lunes, 18 de junio de 2012

El Juicio Final

El próximo 31 de diciembre concluye la restauración de las bóvedas de la Capilla Sixtina. Se cierran así nueve años de polémicos trabajos dedicados a limpiar la pátina de las sombras enmohecidas que escondían la fiesta de vivos colores utilizados por Miguel Ángel. Los millones de personas que memorizan estos frescos envueltos en nubes creerán estar ahora ante una nueva obra. Pero la polémica no concluirá hasta que se ponga punto final a la limpieza del altar, que ahora se inicia. Es el momento del juicio final.

Por Juan Arias



 Al Miguel Ángel de los tonos oscuros, míticos y amedrentadores, ahora, sólo se le podrá ver en el archivo gráfico vaticano.


 La luz es tanta que ha sido necesario disminuir la iluminación artificial y dejarla en la misma tonalidad original para que los nuevos colores no vibren excesivamente.


EI legendario Che Gueva­ra pasó una sola maña­na de su vida en Roma y la dedicó toda ella a contem­plar, tumbado en el suelo, los frescos de Miguel Ángel en la capilla Sixtina.

Pero de lo que el Che se lle­vó en sus ojos para siempre hoy ya sólo quedan los 200 metros cuadrados de pintura del gigan­tesco fresco de la pared central, el famoso e imponente Juicio fi­nal, testigo mudo de tantas elecciones de papas.

El resto, los otros 1.000 me­tros cuadrados de pintura, ya no serán nunca como los con­templó el guerrillero latinoame­ricano. Han sido transforma­dos radicalmente por una obra de restauración modernísima, en la que no ha faltado la inter­vención de un ordenador. Los responsables de este cambio han sido cuatro especialistas capitaneados por el jefe de los restauradores del Papa, Gian­luigi Colalucci. Una fuerte ma­rea de críticas y alabanzas ha acompañado su trabajo.

El último día de este año, Colalucci dará por terminada la obra con una última pincelada al fresco restaurado. Será elmomento de desmontar el an­lamiaje que durante estos últi­nos nueve años —las obras empezaron en 1980— han per­nitido a los restauradores encaramarse a 20 metros de altu, como había hecho Miguel Ángel el hace cuatro siglos. Y todo ello para devolver al mundo los colores originales, vivísi­mos, solares, agresivos, fosfo­rescentes de Buonarotti, tras haberlos purificado de las incrustaciones de suciedad producidas a lo largo de los siglos por los humos de las velas y braseros, la humedad y el polvo acumulado sobre la cola utilizada por los restauradores de ant­año. Subirse a los andamios, empotrados en los mismos aguj­eros de la pared que utilizó Miguel Ángel, produce un cierto escalofrío. Y mucho más cuando Colalucci cuenta cómo Mi Ángel —que tuvo que pin­ar deprisa porque el papa de entonces le metía bulla y hasta le golpeaba con su bastón dejó pelos de su pincel en los frescos y a veces hasta la huella de su pulgar al apoyarse, medio en cuclillas, con la cabeza echada para atrás para poder pintar la bóveda.

Ahora, a partir del 31 de di­ciembre, ya nadie podrá volver a contemplar la pintura matiza­da por el tiempo con su pátina secular, como la han memori­zado los cientos de millones de personas que han desfilado por la capilla Sixtina.

Las nuevas generaciones, las que ahora visitarán aquel lu­gar de religiosidad y mitología, grandioso templo del arte, octa­va maravilla del mundo —18.000 personas desfilan cada día por ella—, no verán ya al Miguel Angel de las sombras imponentes, de sus figuras como veladas por el misterio, como contempladas a través de una lente ahumada o de una niebla de los espíritus. Ahora podrán ver unos frescos sin sombras. La luz es tanta que ha sido necesario disminuir la ilu­minación artificial y dejarla en la misma tonalidad original para que los nuevos colores no vibren excesivamente.

Pero con la restauración de las lunetas y de la bóveda no ha terminado el trabajo del equipo de Colalucci. El punto final ven­drá después de los próximos cuatro años, cuando concluyan la limpieza de la zona más oscu­ra y sucia de el Juicio final: las cercanías del altar, una zona muy afectada por ser la más ex­puesta al humo de las velas.

Para Colalucci, esta fase es, quizá, la más delicada, ya que se trata de la obra más comple­ta de Miguel Ángel, realizada 23 años después de haber aca­bado las lunetas y la bóveda, cuando el artista ya había cum­plido los 60 años. La ejecución del Juicio final le llevó seis años de fatigas. Durante esos traba­jos se cayó de los andamios y se rompió una pierna.

Y al igual que ocurre ahora, el trabajo de Miguel Ángel tam­bien estuvo rodeado por la po­lémica. Aquel enjambre de per­sonajes en torno al Cristo juez, en una explosión de carnalidad y de desnudos, escandalizó a cardenales y hasta al mismísi­mo Domenico Teotocopulos, El Greco, quien pidió que blan­queasen la obra, lo que se hizo más tarde, por indicación del papa Sixto IV, al cubrir tantas nalgas imponentes y tantos miembros viriles.



El pecado original, tal y como aparecía antes de su restauración.


¿Volverá ahora a la luz, jun­to con los colores originales, la desnudez virgen de los pince­les de Miguel Angel? "Aún no hay nada decidido", explica Colalucci. "Y no se trata de un problema moralista, ya que, en realidad, en la bóveda han que­dado todos los desnudos masculinos y femeninos. Lo que ocurre", añade, "es que las pinturas sobre las partes puden­das son casi tan antiguas como la obra de Miguel Ángel; perte­necen a la historia. Y, además, no sabemos aún si el pintor que las trazó no destruyó antes la pintura original de aquellas partes, en cuyo caso ningún sentido tendría ahora reprodu­cirlas".

Lo que todos esperan con impaciencia es saber si también el Juicio final, detrás de esa páti­na de sombras enmohecidas, esconderá otra fiesta de rojos vivos, de amarillos chillones, de verdes transparentes, de azules marinos, o si detrás de aquella lente ahumada no habrá nuevas sorpresas.

Nadie sabe aún si la restauración de esta última parte de la capilla Sixtina desencade­nará, como en el caso de las lu­netas y la bóveda, otra ola de protestas acusadoras de haber destruido para siempre al ver­dadero Miguel Ángel, el de las sombras, habiendo convertido su pintura en un cromo inde­cente.

"En realidad, las críticas", explica Colalucci, "llegaron más bien tarde. Cuando pre­sentamos a la Prensa la restau­ración de la primera luneta,donde ya aparecía toda la fuer­za de los colores primitivos, na­die abrió la boca para protes­tar. Y eso que las lunetas son seguramente la obra más pura, trazada por Miguel Ángel di­rectamente, sin haberla esboza­do antes en cartones, hechas casi de un solo brochazo, sin que ningún ayudante le echara una mano, como ocurrió en la bóveda, donde el artista se hizo ayudar por sus auxiliares".

