jueves, 19 de abril de 2012

Delacroix


Autorretrato


 Retorno de un romántico


Como fundador de la pintura moderna, Eugéne Delacroix fue un revolucionario en su tiempo. Romántico, pertenece a una de las generaciones más gloriosas de la cultura fancesa, y en su estética bebieron todos los grandes maestros de fmales del siglo XIX. Sus contemporáneos tardaron años en reconocer una obra que, como la de los verdaderos genios, se agranda con el tiempo. Zúrich, primero, y Francfort, ahora, son el escenario de una exposición antológica de su obra.
Texto: Francisco Calvo Serraller



fragmento de El despertar, 1850
 Colección privada

 A lo largo de este verano, entre el 5 de junio y el 23 de agosto, se ha exhibi­do en la localidad suiza de Zú­rich una importantísima mues­tra antológica del pintor ro­mántico francés Eugéne Dela­croix (1798-1863). Organizada por la Kunsthaus de Zúrich bajo la supervisión de Harald Szeemann, comisario de la muestra, esta magnífica exposi­ción, que cuenta 145 óleos y un amplio conjunto de dibujos y acuarelas, se ha trasladado a la Städtische Galerie de Franc­fort, donde permanecerá abier­ta desde el 28 de septiembre hasta fin de año.
En realidad, desde la cele­bración del centenario de la muerte del pintor, que dio lugar a una espectacular retrospecti­va durante 1963 en el Museo del Louvre, con 529 obras, no se había podido contemplar otra muestra tan relevante de Delacroix como la que ahora se puede visitar en Francfort. Es éste un dato muy a tener en cuenta cuando no se trata sólo de una simple llamada de aten­ción sobre un gran maestro del pasado, sino sobre el genuino fundador de la pintura mo­derna.
Al hacer esta afirmación no se trata de olvidar en absoluto a Goya, a quien todos los román­ticos, y muy en particular el propio Delacroix, consideraron la clave de bóveda del espíritu moderno, ni tampoco de me­nospreciar el papel desempeña­do por Géricault, cuya trágica muerte prematura no restó un ápice de importancia a la in­fluencia decisiva de su estilo en el desarrollo del romanticismo francés, pero, con todo, es evi­dente que fue Delacroix la en­carnación más perfecta del ro­manticismo pictórico, como Victor Hugo lo fue, a su vez, del literario.
El poeta Charles Baudelaire se hizo eco de esta compara­ción tópica entre Delacroix y Hugo como los representantes del entonces todavía polémico estilo romántico, si bien el au­tor de Las flores del mal consi­deraba más justamente acerta­da a este respecto la elección de la figura del pintor que la del es­critor. En cualquier caso, el prestigio artístico de Delacroix se fue renovando a través de di­versas generaciones de creado­res de vanguardia.


Fragmento de la Batalla de Nancy, muerte del duque de Borgoña, Carlos el Temerario, 1831. Museo de Bellas Artes de Nancy.


Fragmento de Convención de Boissy d´Anglas, 1831. Museo de Bellas Artes de Burdeos.


 Así, es sucesivamente toma­do como maestro por realistas, naturalistas e impresionistas, no cediendo su consideración críti­ca ni dentro de las huestes radi­calizadas de las vanguardias plásticas de nuestro siglo. En la célebre novela de Emile Zola La obra, que narra en clave lite­raria las cuitas de los más rele­vantes impresionistas, con da­tos aprovechados fundamental­mente en las biografías de Cé­zanne, Manet y Monet, se cita al Delacroix de los últimos años como el único maestro su­perviviente digno de ser respe­tado. Si tenemos en cuenta que la primera batalla pública de los impresionistas se produjo durante los años sesenta del pa­sado siglo, la década en la que murió Delacroix, el testimonio recogido por Zola posee un alto valor significativo.
Todavía unos años más tar­de, casi a punto de concluir el siglo XIX, en 1899, el pintor Paul Signac publicó un libro considerado como el manifiesto de las ideas posimpresionistas con el título De Eugéne Dela­croix al neoimpresionismo. En fin, Pablo Picasso empleará el cuadro Mujeres de Argel, una de las composiciones más popula­res de Delacroix, como base para una de sus más brillantes glosas pictóricas.
Esta envidiable fortuna ar­tística, propia de las personali­dades míticas, se acompañó además con una vida que los contemporáneos románticos del pintor calificaban como "in­teresante". En realidad, hasta Su nacimiento está recubierto de oscuridades legendarias, pues se discute que la paterni­dad real del artista correspon­diese a quien así aparecía ofi­cialmente en el registro, Char­les Delacroix, ilustre político francés que alcanzó las más al­tas dignidades oficiales como ministro del Exterior con el Di­rectorio y prefecto del imperio en Burdeos y Marsella. Pero si a estas conjeturas, basadas en la documentación de fechas, se añade que el verdadero padre fue al parecer el celebérrimo Talleyrand, ese prodigio de in-combustión en el poder a través de los cambios más estrafala­rios, no queda nada mal, en efecto, la carta natal del genio incipiente.

