lunes, 28 de febrero de 2011

El espejo atormentado de Schiele


EL PAIS

REPORTAJE


Viena acoge la primera exposición dedicada íntegramente a los retratos y autorretratos de uno de los grandes pintores del expresionismo

BORJA HERMOSO (ENVIADO ESPECIAL) - Viena - 28/02/2011



Horas más tarde, cruzando la Ringstrasse frente a la mole de la Ópera, sorteando tranvías y bajo una ventisca de dimensiones bíblicas, uno se seguía haciendo preguntas, preguntas baladíes en torno a lo que somos y lo que decimos que somos, lo que pensamos y lo que en realidad decimos que pensamos, lo que deseamos y no somos capaces de revelar... y entonces volvían a aparecer, repetida, obsesivamente, los espejos atormentados de Egon Schiele (Tulln, Austria, 1890-Viena, 1918), sus retratos y autorretratos de angustia y búsqueda, todo ese abanico de interrogantes que uno de los tipos menos clasificables de la historia del arte lanzó al aire en la efervescencia modernista de la Viena de principios del siglo XX. Alguien que hacía preguntas y, desde sus pinturas, trataba de responderlas. Sin rodeos.


Misión condenada al fracaso, horas después de contemplarlos, la de quitarse de la cabeza esos cuerpos dislocados y esas miradas alucinadas, esos pobres diablos desnudos y desafiantes, terribles, esos prohombres de la cultura o las finanzas sabedores de su poder, esos niños en escorzo que posan con ojos de gente mayor, esas mujeres tan plagadas de sexualidad pero tan tristes, esa desolación, toda esa negrura.

Nunca, por increíble que parezca, se había dedicado una exposición a los retratos y autorretratos de Egon Schiele, un pintor que se pintó a sí mismo hasta la extenuación, más de 150 veces, solo superado en tan esforzado ejercicio de narcisismo por Rembrandt. La laguna, evidente e hiriente para los seguidores de Schiele, el monstruo del expresionismo austriaco con permiso de su maestro y mentor Gustav Klimt y de su contemporáneo Oskar Kokoschka, ha sido subsanada en las salas del Museo Belvedere de Viena (www.belvedere.at).

Agnes Husslein-Arco, su directora, y Jane Kallir, máxima especialista mundial en la obra del artista, han reunido un conjunto que apabulla por su cantidad -en torno a un centenar de obras entre óleos, dibujos, acuarelas y gouaches- y que procede de un buen número de museos, galerías y colecciones privadas de Europa y Estados Unidos. Un conjunto que incluye los retratos que Schiele hizo de sus modelos-amantes (como Wally Neuzil), de su esposa Edith, de los prisioneros de guerra rusos que le tocó custodiar durante su etapa de soldado en la I Guerra Mundial, de marchantes de arte, de editores, de banqueros... y del niño Erich Lederer, una de sus obsesiones, quién sabe si tan solo artística...

Se trata, sin asomo de duda, de uno de los grandes acontecimientos artísticos del año a nivel europeo, y su visita tiene un obligado complemento no solo en la colección permanente del Belvedere (15 schieles) sino también, y sobre todo, en el Museo Leopold de Viena, un adusto receptáculo de hormigón y cristal que alberga el mayor conjunto de obras de Schiele en el mundo: la colección de Rudolph y Elisabeth Leopold. Y se trata de uno de los acontecimientos artísticos del año (la muestra permanecerá abierta hasta el 13 de junio) a pesar de que Schiele nunca perteneció, digamos, a la reducida estirpe de las superestrellas del gran circuito como otros contemporáneos suyos y compañeros de viaje en el movimiento expresionista como Kandinsky o Klee. Y a pesar también, es de justicia reconocerlo, de la muy extendida ignorancia que sobre la existencia misma de un pintor llamado Schiele vive instalada en España.

Estamos ante un artista que murió con 28 años víctima de la gripe española, que pasó 24 días en la cárcel por pintar niñas y niños desnudos, que evolucionó pictóricamente a velocidades de vértigo, que desconcertó e indignó a la muy biempensante y muy conservadora sociedad vienesa de la época y que dejó tras de sí, pese a su insultante juventud, una obra enorme y la impronta indescifrable de los genios sin etiqueta. Un pintor de culto y de trazo poderoso que, casi un siglo después de su muerte, cuenta con legiones de apasionados seguidores que rastrean y olisquean las páginas de sus biografías y de sus catálogos como si buscaran a uno de esos escasos autores que, con su existencia y sus creaciones, rompieron el molde e hicieron saltar en mil pedazos cualquier posibilidad de encasillamiento.

Porque Egon Schiele se zambulló conscientemente, sí, en las aguas turbulentas del expresionismo, donde tras la bendición de Klimt abrazó la obra de otros artistas de la Secesión vienesa como su amigo Max Oppenheimer y Oskar Kokoschka, pero solo hay que ver esta galería en el Belvedere o buscar sus otros rastros desperdigados por Viena para darse cuenta de una evidencia: como Van Gogh, como Munch, como Goya o como otros electrones libres de la historia del arte... a ver en qué carpetas, en qué categorías o en qué capillas artísticas conseguimos meter a Schiele.

"Él pensaba que para poder adentrarse a fondo en los entresijos del alma humana, tenía que conocer primero a la perfección la suya, y por eso se pintó a sí mismo tantas veces... Schiele sentía una gran ansiedad ante la vida, ante la sexualidad, ante los misterios del hombre, su vocación irrefrenable era la exploración de la psyche, y al mismo tiempo creía con mucha fe en la capacidad del arte de trascenderlo todo", explica pausadamente y en voz baja Jane Kallir ante un buen plato de apfelstrudel en la cafetería del Museo del Belvedere, donde reconoce que ha contado con casi todas las obras que persiguió para la exposición... "Casi todas, hay dos o tres que no he podido conseguir de sus propietarios".

