
Esta envidiable fortuna artística, propia de las personalidades míticas, se acompañó además con una vida que los contemporáneos románticos del pintor calificaban como "interesante". En realidad, hasta Su nacimiento está recubierto de oscuridades legendarias, pues se discute que la paternidad real del artista correspondiese a quien así aparecía oficialmente en el registro, Charles Delacroix, ilustre político francés que alcanzó las más altas dignidades oficiales como ministro del Exterior con el Directorio y prefecto del imperio en Burdeos y Marsella. Pero si a estas conjeturas, basadas en la documentación de fechas, se añade que el verdadero padre fue al parecer el celebérrimo Talleyrand, ese prodigio de in-combustión en el poder a través de los cambios más estrafalarios, no queda nada mal, en efecto, la carta natal del genio incipiente.
Fragmento de Combate de Gianour y de Hasdsan, 1835. Museo de Pétit Palais, París
Fragmento de Fantasía árabe, 1833
Fragmento de Batalla de Taillebourg, 1835. Museo del Louvre, París.
En este sentido, conviene recordar que vivir entonces era sinónimo de viajar y viajar fuera de las rutas preestablecidas. El 11 de enero de 1832 Delacroix embarcó en el puerto de Tolón rumbo a Tánger, primera etapa de un periplo norteafricano, con su correspondiente recalada en España, a la sazón convertida en el mito romántico por excelencia precisamente por su exótica naturaleza semioriental.
A raíz de este viaje formula un nuevo credo artístico para el futuro clasicismo, de naturaleza ya completamente romántica. En una carta dirigida a un amigo, afirma Delacroix que "Roma ya no está en Roma", a la vez que le comunica que ha descubierto en África "algo más simple y misterioso: los romanos y los griegos están aquí, a mi alcance, me río de los griegos de David...". Su rápido periplo por Andalucía le entusiasma, fijándose en mil detalles pintorescos, pero sobre todo en los grandes pintores españoles, desde Murillo a Goya.
Amigo de los principales románticos, escritores, músicos o pintores, como Gautier, Stendhal, Hugo, Baudelaire, Chopin, Georges S and, etcétera, Delacroix pagó muy cara su desafección a la escuela oficial de los seguidores clasicistas de David. En este sentido, nos sigue sorprendiendo hoy día la reiterada negativa que obtuvo para ser admitido en el instituto, donde solicitó el sillón, por primera vez, en 1837, y donde siguió siendo consecutivamente rechazado ocho veces hasta por fin lograr ingresar en 1856, casi 20 años después de la primera tentativa y a tan sólo seis de su fallecimiento.
Fragmento de Tam O Shanter perseguido por las brujas, 1825. Museo del castillo de Nottingham.
Este revelador fracaso para su consagración oficial, tanto más chocante en un hombre de mundo, no se explica tan sólo por cuestiones puramente formales, como la de ser un vigoroso partidario del color en un medio dominado por la más rancia tradición clásica francesa. Delacroix fue un espíritu plenamente romántico y, más que el estilo, sus gustos y sus temas escandalizaban a los más conservadores de la época. Refiriéndose a ello, el pintor Gérard dijo en cierta ocasión a propósito de Delacroix: "Acaba de sernos revelado un pintor, ¡pero es un hombre que anda por las nubes!". Eran éstas, desde luego, románticas nubes, cargadas con el culto al instinto, al heroísmo, a la espiritualidad, a la pasión, e interpretándolo todo en clave contemporánea.
Fragmento de Mujer con loro. Museo de Bellas Artes de Lyon.
De esta manera, por sus cuadros desfilan los protagonistas de las grandes hazañas políticas de su época y se inspira en toda suerte de temas literarios a la moda, extraídos de Dante, Shakespeare, Tasso o el propio Walter Scott. Los cuerpos torsionados de animales y hombres en el fragor de las luchas, la sensualidad más turbadora en la expresión de bellezas femeninas inquietantes, el sentido de la fatalidad oriental, los mundos interiores alucinados, los ideales políticos revolucionarios, una concepción religiosa como agonía... En estos o en otros asuntos vemos perfilarse un nuevo estilo radicalmente moderno de entender la vida y el arte.
Por eso ahora, cuando desfilamos ante una buena selección de cientos de sus mejores imágenes, reconocemos esa extraña fuerza que poetizó maravillosamente Baudelaire: "Delacroix, lago ensangrentado colmado de ángeles pérfidos, / a la sombra de un bosque de pinos siempre verdes, / en el que, bajo un cielo de desdicha, insólitas fanfarrias / desfilan, como un suspiro ahogado de Weber; / esas maldiciones, esas blasfemias, esas imprecaciones, / esos éxtasis, esos gritos, esos llantos, esos Te deum, / son un eco devuelto por mil laberintos; / ¡un opio divino para los corazones mortales!".
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