lunes, 11 de junio de 2012

Joaquin Sorolla: La obsesión de la luz

Se le llamó el Velazquez que descubrió la luz y también el rey y señor de los pintores domingueros. Los cambios de apreciación de la crítica fueron así de oscilantes y radicales para con el que fue el más popular de los pintores españoles, Joaquín Sorolla, hombre prolífico y riguroso, a quien por primera vez se dedica una exposición itinerante y transatlántica en el IVAM de Valencia.
Texto: Mariano Navarro



Pescadores valencianos (1895).

El beso de la reliquia (1893).

En los 40 años que separan al estudiante del enfermo hemipléjico incapacitado para pintar se cuentan más de 15.000 obras salidas de sus manos.


Mi familia (1901).

El baño (1899).

Concha en Jávea (1900).

María pintando en El Pardo (1907)

Bajo el toldo (Zarautz, 1910).


Frente al Sorolla ciclópeo, el público prefiere el Sorolla intimista, el pintor de playas o de jardines, o el que retrata a los miembros de su familia.

Retrato del rey Don Alfonso XIII con uniforme de húsares (1907).




Veinticinco años después de la exposición antológica que conme­moraba el primer centenario de su nacimiento —y que, por ra­zones obvias, contó únicamen­te con obras procedentes de museos y colecciones españo­les, además no muy importan­tes—, vuelve Joaquín Sorolla y Bastida a ser objeto de una muestra retrospectiva —orga­nizada conjuntamente por el San Diego Museum of Art y el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM), donde se ex­pone hasta el próximo 28 de enero—, que cuenta ahora con obras de museos y colecciones norteamericanos y europeos, que quiere renovar el interés hacia una pintura que gozó en las primeras décadas del siglo de una inmensa popularidad y devolver al artista su puesto en la historia. "Que se encuentra", en palabras de Edmund Peel, comisario, "en un punto inter­medio entre la euforia de los triunfos alcanzados por el pin­tor en vida y el páramo de los años treinta, cuarenta y cin­cuenta de este siglo".

Aún en los años setenta los críticos e historiadores españo­les clasificaban a Sorolla en el grupo de los pintores regionalis­tas, calificaban su cabeza como hueca de ideas, y aunque le mo­tejaban de blasquista —conce­diendo al novelista valenciano Blasco Ibáñez la patente de corso de la imaginería huerta­na—, su costumbrismo se les hacía menos social y más tre­mendista que el del escritor.

Exageraciones quizá, pero no menores que las que lleva­ron 10 años después a pintores y críticos, felizmente sorprendi­dos de la existencia posible de la pintura y de los valores del pictoricismo, a comparar sin desdoro fragmentos y caracte­res matéricos de su pintura con la del expresionista norteameri­cano Willem de Kooning.

Puede decirse que tanto en la gloria como en el desprecio y también en la resurrección de entre sus cenizas, la desmesura, caricaturesca a veces, persiguió y ha perseguido a la persona y a la obra de Joaquín Sorolla.