Las primeras protestas lle­garon desde Estados Unidos, de Frank Mason y James Beck, seguidos por algunos italianos como Alessandro Conti y Toti Scialoja, considerados todos ellos primeras autoridades del mundo del arte.

¿De qué acusaban a los res­tauradores vaticanos? "Funda­mentalmente", dice Colalucci, "de habernos cargado, con el disolvente químico AB57, bue­na parte de la verdadera pintu­ra de Miguel Ángel; de haber eliminado las sombras de su pintura".

¿Y ustedes cómo se han de­fendido? "Intentando explicar­les que nosotros no somos res­tauradores como los de antaño, que más que devolver a la luz la obra original de un artista la in­terpretaban y de algún modo la recreaban. Nosotros, práctica­mente", subraya el jefe de los restauradores vaticanos, "no hemos usado los pinceles. Sólo hemos eliminado —con los me­dios que nos ofrece la tecnolo­gía más moderna— toda la mu­gre que se había acumulado so­bre el original. Ha sido como limpiar lentamente una sucie­dad que impedía ver lo que es­taba debajo. De todo ello, lleva­do a cabo con un ordenador que iba indicando la profundi­dad de la suciedad y detectan­do la obra postiza de tantos otros restauradores del pasado, existe una imponente documen­tación que nuestros críticos ni han querido examinar, pero que ha servido para que una comi­sión de expertos norteamerica­nos, franceses, alemanes e in­gleses nos diera su visto bueno".

Lo que le duele a Colalucci es que algunos de sus detracto­res, que habían lanzado sus anatemas tras haber visto los resultados de la restauración sólo en fotografía, no aceptaran la invitación de encaramarse andamio arriba para contem­plar de cerca cómo lo que desde lejos pueden parecer sombras trazadas por   el pintor no son más que desconchones, mugre y manchas de infiltracio­nes de humedad. O bien la su­ciedad acumulada sobre la cola que habían usado algunos res­tauradores del pasado para re­tocar a mano la pintura de Mi­guel Ángel.

El restaurador Colalucci observa una pintura antes de ponerse a trabajar en ella.



Colalucci admite que la sor­presa haya tenido que ser muy grande para quienes hoy se ve­rán forzados a escribir de nue­vo toda la historia del arte, por­que la restauración de la Sixti­na ha revelado que Miguel Án­gel fue un gran pintor, contra lo que se pensaba de aquel genio de la escultura que a sus 20 años había regalado al mundo su inmortal obra La Piedad, que hoy se puede contemplar a la entrada de la basílica de San Pedro.

Se sabe ahora que Miguel Ángel pintó en fresco y no en temple, cosa que hubiese hecho dificilísima la restauración. Y se sabe que no usó sombras, sino sólo color, y vivísimo, si­guiendo la mejor tradición toscana.

En la pared del despacho de Colalucci hay una fotografía suya con el papa Juan Pablo II. Cuenta el restaurador que el Vaticano ni siquiera en plena polémica dudó de la profesionalidad de sus restauradores. Y el papa Wojtyla hizo muy poco caso de las cartas de protesta que le llegaban, sobre todo desde Estados Unidos. Quizá la suerte del equipo dirigido por Colalucci ha sido que, al revés de los papas que siguieron de cerca las obras de Miguel Ángel, el Papa polaco nunca se ha interesado directamente por la restauración. Y ni siquiera ha sentido nunca la curiosidad de empinarse hasta la bóveda —ocasión única incluso para un Papa— para poder ver y palpar de cerca el genio hecho pin- tura.

Y, sin embargo, Colalucci, hombre de una sencillez que desarma, ha sido el genio de la llamada restauración del siglo. Su voluntad inquebrantable, su alta profesionalidad, demostrada en tantos años de delicado y oscuro trabajo (hace ya 20 años pedía a sus superiores que le dejaran quitar el polvo al fresco del Juicio final. "Se hacía una vez", cuenta, "cada año. Se hacía de noche, cuando no había nadie, y para mí, joven restaurador, era emocionante poder ver y analizar de cerca la obra del gran Miguel Ángel"), han forjado en él una seguridad que nunca le ha hecho dudar de que no se estaba engañando.

"Tampoco era tan difícil", minimiza Colalucci, "porque nosotros, con la nueva tecnología, hemos podido hacer con la pintura de Miguel Ángel lo que un cirujano hace con el cuerpo humano: entrar en él y examinar sus entrañas".

Sin embargo, el restaurador vaticano se muestra muy com­prensivo con las personas que sufren hoy viendo cómo se les desmorona la idea que durante años se habían forjado de Mi­guel Ángel en su alma. "Entien­do, por ejemplo", dice, "al es­critor Giorgio Manganelli cuando me confiesa que le he matado a su Miguel Angel, aI que se había forjado dentro de él, con sus sombras y fan­tasmas".

De hecho, el escritor ha afir­mado: "En este momento algo me turba y me fascina al mismo tiempo. Me hallo lacerado en­tre una historia que me poseía y una historia que antes de ahora no había nunca encontrado". Y añade: "La restauración de la Sixtina quita la suciedad, pero también las duras sombras del tiempo".

Por el contrario, Renato Gut­tuso, el pintor comunista y no creyente, exclamó antes de mo­rir: "Es la verdad de Miguel Án­gel la que nos están devolvien­do". El mismo Goethe, en su obra Viaje a Italia, denunciaba ya el humo de velas e incienso que en las iglesias de Roma "ofuscaban el sol único del arte".

"No es culpa nuestra", dice Colalucci, "si la ciencia y la téc­nica modernas nos han permiti­do descubrir que el verdadero Miguel Ángel era el luminoso, sin que ello signifique que a al­gunos pueda haberles gustado más el sombrío, construido por el paso de los tiempos".

De cualquier modo, al Mi­guel Ángel de los tonos oscu­ros, míticos y amedrentadores, ahora sólo se le podrá contem­plar en las fotografías que de aquella pintura filtrada a través de la suciedad acumulada por los siglos se han conservado en el archivo gráfico vaticano.


El Pais Semanal diciembre de 1989

Adolph Von Menzel (1815-1905)


 Adolph Friedrich Erdmann (posteriormente: von) Menzel (* 8 de diciembre de 1815 en Breslau - † 9 de febrero de 1905 en Berlín) fue un pintor alemán famoso por sus pinturas a menudo inspiradas en la historia, que es considerado el más importante exponente del realismo pictórico del siglo XIX en Alemania.

(Via Wikipedia, en su versión en castellano, algo pobre. En la versión inglesa la biografía es mucho más extensa aquí.)