Arrogante, orgulloso, melancólico, oscuro, triste, iracundo, solitario... así se muestra Schiele en sus autorretratos, donde parece presentarse a sí mismo como el emisario de otro mundo, como alguien que se ha asomado a algún lugar horrible y ha visto cosas, cosas que los demás hombres no han visto. Pero no las puede contar, solo su mirada y su cuerpo pueden servir de mensaje... es la angustia hecha arte, que tanto descalabró las conciencias de los puristas, quienes en 1910 debieron de ver en Egon Schiele un trasunto del diablo, aunque él explicara a quien le quisiera escuchar que era como un sacerdote encargado de transmitir un mensaje. También dijo: "El arte no puede ser moderno, lo que tiene que ser es eterno". Y con ese aviso a navegantes y aspirantes de la modernez -que no modernidad- por parte de alguien que murió hace 93 años queda todo dicho.




Platon y sus amigos










Que no les engañe el nombre. Platon no es aquí un filósofo griego, sino el autor de la fotografía más comentada de Clinton, la que Bob Woodward, uno de los periodistas que descubrieron el caso Watergate, bautizó como la "fotografía de la entrepierna". El entonces presidente de Estados Uni­dos apareció en la portada de la revista Esquire sentado en un taburete, abierto de piernas y con el pico de su corbata apuntando directamente a sus genita­les. Una foto polémica que Platon con­virtió en el icono de una época. "Es un retrato contemporáneo de un presiden­te contemporáneo. No es la típica foto estirada y elitista de un presidente".
A otro hombre de la saga política, John Kennedy, el hijo del presidente Kennedy, Platon le debe el empujón ma­yor de su carrera. Gracias a él y a la re­vista George que el fallecido John John creó en 1999, la cámara de Platon (In­glaterra, 1968) ha captado los rostros más importantes del espectáculo y de la política estadounidense, los hombres y mujeres más fascinantes de América bajo el lema de "La fotografía no debe ser aburrida, sino divertida". Con esta filosofía, Platon empezó a comerse el mundo y, de paso, Nueva York.
Platon Antoniou, un hombre de rasgos mediterráneos y fuerte persona­lidad, hijo de un arquitecto griego y una historiadora del arte inglesa, enca­minó sus pasos hacia el diseño gráfico y las bellas artes hasta que uno de sus profesores, el director de arte del Vogue británico, le animó a hacer fotografías para su editorial. Aquel golpe de suerte cristalizó en colaboraciones para revis­tas de culto entre los jóvenes urbanos del Londres de la década de los ochenta (Arena. The Face, ID). "Las fotografías que hacía entonces eran una reacción contra el tipo de fotografía glamurosa que veía en las revistas americanas", dice. Y de ahí arranca el estilo Platon: agresivo y descarado.
Cuenta Platon que fueron esas foto­grafías las que llamaron la atención de Kennedy júnior. "Me convertí en el principal fotógrafo de su revista. Yo, un inglés, fotografiando a leyendas ameri­canas como Pamela Anderson, Kirk Douglas o Martin Scorsese", recuerda. Ahora esas leyendas y otras más las ha reunido en un libro, La República de Platon, 120 retratos tomados en los úl­timos diez años. Un índice de la condi­ción humana.
"Cuando me preguntan por qué mis fotos tienen siempre grandes angulares y contrapicados y por qué enfoco a la gente desde abajo, yo siempre echo mano de mis recuerdos infantiles, cuando mi padre, que era arquitecto, me llevaba a visitar edificios que siem­pre me parecían altísimos vistos desde mi estatura". Y el Platon adulto conti­núa mirando a sus ídolos como monu­mentos. De abajo arriba. "Mi estilo es una combinación de la disciplina de la arquitectura, la idea de un edificio mez­clada con la idea de la personalidad para así extraer el carácter de las per­sonas. Todo eso se une y ése es el tipo de fotografía que hago ahora".
Obsesionado con la televisión, Pla­ton utiliza el símil del zapping para ex­presar su idea de reunir a diferentes personajes de la cultura contemporá­nea. "Yo quería hacer un libro en el que pasas las páginas y te encuentras algo trivial y luego algo serio y profundo". Como además quería contar la historia de cada personaje, su vena de diseña­dor gráfico le impulsó a crear una es­pecie de diario personal. "He querido hacer un álbum de notas, el cuaderno de un fotógrafo de hoy".
Tiene instinto de cazador y, cuan­do observa con la lente de su objetivo a su presa, la atrapa en un instante. "He aprendido que, si puedo atacar rápido, puedo sorprender a la persona a la que miro para que me muestre su persona­lidad en segundos". Esa audacia le vino de perlas cuando tuvo que fotografiar a uno de sus mitos, el actor Al Pacino. "Era una leyenda para mí. El Padrino me la sé de memoria. De hecho, yo solía ir a la peluquería con una foto de él en El precio del poder y pedía que me cor­taran el pelo igual. Así que conocerle fue una experiencia increíble". Platon le puso en situación escenificándole parte de El Padrino. "Cuando empecé a disparar la cámara, se metió en la piel de Michael Corleone. Fue un momento increíble".
En su República tiene un papel des­tacado Pamela Anderson (la actriz de Los vigilantes de la playa), la sex symbol exuberante de las portadas de Playboy. "Pamela es para mí como la coca-cola", asegura.
Platon la fotografió en Los Ánge­les en 1997 y de aquella sesión recuerda una habitación llena de trajes de alta costura: "Yo quería mostrarla como un mito". Rechazó los vestidos de moda y bajó corriendo a comprar una bandera de Estados Unidos. "Cuando ella me preguntó cómo vestirse, le di la bolsa con la bandera. Lo entendió perfecta­mente". Así, envuelta en barras y es­trellas, Pamela Anderson escondió un secreto que ahora Platon revela: "Cuan­do le hice el retrato, Pammy estaba embarazada de cuatro meses y yo cubrí ese estado tan vulnerable".
En el altar mitológico de Platon hay un sitio destacado para Bill Clinton ("No puedes tener un encargo más im­portante que fotografiar al presidente de Estados Unidos"). Posó poco antes de terminar su mandato. "Me citaron en un hotel de Nueva Jersey de 200 ha­bitaciones que cerraron a cal y canto para la sesión. Había miembros del ser­vicio secreto apostados cada diez pasos por los pasillos. Fue como conocer a Elvis, una experiencia religiosa, porque él tiene un carisma que es difícil de ex­plicar. Entró con una sonrisa radiante. Le pedí que se sentara. Coloqué el gran angular y le dije: 'Señor Clinton. ¿po­dría mostrarme su amor?". Así fue como Clinton entró en la República de Platon, y Platon en la historia de la fo­tografia. •
El libro Platon's republic', de Platon, publicado por Phai­don, 2004, sale a la venta en España en los próximos días. Más información en
www.phaidon.es.


