martes, 12 de abril de 2011

Las mujeres de Vermeer

Mujeres que leen cartas; mujeres que hacen música, que pesan oro, que posan para un pintor, que conversan galantemente con caba­lleros: mujeres que escriben, tocan el laúd, se maquillan. cuidan de los niños, hilan, hacen encaje de bolillos... Son te­mas habituales de la pintura holandesa del siglo XVII y son protagonistas de la mayor parte de las obras de Johannes Vermeer de Delft (1632-1675). un artista de trabajo lento y minucioso que, a lo que sabemos, pasó toda la vida en su ciudad natal, Delft, en los Países Bajos, una ciudad ocupada preferentemente en la cerámica y la industria textil, y en cuya iglesia se encontraba el monu­mento funerario de Guillermo de Oran­ge, héroe nacional en la lucha por la in­dependencia de las Provincias Unidas.

La pintura del norte había atendido siempre al retrato de las costumbres co­tidianas; había representado a los cam­pesinos y sus fiestas, juegos y romerías, lugares de su existencia, bailes... Tras la pintura de aldeanos, en el siglo XVII es la clase media urbana la que centra el interés de los pintores. Sus reunio­nes, los interiores de sus casas, la indu­mentaria de damas y caballeros, la crí­tica de sus pequeños vicios eran los mo­tivos preferidos del arte holandés de la primera mitad del siglo, cuando Ver­meer, un calvinista convertido al catoli­cismo por motivo de su boda, es acepta­do en la Cofradía de San Lucas de la ciu­dad (1653). Llegó a presidirla, pero su fama no alcanzó excesivo renombre, y en el siglo XVIII eran pocos los que se acordaban de sus obras, y aun éstas se confundían con las de otros pintores.

No pintó mucho, se cree que no más de 59 o 60 obras, quizá algunas menos. de las que se conservan 35. No alcanza­ron mucho precio, y Vermeer se vio en dificultades para atender a su numero­sa familia. Quizá por eso comerció con pinturas, como había hecho su padre. pero tampoco en este aspecto destacó demasiado. Posiblemente le ayudara su suegra, Maria Thins, una católica de ge­nio enérgico en cuya casa vivieron el pintor y la familia. Con todo, a su muer­te, dejó algunas deudas, entre ellas la del panadero: 726 florines; la viuda, Catha­rina, entregó en pago dos obras del ar­tista, pero no llegaron a cubrir el mon­to de la deuda: sólo valían 617 florines.

La que pudo ser tensión doméstica o económica no aparece en sus pintu­ras, tampoco hallamos rastro de eventuales tensiones políticas o religiosas. El arte de Vermeer parece ajeno a tales sinsabores, y aunque en sus temas es muy próximo a artistas como Gerard Ter Borch (1617-1681), Gerard Dou (1613-1675), Nicolaes Maes (1634-1693), incluso al más importante de todos, Pie-ter de Hooch (1629-1684), que también vivió temporalmente en Delft, el efecto que nos producen sus pinturas es muy diferente.

La pintura de costumbres tiene el éxito asegurado en un público curioso que disfruta con la variedad de los tipos y los lugares, de los trajes, de las fiso­nomías y las acciones. Los pequeños de­talles sacian su curiosidad, y las alusio­nes morales a la mujer qué, por hacer música o beber, descuida sus obligacio­nes domésticas son celebradas por to­dos. Los pintores lo saben y represen­tan motivos que reflejan todas esas co­sas: el mar embravecido de un paisaje que cuelga en la pared puede aludir a la emoción de la mujer que recibe una carta, el pájaro en la jaula con el que juega una pareja puede ser una refe­rencia erótica; como las chinelas des­cuidadas en el suelo, ante la puerta, la copa de vino o la jarra sugieren más el vicio que la cortesía.

Lo sorprendente de Vermeer es que tales indicaciones, o bien desaparecen, o bien se hacen cada vez más herméti­cas. La Dama con dos caballeros (1659-1660), que nos mira sonriente sujetando una copa, tiene su contrapartida en el vidrio de la ventana entreabierta: el emblema de la templanza recuerda que la bebida no es propia de una dama. El mismo símbolo aparece en otra vidrie­ra de un cuadro con asunto parecido. Dama bebiendo con un caballero (hacia 1660-1661), y formas no menos sutiles de aludir moralmente se encuentran en Dama al virginal (1670-1673) -el amor­cillo que se reafirma en el cuadro, tras ella-, Dama sentada al virginal (hacia 1675) -el cuadro con una escena de amor venal que se exhibe en la pared-, Dama al virginal y caballero (La lección de música) -la inscripción del virginal-, etcétera.