Un enlace de interés es el de Wikimedia Commons, con un gran catálogo de imagenes.













Las emociones de un músico en su estreno como actor.



 Por Rocío García

FUE EN BARCELONA, durante un concierto de Jorge Drexler, don­de Daniel Burman sintió que el músico era el tipo perfecto para protagonizar su siguiente filme, La suer­te en tus manos. "Estaba interpretando una canción en la que hablaba de un momento ya muy alejado de su vida y logró transmitir y traer al presente una emoción pasada, ahí arriba en el escena­rio, dirigiéndose de manera directa, uno a uno, a todos los asistentes. Fue enton­ces cuando pensé que si usaba todas las herramientas que estaba utilizando en el concierto bien podría también usarlas para la interpretación. Tiene un manejo del ritmo, de la palabra, el tiempo y e cuerpo que nunca he sentido que la elección comportara ningún riesgo". El realizador Daniel Burman (Buenos Aires 1973) se explica al otro lado del teléfono sobre la elección del conocido cantautor uruguayo, Oscar en 2005 a la mejor canción original, Al otro lado del río, de la película Diarios de motocicleta, de Walter Salles.
Burman —director de El abrazo partido (Gran Premio del Jurado y Oso de Plata al mejor actor para Daniel Hendle en el Festival de Cine de Berlín de 2004) Derecho de familia o Nido vacío, entre otras— se fía de su intuición y por lo que se ve parece que no le suele fallar. "En un rodaje yo solo quiero compartir los momentos con personas luminosas y perspectivas de la vida parecidas, que no iguales, a la mía, y que no busquen resol­ver sus problemas existenciales conmigo porque no lo van a lograr. No solo los rodajes, también los taxis y los asados".
Así que Drexler es una de esas luces en La suerte en tus manos, una comedia romántica que se estrena en España el próximo día 22, y en la que comparte protagonismo con actores tan sólidos co­mo Valeria Bertuccelli, Norma Aleandro o Luis Brandoni. "No se sintió nunca inti­midado", recuerda Burman, un cineasta judío-polaco que viene indagando de siempre, película tras película, en la fami­lia, los padres e hijos, las relaciones de pareja. Ahora le ha tocado el turno al desti­no unido al amor, también a la mentira, esa que, según Burman, todos utilizamos para construirnos, protegernos incluso de nosotros mismos. "Mentimos para ser aceptados, queridos; mentimos para con­seguir un trabajo o un préstamo; menti­mos para conseguir una cita con una chi­ca. Mentimos día y noche". Como Uriel, el personaje que interpreta Drexler, un divor­ciado verborreico, mentiroso y alérgico a los compromisos, que, gracias al póquer, se reencuentra con su novia de juventud.
La sintonía entre director y actor ha debido de ser recíproca, tal y como contó Drexler al historietista Liniers (Ricardo Si­ri) en uno de los últimos días del rodaje, y que recoge en la entrevistorieta que se publica en estas páginas. "Con Burman tene­mos una sintonía total. Hay una ausencia de afectación en su trabajo que pega con el mío. Es muy lúdico y yo soy así en el estudio", dijo. También tuvo palabras pa­ra sus compañeros de reparto —"cuando trabajás con gente como Luis Brandoni o Valeria Bertuccelli te impresiona cómo lle­nan el texto de significado. Lo ensan­chan"— y reflexiones sobre su trabajo --"me he dado cuenta de que la originali­dad no es una variable que me interesa demasiado... prefiero emocionar que asombrar".
Cineasta de éxito, en crítica y taquilla, de Burman se ha dicho muchas veces que es el Woody Allen argentino. A él le honra y asegura que es un motivo de placer narci­sista, pero no le da mayor importancia. "Quizás compartimos algunos aspectos co­munes, como el judaísmo, el amor y la familia, temas sobre el que trata nuestro cine, pero hay algo muy importante que nos diferencia de manera abismal. Yo he nacido en un país de supervivencia econó­mica. En el cine de Woody Allen parece que son todos ricos, todos viven en unos apartamentos carísimos y no muestran ninguna preocupación por llegar a fin de mes. Las preocupaciones de los persona­jes de mis películas son mayores porque, al hecho de tener que pagar la cuota del colegio y el alquiler del piso, se añaden todas las existenciales".
Eso, la existencia doméstica, es con la que intenta rebajar y desvirtuar de alguna manera el éxito este director y productor argentino. "Amo la cotidianidad y la ruti­na, que es de verdad donde se desarrolla la vida y no en un festival de cine, ni en una comida de 500 euros que siempre paga otro. Cuando termino una película vuelvo al dentista, al supermercado, al colegio de mis hijos. Yo puedo seguir haciendo cine porque en cuanto finaliza el rodaje no des­ciendo, sino que asciendo a la vida cotidia­na, que es el estadio más elevado, que todos los días sean un día y no uno nuevo. No hay mayor heroísmo que eso". •
La suerte en tus manos. Director: Daniel Burman. Intérpretes: Jorge Drexler, Valeria Bertuccelli, Norma Meandro, Luis Brandoni. Argentina-Espa­ña, 2012. Se estrena en España el día 22 de junio.





Entrevistorieta para Babelia por el dibujante Liniers con Jorge Drexler



El Pais, Babelia, 16 de junio de 2012

domingo, 17 de junio de 2012

Tú pones las viñetas; yo, el vino


Un autor de cómic y un viticultor comparten sus oficios en un álbum
Étienne Davodeau utiliza el verbo “escribir” para referirse a su arte

