lunes, 18 de junio de 2012

El Juicio Final

El próximo 31 de diciembre concluye la restauración de las bóvedas de la Capilla Sixtina. Se cierran así nueve años de polémicos trabajos dedicados a limpiar la pátina de las sombras enmohecidas que escondían la fiesta de vivos colores utilizados por Miguel Ángel. Los millones de personas que memorizan estos frescos envueltos en nubes creerán estar ahora ante una nueva obra. Pero la polémica no concluirá hasta que se ponga punto final a la limpieza del altar, que ahora se inicia. Es el momento del juicio final.

Por Juan Arias



 Al Miguel Ángel de los tonos oscuros, míticos y amedrentadores, ahora, sólo se le podrá ver en el archivo gráfico vaticano.


 La luz es tanta que ha sido necesario disminuir la iluminación artificial y dejarla en la misma tonalidad original para que los nuevos colores no vibren excesivamente.


EI legendario Che Gueva­ra pasó una sola maña­na de su vida en Roma y la dedicó toda ella a contem­plar, tumbado en el suelo, los frescos de Miguel Ángel en la capilla Sixtina.

Pero de lo que el Che se lle­vó en sus ojos para siempre hoy ya sólo quedan los 200 metros cuadrados de pintura del gigan­tesco fresco de la pared central, el famoso e imponente Juicio fi­nal, testigo mudo de tantas elecciones de papas.

El resto, los otros 1.000 me­tros cuadrados de pintura, ya no serán nunca como los con­templó el guerrillero latinoame­ricano. Han sido transforma­dos radicalmente por una obra de restauración modernísima, en la que no ha faltado la inter­vención de un ordenador. Los responsables de este cambio han sido cuatro especialistas capitaneados por el jefe de los restauradores del Papa, Gian­luigi Colalucci. Una fuerte ma­rea de críticas y alabanzas ha acompañado su trabajo.

El último día de este año, Colalucci dará por terminada la obra con una última pincelada al fresco restaurado. Será elmomento de desmontar el an­lamiaje que durante estos últi­nos nueve años —las obras empezaron en 1980— han per­nitido a los restauradores encaramarse a 20 metros de altu, como había hecho Miguel Ángel el hace cuatro siglos. Y todo ello para devolver al mundo los colores originales, vivísi­mos, solares, agresivos, fosfo­rescentes de Buonarotti, tras haberlos purificado de las incrustaciones de suciedad producidas a lo largo de los siglos por los humos de las velas y braseros, la humedad y el polvo acumulado sobre la cola utilizada por los restauradores de ant­año. Subirse a los andamios, empotrados en los mismos aguj­eros de la pared que utilizó Miguel Ángel, produce un cierto escalofrío. Y mucho más cuando Colalucci cuenta cómo Mi Ángel —que tuvo que pin­ar deprisa porque el papa de entonces le metía bulla y hasta le golpeaba con su bastón dejó pelos de su pincel en los frescos y a veces hasta la huella de su pulgar al apoyarse, medio en cuclillas, con la cabeza echada para atrás para poder pintar la bóveda.

Ahora, a partir del 31 de di­ciembre, ya nadie podrá volver a contemplar la pintura matiza­da por el tiempo con su pátina secular, como la han memori­zado los cientos de millones de personas que han desfilado por la capilla Sixtina.

Las nuevas generaciones, las que ahora visitarán aquel lu­gar de religiosidad y mitología, grandioso templo del arte, octa­va maravilla del mundo —18.000 personas desfilan cada día por ella—, no verán ya al Miguel Angel de las sombras imponentes, de sus figuras como veladas por el misterio, como contempladas a través de una lente ahumada o de una niebla de los espíritus. Ahora podrán ver unos frescos sin sombras. La luz es tanta que ha sido necesario disminuir la ilu­minación artificial y dejarla en la misma tonalidad original para que los nuevos colores no vibren excesivamente.

Pero con la restauración de las lunetas y de la bóveda no ha terminado el trabajo del equipo de Colalucci. El punto final ven­drá después de los próximos cuatro años, cuando concluyan la limpieza de la zona más oscu­ra y sucia de el Juicio final: las cercanías del altar, una zona muy afectada por ser la más ex­puesta al humo de las velas.

Para Colalucci, esta fase es, quizá, la más delicada, ya que se trata de la obra más comple­ta de Miguel Ángel, realizada 23 años después de haber aca­bado las lunetas y la bóveda, cuando el artista ya había cum­plido los 60 años. La ejecución del Juicio final le llevó seis años de fatigas. Durante esos traba­jos se cayó de los andamios y se rompió una pierna.