En todos estos casos, sin embargo, tales motivos pueden ser habituales en escenas de la vida corriente; en otros, las referencias morales resultan mucho más complejas. Nada hay en el vidrio de Lectora en la ventana (hacia 1657) que nos permita averiguar de qué trata la carta, mucho menos hacer una re­convención moral: no sabemos qué pesa, si es que pesa algo, la Mujer con una balanza (hacia 1664), y resulta difí­cil atribuir un sentido moral preciso a Mujer con aguamanil (hacia 1662-1665).

En cualquier caso, nada tiene de particular hoy día que las mujeres ha­gan música, beban, escriban y lean car­tas. Son actividades que, por sí mismas,carecen de sentido moral. No es ésta la enseñanza de Vermeer, si es que de tal cosa. enseñanza, puede hablarse. No es por esto por lo que sus pinturas nos se­ducen tan intensamente.

No somos capaces de desentrañar el estado emocional de estas mujeres: ¿en qué piensan la que lee, la que suje­ta el aguamanil, la que pesa?, ¿cuál es la sensibilidad de la que hace música?, ¿cuál la pasión de aquella que recibe una carta de amor, a la que atisbamos desde la oscuridad de otra habitación (en la que hay utensilios de limpieza)? Ellas, distantes, en un espacio privado. en una actitud íntima, están muy pre­sentes. También lo estamos nosotros, los que miramos, fisgones. Por prime­ra vez en la historia del arte. la pintu­ra se resuelve en un juego de miradas; es mirada ella misma, miradas de in­dividuos concretos, protagonistas de un instante del tiempo que parece ha­berse detenido, pero que, con toda su plenitud, continuará después como ha discurrido antes.

En este punto es Vermeer por com­pleto distinto de los restantes pintores de costumbres. La curiosidad suscita­da no es por este o aquel detalle más o menos pintoresco: es la curiosidad que surge ante la persona concreta, situa­da en un espacio de luz, con algún obs­táculo -una silla, una mesa, un tapiz...-que nos impide avanzar a la vez queacota el espacio; con una pared lumi­nosa, de la misma materia, luz, que las telas, las maderas, la carne de los per­sonajes, la mirada de estas mujeres.

Nosotros somos ese pintor que, en El arte de la pintura (hacia 1666-1668), de espaldas, elegantemente vestido -como seguramente ningún pintor es­taba en su taller-, pinta a una mujer que es alegoría de la Historia y de la Gloría, en una sala refinada, con un mapa en la pared y una mesa que con­tiene diversos utensilios propios del arte de la pintura -un libro, una más­cara, telas-; una lámpara antigua con el emblema de los Habsburgo cuelga del techo, sin velas.

Nunca veremos el rostro de ese pin­tor, sólo podremos percibirlo en las imágenes que hay ante él, en ese lugar privado, ese lugar de luz. El rostro del pintor son las imágenes que pinta, el mundo que construye con su pintura, con su mirada, los individuos que en ella adquieren consistencia y, al hacer­lo, la Historia y la Gloria. Ese pintor anónimo es Vermeer, él quiere que sea­mos nosotros. Vermeer no nos cuenta cosas, nos dice que las miremos. •

La exposición 'Vermeer y el interior holandés' podrá verse en el Museo del Prado de Madrid a partir del 19 de febrero y hasta el 18 de mayo. Cuarenta pinturas que analizan la relación entre Vermeer y sus contemporáneos. La muestra está patrocinada por el BBVA.





Por Tracy Chevalier

¿Cómo pinta uno en una casa llena de mujeres?

Si se trata de Johannes Vermeer, las pone en sus cuadros. En los nueve ver­meers que componen la exposición Ver­meer y el interior holandés, en el Mu­seo del Prado, el número de mujeres es mayor que el de hombres: 10 a 3.

No es extraño, la verdad. Una de las pocas cosas que sabemos de este ar­tista holandés del siglo XVII es que vivió rodeado de mujeres. Además de su es­posa, Catharina, ocho de sus 11 hijos eran niñas, la familia vivía con la suegra y tenían al menos una criada. Con 10 mujeres alrededor era difícil no pintarlas.

