sábado, 23 de abril de 2011

Ignacio Zuloaga (1870-1945)


La figura de Ignacio Zuloaga (1870-1945) fue motivo de admiración y de
encendida polémica en el curso de su trayectoria artística. Muy pocos
pintores han ejemplificado como él una imagen de España tan sólida y
temporal. La gran muestra retrospectiva que se exhibe en el Museo de Bellas
Artes de Bilbao hasta primeros de enero, y que recorrerá Europa y Estados
Unidos, devuelve a las distintas sedes de sus éxitos las obras que admiraron.
Texto: Mariano Navarro



Retrato de Azorín (1941)

"Entre las cosas fáciles, la más im­portante que podía intentar ahora el ministro de Instrucción Pública sería, en mi opinión, una Exposi­ción Zuloaga". Ésta era la pro­puesta, interesada y retadora, que lanzaba, en abril de 1910, José Or­tega y Gasset. Y algunos párrafos después añadía: "Esta petición tie­ne un sentido pedagógico, el mejor sentido, el más fecundo que puede tener una cosa. La peregrinación de los lienzos egregios con sus bár­baras figuras por las tierras casti­zas de donde salieron removerá muchos nervios enmohecidos, le­vantará disputas, quebrará putre­factas opiniones, clasificará algu­nos pensamientos, y en no pocas casas desespiritualizadas, recogi­dos los manteles tras la cena bru­talmente breve a que obliga el mi­nistro de Hacienda, se hablará de estética".
Ni hay ni ha sido iniciativa del Ministerio de Instrucción Pública, sino de la nieta del pintor María Rosa Zuloaga y del Gobierno vas­co, la Exposición Retrospectiva dedicada a Ignacio Zuloaga, ni cabe hoy esperar alborotos de so­bremesa por esta invitación a con­templar, una vez más, los cuadros que pintó Ignacio Zuloaga. Y, sin embargo, a ese envite cabe sumarle la pregunta que arriesgaba José María Moreno Galván hace ahora más de 20 años. "Si la obra de Zu­loaga no hubiese tenido ninguna audiencia pública, si no hubiese despertado ningún tipo de adhe­sión, si fuese solamente la conse­cuencia excéntrica de un laborar particular y apartado, tal vez no necesitaría una nueva atención.
Pero la obra de Zuloaga no es sola­mente lo que ella es en sí misma, sino lo que ha significado, lo que ha representado para el inmenso público que constituyó su audien­cia y su clientela. La obra de Zu­loaga tuvo un éxito clamoroso en ambientes españoles y europeos. ¿Por qué? La respuesta puede que no tenga nada que ver con la histo­ria del arte moderno, pero, desde luego, tiene mucho que ver con la historia contemporánea de Es­paña".
Sobre su posible insignificancia histórica en los memorandos del arte moderno, incluso el propio pintor coincidiría con los críticos y los historiadores. Respecto a una crónica de lo que fue y dejó la mo­dernidad entre nosotros, el fondo de la cuestión Zuloaga sobrevive al canal de sangre que zanjó el en­frentamiento entre las respuestas que por españoles se le dieron.
Si en este declinar de la década que engulle las esperanzas y los sueños de dos siglos, una obra cali­ficada de menor, "colateral". ilu­mina todavía el interrogante que por haber existido plantea, es úni­camente, me atrevo


Gitana del loro o El desnudo del papagayo (1906)

a decirlo, porque ni durante el transcurso de aquel entonces ni en el olvido de ahora ha dado nuestro pensar con la res­puesta que haría ser a las cosas de forma diferente. La cuestión no ci­fra su clave en un modo de pintar, sino en una manera de mirar y en los discursos contrapuestos que contemplaron y contemplamos esa mirada suya.
Perteneció Ignacio Zuloaga, nacido en Éibar el 26 de julio de 1870, a una familia dedicada desde los inicios del siglo XVIII al oficio de las artes —arcabuceros, damas­quinadores, labradores y ceramis­tas—. Él fue el primero y el único de los suyos empeñado en el arte mayor de la pintura.
Quienes lo conocieron quedaron subyugados por su presencia física y por su talan­te de hombre bueno.
"Tenía andar de torre", re­cordaba Ortega. "Era un titán de los montes cantábricos", escribió el novelista Ramón - Pérez de Ayala. "Todo en él era titánico: su inteligencia, su voluntad, su arte, su amor a España. Pero lo más grande de él era su inocente corazón de niño". Y lo certificaba Araquis­táin: "Poseía un espíritu napoleó­nico". El novelista antes citado lo retrataba de esta guisa: "La cara está llena, la cabeza es redonda, y debajo del cogote comienza a hen­chirse el pestorejo. El color, curti­do y rojo, sin tocar en lo rubicun­do; color de fruto silvestre. Los ojos negros, redondos, portentosa­mente vivos y alerta. Sale de ellos una fuerza de atracción que lo pre­cipita a uno bajo su órbita. La boca es limpia, de blancos dientes iguales, algunos de oro. A veces, con ocasiones inocentes, rompe en una risa colosal... El pecho es abombado en extremo y los hom­bros algo angostos en proporción a la corpulencia. Viste con llaneza y aseo, en un modo de desaliñado aliño; viste trajes holgados de to­nos neutros oscuros y es muy afec­to a la boina. Sus manos son ro­bustas, tanto de artesano y de hombre industrioso como de artis­ta...; un último pormenor: algo es­tevado, los pies no forman ángulo en la dirección de los talones, sino de las puntas". La extensión de la cita se justifica tanto por la exacti­tud del retrato como por lo que de remembranza de aquel tiempo evoca el lenguaje de Pérez de Ayala.
Sobre su carácter, otras notas: "Era más contemplati­vo que hablador", decía la mujer de Catulle Mendés. Y, en palabras de su hermana Dolores, "triste". Supersticioso en extremo, blandía en la mano un junquillo de madera para alejar el mal fario y guardaba en el bolsillo del chaleco un pez de plata con la cola ar­ticulada, que acariciaba en ro­gativas a la buena suerte o lo tendía en vez de su mano cuando no quería estrechar la de alguien. Fama tuvo también, o así al menos lo afirma Corpus Barga, de ser uno de los hombres más malhablados de los muchos malhablados que ha dado el país.