El Pais Semanal Número 1445 Domingo 6 de junio de 2004


Goya y las mujeres








Las mujeres en los dibu­jos de Goya suplican, lloran y sufren. Las que pinta en sus cuadros despliegan, en cambio, riqueza y poderío. Para Goya las mujeres son un medio de expresar emo­ciones, sentimientos. Escruta en ellas la vanidad, el halago, y da a sus rostros una mezcla de severidad y abandono. Ningún otro pintor ha sabido reflejar mejor a las mujeres que Goya. "Tienen una impor­tancia fundamental en su pintura", a jui­cio del comisario de la exposición Goya y la imagen de la majen Francisco Calvo Se­rraller. "Hasta el siglo XVII, los niños y las mujeres eran artísticamente horripilantes por su aproximación a la naturaleza, algo imperfecto. En el XVIII, este concepto cambió y sus figuras son objeto de interés pictórico. Goya se acerca a las mujeres porque le interesan muchísimo".
En medio de ese siglo, el 30 de marzo de 1746, nace en Fuendetodos, Zaragoza, Fran­cisco de Goya, hijo de José Goya, de oficio dorador, y de Gracia Lucientes. Reinaba en España Felipe V, el primer rey Borbón, al que poco después sucedería en el trono Fernando VI. Vivían entonces en España algo más de 7,3 millones de habitantes, de los que cerca de la mitad eran mujeres. Era "un siglo femenino", en palabras de la his­toriadora, académica de la lengua, catedrá­tica de Historia de las Ideas y directora del Centro de Estudios Políticos y Constitu­cionales, Carmen Iglesias, "un siglo que iría dando paulatinamente protagonismo a las mujeres en la vida pública". Según los censos de la época, las mujeres contraían matrimonio hacia los 22 años y los hom­bres hacia los 25. Ellos eran los instruidos. La enseñanza era un privilegio de los hom­bres. Las mujeres estaban destinadas al matrimonio o al convento, no había otras opciones. Incluso entre los miembros de la grandeza, las mujeres quedaban excluidas de cualquier veleidad intelectual: "Instruir a la mujer era considerado como sinónimo de querer prostituirla". Las mujeres de Goya reflejarán, y en cierto modo resu­mirán, la España del siglo XVIII: el matri­monio, las modas, el lujo, la instrucción fe­menina y también la prostitución.
Casi tres siglos después, en España hay censados 40.499.791 españoles, de los que aproximadamente algo más de la mi­tad son mujeres. La media de edad para el matrimonio ha variado un poco. Ellas se casan a los 27 y los hombres a los 29, aun­que hay un alto porcentaje de mujeres que permanecen solteras por libre voluntad. La tasa de mortalidad infantil es la más baja del mundo, y el 53% de los universi­tarios son mujeres. Quizá al ver los cua­dros de Goya consideren pioneras de su condición a la condesa de Chinchón, a la duquesa de Alba o a la reina María Luisa de Parma; quizá sólo las valoren como una parte de la historia, que Goya convirtió en obra maestra y en tratado sociológico de una España que ya no existe.
Goya repasa, en efecto, todos los pro­totipos de mujer de su tiempo: las trabaja­doras, las charlatanas, las majas y las da­mas más selectas de la sociedad, por cuyas capas nobles o miserables se pasea el pin­tor aragonés. Goya exalta a las mujeres en sus cuadros, impone su presencia, y gra­cias a él sus pinturas documentan un siglo que va cediendo, aún con sutileza, a la voz de las mujeres. Una de ellas, la duquesa de Osuna, doña María Josefa Pimentel Té­llez-Girón, condesa-duquesa de Benaven­te, grande de España, princesa y una de las mujeres más ricas de la época, se jacta de ser también una de las más avanzadas de su tiempo. No sólo se disfrazó de mari­nero para acompañar a su marido, el du­que de Osuna, a la conquista de Menorca, sino que aspiraba a manifestar su supe­rioridad en el plano intelectual y a brillar en la sociedad de hombres. Fue elegida presidenta de la Sociedad Económica de Madrid y demostró su valía gestora admi­nistrando ella misma sus tierras y ha­blando de igual a igual con sus contables. Poco antes de que le llegara la muerte, nada menos que a los 92 arios, la duquesa de Osuna esperaba con ilusión un telesco­pio que se había hecho traer de París para observar las estrellas.
Es el mejor exponente de lo que Igle­sias denomina "las señoras avisadas", mu­jeres excepcionales que saben mantener su hacienda y cultivar el espíritu. La du­quesa es una mujer que pronuncia confe­rencias, se hace protectora de la literatura y congrega en torno a su figura a los jóve­nes escritores ansiosos de gloria.
Goya pinta su retrato en 1785. Altane­ra, de rostro largo y huesudo, de escasa be­lleza y dominadora. Goya refleja el poder representado por una mujer que va a en­cumbrar al pintor a lo más alto de una so­ciedad que se disputará sus retratos. Las paredes del palacio de los Osuna se cubren de pinturas del aragonés. Goya escribe a su amigo Zapater: "Amigo, ando en el aire por­que tengo a mi mujer mala y al niño peor y hasta la criada de la cocina ha caído con calentura". Es entonces cuando pinta el único retrato conocido de su mujer, Josefa Bayeu.
En el rostro de Josefa destacará la mirada triste de sus ojos.