ANTHONY COYLE Barcelona 
El Pais 15 JUN 2012


El dibujante francés Étienne Davodeau, de 47 años, tuvo una humilde aunque descabellada idea: convivir durante año y medio con un viticultor sin ningún conocimiento de cómics a cambio de que este compartiera con él todo lo que sabía de vino. Recogió la experiencia en las 270 páginas de Los ignorantes (La Cúpula), que Davodeau (Botz-en-Mauges, 1965 ) resume como “el retrato de dos personas comprometidas con un proyecto personal que viven con pasión y en el que creen completamente”.
Acostumbrado a dibujar relatos de fuerte contenido político y social, en su última publicación ha optado por una historia sin malos ni buenos, casi sin historia, en la que el lector espía la vida de “dos personas que buscan caminos alternativos y que no tienen ningún interés por ser comerciales en su trabajo”. Un concepto que “también podría considerarse política”, afirma el autor, que se acercó el pasado jueves a la Fnac de la plaza de Cataluña de Barcelona para presentar esta historia de vino y viñetas en la que el verdadero protagonista es el ser humano.
Por un lado, su vecino desde hace 15 años en la localidad de Rablay-sur-Layon (valle del Loira) Richard Leroy, un hombre que prefiere producir menos vino pero de mejor calidad, contrario a usar, aun pudiendo, la “comercial” etiqueta bio en sus botellas. Por otro, un dibujante con una fe ciega en el cómic como medio de expresión, convencido de “su superioridad frente a la novela en cuanto a la profundidad y variedad de planos que es capaz de transmitir”, comenta Davodeau, coprotagonista de esta experiencia que cataloga de “documental autobiográfico”.
Pero Davodeau no hace cómics. Ni siquiera dibuja. Durante todo el encuentro, opta por utilizar el verbo “escribir” para referirse a su arte. Ese al que hoy, con cuidadas ediciones de tapa dura, páginas de alto gramaje y precios iguales o superiores a los de cualquier lanzamiento literario ya ha colonizado la mayoría de las librerías generalistas con la denominación de “novela gráfica”. Advierte del boom que el género del cómic documental está experimentando en su país desde hace siete años, pero define con precisión la naturaleza de Los Ignorantes,puntualizando que “es un libro con una voluntad pedagógica, pero no periodística”. Dice que no le interesa el 80% de lo que se dibuja en Francia y advierte del riesgo de “aburguesamiento” que sufre el género, en referencia a “los autores egocentristas que son incapaces de ver más allá del pequeño mundo que se fabrican”, aclara.
Si algo define a los dos personajes de esta historia es su pequeño mundo. Su pequeña parcela de sabiduría en contraposición con la ignorancia de lo demás. Algo que se hace patente en el relato cuando vemos la indiferencia con la que el viticultor asiste a una exposición dedicada a la obra del mítico ilustrador Moebius o cuando el dibujante se ve obligado a escupir al fregadero un vino por el que otros, le informa Leroy, pagarían una fortuna. “Quería encontrar puntos en común entre dos ambientes distintos,encontrar la respuesta a cómo, por qué y para quién uno hace lo que hace en la vida”.

viernes, 15 de junio de 2012

100% Familia por Esther Gili












Arruequen Ediciones 2004 nº6 De Camino

En el cuarto centenario de Velazquez





FRANCISCO CALVO SERRALLER

El 16 de junio de 1599 nació Diego Rodríguez de Silva y Velázquez en Sevilla, por lo que en el presente año corresponde celebrar el cuarto centenario de su nacimiento. Ya sé que las conmemoraciones centenarias son aleatorias y que, a veces, encima, se fuerzan con excusas poco o nada convincen­tes, con lo que se crea desconcierto y satu­ración. En todo caso, la rueda del tiempo marca las pautas para nuestra cultura mo­derna y resulta dificil imaginar un sistema alternativo para suscitar la atención colec­tiva sobre algo que se considera memora­ble. Como nadie puede negar que Veláz­quez se halla entre lo más memorable, no digo ya del arte español, sino del europeo, creo que a la postre es más útil requerir el mejor aprovechamiento posible de la efeméride que discutir si es oportuno re­girse o no por lo que dicta el anónimo ca­lendario. Esto último viene a cuento por­que, como casi todo el mundo guardará en su memoria, hace nueve años, en 1990, se organizó, en nuestro país, un más que dudoso espectáculo a costa de una más que discutible exposición sobre Velázquez, que, en cierta manera, cegó la posibilidad de que ahora tenga lugar una gran retros­pectiva del genial pintor. La iniciativa en­tonces no fue española, fue a remolque de la del Museo Metropolitano de Nueva York, para el que sí era imprescindibleadelantarse a la fecha centenaria, proba­blemente pensando que el Museo del Pra­do, sin cuya colaboración resulta imposi­ble montar ninguna muestra velazqueña aceptable, la programaría para 1999.

Sea como sea, lo que, con certeza, se prepara ahora en nuestro país es una ex­posición monográfica sobre la etapa sevi­llana de Velázquez, que tendrá lugar el próximo otoño en su ciudad natal. Con este mismo tema tuvo lugar, en 1996, una excelente muestra en la Galería Nacional de Escocia, el mismo año, por cierto, quese pudo contemplar, en el Prado, el sober­bio retrato velazqueño del papa Inocen­cio X. O sea, que no se puede decir que no se haya movido, en lo que se refiere al siempre espinoso asunto de las muestras temporales, lo velazqueño en la presente década. Fuera del mismo, tampoco se puede ignorar la serie de abundantes pu­blicaciones que han aparecido en este mismo periodo o, en fin, el ciclo de confe­rencias que, organizado por la Fundación de Amigos del Museo del Prado, se está celebrando el presente curso, no sólo en la propia sede del museo, sino visitando a continuación las del Museo de Bellas Ar­tes de Bilbao y la Fundación Barrie de la Maza de A Coruña.

Al margen del valor que se le conceda o merezcan cualquiera de las recientes o in­minentes iniciativas en homenaje a Veláz­quez que acabamos de citar, o si han sido ejecutadas con la calidad o en el momento precisos, de lo que no cabe duda es del in­comparable prestigio que ha alcanzado la obra del pintor español dentro y fuera de nuestro país. Desde luego, no fue siempre así, en parte a causa del desprestigio del arte español antes de su reivindicación en­tre los románticos europeos, pero tam­bién, caso específico de Velázquez, porque su obra no fue visible públicamente hasta la fundación del Museo del Prado. De he­cho, muy escasos aficionados destacaban la pintura velazqueña antes de la década



"Vieja freindo huevos", de la National Gallery of Scotland, de Edimburgo, estará en la muestra sevillana.


de 1860, que fue cuando Ma­net la vio en el Prado y la cali­ficó como la mejor realizada jamás por pintor alguno. Es cierto que, en su entusiasma­da correspondencia escrita desde Madrid, Manet lo elo­gió como "pintor de pinto­res", que es lo que dice un pintor de otro cuando está convencido de que la excelen­cia de éste resultará difícil de comprender por la gran ma­yoría no cualificada. A juzgar por la pasión colectiva que suscitó la obra velazqueña a partir de 1880, se podría pen­sar que la reserva manetiana respecto al crecimiento futuro de la fama del pintor sevillano estaba equivocada, y que el pintor francés quizá se dejó llevar por el aire suficiente de un vanguardista que des­confía visceralmente de las masas. Sin embargo, en un cé­lebre ensayo sobre Velázquez que Ortega escribió en 1954 se podía leer lo siguiente: "El brillo plenario de Velázquez dura de 1880 a 1920. Sorpren­de que figura tan ingente de la historia de la pintura haya permanecido tan breve tiempo en el cenit". Un poco más adelante añadía, insisto que desde 1954, que "es el presen­te el momento más inadecua­do para hablar de Velázquez, porque su obra ha entrado re­cientemente en la zona de me­nor favorable visibilidad".