Paisaje de El Escorial (1932)


Fue considerado el artífice de una cierta imagen de España y de los españoles, y sus costumbres y preferencias se correspondían ade­cuadamente con la representación que oficiaba. Son innumerables las desmesuras de su conducta, carac­terizada por gestos de arrojo o im­pulsos incontenibles. Si viviendo en París sentía el deseo de ver El entierro del conde de Orgaz, viaja­ba día y noche sin parar hasta To­ledo y lograba convencer al cape­llán de Santo Tomé para que le abriese, muy pasada la mediano­che, la iglesia y lo iluminase con un hachón; lo contemplaba y regresa­ba a París con idéntica premura. Si compraba una casa en Segovia, nada le importaba que la conside­rasen maldita, "la casa del cri­men". Y le perseguían las anécdo­tas.
Julio Camba, que lo acompa­ñaba en un viaje, tuvo la ocurren­cia, durante un encuentro amiga­ble con varias familias gitanas, que se asombraron de que un hombrón bien trajeado y señorial hablará el caló, de concederle el título de rey de los gitanos de Bilbao; y, en ver­dad, los gitanos fueron siempre bien acogidos en sus casas de Zu­maya, de Segovia, de Pedraza y del mismo Madrid.
Si de joven tuvo una a veces ne­gada vocación novilleril, que le empujó a figurar, con el nombre artístico de El Pintor, en algunos carteles de festejos menores —sin afeitarse jamás su poblado mosta­cho ni paladear nunca una salida por la puerta grande—, retuvo su afición y su gusto hasta el punto de que Juan Belmonte afirmase, en carta a un amigo común, el escul­tor Sebastián Miranda: "Verdade­ramente, yo no he comprendido nunca cómo el tío, con esta afición y esta capacidad, las dos principa­les cosas que se necesitan y que aún le duran con más de 70 años, no ha sido un mataor en lugar del mejor pintor de España".


El Cristo de la sangre (1911)

Y de los toros, al flamenco. El rasgueo que más le emocionaba, decía, "es aquel en que las falsetas
se tocan con el alanquera, sin doblar la mano y usando sobre todo la cuarta, la quinta y el bordón". En 1922 fue el encargado de la de­coración y del vestuario de actuan­tes y espectadores de la Gran Fies­ta de Cante Jondo que dirigió Ma­nuel de Falla con la colaboración de Federico García Lorca. Concedió, además, un premio de 1.000 pesetas, de las de entonces, al que improvisara la mejor saeta. "Tú que andas por el mundo peregrino, si la encuentras dile que yo la ca­melo pero que no quiero verla", fue la ganadora. Años antes —se conserva una fotografía de aque­llo—, acompañó a Tórtola Valen­cia, tocando la vihuela, en una juerga, y quizá también en otras privadas y más fogosas que la in­tercesión de Miguel Utrillo supri­mió de las escandalosas memorias de la danzarina.
Lo que nadie negó nunca fue su inquebrantable fidelidad para con los amigos, especialmente con aquellos menos favorecidos por la vida. Uno de sus últimos gestos en­trañables fue la instalación con sus propias manos de un medallón conmemorativo de Pablo Uranga,obra del escultor y también amigo Paco Durrio. Homenajeaba así al que hasta su fallecimiento había sido su mejor escudero.
Su carrera artística resulta, al menos cuando se cuenta, contra­dictoria.
A sus inicios en Éibar y a una primera y deslumbrada visita al Museo del Prado les suceden un primer y vacuo viaje a Roma y, casi de inmediato, su estableci­miento en París. Allí, el pintor de 20 años toma contacto, en el trans­curso de una década y algo más, con muchos de los artistas empe­ñados en transformar y subvertir la historia del arte: Edgar Degas, que decía de él que "le gustaba porque se reía del aire"; Paul Gau­guin, que dejó sentir su influencia; Maurice Denis, cuya amistad, como la de Émile Bernard, conser­varía hasta mucho después de ser considerado famoso; Toulouse­Lautrec, con quien compartió las noches locas de la Butte; el escultor Auguste Rodin, y su secretario, el poeta Rainer Maria Rilke, admira­dores, corresponsales, e interesado el último en redactar una mono­grafía del pintor que, lamentable­mente, no llegó a cuajar por desinterés u olvido de Zuloaga.
Y no sólo mantuvo relaciones con los artistas franceses, sino también con el grupo catalán de Santiago Rusiñol, Ramón Casas y Miguel Utrillo; con los otros dos artistas que compartieron con él el éxito entre la aristocracia europea, Hermén Anglada-Camarasa y José María Sert; e, incluso, con Pablo Picasso, unido al principio por la­zos muy estrechos al pintor eiba­rrés, deudor de más de un favor importante y al que el malagueño distanció, aunque sin llegar, como hizo con Francisco Iturrino, a si­lenciar que le había conocido. Po­drían mencionarse también escri­tores de talla: Mallarmé, Máximo Gorki, Paul Fort, Charles Mauri­ce, etcétera.
En aproximadamente 20 años, entre 1890 y 1910, se inicia y se ci­menta la fama internacional de Ig­nacio Zuloaga. Al mismo tiempo, fijemos 1907 como clave cronoló­gica en el vuelco que habría de su­frir la pintura; se inician también los movimientos y tendencias agrupados después bajo el apelati­vo común de las vanguardias. Ni entonces, ni en los 35 años más que vivió Ignacio Zuloaga, puso sus ojos el pintor en lo que sucedía en su entorno si no fue para cerrarlos, sin querer ver, o para denostar lo que veían. Sólo al final de su vida, en una reflexión manuscrita halla­da en uno de sus cuadernos de apuntes, llega a formularse esta pregunta: "¿Qué es arte? ¿Qué es pintura? Esto me pregunto a los 54 años. Después de haber pintado unos 500 cuadros. ¿Será debido a la época en que vivimos? ¿Es que el objetivo del arte es siempre hacer nuevo? ¿O es basarse en lo hecho y sobre todo en lo que el natural nos enseña? ¿Qué preocupaciones tu­vieron los antiguos? ¿Qué preocu­paciones tenemos hoy?".


