La figura de Ignacio Zuloaga (1870-1945) fue motivo de admiración y de
encendida polémica en el curso de su trayectoria artística. Muy pocos
pintores han ejemplificado como él una imagen de España tan sólida y
temporal. La gran muestra retrospectiva que se exhibe en el Museo de Bellas
Artes de Bilbao hasta primeros de enero, y que recorrerá Europa y Estados
Unidos, devuelve a las distintas sedes de sus éxitos las obras que admiraron.
encendida polémica en el curso de su trayectoria artística. Muy pocos
pintores han ejemplificado como él una imagen de España tan sólida y
temporal. La gran muestra retrospectiva que se exhibe en el Museo de Bellas
Artes de Bilbao hasta primeros de enero, y que recorrerá Europa y Estados
Unidos, devuelve a las distintas sedes de sus éxitos las obras que admiraron.
Texto: Mariano Navarro
"Entre las cosas fáciles, la más importante que podía intentar ahora el ministro de Instrucción Pública sería, en mi opinión, una Exposición Zuloaga". Ésta era la propuesta, interesada y retadora, que lanzaba, en abril de 1910, José Ortega y Gasset. Y algunos párrafos después añadía: "Esta petición tiene un sentido pedagógico, el mejor sentido, el más fecundo que puede tener una cosa. La peregrinación de los lienzos egregios con sus bárbaras figuras por las tierras castizas de donde salieron removerá muchos nervios enmohecidos, levantará disputas, quebrará putrefactas opiniones, clasificará algunos pensamientos, y en no pocas casas desespiritualizadas, recogidos los manteles tras la cena brutalmente breve a que obliga el ministro de Hacienda, se hablará de estética".
Ni hay ni ha sido iniciativa del Ministerio de Instrucción Pública, sino de la nieta del pintor María Rosa Zuloaga y del Gobierno vasco, la Exposición Retrospectiva dedicada a Ignacio Zuloaga, ni cabe hoy esperar alborotos de sobremesa por esta invitación a contemplar, una vez más, los cuadros que pintó Ignacio Zuloaga. Y, sin embargo, a ese envite cabe sumarle la pregunta que arriesgaba José María Moreno Galván hace ahora más de 20 años. "Si la obra de Zuloaga no hubiese tenido ninguna audiencia pública, si no hubiese despertado ningún tipo de adhesión, si fuese solamente la consecuencia excéntrica de un laborar particular y apartado, tal vez no necesitaría una nueva atención.
Pero la obra de Zuloaga no es solamente lo que ella es en sí misma, sino lo que ha significado, lo que ha representado para el inmenso público que constituyó su audiencia y su clientela. La obra de Zuloaga tuvo un éxito clamoroso en ambientes españoles y europeos. ¿Por qué? La respuesta puede que no tenga nada que ver con la historia del arte moderno, pero, desde luego, tiene mucho que ver con la historia contemporánea de España".
Sobre su posible insignificancia histórica en los memorandos del arte moderno, incluso el propio pintor coincidiría con los críticos y los historiadores. Respecto a una crónica de lo que fue y dejó la modernidad entre nosotros, el fondo de la cuestión Zuloaga sobrevive al canal de sangre que zanjó el enfrentamiento entre las respuestas que por españoles se le dieron.
Si en este declinar de la década que engulle las esperanzas y los sueños de dos siglos, una obra calificada de menor, "colateral". ilumina todavía el interrogante que por haber existido plantea, es únicamente, me atrevo
Gitana del loro o El desnudo del papagayo (1906)
a decirlo, porque ni durante el transcurso de aquel entonces ni en el olvido de ahora ha dado nuestro pensar con la respuesta que haría ser a las cosas de forma diferente. La cuestión no cifra su clave en un modo de pintar, sino en una manera de mirar y en los discursos contrapuestos que contemplaron y contemplamos esa mirada suya.
Perteneció Ignacio Zuloaga, nacido en Éibar el 26 de julio de 1870, a una familia dedicada desde los inicios del siglo XVIII al oficio de las artes —arcabuceros, damasquinadores, labradores y ceramistas—. Él fue el primero y el único de los suyos empeñado en el arte mayor de la pintura.
Quienes lo conocieron quedaron subyugados por su presencia física y por su talante de hombre bueno.