Fragmento de Combate de Gianour y de Hasdsan, 1835. Museo de Pétit Palais, París



Fragmento de Fantasía árabe, 1833



Fragmento de Batalla de Taillebourg, 1835. Museo del Louvre, París.

 Hijo de ministro o de prínci­pe, el caso es que Eugéne Dela­croix pronto mostró cualidades precoces para las artes, y él mis­mo, brillante y fecundo escritor, ha descrito su infancia en Mar­sella,como un oasis de felicidad completamente entregado a "su gran pasión por el dibujo y la música". Aficionado a la litera­tura, a la música y, naturalmen­te, a la pintura, en la que pronto centrará su atención principal, Delacroix sentía además esa gran inquietud de los jóvenes románticos por la vida misma vivida con intensidad y origina­lidad máximas, rompiendo moldes y costumbres de todo tipo.
En este sentido, conviene re­cordar que vivir entonces era sinónimo de viajar y viajar fue­ra de las rutas preestablecidas. El 11 de enero de 1832 Dela­croix embarcó en el puerto de Tolón rumbo a Tánger, primera etapa de un periplo norteafrica­no, con su correspondiente re­calada en España, a la sazón convertida en el mito románti­co por excelencia precisamente por su exótica naturaleza se­mioriental.
A raíz de este viaje formula un nuevo credo artístico para el futuro clasicismo, de naturale­za ya completamente románti­ca. En una carta dirigida a un amigo, afirma Delacroix que "Roma ya no está en Roma", a la vez que le comunica que ha descubierto en África "algo más simple y misterioso: los ro­manos y los griegos están aquí, a mi alcance, me río de los grie­gos de David...". Su rápido pe­riplo por Andalucía le entusias­ma, fijándose en mil detalles pintorescos, pero sobre todo en los grandes pintores españoles, desde Murillo a Goya.
Amigo de los principales ro­mánticos, escritores, músicos o pintores, como Gautier, Sten­dhal, Hugo, Baudelaire, Cho­pin, Georges S and, etcétera, Delacroix pagó muy cara su de­safección a la escuela oficial de los seguidores clasicistas de David. En este sentido, nos si­gue sorprendiendo hoy día la reiterada negativa que obtuvo para ser admitido en el institu­to, donde solicitó el sillón, por primera vez, en 1837, y donde siguió siendo consecutivamente rechazado ocho veces hasta por fin lograr ingresar en 1856, casi 20 años después de la pri­mera tentativa y a tan sólo seis de su fallecimiento.

Fragmento de Tam O Shanter perseguido por las brujas, 1825. Museo del castillo de Nottingham.


Este revelador fracaso para su consagración oficial, tanto más chocante en un hombre de mundo, no se explica tan sólo por cuestiones puramente for­males, como la de ser un vigo­roso partidario del color en un medio dominado por la más rancia tradición clásica france­sa. Delacroix fue un espíritu plenamente romántico y, más que el estilo, sus gustos y sus te­mas escandalizaban a los más conservadores de la época. Re­firiéndose a ello, el pintor Gé­rard dijo en cierta ocasión a propósito de Delacroix: "Aca­ba de sernos revelado un pin­tor, ¡pero es un hombre que anda por las nubes!". Eran és­tas, desde luego, románticas nubes, cargadas con el culto al instinto, al heroísmo, a la espiritualidad, a la pasión, e inter­pretándolo todo en clave con­temporánea.


Fragmento de Mujer con loro. Museo de Bellas Artes de Lyon.


De esta manera, por sus cua­dros desfilan los protagonistas de las grandes hazañas políticas de su época y se inspira en toda suerte de temas literarios a la moda, extraídos de Dante, Shakespeare, Tasso o el propio Wal­ter Scott. Los cuerpos torsiona­dos de animales y hombres en el fragor de las luchas, la sensuali­dad más turbadora en la expre­sión de bellezas femeninas in­quietantes, el sentido de la fatali­dad oriental, los mundos interio­res alucinados, los ideales políti­cos revolucionarios, una concep­ción religiosa como agonía... En estos o en otros asuntos vemos perfilarse un nuevo estilo radi­calmente moderno de entender la vida y el arte.
Por eso ahora, cuando desfi­lamos ante una buena selección de cientos de sus mejores imá­genes, reconocemos esa extra­ña fuerza que poetizó maravi­llosamente Baudelaire: "Dela­croix, lago ensangrentado col­mado de ángeles pérfidos, / a la sombra de un bosque de pinos siempre verdes, / en el que, bajo un cielo de desdicha, insó­litas fanfarrias / desfilan, como un suspiro ahogado de Weber; / esas maldiciones, esas blasfe­mias, esas imprecaciones, / esos éxtasis, esos gritos, esos llantos, esos Te deum, / son un eco devuelto por mil laberin­tos; / ¡un opio divino para los corazones mortales!".


El Pais Semanal, 1987

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