Si bien es cierto que su bio­grafía personal nada o casi nada tiene que ver con la tipifi­cada por los años de la bohe­mia, ya que ni un dato ni una anécdota escapan a su vertiente más opuesta, la de la burguesía bien asentada, obediente a sus creencias y a su norma moral,en la que no caben el exceso o el despilfarro, su carrera de artis­ta aparece, sin embargo, plaga­da de datos astronómicos. Así, en los 40 años que separan al estudiante del enfermo hemi­pléjico incapacitado para pin­tar, de los que 20 son los de su producción de madurez, se cuentan más de 15.000 obras salidas de sus manos. Entre 1890 y 1900 concursó en todos los principales salones de Ma­drid, París, Múnich, Chicago, Berlín, Viena y Venecia, y en to­dos obtuvo distinciones y me­dallas. En la década siguiente organizó copiosísimas exposi­ciones individuales en París (497 obras), Berlín (280), Lon­dres (278), Nueva York, Chica­go y Saint Louis. El número de visitantes se contabilizaba por miles; el de cuadros expuestos, por centenas. Sólo la venta de entradas en París le proporcio­nó 50.000 francos, de los fran­cos de 1906, y su exposición de Nueva York de 1911 fue visita­da por 159.831 personas en un solo mes, llegando al récord de 29.481 visitantes en un solo día. En los últimos ocho años de ac­tividad artística culminó la rea­lización de uno de los más am­biciosos proyectos de su época, pintar en un panel continuo de 3,5 por 70 metros escenas de todos los diferentes pueblos de España: 245 metros cuadrados de pintura.
Los inicios de su vida fueron duros, pues se vieron ensom­brecidos por la orfandad, y a ellos achacan muchos su casi increíble fortaleza y capacidad de trabajo. Sus padres sucum­bieron, con tan sólo tres días de intervalo, a la epidemia de cóle­ra de 1865, y Joaquín y su her­mana menor, Conchita, se cria­ron al cuidado de su tía Isabel y de su marido, el cerrajero José Piqueres, en cuyo taller trabajó y aprendió el oficio un adolescente Chimet que seguía ade­más los estudios de bachillera­to en el instituto y las clases nocturnas de dibujo que impar­tía el escultor Cayetano Capuz. Se conservan de aquella época orlas decorativas y trazas de máquinas. Y la escuela le pre­mió, dos años después del in­greso, con una caja de pinturas "por su constante aplicación en el dibujo de figura, para que en todo tiempo le sirva de testimo­nio". Al son que marca la época presenta a su primer concurso una obra de título tremendo: Moro acechando la ocasión de su venganza.
Unos meses después de ob­tener su primera primera meda­lla —aunque fuese en la segun­da categoría, la de plata; si no es que el salón, convocado por la Sociedad El Iris, fuese de po­cos caudales— conoció al fotó­grafo Antonio García, entró en su taller como iluminador y puede decirse que allí encontró dos pasiones que le acompaña­rían los siguientes y restantes 40 años de su vida: la luz —su fuerza, su rabia, su dulzura y sus problemas— y Clotilde, la hija segunda del fotógrafo, con
la que se casó  siete años después.


Nueva York (1909).


Durante el noviazgo, que se inició el año en que nacía en Málaga Pablo Picasso y que fue largo, como se apausaban los noviazgos de entonces, el novio aprovechó sus estudios, obtuvo varias medallas de oro en certá­menes provinciales y naciona­les, y consiguió, sueño dorado de los artistas del fin de siglo, el título que le habilitaba como pensionado en Roma durante cuatro años. Aprovechando además el tiempo para viajar también a París, capital ya en­tonces de profundos cambios en la historia de la pintura.

Datan de entonces sus prin­cipales influencias europeas (las norteamericanas, como la seguramente mutua que debió unirle con S argent, se fechan en su época de esplendor y madu­rez). Los estudiosos las han nombrado en los artistas Jules Bastien-Lepage, francés, y Adolf von Menzel, alemán, y también, aunque posteriormen­te, Anders Zorn y el noruego P. S. Kroyer, representativos de las tendencias plenairistas, que sustituyeron a las prece­dentes, propias de un español no viajado, aunque atento a su tiempo: Velázquez y Ribera, in­cansablemente copiados du­rante dos años en el Prado; Ji­ménez Aranda, Francisco Do­mingo, Ignacio Pinazo, Emilio Sala, Muñoz-Degrain o su en­trañable maestro y amigo Aure­liano de Beruete.

Si algo cabe señalar de las primeras es la impronta de las luces del Norte, frente a su apreciable desinterés por los impresionistas franceses —con los que tantas veces se le ha equiparado equivocadamen­te—, y que perseguían un trata­miento de la materia pictórica muy alejado del realismo lumi­noso y naturalista de Sorolla.