Retrato de la marquesa Casati (1923)

Enrique Lafuente Ferrari, au­tor de la más completa monografía dedicada al artista, brinda una ex­plicación orteguiana: "La genera­ción de Zuloaga fue la del Salón de la Société Nationale —que se opo­nía al Salón oficial, llamado de Bouguerau, y fundado, pásmese el lector, por Meissonier, que fue él—, templado palenque en el que el academicismo decimonónico que­daba apartado, pero donde no te­nían acceso los atrevimientos más revolucionarios del arte deshuma­nizador".
Otro crítico, Mac Mahon, se expresa con otro matiz: "Zuloaga es un tipo raro entre los artistas: el reaccionario independiente que, volviéndose a la vez contra la se­guridad de las escuelas y la salvaje libertad de los modernos, realiza enteramente sus propios objetivos artísticos y alcanza el éxito".
Y, por último, el propio Zuloa­ga lo reafirma aludiendo al pintor al que dedicó sus mayores desve­los: "Se habla de Goya. Ése sí, ése pintaba como quería. ¿Por qué? Porque le importaba todo un ble­do; en una sesión; sin importarle nada... Y eso es, eso es lo que hay que hacer, chiflarse de todo. Yo voy a hacerlo ahora. Voy a pintar como quiera, sin contenerme. Voy a pintar en el estudio un gran le­trero que diga 'atreverse'. Eso es lo que hay que hacer... Lo voy a pintar aquí: ¡atreverse! Pintar como se quiera, sin preocupación, sin timidez".
Sus maestros, los pintores que reconocía profundamente enreda­dos en sus raíces, fueron todos es­pañoles: Ribera, Zurbarán, Veláz­quez y Goya. Llevado de los arre­batos de su devoción por este últi­mo, recuperó y devolvió a la vida su casa natal convirtiéndola en museo. Su otra gran pasión fue El Greco, al que descubrió antes de que lo hiciera Manuel Bartolomé Cossío.
De esa preferencia por la tradi­ción española, de su íntima vincu­lación con las tierras y los perso­najes de la España del interior y de Andalucía, de su carácter vasco y de las ideas y de los sentimientos divulgados por la generación del 98, surgió lo distintivo de Zu­loaga.
Su estilo no siempre alcanzó parabienes en su propia tierra. Entre los denuestos proferidos contra Zuloaga resplandece éste de una gacetilla publicada en La Correspondencia Militar en febre­ro de 1909: "Para encontrar mer­cado más espléndido a sus cua­dros, pinta picadores que repo­san, pica al hombro, recostados en la pared del Ministerio de la Gobernación, mientras cruzan la Puerta del Sol duquesas con zapa­tos de galgas y diputados en trajes de luces".
El grupo más numeroso de obras de Zuloaga son retratos, en los que comparecen amigos y fa­miliares, una poblada nómina de aristócratas, aficionados pudien­tes y, testimonialmente, la gran mayoría de los escritores, intelec­tuales y personajes públicos espa­ñoles vivos entre principios de si­glo y 1945, año de su muerte.
Le siguen, aunque prevalecen a los anteriores por su resonancia, las grandes composiciones. Nada líricas, de épica voluntad y monu­mentales, en las que tipos y paisa­jes declaman, entre estridencias del tema, de la forma dibujada y una muy reconocible acidez de co­lor, un texto obligado que oscila de la agitación melodramática a lo kitsch, de lo tradicional a lo cari­caturesco, en un tono permanen­temente alto, que vela lo que desa­fina considerándolo carácter o atemorizando por su fuerza.
Papel muy significativo tienen sus desnudos. Como escribe La-fuente Ferrari: "El desnudo ata el vuelo a Zuloaga y le inhibe todo desarrollo imaginativo para ate­nerse al natural con gustosa servi­dumbre".
En los últimos años de su vida aparecen, a intervalos, algunos bodegones, austeros y pesimistas, como su ánimo en aquellas horas.
El éxito y la popularidad le acompañaron en todas sus expediciones internacionales. A París siguieron Colonia, Düsseldorf, Berlín, Londres, Venecia, Roma y, por fin, Nueva York y otras ciudades norteamericanas. Como quiera que el nombre de Zuloaga resultaba extraño a la pronuncia­ción inglesa, un periódico aconse­jaba a sus lectores que lo pronun­ciasen así: Thoo-low-ah-ga.
El único artista español con quien competía era Sorolla, que poco antes había conocido el baño de multitudes y de fervor del público americano, y del que le distanciaban tanto la ambición personal como la concepción esté­tica. Del trecho entre uno y otro y de la equiparación de Zuloaga al pensamiento crítico que se inició en España a comienzos del último siglo da testimonio la irónica pre­gunta formulada por Ortega: "¿Para qué pintar el sol sobre una playa, si tengo siempre playas con sol, puedo viajar hasta ellas en tren y, además, protejo la indus­tria nacional ferroviaria?".
Su entronque con la generación del 98 —Azorín, Baroja, Maeztu, Unamuno, etcétera— y con el ha­cer literario contemporáneo tanto hacen a Zuloaga en España como componen una imagen tangible del ideario estético de aquella ge­neración y aquella literatura, en una correspondencia, además, que revela, por ambas partes, lo­gros y carencias.
Sea como fuere, lo cierto es que la obra de Zuloaga, la representa­ción dramatizada, esperpéntica, tipificada y topificada que difun­dió provocó tantas adhesiones como rechazos furibundos. Si­quiera se mantuvieron firmes en sus posiciones quienes lo alaba­ban o quienes lo zaherían acre­mente. Ni el pintor, en su anhelo de independencia, ni sus comenta­ristas dieron nunca con la resolu­ción adecuada de qué, cómo, por qué caminos y según qué modelos podía definirse y dibujarse la faz y el caminar del país del que dispo­nían y, sin duda, amaban. Hoy día, aquellas cuestiones resultan distantes y ajenas al discurrir in­mediato de la historia, y segura­mente lo entonces escrito y publi­cado, como su pintura misma, se resienten de lejanía. n