No merece la pena repasar aquí las razones que aducía el filósofo para explicar la despro­positada fortuna de la obra de Velázquez, o, como él decía, los "caracteres anómalos" de su fama. pero nadie se rasgó las vestiduras cuando escribió que su estrella estaba decli­nante a partir de 1920 y que, 30 años después, hacia 1950, todavía podía resultar menos di­gerible para el público. Sin duda, ni Ortega, ni, mucho menos, Manet, pudieron imaginar lo que iba a ocurrir con el fenómeno de la proyección espectacular del arte y los museos en nuestra sociedad actual, pero creo que el hecho de que Velázquez se haya converti­do en uno de los objetos de ma­yor consumo masivo de entre los que ofrece la historia del arte, no resta un ápice de verdad a la difi­cultad para su cabal compren­sión o, si se quiere, para romper su recalcitrante misterio. Cómo algo podía ser muy popular sin ser apropiadamente entendido fue explicado, con admirable cla­ridad, por Ortega al tratar preci­samente de Velázquez y, en ge­neral, de la buena pintura. En és­ta, afirmaba, el signo es patente y el significado recóndito; esto es: lo que se ve es evidente, pero no lo que esto significa, al revés de lo que ocurre, por ejemplo, en las matemáticas.
En este sentido, al margen de la mercadotecnia política y económica que puede acarrear la celebración del cuarto cente­nario del pintor, ¿no será quizá un buen propósito plantearnos, no descifrar, sino adentrarnos en el misterio de Velázquez, que es, en efecto, el de la pintura? Y es que el misterio empapa de tal manera el arte velazqueño que, a la postre, todo lo que le rodea, vida y personalidad incluidas, se nos vuelve refractario. No es que no conozcamos datos sufi­cientes sobre lo que le pasó, sino que los documentos no revelan apenas el fondo íntimo de su personalidad y temperamento. Era, cierto, de natural discreto, y, además, estaba protocolaria­mente obligado a serlo como el cortesano que fue: se pasó las tres cuartas partes de su vida al servicio directo de Felipe IV. Pero es otra la discreción íntima del yo y del arte.
La biografía de Velázquez, por ejemplo, nos ha seguido proporcionando sorpresas. De origen modesto, casado a los 19 años con la hija del que fue su maestro en Sevilla, Francisco Pacheco, sus 42 años de paz con­yugal, entre 1618 y 1660 –murieron ambos esposos ese mismo año con apenas unos días de diferencia–, parecían exentos de cualquier sombra. Hace unos años, sin embargo, nos




"Retrato de hombre joven". Esta obra y la pregunta ¿Autorretrato? promocionará el Año de Velazquez. 





enteramos que tuvo un hijo natural en su segundo viaje a Italia y que lo mantuvo hasta que éste falleció. Pero no se trata de magnificar ocasiona­les enredos eróticos, aunque éste en concreto quebrante un montón de teorías sobre la sobriedad, la castidad y otras especulaciones parecidas escritas al respecto, sino que, todavía hoy, sabemos bastan­te poco acerca de lo que, a ciencia cierta, deseaba, pensa­ba o creía Velázquez. Su duro ascenso escalafoneado en su carrera cortesana nos dice más sobre lo que era la vida de un pintor en la Corte es­pañola que sobre él. En esa Corte ingresó en 1623 y no dejó de servirla, en la persona de Felipe IV, hasta el día de su fallecimiento, acaecido a las tres de la tarde del 6 de agosto de 1660, poco después de regresar de la isla de los Faisanes, en el río Bidasoa, donde asistió como aposenta­dor al definitivo pacto hispa­no-francés. Fue en ese cere­monial cuando, según Palo­mino, deslumbró a propios y extraños con su elegante ves­tido y garbo, lo que, dicho sea de paso, cuadra mal con lo que legendariamente se solía decir sobre su "natural modestia". Su obstinación por ser nombrado caballero de Santiago, algo que logró porque así lo impuso el monarca tras fracasar el pleito de hidalguía, implicaba rentas y no sólo honores, con lo que para el caso tampoco se puede conjeturar que le impulsaba la simple vanidad.

Así podríamos seguir matizando suposiciones a partir de datos indiscutidos, pero donde el misterio se ceba más es en la explicación de su arte. El asunto es, cuanto menos, curioso,porque no ha habido una obra de producción más corta, mejor inventariada y, hasta cierto punto, de intenciones más consabidas que la de Velázquez. Pero es el caso que hoy sus cuadros principales si­guen suscitando polémicas sobre aspectos esenciales, como la hace poco organizada sobre Las Me­ninas, o se discute acaloradamen­te atribuciones, como ocurrió con un retrato de Olivares, de una colección privada española, o, en la actualidad, con una santa Rufina juvenil que se ofrece a la venta. Son éstos, sin duda, datos sueltos, citados un poco al azar, pero que no dejan de sorprender en un pintor que no tuvo más ta­ller que el familiar y que se pasó casi toda su vida como un fun­cionario cortesano, levantándose acta de cuanto le pasaba y hacía.
¿Será entonces que el misterio Velázquez, el de su vida y el de su arte, estuvieron marcados por una discreción que va más allá de la de ser un probo y sobrio cortesano, de carácter introverti­do y temperamento flemático? El varón discreto es, según Co­varrubias, el que sabe distinguir y juzgar. A este mismo asunto le dedicó no pocas reflexiones Bal­tasar Gracián, admirador con­temporáneo de Velázquez. Orte­ga pensó que lo mejor de Veláz­quez fue que logró "la retracción de la pintura a la visualidad pu­ra", mientras que Foucault vio en Las Meninas la primera ma­nifestación consciente de la re­presentación. Se ha dicho tam­bién que supo pintar, no tanto la realidad de unos hombres, sino el secreto del existir, el paso del tiempo. En cualquier caso, todo lo que hizo, lo hizo significando cada vez más con menos. ¡El más hondo misterio que cabe es­perar del arte!





"El aguador de Sevilla", del Wellington Museum de Londres






LA ETAPA SEVILLANA DEL PINTOR

El aguador de Sevilla y la Vieja hiendo huevos volverán a sus tierras andaluzas acompañados de otra veintena de obras de Diego Velázquez, creadas antes de irse a Madrid, y expuestas en 11 museos de todo el mundo. Estarán en Sevilla en otoño en la exposición más importante que celebrará el cuarto centenario del nacimiento del pintor, en el conjunto monumental de la Cartuja Santa María de las Cuevas, con el nombre de Velázquez y Sevilla.

"Es una muestra singular, muy interesante, porque por primera vez se ha logrado reunir la etapa sevillana de Velázquez", afirma Carmen Calvo, consejera de Cultura del Gobierno de Andalucía, y coordinadora de los actos conmemorativos. "Una exhibición", agrega, "en la que se podrá ver que ya era un artista formado cuando llega a Madrid". El comisario de la muestra fue Juan Miguel Serrera, fallecido recientemente.