Es cierto que no sabemos quién era ninguna de las modelos de Vermeer, pero podemos suponer que en los cuadros aparecen sus hijas, sus criadas y quizá una esposa. En La carta de amor, por ejemplo, una criada acaba de entregar una carta a su señora, que toca el laúd. Están a gus­to juntas, y la escena nos atrae por sus detalles íntimos: una cesta de costura en el suelo, los zapatos y la escoba en la puerta, la partitura arrugada y el trapo sobre una silla. La habitación tiene un aire tan desordenado y normal que debe de ser la propia casa de Vermeer. iCualquier otra persona habría recogido antes de que llegara el pintor!

Vermeer suele pintar a sus mujeres a solas y en ambientes domésticos: leyen­do cartas, tocando instrumentos musi­cales, cogiendo jarras de agua, probán­dose joyas. A veces miran hacia algún punto exterior al cuadro, pero en general están absortas en sus tareas y no pare­cen vernos. Vermeer coloca sillas, mesas o cortinas oscuras en la parte anterior y baña a las mujeres en una luz dorada en la parte posterior, para mantenernos distanciados de sus sujetos. En realidad, ver un cuadro de Vermeer puede ser una experiencia voyeurística. A veces tengo la impresión de presenciar una escena que quizá no debería estar viendo.

Estas imágenes de la vida cotidiana parecen empapadas de una cualidad trascendental, que da al carácter de verter agua o pesar oro una trascendencia inesperada. Tal vez ésa sea la razón de que los cuadros de Vermeer sean tan populares: nos gusta observar estos momentos en lbs que está detenido el tiempo y disfrutar con la aparente importancia de las vidas cotidianas de otros. Hace que nuestras propias vidas vulgares parezcan, en cier­to modo, más importantes.

Y como existe un número muy escaso de cuadros de Vermeer –sólo se conocen 35 en todo el mundo–, cada uno posee un gran valor emocional, precisamente por ser tan excepcional.



Ahora bien, en la pintura de Vermeer no es oro todo lo que reluce. He oído a muchas personas decir que debía de amar a las mujeres para pintarlas como lo hacía. No estoy de acuerdo. En mi opinión, su trabajo tiene una faceta más oscura. Algunas de las mujeres de sus cuadros parecen atrapadas, capturadas en su entorno como mariposas su­jetas con alfileres en sus vitrinas. Vermeer las pinta con gran belleza, sí, pero también les arrebata cualquier idea, cual­quier responsabilidad. No miro a las mujeres de Vermeer como puedo mirar a las de Rembrandt, que me hacen pen­sar: ésa es una mujer inteligente.


Hay excepciones, por supuesto, sobre todo cuando a la mujer se le permite que nos mire directamente. La Joven de pie ante el virginal nos mira con una seguridad que raya en el desdén. La famosa Joven de fa perla (por desgracia, no incluida en la exposición del Prado) posee una inteligencia emocional en sus ojos que me empujó a escribir toda una novela sobre ella.







Pero tal vez el vermeer más sorprendente de esta ex­posición, La joven del sombrero rojo, muestra de qué era capaz el pintor cuando se permitía trabajar con más liber­tad. Una chica de aspecto andrógino nos mira sobre el hom­bro, con el brazo tendido en lo alto de una silla. No es gua­pa: tiene la nariz protuberante, los ojos estrechos y la boca abierta de una forma que indica dientes saltones más que un carácter sensual. Pero lleva un sombrero rojo de lo más extraordinario, en un ángulo malicioso, y nos mira con osadía, sin sentirse obligada a sonreír.

La pincelada de Vermeer es tan suelta y espontánea, y la actitud de la chica tan informal y natural, que no sería ex­traño pensar que la obra es de otro pintor. Es más, hace muy poco que los historiadores del arte han llegado a la conclusión de que es de Vermeer.

El cuadro es más difícil que otros de la exposición. La joven no representa ideales femeninos de belleza y modes­tia. Está más llena de vida, es más impredecible y cuesta más observarla. Quizá era una mujer más temperamental que las demás modelos. La verdad es que, durante mucho tiempo, yo creí que era un hombre (hasta que me fijé en los pendientes), porque parece libre y sin miedos, capaz de le­vantarse e irse si quiere. Vermeer no la ha capturado, y eso hace que me gusten todavía más ella y el cuadro. Si Ver­meer hubiera pintado a más mujeres como a ella, entonces yo estaría segura de que debió de amarlas a todas. •

Tracy Chevalier es autora de uno de los libros de más éxito inspi­rados en Vermeer, 'La joven de la perla, editado por Alfaguara.

El Pais Semanal número 1375 Domingo 2 de febrero de 2003

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