El enano Gregorio el botero en Sepúlveda (1908)


amour bleu





jueves, 21 de abril de 2011

Publicidad FNAC: ¡Una historia de amor que no termina!







Torpedo de Bernet/Abulí: Una alto en el camino

En 1981 nació la serie Torpedo-1936, conside­rada el mejor comic de la década. Concebido como una historia negra en los años treinta, la vida de Torpedo co­mienza cuando Sánchez Abulí, creador literario y guionista de la serie, lo presenta al editor Jo­sep Toutain. El norteamericano Alex Toth fue el dibujante elegi­do, pero no tardó en renunciar al proyecto por el exceso de vio­lencia y sexo de los guiones de Abulí. Torpedo pasó una tem­porada arrinconado hasta que Jordi Bernet se hizo cargo de los dibujos.
Gracias a la riqueza expre­siva de Bernet, Torpedo levan­tó por fin el vuelo en Creepy, luego en Totem y así sucesiva­mente, hasta conquistar mer­cados internacionales. En 1986 obtuvo, en el Salón de Angulema, el Premio Alfred a la mejor obra extranjera publi­cada en Francia. Ahora, edito­riales de varios países se dispu­tan sus derechos. En Italia aca­ba de nacer una revista con su nombre. Surgen proyectos de películas y series para televi­sión. Pero, ¿quién es Torpedo?
Luca Torelli, alias Torpedo, es un hombre de 32 años, de hu­milde origen italiano y escaso nivel cultural, no demasiado in­teligente, aunque sí lo bastante listo como para zafarse de nu­merosos problemas. Reside ha­bitualmente en Nueva York, es­pecializado en labores de ma­tón a sueldo. Carece de dios, patria o rey, al igual que desco­noce los escrúpulos, la ley, el or­den, la moral... No tiene ami­gos. Para Luca Torelli sólo tie­nen sentido la muerte, el sexo y el dinero.
Pero más allá de la violencia, más allá de su comportamiento descaradamente machista, más allá de la absoluta impunidad con que culmina sus criminales hazañas, Torpedo es ante todo un provocador nato. A través de cada trazo, diálogo o viñeta, ayudado por la maestría de Bernet, Abulí encuentra el modo de escandalizar. Es capaz de excitar las más bajas pasio­nes humanas y los sentimientos más viles sin perder la sonrisa: es sólo un juego, el de la provo­cación por la provocación.
Texto: Fernando Kano













El Pais Semanal nº 712 domingo 2 de diciembre de 1990

martes, 12 de abril de 2011

Las mujeres de Vermeer

Mujeres que leen cartas; mujeres que hacen música, que pesan oro, que posan para un pintor, que conversan galantemente con caba­lleros: mujeres que escriben, tocan el laúd, se maquillan. cuidan de los niños, hilan, hacen encaje de bolillos... Son te­mas habituales de la pintura holandesa del siglo XVII y son protagonistas de la mayor parte de las obras de Johannes Vermeer de Delft (1632-1675). un artista de trabajo lento y minucioso que, a lo que sabemos, pasó toda la vida en su ciudad natal, Delft, en los Países Bajos, una ciudad ocupada preferentemente en la cerámica y la industria textil, y en cuya iglesia se encontraba el monu­mento funerario de Guillermo de Oran­ge, héroe nacional en la lucha por la in­dependencia de las Provincias Unidas.