Carlos IV ha sucedido en el trono a Carlos III y Goya inicia con el nuevo monarca su triunfal carrera como pin­tor de corte. Godoy, el favorito de la rei­na Maria Luisa, pasa por ser el protec­tor de las artes y las letras. Goya pintó a esa reina fofa y fea, de labios hundi­dos sobre mandíbulas sin un solo dien­te, una reina ajada por los innumera­bles partos, como una mujer que vive inmersa en sus placeres. Las sucesivas pinturas de Goya serán una crónica for­midable de aquel periodo de la historia de España. Goya retrata también a mu­jeres del pueblo, como la maja madri­leña, pero como pintor de moda recibe encargos de los personajes distingui­dos. Toda la sociedad española desfila ante un Goya complaciente que pone infinita ternura en sus pinceles cuando retrata a la condesa de Chinchón, Ma­ría Teresa de Borbón, la joven e infeliz esposa de Godoy.
En 1795, Goya realiza el primer re­trato del duque y de la duquesa de Alba. Ella luce un vestido de muselina blan­co con ancha faja roja. Una voluminosa cascada de cabellos negros le cae sobre los hombros. María del Pilar Teresa Ca­yetana de Alba domina en los salones madrileños en franca rivalidad con la duquesa de Osuna y goza de la anti­patía más absoluta de la reina María Luisa. De la pasión amorosa entre Goya y la duquesa quedan varias obras y el Cuaderno de Sanlúcar, lugar donde vi­vieron juntos una temporada. En este cuaderno Goya dibuja una especie de diario íntimo que refleja un humor cambiante. Garabatea actitudes, gestos, espía a su amada de la mañana a la no­che y anota sus celos. Serán los primeros esbozos de los Caprichos, la serie en la que denuncia las injusticias, se bur­la de las convenciones y critica los ma­trimonios desiguales impuestos a las hijas; maridos seniles, deformes, una galería de horrores ilustrados en lámi­nas como La boda, ¡Qué sacrificio! o Por casarse con quien quiso.
En el siglo XVIII las mujeres empie­zan a leer y comienza, según Carmen Iglesias, "una socialización de ciertos hábitos y costumbres que anteriormen­te sólo se daban en grupos muy pe­queños". La historiadora destaca como clave del momento la creación por pri­mera vez de escuelas públicas para la mujer. En 1783 se establecen las escue­las de niñas por todo el país, donde además de labores se les enseñaba a leer y escribir. En paralelo se impulsa el cul­tivo de la inteligencia. "Anteriormente, para leer, las mujeres habían de re­cluirse en el convento. Allí era donde se les permitía adentrarse en el mundo del conocimiento". Josefa Amar y Borbón fue la primera mujer en estudiar latín y griego y en acceder así a la Palabra, a los libros sagrados, algo vedado a las mujeres durante siglos. Otra mujer, María Isidra Quintina de Guzmán y la Cerda, se doctoró con 17 años en Filo­sofía y Letras por la Universidad Com­plutense. Otras, como Rosario Cepeda o Pascuala Caro, asombraron, a los 12 años, con sus conocimientos de latín, fi­losofía y artes. "Cambia, fundamental­mente, la visión de la mujer como un ser imperfecto o inferior, que hacía de­cir a Castiglione: 'La naturaleza que atiende a la perfección haría exclusiva­mente hombres".
Cintas, sedas, gasas. También de la moda del siglo XVIII en España es Goya un perfecto cronista. La ostentación de joyas y telas de la reina María Luisa abre el debate del lujo, todo un despil­farro que hará recaer del lado de las mujeres lo más grueso del debate mo­ral. Los ilustrados del siglo proponen la creación de un traje nacional, un uni­forme con distintos grados, que todas las mujeres llevarían sin excepción. La idea quedó sólo en proyecto, pero lo que sí caló fue la adopción del traje de maja: una chaquetilla y falda con encajes, ga­lones y volantes. Las damas de la alta sociedad acogieron con gusto el disfraz y la duquesa de Alba lo popularizó. Goya la retrató en 1797 con chaquetilla de brocado y una mantilla envolvién­dole el pecho. El cuadro, que preside hoy una de las sala de la Hispanic So­ciety, en Nueva York, fue la prueba de sus amores que el pintor aragonés dio al mundo. Efectivamente, la duquesa señala al suelo con una mano con dos anillos: en uno está escrito Alba: en el otro, Goya.
En su serie de los 'Disparates', Goya pinta a viejas monstruosas, brujas de aquelarre en las que ridiculiza las pa­siones que han rodeado su existencia. La vida que dibuja compulsivamente es una mascarada con personajes que ins­piran terror. En 1826 se instala en Fran­cia, y allí, en su exilio de Burdeos, su mano traza de nuevo el perfil de los mendigos, los borrachos y las modisti­llas. Pinta con ternura recobrada La le­chera de Burdeos. Es su último retrato de una mujer. Dos años después, Goya muere en aquella ciudad francesa. •
*
'Goya, la imagen de la mujer' puede verse,
desde el 30 de octubre al 9 de febrero de
2002, en el Museo del Prado. Madrid.
La exposición `Goya y la imagen de la mujer' celebra el 20° ani­versario de la Fundación Amigos del Museo del Prado. "Toda la historia de esta asociación ha tenido que ver con Goya", señala el comisario de la muestra y crítico de arte Francisco Calvo Se­rraller. "Su primer director, Lafuente Ferrari (1980-1985), dedicó su vida de estudioso del arte a Goya, y, por otra parte, en los úl­timos 25 años, el Museo del Prado ha adquirido varios cuadros importantísimos de Goya: la marquesa de Santa Cruz, la con­desa de Chinchón, la duquesa de Abrantes, la duquesa de Alba y su dueña, el 'Vuelo de brujas' y un autorretrato de Goya. El mu­seo ha dedicado también una atención especialísima a las salas de Goya, las ha reformado y les ha dado más relevancia".
Amigos del Museo del Prado cuenta como socios con 4.500 particulares, más un centenar de empresas y una treintena de medios de comunicación. Su órgano directivo es un patronato formado por una veintena de personalidades del mundo de la cultura y de la empresa, presidido en la actualidad por Carlos Zurita, duque de Soria.
Desde su fundación, los Amigos divulgan el conocimiento deEl Prado. Ayudan a ver las salas de la pinacoteca, explican al vi­sitante los cuadros y editan unas guías en pequeño formato para cada sala que ayudan a comprender la obra del pintor y lo en­marcan históricamente. Para Josefina Aldecoa: "Sumergirse en la sala de tu pintor favorito, con una de esas publicaciones cui­dadas y magníficamente escritas, es un verdadero placer". El ga­binete didáctico organiza visitas monográficas, exposiciones y conferencias a las que invita a escritores y pintores.
Otro de los objetivos de la fundación es acrecentar el patri­monio de El Prado. En estos años ha donado al museo cinco pin­turas: 'Retrato de la condesa de Santovenia', de Eduardo Rosa­les; 'Retrato de enano', de Van der Hamen; 'Martirio de san Es­teban', de Bernardo Cavallino; 'Retrato de Aureliano de Beruete y Moret', de Sorolla, y 'Autorretrato en el estudio', de Luis Paret. Además de cinco dibujos de Fortuny, Murillo, Herrera el Viejo. José del Castillo y Goya, y una serie de 48 grabados de artistas contemporáneos: Alfaro, Arroyo, Barceló, Chillida. Gaya. Gordi­llo, Pérez Villaita, Ráfols-Casamada. Manuel Rivera Gerardo Rue­da, Saura y Tomer. •
El Pais Semanal Número 1309 Domingo 28 de Octubre de 2001