La conmemoración, cuya organización se inició en 1996, empezó oficialmente el mes pasado con la declaración de 1999 como Año Velázquez por parte de la Junta de Andalucía. El año gira en torno a dos actividades: la exposición y el Simposio Internacional Velázquez, en octubre. Paralelamente, se realizará un programa con La música y el teatro en la época de Velázquez y se ha solicitado al Consejo de Europa que vincule el Año Velázquez a las Jornadas Europeas del Patrimonio 1999 en toda España.
Velázquez y Sevilla tendrá alrededor de cien piezas, en las que se contextualiza lo que pintaba Velázquez y lo que se hacía entonces en Sevilla; esto incluye pinturas, esculturas, dibujos, grabados, libros miniados y documentos que influyeron en la primera etapa del pintor. "Pretendemos recordar su nacimiento, su formación artística en una Sevilla esplendorosa y su relación con el resto de Andalucía", explica Carmen Calvo.
La exposición tiene tres áreas: una dedicada a los precedentes artísticos de la segunda mitad del siglo XVI, otra, a los artistas coetáneos que convivieron en el mismo ambiente, y un tercer espacio sobre las obras de Velázquez durante su etapa sevillana. Este último se recreará con 22 pinturas de 11 museos, como Escena de cocina con Cristo en Emaus (The National Gallery of Ireland, Dublín), Cristo en casa de Marta (The Trustees of the National Gallery, Londres), El almuerzo (Szépmüvészeti Müzeum, Budapest), El poeta don Luis de Góngora y Argote (Museum of Fine Arts, Boston) y La adoración de los Reyes Magos (Museo del Prado). Asistirán al simposio Jonathan Brown, Enriqueta Harris, Fernando Checa, Fernando Marías, Alfonso Gutiérrez y Francisco Calvo Serraller. El centenario empezará este mes a promocionarse en los principales aeropuertos del mundo, con carteles de obras de Velázquez con un símbolo, el anagrama DV y la Cruz de Santiago —símbolo de la Orden de Caballería a la que el pintor anheló pertenecer y que le fue concedida por el rey Felipe IV, que la mandó pintar después de la muerte de Velázquez en el autorretrato en que aparece en Las Meninas—y las fechas 1599 / 1999. / W.M.S.


SOBRE LAS MENINAS
ANTONIO PALOMINO
"El lienzo, en que está pintado, es grande, y no se ve nada de lo pintado, porque se mira por la parte posterior, que arrima al caballete. Dio muestra de su claro ingenio Velázquez en descubrir lo que pintaba con ingeniosa traza, valiéndose de la cristali­na luz de un espejo, que pintó en lo último de la galería, y frontero al cuadro, en el cual la reflexión o repercusión nos representa a nuestros católicos reyes Felipe y María Ana  En esta galería, que es la del cuarto del Príncipe, donde se finge, y donde se pintó, se ven varias pinturas por las paredes, aunque con poca claridad; co­nocese ser de Rubens, e historias de las 'metamorfosis' de Ovidio. Tiene esta galería varias ventanas, que se ven en disminución, que hacen parecer grande la distancia; es la luz izquierda, que entra por ellas, y sólo por las principales, y últimas. El pavi­mento es liso, y con tal perspectiva, que parece se puede caminar por él; y en el techo se descubre la misma cantidad. Al lado izquierdo del espejo está una puerta abierta, que sale a una escalera, en la cual está José Nieto, aposentadar de la reina, muy pa­recido, no obstante la distancia, y degradación de cantidad y luz, en que se le supo­ne; entre las figuras hay ambiente; lo historiado es superior; el capricho nuevo; y en fin, no hay encarecimiento que iguale al gusto y diligencia de esta obra; porque es verdad, no pintura Acabóla don Diego Velázquez el años de 1656, dejando en ella mucho que admirar y nada que exceder (...). Esta pintura fue de Su Majestad muy estimada, y en tanto que se hacía asistió frecuentemente a verla pintar; y asimis­mo la reina nuestra señora doña María Ana de Austria bajaba muchas veces, y las señoras infantas y damas, estimándolo por agradable deleite y entretenimiento. Co­locóse en el cuarto bajo de Su Majestad en la pieza del despacho, entre otras excelen­tes; y habiendo venido en estos tiempos Lucas Jordán, llegando a verla, preguntóle el señor Carlos II, viéndole como atónito: `Qué os parece?' Y dijo: 'Señor, ésta es la teo­logía de la pintura': queriendo dar a entender que así como la Teología es la supe­rior de las ciencias, así aquel cuadro era lo superior de la pintura".
Fragmento de Palomino (1655-1726), pintor y tratadista, del libro 'El museo pictórico'.




El Pais, 9 de enero de 1999

lunes, 11 de junio de 2012

Joaquin Sorolla: La obsesión de la luz

Se le llamó el Velazquez que descubrió la luz y también el rey y señor de los pintores domingueros. Los cambios de apreciación de la crítica fueron así de oscilantes y radicales para con el que fue el más popular de los pintores españoles, Joaquín Sorolla, hombre prolífico y riguroso, a quien por primera vez se dedica una exposición itinerante y transatlántica en el IVAM de Valencia.
Texto: Mariano Navarro



Pescadores valencianos (1895).

El beso de la reliquia (1893).

En los 40 años que separan al estudiante del enfermo hemipléjico incapacitado para pintar se cuentan más de 15.000 obras salidas de sus manos.


Mi familia (1901).

El baño (1899).

Concha en Jávea (1900).

María pintando en El Pardo (1907)

Bajo el toldo (Zarautz, 1910).


Frente al Sorolla ciclópeo, el público prefiere el Sorolla intimista, el pintor de playas o de jardines, o el que retrata a los miembros de su familia.

Retrato del rey Don Alfonso XIII con uniforme de húsares (1907).




Veinticinco años después de la exposición antológica que conme­moraba el primer centenario de su nacimiento —y que, por ra­zones obvias, contó únicamen­te con obras procedentes de museos y colecciones españo­les, además no muy importan­tes—, vuelve Joaquín Sorolla y Bastida a ser objeto de una muestra retrospectiva —orga­nizada conjuntamente por el San Diego Museum of Art y el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM), donde se ex­pone hasta el próximo 28 de enero—, que cuenta ahora con obras de museos y colecciones norteamericanos y europeos, que quiere renovar el interés hacia una pintura que gozó en las primeras décadas del siglo de una inmensa popularidad y devolver al artista su puesto en la historia. "Que se encuentra", en palabras de Edmund Peel, comisario, "en un punto inter­medio entre la euforia de los triunfos alcanzados por el pin­tor en vida y el páramo de los años treinta, cuarenta y cin­cuenta de este siglo".