La pintura del norte había atendido siempre al retrato de las costumbres co­tidianas; había representado a los cam­pesinos y sus fiestas, juegos y romerías, lugares de su existencia, bailes... Tras la pintura de aldeanos, en el siglo XVII es la clase media urbana la que centra el interés de los pintores. Sus reunio­nes, los interiores de sus casas, la indu­mentaria de damas y caballeros, la crí­tica de sus pequeños vicios eran los mo­tivos preferidos del arte holandés de la primera mitad del siglo, cuando Ver­meer, un calvinista convertido al catoli­cismo por motivo de su boda, es acepta­do en la Cofradía de San Lucas de la ciu­dad (1653). Llegó a presidirla, pero su fama no alcanzó excesivo renombre, y en el siglo XVIII eran pocos los que se acordaban de sus obras, y aun éstas se confundían con las de otros pintores.

No pintó mucho, se cree que no más de 59 o 60 obras, quizá algunas menos. de las que se conservan 35. No alcanza­ron mucho precio, y Vermeer se vio en dificultades para atender a su numero­sa familia. Quizá por eso comerció con pinturas, como había hecho su padre. pero tampoco en este aspecto destacó demasiado. Posiblemente le ayudara su suegra, Maria Thins, una católica de ge­nio enérgico en cuya casa vivieron el pintor y la familia. Con todo, a su muer­te, dejó algunas deudas, entre ellas la del panadero: 726 florines; la viuda, Catha­rina, entregó en pago dos obras del ar­tista, pero no llegaron a cubrir el mon­to de la deuda: sólo valían 617 florines.

La que pudo ser tensión doméstica o económica no aparece en sus pintu­ras, tampoco hallamos rastro de eventuales tensiones políticas o religiosas. El arte de Vermeer parece ajeno a tales sinsabores, y aunque en sus temas es muy próximo a artistas como Gerard Ter Borch (1617-1681), Gerard Dou (1613-1675), Nicolaes Maes (1634-1693), incluso al más importante de todos, Pie-ter de Hooch (1629-1684), que también vivió temporalmente en Delft, el efecto que nos producen sus pinturas es muy diferente.

La pintura de costumbres tiene el éxito asegurado en un público curioso que disfruta con la variedad de los tipos y los lugares, de los trajes, de las fiso­nomías y las acciones. Los pequeños de­talles sacian su curiosidad, y las alusio­nes morales a la mujer qué, por hacer música o beber, descuida sus obligacio­nes domésticas son celebradas por to­dos. Los pintores lo saben y represen­tan motivos que reflejan todas esas co­sas: el mar embravecido de un paisaje que cuelga en la pared puede aludir a la emoción de la mujer que recibe una carta, el pájaro en la jaula con el que juega una pareja puede ser una refe­rencia erótica; como las chinelas des­cuidadas en el suelo, ante la puerta, la copa de vino o la jarra sugieren más el vicio que la cortesía.

Lo sorprendente de Vermeer es que tales indicaciones, o bien desaparecen, o bien se hacen cada vez más herméti­cas. La Dama con dos caballeros (1659-1660), que nos mira sonriente sujetando una copa, tiene su contrapartida en el vidrio de la ventana entreabierta: el emblema de la templanza recuerda que la bebida no es propia de una dama. El mismo símbolo aparece en otra vidrie­ra de un cuadro con asunto parecido. Dama bebiendo con un caballero (hacia 1660-1661), y formas no menos sutiles de aludir moralmente se encuentran en Dama al virginal (1670-1673) -el amor­cillo que se reafirma en el cuadro, tras ella-, Dama sentada al virginal (hacia 1675) -el cuadro con una escena de amor venal que se exhibe en la pared-, Dama al virginal y caballero (La lección de música) -la inscripción del virginal-, etcétera.

En todos estos casos, sin embargo, tales motivos pueden ser habituales en escenas de la vida corriente; en otros, las referencias morales resultan mucho más complejas. Nada hay en el vidrio de Lectora en la ventana (hacia 1657) que nos permita averiguar de qué trata la carta, mucho menos hacer una re­convención moral: no sabemos qué pesa, si es que pesa algo, la Mujer con una balanza (hacia 1664), y resulta difí­cil atribuir un sentido moral preciso a Mujer con aguamanil (hacia 1662-1665).

En cualquier caso, nada tiene de particular hoy día que las mujeres ha­gan música, beban, escriban y lean car­tas. Son actividades que, por sí mismas,carecen de sentido moral. No es ésta la enseñanza de Vermeer, si es que de tal cosa. enseñanza, puede hablarse. No es por esto por lo que sus pinturas nos se­ducen tan intensamente.