Respecto a las segundas, el conformismo de sus primeros pasos, su posterior vinculación, por una parte, a la pintura de crítica social (por más que la crítica sea en él y en otros en­tonces melodrama de provin­cias), y después al naturalismo paisajista, que renovó, eso sí, los anquilosados frutos aca­démicos.

Desde los días de su matri­monio hasta su gran triunfo norteamericano de 1909 y 1911 se suceden con vertiginosa in­sistencia los honores —que in­cluyen su nombramiento de miembro de numerosas acade­mias—, los premios y los encar­gos de retratos y de obras de composición.

En 1911, un mecenas neo­yorquino al que conoció duran­te su exposición londinense de 1908, Archer M. Huntington, le encarga la serie de 14 paneles que lleva por título Visión de Es­paña, expuesta en la Hispanic Society of America, a la que el pintor se consagró —entremez­clándola, eso sí, con una ingen­te producción de obras de me­nor tamaño, muchas de ellas re­tratos, por los que llegó a co­brar sumas fabulosas— el resto de su vida.
Del calibre de la tarea em­prendida y de las energías nece­sarias para llevarla a cabo pue­de dar una idea la mera enume­ración de las capitales y de los pueblos españoles por los que Sorolla viajó (piénsese en los transportes y en la red viaria de aquella época) durante los casi ocho años invertidos en ella: Madrid, Toledo, Lagartera, Ávila, Salamanca, Biarritz, San Sebastián, Zarautz, Lekeitio, Roncal, Pamplona, Soria, Ma­drid y Toledo, el año 1912; sólo Madrid, en 1913; Sevilla, Ma­drid, Jaca, Madrid, Jerez de la Frontera y otra vez Sevilla, en 1914; Sevilla, Barcelona, Va­lencia, la ría de Arosa, otra vez Barcelona y Gerona, durante 1915; Valencia, Madrid, Valen­cia y un viaje de recreo con Clo­tilde por Andalucía, por si ha­bía viajado poco hasta enton­ces, en 1916; Sevilla, Plasencia, Lachar, Granada, Madrid, San Sebastián, Plasencia y Madrid, durante 1918; Sevilla; Valencia (en viaje obligado por el sepelio de su suegro, aquel Antonio García, el fotógrafo con el que aprendió a iluminar la luz), San Sebastián, Elche, Madrid y otra vez Elche, en 1919, año en el que el 29 de junio comunica, primero a Clotilde y después al rey, Alfonso XIII, que ha con­cluido la obra. El monarca, al que ha retratado tantas veces, incluso en cacerías invernales en las que ambos chapoteaban en el barro que les llegaba a las rodillas, responde ese mismo día con un telegrama: "Sea en­horabuena por haber termina­do su colosal obra, que segura­mente será admirada por las generaciones futuras como la fo­tografía pintada de la España del siglo XX antes del salto hacia arriba que seguramente dare­mos. Un abrazo. Alfonso Rey".