V de Venantius

Cuando estoy un tiempo sin ver a Venantius, se que me encontraré con un montón de dibujos nuevos. No se si mi definición es correcta o no, pero para mi es como un motor gráfico, su impulso, su pulsión por dibujar supera todo cuanto entiendo. Que ustedes lo disfruten






Tintin vuelve a su castillo







Tintín en España, Kuifje en Holanda. Tintti para los finlandeses, Tai­netaine para los iraníes. Tan Tan entre los japoneses y Tan Tan para los ára­bes, sólo Tim para los alemanes, Tanta­na para los rusos, Tenten en Turquía y Tintinus en el Vaticano, si es que al­guien habla aún allí el latín, y Tincjo para aquellos que crean en la existen­cia del esperanto, Las aventuras del pe­riodista belga de nombre absurdo crea­das el 10 de enero de 1929 por Georges Remi, más conocido como Hergé, han sido traducidas a 51 idiomas y recogi­das en 24 álbumes, si incluimos el facsí­mil de sus andanzas por el país de los sóviets y el esbozo Tintín y el arte Alfa, Durante años, Tintín viaja sin cesan del Congo a Estados Unidos, de la India al Polo Norte, de la China a Escocia, y cada vez, antes de marchar o cuando re­gresa, pasa por su modesto apartamen­to en la calle del Labrador, en una ciu­dad sin nombre pero que todos identifi­camos como Bruselas, ¿Por qué? Por­que Hergé es belga y sobre todo, porque a Tintín, a su regreso de la URSS en Tintín en el país de los sóviets, le recibe una multitud enfervorizada que se con­centra ante la estación del Norte, un edificio bruselense inconfundible, aun­que hoy ya no exista.