No somos capaces de desentrañar el estado emocional de estas mujeres: ¿en qué piensan la que lee, la que suje­ta el aguamanil, la que pesa?, ¿cuál es la sensibilidad de la que hace música?, ¿cuál la pasión de aquella que recibe una carta de amor, a la que atisbamos desde la oscuridad de otra habitación (en la que hay utensilios de limpieza)? Ellas, distantes, en un espacio privado. en una actitud íntima, están muy pre­sentes. También lo estamos nosotros, los que miramos, fisgones. Por prime­ra vez en la historia del arte. la pintu­ra se resuelve en un juego de miradas; es mirada ella misma, miradas de in­dividuos concretos, protagonistas de un instante del tiempo que parece ha­berse detenido, pero que, con toda su plenitud, continuará después como ha discurrido antes.

En este punto es Vermeer por com­pleto distinto de los restantes pintores de costumbres. La curiosidad suscita­da no es por este o aquel detalle más o menos pintoresco: es la curiosidad que surge ante la persona concreta, situa­da en un espacio de luz, con algún obs­táculo -una silla, una mesa, un tapiz...-que nos impide avanzar a la vez queacota el espacio; con una pared lumi­nosa, de la misma materia, luz, que las telas, las maderas, la carne de los per­sonajes, la mirada de estas mujeres.

Nosotros somos ese pintor que, en El arte de la pintura (hacia 1666-1668), de espaldas, elegantemente vestido -como seguramente ningún pintor es­taba en su taller-, pinta a una mujer que es alegoría de la Historia y de la Gloría, en una sala refinada, con un mapa en la pared y una mesa que con­tiene diversos utensilios propios del arte de la pintura -un libro, una más­cara, telas-; una lámpara antigua con el emblema de los Habsburgo cuelga del techo, sin velas.

Nunca veremos el rostro de ese pin­tor, sólo podremos percibirlo en las imágenes que hay ante él, en ese lugar privado, ese lugar de luz. El rostro del pintor son las imágenes que pinta, el mundo que construye con su pintura, con su mirada, los individuos que en ella adquieren consistencia y, al hacer­lo, la Historia y la Gloria. Ese pintor anónimo es Vermeer, él quiere que sea­mos nosotros. Vermeer no nos cuenta cosas, nos dice que las miremos. •

La exposición 'Vermeer y el interior holandés' podrá verse en el Museo del Prado de Madrid a partir del 19 de febrero y hasta el 18 de mayo. Cuarenta pinturas que analizan la relación entre Vermeer y sus contemporáneos. La muestra está patrocinada por el BBVA.





Por Tracy Chevalier

¿Cómo pinta uno en una casa llena de mujeres?

Si se trata de Johannes Vermeer, las pone en sus cuadros. En los nueve ver­meers que componen la exposición Ver­meer y el interior holandés, en el Mu­seo del Prado, el número de mujeres es mayor que el de hombres: 10 a 3.

No es extraño, la verdad. Una de las pocas cosas que sabemos de este ar­tista holandés del siglo XVII es que vivió rodeado de mujeres. Además de su es­posa, Catharina, ocho de sus 11 hijos eran niñas, la familia vivía con la suegra y tenían al menos una criada. Con 10 mujeres alrededor era difícil no pintarlas.

Es cierto que no sabemos quién era ninguna de las modelos de Vermeer, pero podemos suponer que en los cuadros aparecen sus hijas, sus criadas y quizá una esposa. En La carta de amor, por ejemplo, una criada acaba de entregar una carta a su señora, que toca el laúd. Están a gus­to juntas, y la escena nos atrae por sus detalles íntimos: una cesta de costura en el suelo, los zapatos y la escoba en la puerta, la partitura arrugada y el trapo sobre una silla. La habitación tiene un aire tan desordenado y normal que debe de ser la propia casa de Vermeer. iCualquier otra persona habría recogido antes de que llegara el pintor!

Vermeer suele pintar a sus mujeres a solas y en ambientes domésticos: leyen­do cartas, tocando instrumentos musi­cales, cogiendo jarras de agua, probán­dose joyas. A veces miran hacia algún punto exterior al cuadro, pero en general están absortas en sus tareas y no pare­cen vernos. Vermeer coloca sillas, mesas o cortinas oscuras en la parte anterior y baña a las mujeres en una luz dorada en la parte posterior, para mantenernos distanciados de sus sujetos. En realidad, ver un cuadro de Vermeer puede ser una experiencia voyeurística. A veces tengo la impresión de presenciar una escena que quizá no debería estar viendo.

Estas imágenes de la vida cotidiana parecen empapadas de una cualidad trascendental, que da al carácter de verter agua o pesar oro una trascendencia inesperada. Tal vez ésa sea la razón de que los cuadros de Vermeer sean tan populares: nos gusta observar estos momentos en lbs que está detenido el tiempo y disfrutar con la aparente importancia de las vidas cotidianas de otros. Hace que nuestras propias vidas vulgares parezcan, en cier­to modo, más importantes.

Y como existe un número muy escaso de cuadros de Vermeer –sólo se conocen 35 en todo el mundo–, cada uno posee un gran valor emocional, precisamente por ser tan excepcional.



Ahora bien, en la pintura de Vermeer no es oro todo lo que reluce. He oído a muchas personas decir que debía de amar a las mujeres para pintarlas como lo hacía. No estoy de acuerdo. En mi opinión, su trabajo tiene una faceta más oscura. Algunas de las mujeres de sus cuadros parecen atrapadas, capturadas en su entorno como mariposas su­jetas con alfileres en sus vitrinas. Vermeer las pinta con gran belleza, sí, pero también les arrebata cualquier idea, cual­quier responsabilidad. No miro a las mujeres de Vermeer como puedo mirar a las de Rembrandt, que me hacen pen­sar: ésa es una mujer inteligente.