"Tenía andar de torre", recordaba Ortega. "Era un titán de los montes cantábricos", escribió el novelista Ramón - Pérez de Ayala. "Todo en él era titánico: su inteligencia, su voluntad, su arte, su amor a España. Pero lo más grande de él era su inocente corazón de niño". Y lo certificaba Araquistáin: "Poseía un espíritu napoleónico". El novelista antes citado lo retrataba de esta guisa: "La cara está llena, la cabeza es redonda, y debajo del cogote comienza a henchirse el pestorejo. El color, curtido y rojo, sin tocar en lo rubicundo; color de fruto silvestre. Los ojos negros, redondos, portentosamente vivos y alerta. Sale de ellos una fuerza de atracción que lo precipita a uno bajo su órbita. La boca es limpia, de blancos dientes iguales, algunos de oro. A veces, con ocasiones inocentes, rompe en una risa colosal... El pecho es abombado en extremo y los hombros algo angostos en proporción a la corpulencia. Viste con llaneza y aseo, en un modo de desaliñado aliño; viste trajes holgados de tonos neutros oscuros y es muy afecto a la boina. Sus manos son robustas, tanto de artesano y de hombre industrioso como de artista...; un último pormenor: algo estevado, los pies no forman ángulo en la dirección de los talones, sino de las puntas". La extensión de la cita se justifica tanto por la exactitud del retrato como por lo que de remembranza de aquel tiempo evoca el lenguaje de Pérez de Ayala.
Sobre su carácter, otras notas: "Era más contemplativo que hablador", decía la mujer de Catulle Mendés. Y, en palabras de su hermana Dolores, "triste". Supersticioso en extremo, blandía en la mano un junquillo de madera para alejar el mal fario y guardaba en el bolsillo del chaleco un pez de plata con la cola articulada, que acariciaba en rogativas a la buena suerte o lo tendía en vez de su mano cuando no quería estrechar la de alguien. Fama tuvo también, o así al menos lo afirma Corpus Barga, de ser uno de los hombres más malhablados de los muchos malhablados que ha dado el país.
Fue considerado el artífice de una cierta imagen de España y de los españoles, y sus costumbres y preferencias se correspondían adecuadamente con la representación que oficiaba. Son innumerables las desmesuras de su conducta, caracterizada por gestos de arrojo o impulsos incontenibles. Si viviendo en París sentía el deseo de ver El entierro del conde de Orgaz, viajaba día y noche sin parar hasta Toledo y lograba convencer al capellán de Santo Tomé para que le abriese, muy pasada la medianoche, la iglesia y lo iluminase con un hachón; lo contemplaba y regresaba a París con idéntica premura. Si compraba una casa en Segovia, nada le importaba que la considerasen maldita, "la casa del crimen". Y le perseguían las anécdotas.
Julio Camba, que lo acompañaba en un viaje, tuvo la ocurrencia, durante un encuentro amigable con varias familias gitanas, que se asombraron de que un hombrón bien trajeado y señorial hablará el caló, de concederle el título de rey de los gitanos de Bilbao; y, en verdad, los gitanos fueron siempre bien acogidos en sus casas de Zumaya, de Segovia, de Pedraza y del mismo Madrid.
Si de joven tuvo una a veces negada vocación novilleril, que le empujó a figurar, con el nombre artístico de El Pintor, en algunos carteles de festejos menores —sin afeitarse jamás su poblado mostacho ni paladear nunca una salida por la puerta grande—, retuvo su afición y su gusto hasta el punto de que Juan Belmonte afirmase, en carta a un amigo común, el escultor Sebastián Miranda: "Verdaderamente, yo no he comprendido nunca cómo el tío, con esta afición y esta capacidad, las dos principales cosas que se necesitan y que aún le duran con más de 70 años, no ha sido un mataor en lugar del mejor pintor de España".
Y de los toros, al flamenco. El rasgueo que más le emocionaba, decía, "es aquel en que las falsetas
se tocan con el alanquera, sin doblar la mano y usando sobre todo la cuarta, la quinta y el bordón". En 1922 fue el encargado de la decoración y del vestuario de actuantes y espectadores de la Gran Fiesta de Cante Jondo que dirigió Manuel de Falla con la colaboración de Federico García Lorca. Concedió, además, un premio de 1.000 pesetas, de las de entonces, al que improvisara la mejor saeta. "Tú que andas por el mundo peregrino, si la encuentras dile que yo la camelo pero que no quiero verla", fue la ganadora. Años antes —se conserva una fotografía de aquello—, acompañó a Tórtola Valencia, tocando la vihuela, en una juerga, y quizá también en otras privadas y más fogosas que la intercesión de Miguel Utrillo suprimió de las escandalosas memorias de la danzarina.