Aún en los años setenta los críticos e historiadores españo­les clasificaban a Sorolla en el grupo de los pintores regionalis­tas, calificaban su cabeza como hueca de ideas, y aunque le mo­tejaban de blasquista —conce­diendo al novelista valenciano Blasco Ibáñez la patente de corso de la imaginería huerta­na—, su costumbrismo se les hacía menos social y más tre­mendista que el del escritor.

Exageraciones quizá, pero no menores que las que lleva­ron 10 años después a pintores y críticos, felizmente sorprendi­dos de la existencia posible de la pintura y de los valores del pictoricismo, a comparar sin desdoro fragmentos y caracte­res matéricos de su pintura con la del expresionista norteameri­cano Willem de Kooning.

Puede decirse que tanto en la gloria como en el desprecio y también en la resurrección de entre sus cenizas, la desmesura, caricaturesca a veces, persiguió y ha perseguido a la persona y a la obra de Joaquín Sorolla.

Si bien es cierto que su bio­grafía personal nada o casi nada tiene que ver con la tipifi­cada por los años de la bohe­mia, ya que ni un dato ni una anécdota escapan a su vertiente más opuesta, la de la burguesía bien asentada, obediente a sus creencias y a su norma moral,en la que no caben el exceso o el despilfarro, su carrera de artis­ta aparece, sin embargo, plaga­da de datos astronómicos. Así, en los 40 años que separan al estudiante del enfermo hemi­pléjico incapacitado para pin­tar, de los que 20 son los de su producción de madurez, se cuentan más de 15.000 obras salidas de sus manos. Entre 1890 y 1900 concursó en todos los principales salones de Ma­drid, París, Múnich, Chicago, Berlín, Viena y Venecia, y en to­dos obtuvo distinciones y me­dallas. En la década siguiente organizó copiosísimas exposi­ciones individuales en París (497 obras), Berlín (280), Lon­dres (278), Nueva York, Chica­go y Saint Louis. El número de visitantes se contabilizaba por miles; el de cuadros expuestos, por centenas. Sólo la venta de entradas en París le proporcio­nó 50.000 francos, de los fran­cos de 1906, y su exposición de Nueva York de 1911 fue visita­da por 159.831 personas en un solo mes, llegando al récord de 29.481 visitantes en un solo día. En los últimos ocho años de ac­tividad artística culminó la rea­lización de uno de los más am­biciosos proyectos de su época, pintar en un panel continuo de 3,5 por 70 metros escenas de todos los diferentes pueblos de España: 245 metros cuadrados de pintura.
Los inicios de su vida fueron duros, pues se vieron ensom­brecidos por la orfandad, y a ellos achacan muchos su casi increíble fortaleza y capacidad de trabajo. Sus padres sucum­bieron, con tan sólo tres días de intervalo, a la epidemia de cóle­ra de 1865, y Joaquín y su her­mana menor, Conchita, se cria­ron al cuidado de su tía Isabel y de su marido, el cerrajero José Piqueres, en cuyo taller trabajó y aprendió el oficio un adolescente Chimet que seguía ade­más los estudios de bachillera­to en el instituto y las clases nocturnas de dibujo que impar­tía el escultor Cayetano Capuz. Se conservan de aquella época orlas decorativas y trazas de máquinas. Y la escuela le pre­mió, dos años después del in­greso, con una caja de pinturas "por su constante aplicación en el dibujo de figura, para que en todo tiempo le sirva de testimo­nio". Al son que marca la época presenta a su primer concurso una obra de título tremendo: Moro acechando la ocasión de su venganza.
Unos meses después de ob­tener su primera primera meda­lla —aunque fuese en la segun­da categoría, la de plata; si no es que el salón, convocado por la Sociedad El Iris, fuese de po­cos caudales— conoció al fotó­grafo Antonio García, entró en su taller como iluminador y puede decirse que allí encontró dos pasiones que le acompaña­rían los siguientes y restantes 40 años de su vida: la luz —su fuerza, su rabia, su dulzura y sus problemas— y Clotilde, la hija segunda del fotógrafo, con
la que se casó  siete años después.


Nueva York (1909).


Durante el noviazgo, que se inició el año en que nacía en Málaga Pablo Picasso y que fue largo, como se apausaban los noviazgos de entonces, el novio aprovechó sus estudios, obtuvo varias medallas de oro en certá­menes provinciales y naciona­les, y consiguió, sueño dorado de los artistas del fin de siglo, el título que le habilitaba como pensionado en Roma durante cuatro años. Aprovechando además el tiempo para viajar también a París, capital ya en­tonces de profundos cambios en la historia de la pintura.

Datan de entonces sus prin­cipales influencias europeas (las norteamericanas, como la seguramente mutua que debió unirle con S argent, se fechan en su época de esplendor y madu­rez). Los estudiosos las han nombrado en los artistas Jules Bastien-Lepage, francés, y Adolf von Menzel, alemán, y también, aunque posteriormen­te, Anders Zorn y el noruego P. S. Kroyer, representativos de las tendencias plenairistas, que sustituyeron a las prece­dentes, propias de un español no viajado, aunque atento a su tiempo: Velázquez y Ribera, in­cansablemente copiados du­rante dos años en el Prado; Ji­ménez Aranda, Francisco Do­mingo, Ignacio Pinazo, Emilio Sala, Muñoz-Degrain o su en­trañable maestro y amigo Aure­liano de Beruete.

Si algo cabe señalar de las primeras es la impronta de las luces del Norte, frente a su apreciable desinterés por los impresionistas franceses —con los que tantas veces se le ha equiparado equivocadamen­te—, y que perseguían un trata­miento de la materia pictórica muy alejado del realismo lumi­noso y naturalista de Sorolla.

Respecto a las segundas, el conformismo de sus primeros pasos, su posterior vinculación, por una parte, a la pintura de crítica social (por más que la crítica sea en él y en otros en­tonces melodrama de provin­cias), y después al naturalismo paisajista, que renovó, eso sí, los anquilosados frutos aca­démicos.

Desde los días de su matri­monio hasta su gran triunfo norteamericano de 1909 y 1911 se suceden con vertiginosa in­sistencia los honores —que in­cluyen su nombramiento de miembro de numerosas acade­mias—, los premios y los encar­gos de retratos y de obras de composición.

