Se le llamó el Velazquez que descubrió la luz y también el rey y señor de los pintores domingueros. Los cambios de apreciación de la crítica fueron así de oscilantes y radicales para con el que fue el más popular de los pintores españoles, Joaquín Sorolla, hombre prolífico y riguroso, a quien por primera vez se dedica una exposición itinerante y transatlántica en el IVAM de Valencia.
Texto: Mariano Navarro
Pescadores valencianos (1895).
El beso de la reliquia (1893).
En los 40 años que separan al estudiante del enfermo hemipléjico incapacitado para pintar se cuentan más de 15.000 obras salidas de sus manos.
Mi familia (1901).
El baño (1899).
Concha en Jávea (1900).
María pintando en El Pardo (1907)
Bajo el toldo (Zarautz, 1910).
Frente al Sorolla ciclópeo, el público prefiere el Sorolla intimista, el pintor de playas o de jardines, o el que retrata a los miembros de su familia.
Retrato del rey Don Alfonso XIII con uniforme de húsares (1907).
Veinticinco años después de la exposición antológica que conmemoraba el primer centenario de su nacimiento —y que, por razones obvias, contó únicamente con obras procedentes de museos y colecciones españoles, además no muy importantes—, vuelve Joaquín Sorolla y Bastida a ser objeto de una muestra retrospectiva —organizada conjuntamente por el San Diego Museum of Art y el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM), donde se expone hasta el próximo 28 de enero—, que cuenta ahora con obras de museos y colecciones norteamericanos y europeos, que quiere renovar el interés hacia una pintura que gozó en las primeras décadas del siglo de una inmensa popularidad y devolver al artista su puesto en la historia. "Que se encuentra", en palabras de Edmund Peel, comisario, "en un punto intermedio entre la euforia de los triunfos alcanzados por el pintor en vida y el páramo de los años treinta, cuarenta y cincuenta de este siglo".
Aún en los años setenta los críticos e historiadores españoles clasificaban a Sorolla en el grupo de los pintores regionalistas, calificaban su cabeza como hueca de ideas, y aunque le motejaban de blasquista —concediendo al novelista valenciano Blasco Ibáñez la patente de corso de la imaginería huertana—, su costumbrismo se les hacía menos social y más tremendista que el del escritor.
Exageraciones quizá, pero no menores que las que llevaron 10 años después a pintores y críticos, felizmente sorprendidos de la existencia posible de la pintura y de los valores del pictoricismo, a comparar sin desdoro fragmentos y caracteres matéricos de su pintura con la del expresionista norteamericano Willem de Kooning.
Puede decirse que tanto en la gloria como en el desprecio y también en la resurrección de entre sus cenizas, la desmesura, caricaturesca a veces, persiguió y ha perseguido a la persona y a la obra de Joaquín Sorolla.
Si bien es cierto que su biografía personal nada o casi nada tiene que ver con la tipificada por los años de la bohemia, ya que ni un dato ni una anécdota escapan a su vertiente más opuesta, la de la burguesía bien asentada, obediente a sus creencias y a su norma moral,en la que no caben el exceso o el despilfarro, su carrera de artista aparece, sin embargo, plagada de datos astronómicos. Así, en los 40 años que separan al estudiante del enfermo hemipléjico incapacitado para pintar, de los que 20 son los de su producción de madurez, se cuentan más de 15.000 obras salidas de sus manos. Entre 1890 y 1900 concursó en todos los principales salones de Madrid, París, Múnich, Chicago, Berlín, Viena y Venecia, y en todos obtuvo distinciones y medallas. En la década siguiente organizó copiosísimas exposiciones individuales en París (497 obras), Berlín (280), Londres (278), Nueva York, Chicago y Saint Louis. El número de visitantes se contabilizaba por miles; el de cuadros expuestos, por centenas. Sólo la venta de entradas en París le proporcionó 50.000 francos, de los francos de 1906, y su exposición de Nueva York de 1911 fue visitada por 159.831 personas en un solo mes, llegando al récord de 29.481 visitantes en un solo día. En los últimos ocho años de actividad artística culminó la realización de uno de los más ambiciosos proyectos de su época, pintar en un panel continuo de 3,5 por 70 metros escenas de todos los diferentes pueblos de España: 245 metros cuadrados de pintura.
Los inicios de su vida fueron duros, pues se vieron ensombrecidos por la orfandad, y a ellos achacan muchos su casi increíble fortaleza y capacidad de trabajo. Sus padres sucumbieron, con tan sólo tres días de intervalo, a la epidemia de cólera de 1865, y Joaquín y su hermana menor, Conchita, se criaron al cuidado de su tía Isabel y de su marido, el cerrajero José Piqueres, en cuyo taller trabajó y aprendió el oficio un adolescente Chimet que seguía además los estudios de bachillerato en el instituto y las clases nocturnas de dibujo que impartía el escultor Cayetano Capuz. Se conservan de aquella época orlas decorativas y trazas de máquinas. Y la escuela le premió, dos años después del ingreso, con una caja de pinturas "por su constante aplicación en el dibujo de figura, para que en todo tiempo le sirva de testimonio". Al son que marca la época presenta a su primer concurso una obra de título tremendo: Moro acechando la ocasión de su venganza.