Lo que nadie negó nunca fue su inquebrantable fidelidad para con los amigos, especialmente con aquellos menos favorecidos por la vida. Uno de sus últimos gestos entrañables fue la instalación con sus propias manos de un medallón conmemorativo de Pablo Uranga,obra del escultor y también amigo Paco Durrio. Homenajeaba así al que hasta su fallecimiento había sido su mejor escudero.
Su carrera artística resulta, al menos cuando se cuenta, contradictoria.
A sus inicios en Éibar y a una primera y deslumbrada visita al Museo del Prado les suceden un primer y vacuo viaje a Roma y, casi de inmediato, su establecimiento en París. Allí, el pintor de 20 años toma contacto, en el transcurso de una década y algo más, con muchos de los artistas empeñados en transformar y subvertir la historia del arte: Edgar Degas, que decía de él que "le gustaba porque se reía del aire"; Paul Gauguin, que dejó sentir su influencia; Maurice Denis, cuya amistad, como la de Émile Bernard, conservaría hasta mucho después de ser considerado famoso; ToulouseLautrec, con quien compartió las noches locas de la Butte; el escultor Auguste Rodin, y su secretario, el poeta Rainer Maria Rilke, admiradores, corresponsales, e interesado el último en redactar una monografía del pintor que, lamentablemente, no llegó a cuajar por desinterés u olvido de Zuloaga.
Y no sólo mantuvo relaciones con los artistas franceses, sino también con el grupo catalán de Santiago Rusiñol, Ramón Casas y Miguel Utrillo; con los otros dos artistas que compartieron con él el éxito entre la aristocracia europea, Hermén Anglada-Camarasa y José María Sert; e, incluso, con Pablo Picasso, unido al principio por lazos muy estrechos al pintor eibarrés, deudor de más de un favor importante y al que el malagueño distanció, aunque sin llegar, como hizo con Francisco Iturrino, a silenciar que le había conocido. Podrían mencionarse también escritores de talla: Mallarmé, Máximo Gorki, Paul Fort, Charles Maurice, etcétera.
En aproximadamente 20 años, entre 1890 y 1910, se inicia y se cimenta la fama internacional de Ignacio Zuloaga. Al mismo tiempo, fijemos 1907 como clave cronológica en el vuelco que habría de sufrir la pintura; se inician también los movimientos y tendencias agrupados después bajo el apelativo común de las vanguardias. Ni entonces, ni en los 35 años más que vivió Ignacio Zuloaga, puso sus ojos el pintor en lo que sucedía en su entorno si no fue para cerrarlos, sin querer ver, o para denostar lo que veían. Sólo al final de su vida, en una reflexión manuscrita hallada en uno de sus cuadernos de apuntes, llega a formularse esta pregunta: "¿Qué es arte? ¿Qué es pintura? Esto me pregunto a los 54 años. Después de haber pintado unos 500 cuadros. ¿Será debido a la época en que vivimos? ¿Es que el objetivo del arte es siempre hacer nuevo? ¿O es basarse en lo hecho y sobre todo en lo que el natural nos enseña? ¿Qué preocupaciones tuvieron los antiguos? ¿Qué preocupaciones tenemos hoy?".
Enrique Lafuente Ferrari, autor de la más completa monografía dedicada al artista, brinda una explicación orteguiana: "La generación de Zuloaga fue la del Salón de la Société Nationale —que se oponía al Salón oficial, llamado de Bouguerau, y fundado, pásmese el lector, por Meissonier, que fue él—, templado palenque en el que el academicismo decimonónico quedaba apartado, pero donde no tenían acceso los atrevimientos más revolucionarios del arte deshumanizador".
Otro crítico, Mac Mahon, se expresa con otro matiz: "Zuloaga es un tipo raro entre los artistas: el reaccionario independiente que, volviéndose a la vez contra la seguridad de las escuelas y la salvaje libertad de los modernos, realiza enteramente sus propios objetivos artísticos y alcanza el éxito".
Y, por último, el propio Zuloaga lo reafirma aludiendo al pintor al que dedicó sus mayores desvelos: "Se habla de Goya. Ése sí, ése pintaba como quería. ¿Por qué? Porque le importaba todo un bledo; en una sesión; sin importarle nada... Y eso es, eso es lo que hay que hacer, chiflarse de todo. Yo voy a hacerlo ahora. Voy a pintar como quiera, sin contenerme. Voy a pintar en el estudio un gran letrero que diga 'atreverse'. Eso es lo que hay que hacer... Lo voy a pintar aquí: ¡atreverse! Pintar como se quiera, sin preocupación, sin timidez".