A partir de su undécima aventura, El tesoro de Rackham el Rojo, Tintín pasa cada vez más días en casa de sus nuevos amigos, el capitán Haddock y el profesor Tornasol, que viven en el cas­tillo de Moulinsart, una mansión rodea­da de un gran jardín, que había perte­necido al caballero de Hadoque, ante­pasado del capitán borrachín, Moulin­sart es adquirida por el capitán gracias a que descubre en sus sótanos el tesoro que François de Hadoque había logra­do preservar de la rapacidad de los pi­ratas, pero también gracias a la ayuda financiera que le aporta Tornasol, que le ha vendido al Gobierno su pequeño submarino en forma de tiburón. Moulinsart, el nombre, es una in­vención de Hergé, inspirada sin duda por los nombres de una región francó­fona de Bélgica, ese Brabante en el que se encuentran los lugares de Rixensart, Maransart, Hannonsart y Sart-Moulin, Su aspecto, su fachada de castillo a la francesa, es típico de las construcciones levantadas durante los reinados de Luis XIII y los primeros años de Luis XIV Hergé lo dibujó a partir de un modelo célebre, el castillo de Cheverny. consi­derado como el mejor decorado y amue­blado de todos los que puntúan el reco­rrido del Loira, Hergé, que era hombre al que le agradaba tanto documentarse como dotar de coherencia y credibili­dad sus historias, comprendió que el auténtico Cheverny. el que se habían hecho edificar en 1620 el conde Henri y la princesa Marguerite, era demasiado grande para un lugarteniente de la Ma­rina real y excesivo a todas luces para Tornasol. Haddock, Néstor y Tintín, De ahí que privase a Cheverny de sus dos alas, y que se conformase con el cuerpo central del edificio, con el que en realidad ocupan la escalera, salones y los dormitorios más modestos, renuncian­do, en cambio, a la biblioteca, la cocina, los saloncillos y al llamado dormitorio real, Hergé trabajó a partir de un des­plegable turístico en blanco y negro editado a principios de los años cua­renta y del que se limitó a hacer desaparecer esas dos alas de techo de piza­rra, que coronan tres plantas con tres fachadas y tres ventanas en cada uno de los pisos.
Hoy se ocupa de Cheverny-Moulin­sart el marqués de Vibraye, descen­diente de una familia de financieros y militares de Blois –los Hurault– que en el siglo XIII compraron los terrenos donde se levanta Cheverny para erigir un castillo fortificado, origen del actual pero radicalmente distinto, puesto que, si en los siglos XIII y XIV lo importante era aún que los gruesos muros sir­vieran de refugio y de torre de control de un territorio, en el XVIII de lo que se trataba era de hacer cómoda y agrada­ble la vida de unos grandes propieta­rios que, de vez en cuando, recibían a altas personalidades del reino, El mar­qués de Vibraye vivió de pequeño en Cheverny en el castillo que hoy se visi­ta como un museo; su boda la celebró aún en la mansión de sus antepasados, poco después transformada en empre­sa, un lugar que recibe 350,000 visitan­tes anuales y da trabajo a 40 personas, Al margen de su carácter de atracción turístico-museística ligado a su histo­ria y a lo que ésta le ha legado –mue­bles, pinturas, artesonado y una atmós­fera inconfundible–, Cheverny ofrece un golf de 18 agujeros, una suntuosa orangerie preparada para recepciones, seminarios, banquetes o exposiciones, un enorme jardín y una gigantesca pe­rrera en la que vive una jauría de 70 fox-hound y poitevin.



La relación entre Cheverny y Mou­linsart tenía que desembocar en una colaboración estable, en una tentativa de fusión entre dos pasados, el de los señores renacentistas que le piden a Jean Monier que les pinte unos paneles que recuerdan los principales pasajes de El Quijote, y el del caballero Fran­çois d'Hadoque y el de su descendiente, el capitán Haddock, Esa síntesis se da en las caballerizas, un espacio que aco­ge la cripta en la que Tintín se ve encerrado en El secreto del Unicornio, el salón con un ventanal roto de El asun­to Tornasol, el laboratorio en el que el sordo científico despistado se dedica a sus misteriosos experimentos, el cuar­to de baño del capitán justo en el mo­mento en que el espejo de su lavabo se resquebraja –todo ocurre en El asunto Tornasol–, la habitación de Tintín o el salón en que se nos propone asistir, en Las joyas de la Castafiore. a una prime­ra prueba de televisión en color.
Esos espacios tintinescos están con­cebidos con mucha sencillez, precedido cada uno de ellos de una pantalla por la que desfila en bucle el dibujo animado que nos sitúa respecto a lo que vamos a ver, Sin duda el más extraordinario es la habitación de Tintín en Moulinsart, entre otras cosas porque Hergé nunca la dibujó. En El asunto Tornasol vemos al héroe de sus aventuras asomando por la puerta de su dormitorio, con Milú a sus pies –página 11–, pero nunca entramos en él, al contrario que en su apartamento de la calle del Labrador o en el que tiene en Tintín en el país del oro negro, de carácter más moderno, quizá en el barrio de Berchem-Sainte­Agathe, con ventanas horizontales, a la manera de Le Corbusier,
En Cheverny podemos ver esa ha­bitación de Tintín, tan inexistente en los álbumes como la sexualidad del per­sonaje, y en ella, además de una cama de adolescente, hay un pequeño escri­torio, una radio y una gran percha de la que penden las ropas que Tintín se ha puesto en América, en la India, en Chi­na o en Escocia, Al mismo tiempo es un lugar razonable, que confirma el carác­ter provisional del dormitorio, y tan ex­traño como el propio Tintín, con su cara ovalada, eternos pantalones de golf e imposible tupé, Si Haddock tiene un pasado y una evidente querencia por el alcohol, si Tornasol es un sordo tímido capaz de enamorarse de la Cas­tafiore, si Milú es un perro glotón que comparte con el capitán su amor por el whisky, de Tintín no sabemos nada –sólo en Tintin en el Tíbet demuestra ser capaz de un tipo de amistad que va más allá de lo previsible, incluso del he­roísmo previsible–, y no deja de ser co­herente que en su habitación no haya otra cosa que los "disfraces" con que su "recortable" se ha vestido para luchar contra Al Capone o la mafia del opio. Tintín es un héroe irreal, casi una abs­tracción, como su nombre indica o su confusa edad sugiere, tal y como ha subrayado el tintinólogo Benoit Peeters.