Hay excepciones, por supuesto, sobre todo cuando a la mujer se le permite que nos mire directamente. La Joven de pie ante el virginal nos mira con una seguridad que raya en el desdén. La famosa Joven de fa perla (por desgracia, no incluida en la exposición del Prado) posee una inteligencia emocional en sus ojos que me empujó a escribir toda una novela sobre ella.







Pero tal vez el vermeer más sorprendente de esta ex­posición, La joven del sombrero rojo, muestra de qué era capaz el pintor cuando se permitía trabajar con más liber­tad. Una chica de aspecto andrógino nos mira sobre el hom­bro, con el brazo tendido en lo alto de una silla. No es gua­pa: tiene la nariz protuberante, los ojos estrechos y la boca abierta de una forma que indica dientes saltones más que un carácter sensual. Pero lleva un sombrero rojo de lo más extraordinario, en un ángulo malicioso, y nos mira con osadía, sin sentirse obligada a sonreír.

La pincelada de Vermeer es tan suelta y espontánea, y la actitud de la chica tan informal y natural, que no sería ex­traño pensar que la obra es de otro pintor. Es más, hace muy poco que los historiadores del arte han llegado a la conclusión de que es de Vermeer.

El cuadro es más difícil que otros de la exposición. La joven no representa ideales femeninos de belleza y modes­tia. Está más llena de vida, es más impredecible y cuesta más observarla. Quizá era una mujer más temperamental que las demás modelos. La verdad es que, durante mucho tiempo, yo creí que era un hombre (hasta que me fijé en los pendientes), porque parece libre y sin miedos, capaz de le­vantarse e irse si quiere. Vermeer no la ha capturado, y eso hace que me gusten todavía más ella y el cuadro. Si Ver­meer hubiera pintado a más mujeres como a ella, entonces yo estaría segura de que debió de amarlas a todas. •

Tracy Chevalier es autora de uno de los libros de más éxito inspi­rados en Vermeer, 'La joven de la perla, editado por Alfaguara.

El Pais Semanal número 1375 Domingo 2 de febrero de 2003

Fuerza Vital por Kano

Historietas aparecidas en las revistas Neko números 4,5 y 7















lunes, 11 de abril de 2011

El inventor de Venecia. Canaletto (1697-1768)


Por Pere Gimferrer.

Sólo un cuadro de Canaletto está habitualmente expuesto al público en Venecia, y no es una vista veneciana, sino un interior al modo de capricho ornamen­tal. Muchos canalettos se exponen al pú­blico en Londres. pero varios de ellos son de asunto inglés: uno en particular, La ro­tonda del Ranelagh, es de los más brillan­tes y sugestivos, en la alianza de precisión visual e imaginación poética de toda la obra del pintor. Pero Canaletto, en nuestro imaginario y en el de varios siglos ya, equivale a Venecia. En cualquier lugar del mundo, desde un museo alemán o desde una colección particular barcelonesa, irrumpe la floración marítima, azulada o verdosa, y el teatro de máscaras o dominós a pleno día de este escenario a un tiempo minucioso en cada detalle, perfilado con nitidez de gema, y con evanescencia de sueño o de imagen hipnagógica en su con­junto. Los detractores de Canaletto -que no han faltado, pese a su muy extendido culto, particularmente fervoroso en el ám­bito germánico y anglosajón- suelen o solían decir que sólo la enorme destreza técnica le diferenciaba de otros más inhá­biles ejecutores de fotografías al minuto de la vida veneciana, y tienden o tendían a contraponerlo a la luz más borrascosa y torturada de Guardi. No los creo antagó­nicos ni incompatibles: su arte es de dis­tinta hechura, pero no de distinto árbol ge­nealógico.

Cabe, en términos más generales, le­gítimamente preguntarse si la Venecia de Canaletto (y, por lo demás, también la de Guardi o Piazzetta. por ejemplo) existió alguna vez fuera del lienzo realmente (o fuera de las páginas de Casanova): parece irreal hoy. pero no más que nos lo parece en muchos sentidos la Venecia actual, gi­gantesca tramoya para una comparsería fantasmal (nosotros no somos, no pode­mos ser, sus habitantes). Antes de Napo­león, a fines del XVIII, se extinguió un mundo del que sólo nos quedan simula­cros, y que acaso era ya en sí mismo un simulacro, una cohorte carnavalesca que organizaba el espectáculo de su propia di­lapidación en apariencias fenoménicas. Ahí el instinto de los coleccionistas no falló: Canaletto, que visto en Venecia (como en la gran retrospectiva de 1982) re­sulta de una redundancia a la vez em­briagadora y obsesiva, es capaz, fuera de ella, de suscitar por sí mismo "la técnica y el rito" de Venecia. •



POSTALES PARA TURISTAS

Durante el siglo XVIII, muchos de los viajeros que visitaban Italia se llevaban consigo el recuerdo pintado de una vista veneciana. Para atender esa demanda nació una escuela pictórica en la que destacó Canaletto. Más que re­tratar la ciudad del Adriático, el pintor reinventó Venecia en sus cuadros. Por Anatxu Zabalbeascoa.