Unos meses después de obtener su primera primera medalla —aunque fuese en la segunda categoría, la de plata; si no es que el salón, convocado por la Sociedad El Iris, fuese de pocos caudales— conoció al fotógrafo Antonio García, entró en su taller como iluminador y puede decirse que allí encontró dos pasiones que le acompañarían los siguientes y restantes 40 años de su vida: la luz —su fuerza, su rabia, su dulzura y sus problemas— y Clotilde, la hija segunda del fotógrafo, con
la que se casó siete años después.
Nueva York (1909).
Durante el noviazgo, que se inició el año en que nacía en Málaga Pablo Picasso y que fue largo, como se apausaban los noviazgos de entonces, el novio aprovechó sus estudios, obtuvo varias medallas de oro en certámenes provinciales y nacionales, y consiguió, sueño dorado de los artistas del fin de siglo, el título que le habilitaba como pensionado en Roma durante cuatro años. Aprovechando además el tiempo para viajar también a París, capital ya entonces de profundos cambios en la historia de la pintura.
Datan de entonces sus principales influencias europeas (las norteamericanas, como la seguramente mutua que debió unirle con S argent, se fechan en su época de esplendor y madurez). Los estudiosos las han nombrado en los artistas Jules Bastien-Lepage, francés, y Adolf von Menzel, alemán, y también, aunque posteriormente, Anders Zorn y el noruego P. S. Kroyer, representativos de las tendencias plenairistas, que sustituyeron a las precedentes, propias de un español no viajado, aunque atento a su tiempo: Velázquez y Ribera, incansablemente copiados durante dos años en el Prado; Jiménez Aranda, Francisco Domingo, Ignacio Pinazo, Emilio Sala, Muñoz-Degrain o su entrañable maestro y amigo Aureliano de Beruete.
Si algo cabe señalar de las primeras es la impronta de las luces del Norte, frente a su apreciable desinterés por los impresionistas franceses —con los que tantas veces se le ha equiparado equivocadamente—, y que perseguían un tratamiento de la materia pictórica muy alejado del realismo luminoso y naturalista de Sorolla.
Respecto a las segundas, el conformismo de sus primeros pasos, su posterior vinculación, por una parte, a la pintura de crítica social (por más que la crítica sea en él y en otros entonces melodrama de provincias), y después al naturalismo paisajista, que renovó, eso sí, los anquilosados frutos académicos.
Desde los días de su matrimonio hasta su gran triunfo norteamericano de 1909 y 1911 se suceden con vertiginosa insistencia los honores —que incluyen su nombramiento de miembro de numerosas academias—, los premios y los encargos de retratos y de obras de composición.
En 1911, un mecenas neoyorquino al que conoció durante su exposición londinense de 1908, Archer M. Huntington, le encarga la serie de 14 paneles que lleva por título Visión de España, expuesta en la Hispanic Society of America, a la que el pintor se consagró —entremezclándola, eso sí, con una ingente producción de obras de menor tamaño, muchas de ellas retratos, por los que llegó a cobrar sumas fabulosas— el resto de su vida.
Del calibre de la tarea emprendida y de las energías necesarias para llevarla a cabo puede dar una idea la mera enumeración de las capitales y de los pueblos españoles por los que Sorolla viajó (piénsese en los transportes y en la red viaria de aquella época) durante los casi ocho años invertidos en ella: Madrid, Toledo, Lagartera, Ávila, Salamanca, Biarritz, San Sebastián, Zarautz, Lekeitio, Roncal, Pamplona, Soria, Madrid y Toledo, el año 1912; sólo Madrid, en 1913; Sevilla, Madrid, Jaca, Madrid, Jerez de la Frontera y otra vez Sevilla, en 1914; Sevilla, Barcelona, Valencia, la ría de Arosa, otra vez Barcelona y Gerona, durante 1915; Valencia, Madrid, Valencia y un viaje de recreo con Clotilde por Andalucía, por si había viajado poco hasta entonces, en 1916; Sevilla, Plasencia, Lachar, Granada, Madrid, San Sebastián, Plasencia y Madrid, durante 1918; Sevilla; Valencia (en viaje obligado por el sepelio de su suegro, aquel Antonio García, el fotógrafo con el que aprendió a iluminar la luz), San Sebastián, Elche, Madrid y otra vez Elche, en 1919, año en el que el 29 de junio comunica, primero a Clotilde y después al rey, Alfonso XIII, que ha concluido la obra. El monarca, al que ha retratado tantas veces, incluso en cacerías invernales en las que ambos chapoteaban en el barro que les llegaba a las rodillas, responde ese mismo día con un telegrama: "Sea enhorabuena por haber terminado su colosal obra, que seguramente será admirada por las generaciones futuras como la fotografía pintada de la España del siglo XX antes del salto hacia arriba que seguramente daremos. Un abrazo. Alfonso Rey".