La Fundación Moulinsart se ocupa de gestionar la dimensión económica del imperio dejado por Hergé, Desde hace ya algunos años la segunda espo­sa del dibujante, Fanny Rodwell, ha im­pulsado una política de recompra de los derechos o franquicias concedidos des de mediados de los años sesenta. El control que dos fundaciones -la ya citada de Moulinsart y la que lleva por nombre Hergé y se centra en la protección de la obra- ejercen sobre el universo de Tintín es estricto. Se trata de rarificar la presencia comercial de ciertos objetos, de evitar la degradación de la imagen de los personajes ligada a la proli­feración de copias, de impedir que se apoderen de Tintín empresas o perso­nas que no respetarían la coherencia de sus historietas o la calidad de sus per­sonajes y situaciones, Steven Spielberg se ha interesado por Tintín; el cineasta belga Jaco van Dormael -autor de la ex­celente Toto le héros- también quisiera descubrir cómo traducir los dibujos en imagen fotográfica, y el francés Jean­Pierre Jeunet, ayudado por el éxito de su película Amélie, cree haber hallado el secreto de cómo convertir un héroe de papel en otro de celuloide.
Mientras Cheverny se reivindica co­mo el auténtico Moulinsart, mientras el Museo de la Marina de París ofrece una estupenda exposición sobre todas las re­ferencias marineras asociadas a Had­dock, mientras los cineastas buscan cómo llevar a la pantalla lo que les fas­cinó como lectores infantiles, es impo­sible no recordar una historia que co­menzó, en blanco y negro, en Bruselas, en el año 1929; que no cobró populari­dad hasta 1941, cuando el periódico Le Soir acogió las aventuras de Tintín en sus 300,000 ejemplares diarios, y que, ya en color, fue el semanario Tintín el gran estimulante comercial que, a partir de 1946, puso al alcance de todos dichas ha­zañas, En 1948 el semanario empezó a distribuirse en Francia y en los cin­cuenta se quintuplica la venta de los li­bros. El millón de ejemplares por álbum se alcanza en 1960, y desde entonces el número de lectores ha ido multiplicán­dose, cada vez más atentos y detallistas, como lo prueba el que supieran detectar en una viñeta de Stock de coque que la escalinata de acceso de Moulinsart te­nía ocho escalones cuando en todas las demás el número era de nueve, Habrá que ir de nuevo a Cheverny para ver a quién da razón la realidad. •
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La exposición de Tintín puede verse en el castillo de Cheverny todos los días del año, previa petición de hora en el teléfono 33 (0) 254 79 96 29, Más informa­ción, en www.chateau-cheverny.fr

El Pais Semanal número 1313 Domingo 25 de Noviembre de 2001

domingo, 27 de febrero de 2011

Carteles Saló del Comic de Barcelona en Flip Book



El tiempo suspendido de Jean Siméon Chardin


REPORTAJE: ARTE - Exposiciones


ESTRELLA DE DIEGO 26/02/2011


Maestro del detalle, del momento íntimo y silencioso, de interiores pacíficos, cotidianos, Chardin es uno de los más destacados pintores franceses del siglo XVIII. El Museo del Prado reúne por primera vez en España 57 de sus obras en una exposición exquisita.

La peonza, a un lado, da vueltas próxima al borde de la mesa. En una primera mirada cuesta verla, pincelada amarillenta y precisa cerca de los libros, el papel, el tintero y la pluma; movimiento diminuto que se amplifica de repente en medio de una escena donde el resto permanece estático. O casi. Porque al observar al joven protagonista -adolescente vestido a la moda elegante del XVIII francés, niño absorto en el movimiento caprichoso de la peonza-, al fijar los ojos sobre su mano derecha, deslumbra el gesto apenas perceptible de esos dedos pulgar e índice que se rozan delicados y describen un transcurso que se está escapando en el momento mismo de verlo: hace un instante los dedos lanzaban el juguete. Entonces cada cosa se acopla a su lugar en su justa medida y aflora aquello que define la pintura de Chardin, algo que no olvidan quienes la han mirado con la atención que exige.


Porque a veces Chardin, el pintor de bodegones por excelencia, tan reproducido en calendarios, postales y cajas de dulces, de tan popular -sobre todo desde mediados del XIX- pasa desapercibido, dando por hecho que quien pinta género y bodegones pinta temas menores que no pueden competir con los Grandes Relatos. ¡Naturalezas muertas!... cuadros para burgueses con gustos mediocres. Estos díasel Museo del Prado muestra al mejor Chardin de la mano de Pierre Rosenberg, comisario de la muestra, y sólo con pasearse por las salas, con mirar sin prejuicios, con acercarse a través de esa mirada contemporánea que sabe, que ha aprendido, cómo las pequeñas historias ocupan un lugar de privilegio dentro de la gran narración cultural, queda clara la fuerza delicada de este artista, uno de los grandes maestros del XVIII francés.

Aunque Chardin es mucho más que un nombre célebre de la Historia del Arte. Así que busco una palabra capaz de definir eso preciso y volátil, cotidiano y sublime, inmóvil y danzante de su pintura y no la encuentro porque todas las definiciones aluden a una paradoja. Lo antiheróico, lo antinarrativo. O todo lo contrario: la habilidad de crear historias donde no había historias de partida. No termina de aflorar la palabra que defina esta pintura contenida, prodigiosa y absorta. Tiempo suspendido. Quizás sea ésta la cualidad que consigue definir eso que ocurre sobre cada cuadro de Chardin cuando los ojos menos avezados llegaron a pensar que no pasaba nada. Su aparente falta de relato termina por ser, más bien, una narración extraordinaria que ha quedado flotando en ese instante privilegiado que Chardin captura como pocos, cierta "magia" de la cual no llegaba a entender nada, decía desconcertado Diderot.