Piénsese, pues, en un hombre que entre los 48 y los 56 años de edad viaja constantemente y en cada detención y estancia en el camino pinta al aire libre, como era su costumbre desde que así realizó aquel El 2 de mayo, que le valió el pensionado en Roma ("quizá sea uno de los primeros cuadros de composición que se han pintado en España al aire libre, si no el primero", escribió él mismo), Un hombre ya mayor que sube y baja incontables veces del andamio necesario para alcanzar la altura de los lienzos; que soporta tanto el frío del invierno como el rabioso sol del verano valenciano, que, según afirmaba Blasco Ibáñez, "todos los años mataba algún trabajador del campo y todavía no ha podido con Sorolla. valeroso soldado de la pintura que, como si fuera una salamandra, se pasa el día entero entre la arena que echa fuego y el cielo que vomita llamas, sin quitasol, porque su sombra podría modificar la visión clara y precisa de la luz y los objetos, sin otro abrigo que la minúscula ala de su sombrero". Piénsese en un hombre ya mayor que cuando no se esfuerza en esas obras de gigante retrata a toda una galería de personajes internacionales de su tiempo o se dedica a las obras de menor tamaño y que le han dado, posteriormente, mayor dimensión.
Surgieron así, en la dura disciplina de aquellos años, bailaoras y danzantes de romería, saltadoras a la jota, nazarenos, toreros, miembros del concejo, jugadores de bolo, pescadores de atún y también caballos, toros, bueyes, convulsos bancos de peces, y surgieron también las imágenes conocidísimas del Alcázar de Segovia o de las murallas de Ávila y las menos conocidas del valle de Ansó o de la playa de Santa Cristina, Composiciones de grandes grupos en las que las escenas se miden por metros en los que se agolpan confundidos centenares de hombres y mujeres, decenas de animales y se recogen los ajuares y aparejos de domingo que conservaban desde la historia, Y pintura de historia parecen o pintura de historia se le vuelven al espectador contemporáneo y al de las décadas siguientes —como si el artista hubiese regresado a sus anti- guos argumentos de crítica social, pero ahora únicamente para emo- cionarse de la grandeza de los hombres de su tierra—, y frente al Sorolla ciclópeo prefiere el Sorolla intimista, el pintor de playas o de jardines, o el que retrata a los miembros
de su familia en los triviales sucedidos de un día cualquiera. A ése será, y no al otro, al que bautizará como el pintor de la luz y al que concede el tópico privilegio de la facilidad de mano, de la capacidad de poder hacer lo que le venga en gana.

Quizá el mayor desacierto de Sorolla, como el de otros pintores de entonces, fue involuntario: un problema de reloj, pues el mundo en que vivían, y con él las artes, había emprendido una andadura que tardó muy pocos años en hacerse pública y en iniciar una carrera desenfrenada de transformaciones. Como escribe Edmund Peel: "Cuando le encargaron la Visión de España ya se
habían manifestado en París los movimientos vanguardistas del fovismo y el cubismo, y se presentía el surrealismo, Pronto la I Guerra Mundial aportaría grandes cambios [entre ellos habría que apuntar la
casi desaparición de la atmósfera de , ideas y de clase que aupó el éxito social y comercial de Sorolla]. Cuando concluyó el encargo, en 1919, el mundo era un lugar muy diferente del que había sido en 1910 y 1911, Las nuevas generaciones surgidas de la guerra tenían unas ideas muy distintas, y los éxitos de hacía sólo una década pronto se olvidaron". Y se olvidaron más con la crisis económica de los años treinta y con un nuevo mundo, surgido de una segunda guerra, cuyas artes, en ninguna de sus varias y opuestas vertientes, apreciaba ya el ojo realista, tierno y sensible a las emociones de campo del valenciano.
En el último recodo de los ochenta, la fama de Sorolla parece haberse estabilizado, y el juicio de los expertos haber fijado su punto de equilibrio. Es, sin embargo, más que posible que el espectador disfrute de buena parte de su obra y, pese a su placer, advierta todavía las distancias de sensibilidad y de pensamiento que le separan de él. Es más que posible que ambas experiencias simultáneas le muevan a reflexionar. La generosidad y el buen juicio podrían encaminarle tras los pasos de J. Paul Getty, el célebre multimillonario y coleccionista norteamericano, que explicaba que, aunque "evidentemente el estilo de Sorolla no encajaba en ninguna de las cinco categorías principales por las que quería canalizar sus esfuerzos coleccionistas, estas desviaciones servían para que su formación y conocimiento de la belleza dilatasen sus horizontes estéticos, aumentasen su tolerancia, su comprensión y su apreciación (con lo que aumentaba también su profundidad y dimensión como individuo pleno, perceptivo y sensible)".

El Pais Semanal

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