Hijo y tío de renombrados artistas, An­tonio Canal (Venecia, 1697-1768), llamado Canaletto, era hijo de Bernardo Canal, un afamado escenógrafo que le inició en la perspectiva escenográfica y le llevó a co­nocer los espectáculos teatrales que se or­ganizaban en Venecia y en Roma. Fue en Roma, precisamente, donde el joven Cana­letto comenzó a pintar algunas vistas in­ventadas que, según la moda de la época, recreaban ruinas clásicas inexistentes o descontextualizadas. Eran los llamados ca­prichos, destinados fundamentalmente a servir como souvenirs a los viajeros adine­rados que visitaban Italia y deseaban lle­varse consigo una imagen de cuanto ha­bían conocido. En el vocabulario pictórico, los paisajes o escenas imaginadas –y, por tanto, las extravagancias capaces de de­mostrar la fantasía de un artista– llevaban el nombre de caprichos; sin embargo, y a diferencia de los trabajos de sus maestros, en los lienzos de Canaletto las ruinas, a pe­sar de la imposibilidad de su composición, resultan verosímiles. Así, en Vista imagi­naria de Roma, una de sus pinturas más tempranas, podemos reconocer la columna Trajana, el Coliseo y hasta la pirámide de Caius Cestius en una composición imposi­ble que pretendía recoger la esencia y mag­nificencia de la ciudad italiana.

Bernardo Canal, el padre del artista, fue también el artífice del encuentro entre su hijo y el empresario teatral londinense Owen McSwiney, que, con el tiempo, se convertiría en su más ferviente admira­dor. Con apenas treinta años, Canaletto comienza a pintar sus famosas vistas ve­necianas para los viajeros ingleses y obtie­ne un éxito arrollador. Estas vistas medían poco más de 40 centímetros porque estaban destinadas a la exportación. Por eso no es extraño que en Venecia, la ciudad de su na­cimiento y la que mejor pintó e inventó este artista, no se conserven apenas lienzos ni aguafuertes de Canaletto. Con todo, fue­ron algunas de esas vedute las que entu­siasmaron a Joseph Smith. el consul inglés en la ciudad, y posteriormente al rey Jor­ge III de Inglaterra, que adquirió muchos de los lienzos y finalmente requirió los ser­vicios del pintor veneciano. Con el apoyo real, la celebridad del artista se propagó rá­pidamente entre los coleccionistas y viaje­ros ingleses, y la demanda, naturalmente, no cesó. Por eso, durante los años en que vivió en Londres, Canaletto retrataba la ca­pital británica y la campiña inglesa al tiempo que, valiéndose de sus cuadernos, continuaba pintando paisajes venecianos.

Tal vez influido por la moda de los ca­prichos, que le empujaban a inventar sou­venirs ilustrados con las ruinas de las ciu­dades, o quizá porque algunos de sus lien­zos los pintó de memoria o a partir de las anotaciones que había recogido, lo cierto es que los pinceles de este artista italiano no sólo recogieron la esencia veneciana, sino que, en una suerte de justicia históri­ca, reinventaron la ciudad recuperando muchas veces proyectos tal y como habían sido concebidos en lugar de como final­mente fueron construidos. Así, fue esa Ve­necia pintada –y, por tanto, imaginada por Canaletto– la que cuajó en la emoción de muchos viajeros, de los menos observado­res o de quienes, sin haber visitado jamás la ciudad, vivieron la ilusión de conocerla a través de los lienzos de este artista del detalle. Más allá de los retratos de iglesias arruinadas o de las composiciones impo­sibles de obeliscos y arcos, Canaletto im­provisó en las propias vistas de la ciudad de la laguna. Así, el Capricho con el puen­te de Palladio recupera el famoso puente de Rialto, pero no en su versión actual –y, por tanto, real–, sino en la que fue proyec­tada por el célebre arquitecto de Vicenza Andrea Palladio. No sólo eso: no contento con recuperar un puente que le parecía más hermoso que el que finalmente fue construido (recogido en el lienzo El puen­te de Rialto visto desde el sur). Canaletto de­cide reinventar un escenario y hace surgir. junto al Gran Canal veneciano, la basílica de Vicenza y el palacio Chiericato, obras ambas del famoso arquitecto renacentista, en sustitución del Fondaco dei Tedeschi, que al pintor no debió parecerle suficien­temente pintoresco. Con todo, en el cuadro no faltan ni las barcazas, ni las góndolas que tan bien retrata Canaletto, ni ninguno de los elementos capaces de trasladar al espectador a Venecia. Por eso no es de ex­trañar que, como apuntó el dueño del lien­zo, el conde Francesco Algarotti, numero­sos venecianos preguntaran ante el cua­dro dónde se encontraba aquel lugar de la ciudad que ellos todavía no habían visto. "Con el tiempo", dejó escrito Algarotti, "los venecianos llegaron a desear que su ciudad fuera tal y corno la había pintado Canaletto". •



“Canaletto, una Venecia imaginaria' podrá verse en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona del 21 de febrero al 13 de mayo. Después, de mayo a septiembre, en el Museo Thyssen de Madrid.

El Gran Canal. "Il Bucintoro en el día de la Ascensión". Canaletto pintó 14 vistas del Gran Canal. En este reproduce la ceremonia tradicional que se celebra a mediados de agosto.
El Pais Semanal número 1273 domingo 18 de febrero de 2001