Una narración extraordinaria termina por ser Dama tomando el té, cuadro emblemático del Museo de Glasgow que sólo en rarísimas ocasiones viaja. La protagonista, personaje como siempre ensimismado, se concentra en su taza humeante, absorta en un espacio que, de nuevo, no precisa del espectador para completarse. La obra, de una intensidad inusitada bajo su apariencia banal, captura nuestros ojos en el instante intrascendente en el cual se concentra el tiempo completo, como cuando soñamos despiertos. ¿Qué más da que la silla denote una perspectiva torpe -algunos dirían que porque Chardin, en tanto bodegonista, nunca tuvo la formación exigida para pintar escenas de género?-. El gesto es tan bello, la sensación tan intensa -como cuando soñamos despiertos-, que no podemos apartar los ojos de ese tiempo que está presente, sí, pero ha dejado de transcurrir.

Tiempo suspendido el de la maestrita y el niño, el del joven haciendo la gran pompa de jabón, el de las madres y los adolescentes en los pequeños cuadros; el de los bodegones maravillosos donde un gato insolente se entromete en la escena con gesto altivo -tal y como ocurre en La raya, asombrosa pintura de gran formato y considerada una de las obras maestras de la primera época-. Tiempo suspendido en Los preparativos para el almuerzo, entre los jarros de agua y el cristal transparente y admirable de los vasos, cristalerías sencillas que, frente a los lujosos objetos importados de los holandeses -de algún modo el referente histórico de Chardin-, no hablan de viajes lejanos ni de historias míticas, sino de existencias corrientes que transcurren entre fresas, melocotones y jarrones de loza blanca y azul. Pero igual que ocurriera en la Holanda del XVII, algo ha cambiado: la nueva clase en ascenso, moderna, eficaz y hasta discreta, necesita nuevas fórmulas de representación. De hecho, llama la atención en Chardin esa aludida modernidad que se muestra en el interés por niños y jóvenes, impensado hasta ese momento al ser la adolescencia una invención del siglo XVIII francés; su tratamiento casi irónico de asuntos relativos a la cultura, como sus monos pintores y anticuarios; o sus imágenes de madres laboriosas que tan bien se ajustan a lo que Carol Duncan llama "las madres felices", una figura retórica femenina que cultiva el XVIII francés como iconografía ejemplarizante frente a la decadencia parisina. Es la crisis de los Grandes Relatos que el XIX retoma en la pintura de historia, brevemente, hasta que la llegada del XX nos aniquila para siempre.

Quizás esa modernidad pueda ser una de las razones por la cuales Chardin nunca ha sido tan conocido en España frente a su popularidad en países con una clase media más desarrollada e instruida como Inglaterra, Suecia o Rusia que, con Catalina la Grande a la cabeza -coleccionista además de Chardin-, no tardó en adherirse a las nuevas ideas ilustradas. La modestia existencial del pintor tampoco contribuiría a su fama en el extranjero: nunca viajó mucho. Pese a todo, desde hace algunos años ha sido tema reiterado entre los investigadores anglosajones más originales en sus lecturas de la pintura del XVIII, tanto tiempo denostada, desde Micheal Fried a la reivindicación de los bodegones como un género en absoluto menor de Norman Bryson. La propuesta misma de trabajo para Chardin, "pintar lo que se ve" y "enseñar al ojo a mirar la naturaleza", es en el fondo lo que sigue asombrado hoy, la "magia" que desconcertaba y hasta irritaba a Diderot, quien en plena batalla por las jerarquías de los géneros pictóricos se sentía incómodo frente a su atracción irresistible hacia una pintura de bodegones. No en vano, en una de sus obras más audaces, los Salones, defendía con entusiasmo las naturalezas muertas de Chardin gracias a la vivacidad de sus pinturas, igual que le había "salvado" en sus Ensayos sobre la pintura: con frecuencia Chardin incorporaba el bodegón a una escena en la cual se mantenía la presencia humana, máxima jerarquización en pintura.

Y sin embargo, al observar la gran cantidad de cuadros donde la figura humana ha sido excluida en la producción de Chardin, la argumentación del gran crítico del XVIII parece más bien una mera excusa. Quizás lo que atrajo a Diderot, lo que él vio y las convenciones de la época no quisieron dejarle ver, fue esa modernidad sin precedentes de obras como La tabaquera, una joya que resplandece en el recorrido cronológico del Prado tan adecuado para Chardin, un hombre de orden, que al final de su vida y por problemas en los ojos tuvo que pintar al pastel. El conjunto de objetos de fumador -tal vez propiedad del pintor mismo- habla de un propietario ausente, cuya presencia a través de sus pertenencias en sin embargo irremediable: a menudo al hablar de nosotros nos camuflamos tras un vacío. Luego, al dejar las salas del Prado nada volverá a ser como antes. Lo supo ver Proust, uno de los más fervientes admiradores del maestro Chardin: "Cuando uno ha visto a Chardin, no sólo ve únicamente la belleza de una comida burguesa, sino que cree que no hay poesía sino en las comidas sencillas, y retira la vista cuando ve unas joyas".

Chardin. 1699-1779. Museo del Prado. Paseo del Prado, s/n. Madrid. Del 1 de marzo al 29 de mayo