En 1911, un mecenas neo­yorquino al que conoció duran­te su exposición londinense de 1908, Archer M. Huntington, le encarga la serie de 14 paneles que lleva por título Visión de Es­paña, expuesta en la Hispanic Society of America, a la que el pintor se consagró —entremez­clándola, eso sí, con una ingen­te producción de obras de me­nor tamaño, muchas de ellas re­tratos, por los que llegó a co­brar sumas fabulosas— el resto de su vida.
Del calibre de la tarea em­prendida y de las energías nece­sarias para llevarla a cabo pue­de dar una idea la mera enume­ración de las capitales y de los pueblos españoles por los que Sorolla viajó (piénsese en los transportes y en la red viaria de aquella época) durante los casi ocho años invertidos en ella: Madrid, Toledo, Lagartera, Ávila, Salamanca, Biarritz, San Sebastián, Zarautz, Lekeitio, Roncal, Pamplona, Soria, Ma­drid y Toledo, el año 1912; sólo Madrid, en 1913; Sevilla, Ma­drid, Jaca, Madrid, Jerez de la Frontera y otra vez Sevilla, en 1914; Sevilla, Barcelona, Va­lencia, la ría de Arosa, otra vez Barcelona y Gerona, durante 1915; Valencia, Madrid, Valen­cia y un viaje de recreo con Clo­tilde por Andalucía, por si ha­bía viajado poco hasta enton­ces, en 1916; Sevilla, Plasencia, Lachar, Granada, Madrid, San Sebastián, Plasencia y Madrid, durante 1918; Sevilla; Valencia (en viaje obligado por el sepelio de su suegro, aquel Antonio García, el fotógrafo con el que aprendió a iluminar la luz), San Sebastián, Elche, Madrid y otra vez Elche, en 1919, año en el que el 29 de junio comunica, primero a Clotilde y después al rey, Alfonso XIII, que ha con­cluido la obra. El monarca, al que ha retratado tantas veces, incluso en cacerías invernales en las que ambos chapoteaban en el barro que les llegaba a las rodillas, responde ese mismo día con un telegrama: "Sea en­horabuena por haber termina­do su colosal obra, que segura­mente será admirada por las generaciones futuras como la fo­tografía pintada de la España del siglo XX antes del salto hacia arriba que seguramente dare­mos. Un abrazo. Alfonso Rey".

Piénsese, pues, en un hombre que entre los 48 y los 56 años de edad viaja constantemente y en cada detención y estancia en el camino pinta al aire libre, como era su costumbre desde que así realizó aquel El 2 de mayo, que le valió el pensionado en Roma ("quizá sea uno de los primeros cuadros de composición que se han pintado en España al aire libre, si no el primero", escribió él mismo), Un hombre ya mayor que sube y baja incontables veces del andamio necesario para alcanzar la altura de los lienzos; que soporta tanto el frío del invierno como el rabioso sol del verano valenciano, que, según afirmaba Blasco Ibáñez, "todos los años mataba algún trabajador del campo y todavía no ha podido con Sorolla. valeroso soldado de la pintura que, como si fuera una salamandra, se pasa el día entero entre la arena que echa fuego y el cielo que vomita llamas, sin quitasol, porque su sombra podría modificar la visión clara y precisa de la luz y los objetos, sin otro abrigo que la minúscula ala de su sombrero". Piénsese en un hombre ya mayor que cuando no se esfuerza en esas obras de gigante retrata a toda una galería de personajes internacionales de su tiempo o se dedica a las obras de menor tamaño y que le han dado, posteriormente, mayor dimensión.
Surgieron así, en la dura disciplina de aquellos años, bailaoras y danzantes de romería, saltadoras a la jota, nazarenos, toreros, miembros del concejo, jugadores de bolo, pescadores de atún y también caballos, toros, bueyes, convulsos bancos de peces, y surgieron también las imágenes conocidísimas del Alcázar de Segovia o de las murallas de Ávila y las menos conocidas del valle de Ansó o de la playa de Santa Cristina, Composiciones de grandes grupos en las que las escenas se miden por metros en los que se agolpan confundidos centenares de hombres y mujeres, decenas de animales y se recogen los ajuares y aparejos de domingo que conservaban desde la historia, Y pintura de historia parecen o pintura de historia se le vuelven al espectador contemporáneo y al de las décadas siguientes —como si el artista hubiese regresado a sus anti- guos argumentos de crítica social, pero ahora únicamente para emo- cionarse de la grandeza de los hombres de su tierra—, y frente al Sorolla ciclópeo prefiere el Sorolla intimista, el pintor de playas o de jardines, o el que retrata a los miembros
de su familia en los triviales sucedidos de un día cualquiera. A ése será, y no al otro, al que bautizará como el pintor de la luz y al que concede el tópico privilegio de la facilidad de mano, de la capacidad de poder hacer lo que le venga en gana.

Quizá el mayor desacierto de Sorolla, como el de otros pintores de entonces, fue involuntario: un problema de reloj, pues el mundo en que vivían, y con él las artes, había emprendido una andadura que tardó muy pocos años en hacerse pública y en iniciar una carrera desenfrenada de transformaciones. Como escribe Edmund Peel: "Cuando le encargaron la Visión de España ya se
habían manifestado en París los movimientos vanguardistas del fovismo y el cubismo, y se presentía el surrealismo, Pronto la I Guerra Mundial aportaría grandes cambios [entre ellos habría que apuntar la
casi desaparición de la atmósfera de , ideas y de clase que aupó el éxito social y comercial de Sorolla]. Cuando concluyó el encargo, en 1919, el mundo era un lugar muy diferente del que había sido en 1910 y 1911, Las nuevas generaciones surgidas de la guerra tenían unas ideas muy distintas, y los éxitos de hacía sólo una década pronto se olvidaron". Y se olvidaron más con la crisis económica de los años treinta y con un nuevo mundo, surgido de una segunda guerra, cuyas artes, en ninguna de sus varias y opuestas vertientes, apreciaba ya el ojo realista, tierno y sensible a las emociones de campo del valenciano.
En el último recodo de los ochenta, la fama de Sorolla parece haberse estabilizado, y el juicio de los expertos haber fijado su punto de equilibrio. Es, sin embargo, más que posible que el espectador disfrute de buena parte de su obra y, pese a su placer, advierta todavía las distancias de sensibilidad y de pensamiento que le separan de él. Es más que posible que ambas experiencias simultáneas le muevan a reflexionar. La generosidad y el buen juicio podrían encaminarle tras los pasos de J. Paul Getty, el célebre multimillonario y coleccionista norteamericano, que explicaba que, aunque "evidentemente el estilo de Sorolla no encajaba en ninguna de las cinco categorías principales por las que quería canalizar sus esfuerzos coleccionistas, estas desviaciones servían para que su formación y conocimiento de la belleza dilatasen sus horizontes estéticos, aumentasen su tolerancia, su comprensión y su apreciación (con lo que aumentaba también su profundidad y dimensión como individuo pleno, perceptivo y sensible)".

El Pais Semanal