Sus maestros, los pintores que reconocía profundamente enredados en sus raíces, fueron todos españoles: Ribera, Zurbarán, Velázquez y Goya. Llevado de los arrebatos de su devoción por este último, recuperó y devolvió a la vida su casa natal convirtiéndola en museo. Su otra gran pasión fue El Greco, al que descubrió antes de que lo hiciera Manuel Bartolomé Cossío.
De esa preferencia por la tradición española, de su íntima vinculación con las tierras y los personajes de la España del interior y de Andalucía, de su carácter vasco y de las ideas y de los sentimientos divulgados por la generación del 98, surgió lo distintivo de Zuloaga.
Su estilo no siempre alcanzó parabienes en su propia tierra. Entre los denuestos proferidos contra Zuloaga resplandece éste de una gacetilla publicada en La Correspondencia Militar en febrero de 1909: "Para encontrar mercado más espléndido a sus cuadros, pinta picadores que reposan, pica al hombro, recostados en la pared del Ministerio de la Gobernación, mientras cruzan la Puerta del Sol duquesas con zapatos de galgas y diputados en trajes de luces".
El grupo más numeroso de obras de Zuloaga son retratos, en los que comparecen amigos y familiares, una poblada nómina de aristócratas, aficionados pudientes y, testimonialmente, la gran mayoría de los escritores, intelectuales y personajes públicos españoles vivos entre principios de siglo y 1945, año de su muerte.
Le siguen, aunque prevalecen a los anteriores por su resonancia, las grandes composiciones. Nada líricas, de épica voluntad y monumentales, en las que tipos y paisajes declaman, entre estridencias del tema, de la forma dibujada y una muy reconocible acidez de color, un texto obligado que oscila de la agitación melodramática a lo kitsch, de lo tradicional a lo caricaturesco, en un tono permanentemente alto, que vela lo que desafina considerándolo carácter o atemorizando por su fuerza.
Papel muy significativo tienen sus desnudos. Como escribe La-fuente Ferrari: "El desnudo ata el vuelo a Zuloaga y le inhibe todo desarrollo imaginativo para atenerse al natural con gustosa servidumbre".
En los últimos años de su vida aparecen, a intervalos, algunos bodegones, austeros y pesimistas, como su ánimo en aquellas horas.
El éxito y la popularidad le acompañaron en todas sus expediciones internacionales. A París siguieron Colonia, Düsseldorf, Berlín, Londres, Venecia, Roma y, por fin, Nueva York y otras ciudades norteamericanas. Como quiera que el nombre de Zuloaga resultaba extraño a la pronunciación inglesa, un periódico aconsejaba a sus lectores que lo pronunciasen así: Thoo-low-ah-ga.
El único artista español con quien competía era Sorolla, que poco antes había conocido el baño de multitudes y de fervor del público americano, y del que le distanciaban tanto la ambición personal como la concepción estética. Del trecho entre uno y otro y de la equiparación de Zuloaga al pensamiento crítico que se inició en España a comienzos del último siglo da testimonio la irónica pregunta formulada por Ortega: "¿Para qué pintar el sol sobre una playa, si tengo siempre playas con sol, puedo viajar hasta ellas en tren y, además, protejo la industria nacional ferroviaria?".
Su entronque con la generación del 98 —Azorín, Baroja, Maeztu, Unamuno, etcétera— y con el hacer literario contemporáneo tanto hacen a Zuloaga en España como componen una imagen tangible del ideario estético de aquella generación y aquella literatura, en una correspondencia, además, que revela, por ambas partes, logros y carencias.
Sea como fuere, lo cierto es que la obra de Zuloaga, la representación dramatizada, esperpéntica, tipificada y topificada que difundió provocó tantas adhesiones como rechazos furibundos. Siquiera se mantuvieron firmes en sus posiciones quienes lo alababan o quienes lo zaherían acremente. Ni el pintor, en su anhelo de independencia, ni sus comentaristas dieron nunca con la resolución adecuada de qué, cómo, por qué caminos y según qué modelos podía definirse y dibujarse la faz y el caminar del país del que disponían y, sin duda, amaban. Hoy día, aquellas cuestiones resultan distantes y ajenas al discurrir inmediato de la historia, y seguramente lo entonces escrito y publicado, como su pintura misma, se resienten de lejanía. n
El enano Gregorio el botero en Sepúlveda (1908)
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