Piénsese, pues, en un hombre que entre los 48 y los 56 años de edad viaja constantemente y en cada detención y estancia en el camino pinta al aire libre, como era su costumbre desde que así realizó aquel El 2 de mayo, que le valió el pensionado en Roma ("quizá sea uno de los primeros cuadros de composición que se han pintado en España al aire libre, si no el primero", escribió él mismo), Un hombre ya mayor que sube y baja incontables veces del andamio necesario para alcanzar la altura de los lienzos; que soporta tanto el frío del invierno como el rabioso sol del verano valenciano, que, según afirmaba Blasco Ibáñez, "todos los años mataba algún trabajador del campo y todavía no ha podido con Sorolla. valeroso soldado de la pintura que, como si fuera una salamandra, se pasa el día entero entre la arena que echa fuego y el cielo que vomita llamas, sin quitasol, porque su sombra podría modificar la visión clara y precisa de la luz y los objetos, sin otro abrigo que la minúscula ala de su sombrero". Piénsese en un hombre ya mayor que cuando no se esfuerza en esas obras de gigante retrata a toda una galería de personajes internacionales de su tiempo o se dedica a las obras de menor tamaño y que le han dado, posteriormente, mayor dimensión.
Surgieron así, en la dura disciplina de aquellos años, bailaoras y danzantes de romería, saltadoras a la jota, nazarenos, toreros, miembros del concejo, jugadores de bolo, pescadores de atún y también caballos, toros, bueyes, convulsos bancos de peces, y surgieron también las imágenes conocidísimas del Alcázar de Segovia o de las murallas de Ávila y las menos conocidas del valle de Ansó o de la playa de Santa Cristina, Composiciones de grandes grupos en las que las escenas se miden por metros en los que se agolpan confundidos centenares de hombres y mujeres, decenas de animales y se recogen los ajuares y aparejos de domingo que conservaban desde la historia, Y pintura de historia parecen o pintura de historia se le vuelven al espectador contemporáneo y al de las décadas siguientes —como si el artista hubiese regresado a sus anti- guos argumentos de crítica social, pero ahora únicamente para emo- cionarse de la grandeza de los hombres de su tierra—, y frente al Sorolla ciclópeo prefiere el Sorolla intimista, el pintor de playas o de jardines, o el que retrata a los miembros
de su familia en los triviales sucedidos de un día cualquiera. A ése será, y no al otro, al que bautizará como el pintor de la luz y al que concede el tópico privilegio de la facilidad de mano, de la capacidad de poder hacer lo que le venga en gana.
Quizá el mayor desacierto de Sorolla, como el de otros pintores de entonces, fue involuntario: un problema de reloj, pues el mundo en que vivían, y con él las artes, había emprendido una andadura que tardó muy pocos años en hacerse pública y en iniciar una carrera desenfrenada de transformaciones. Como escribe Edmund Peel: "Cuando le encargaron la Visión de España ya se
habían manifestado en París los movimientos vanguardistas del fovismo y el cubismo, y se presentía el surrealismo, Pronto la I Guerra Mundial aportaría grandes cambios [entre ellos habría que apuntar la
casi desaparición de la atmósfera de , ideas y de clase que aupó el éxito social y comercial de Sorolla]. Cuando concluyó el encargo, en 1919, el mundo era un lugar muy diferente del que había sido en 1910 y 1911, Las nuevas generaciones surgidas de la guerra tenían unas ideas muy distintas, y los éxitos de hacía sólo una década pronto se olvidaron". Y se olvidaron más con la crisis económica de los años treinta y con un nuevo mundo, surgido de una segunda guerra, cuyas artes, en ninguna de sus varias y opuestas vertientes, apreciaba ya el ojo realista, tierno y sensible a las emociones de campo del valenciano.
En el último recodo de los ochenta, la fama de Sorolla parece haberse estabilizado, y el juicio de los expertos haber fijado su punto de equilibrio. Es, sin embargo, más que posible que el espectador disfrute de buena parte de su obra y, pese a su placer, advierta todavía las distancias de sensibilidad y de pensamiento que le separan de él. Es más que posible que ambas experiencias simultáneas le muevan a reflexionar. La generosidad y el buen juicio podrían encaminarle tras los pasos de J. Paul Getty, el célebre multimillonario y coleccionista norteamericano, que explicaba que, aunque "evidentemente el estilo de Sorolla no encajaba en ninguna de las cinco categorías principales por las que quería canalizar sus esfuerzos coleccionistas, estas desviaciones servían para que su formación y conocimiento de la belleza dilatasen sus horizontes estéticos, aumentasen su tolerancia, su comprensión y su apreciación (con lo que aumentaba también su profundidad y dimensión como individuo pleno, perceptivo y sensible)".
El Pais Semanal
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