Y al igual que ocurre ahora, el trabajo de Miguel Ángel tam­bien estuvo rodeado por la po­lémica. Aquel enjambre de per­sonajes en torno al Cristo juez, en una explosión de carnalidad y de desnudos, escandalizó a cardenales y hasta al mismísi­mo Domenico Teotocopulos, El Greco, quien pidió que blan­queasen la obra, lo que se hizo más tarde, por indicación del papa Sixto IV, al cubrir tantas nalgas imponentes y tantos miembros viriles.



El pecado original, tal y como aparecía antes de su restauración.


¿Volverá ahora a la luz, jun­to con los colores originales, la desnudez virgen de los pince­les de Miguel Angel? "Aún no hay nada decidido", explica Colalucci. "Y no se trata de un problema moralista, ya que, en realidad, en la bóveda han que­dado todos los desnudos masculinos y femeninos. Lo que ocurre", añade, "es que las pinturas sobre las partes puden­das son casi tan antiguas como la obra de Miguel Ángel; perte­necen a la historia. Y, además, no sabemos aún si el pintor que las trazó no destruyó antes la pintura original de aquellas partes, en cuyo caso ningún sentido tendría ahora reprodu­cirlas".

Lo que todos esperan con impaciencia es saber si también el Juicio final, detrás de esa páti­na de sombras enmohecidas, esconderá otra fiesta de rojos vivos, de amarillos chillones, de verdes transparentes, de azules marinos, o si detrás de aquella lente ahumada no habrá nuevas sorpresas.

Nadie sabe aún si la restauración de esta última parte de la capilla Sixtina desencade­nará, como en el caso de las lu­netas y la bóveda, otra ola de protestas acusadoras de haber destruido para siempre al ver­dadero Miguel Ángel, el de las sombras, habiendo convertido su pintura en un cromo inde­cente.

"En realidad, las críticas", explica Colalucci, "llegaron más bien tarde. Cuando pre­sentamos a la Prensa la restau­ración de la primera luneta,donde ya aparecía toda la fuer­za de los colores primitivos, na­die abrió la boca para protes­tar. Y eso que las lunetas son seguramente la obra más pura, trazada por Miguel Ángel di­rectamente, sin haberla esboza­do antes en cartones, hechas casi de un solo brochazo, sin que ningún ayudante le echara una mano, como ocurrió en la bóveda, donde el artista se hizo ayudar por sus auxiliares".

Las primeras protestas lle­garon desde Estados Unidos, de Frank Mason y James Beck, seguidos por algunos italianos como Alessandro Conti y Toti Scialoja, considerados todos ellos primeras autoridades del mundo del arte.

¿De qué acusaban a los res­tauradores vaticanos? "Funda­mentalmente", dice Colalucci, "de habernos cargado, con el disolvente químico AB57, bue­na parte de la verdadera pintu­ra de Miguel Ángel; de haber eliminado las sombras de su pintura".

¿Y ustedes cómo se han de­fendido? "Intentando explicar­les que nosotros no somos res­tauradores como los de antaño, que más que devolver a la luz la obra original de un artista la in­terpretaban y de algún modo la recreaban. Nosotros, práctica­mente", subraya el jefe de los restauradores vaticanos, "no hemos usado los pinceles. Sólo hemos eliminado —con los me­dios que nos ofrece la tecnolo­gía más moderna— toda la mu­gre que se había acumulado so­bre el original. Ha sido como limpiar lentamente una sucie­dad que impedía ver lo que es­taba debajo. De todo ello, lleva­do a cabo con un ordenador que iba indicando la profundi­dad de la suciedad y detectan­do la obra postiza de tantos otros restauradores del pasado, existe una imponente documen­tación que nuestros críticos ni han querido examinar, pero que ha servido para que una comi­sión de expertos norteamerica­nos, franceses, alemanes e in­gleses nos diera su visto bueno".

Lo que le duele a Colalucci es que algunos de sus detracto­res, que habían lanzado sus anatemas tras haber visto los resultados de la restauración sólo en fotografía, no aceptaran la invitación de encaramarse andamio arriba para contem­plar de cerca cómo lo que desde lejos pueden parecer sombras trazadas por   el pintor no son más que desconchones, mugre y manchas de infiltracio­nes de humedad. O bien la su­ciedad acumulada sobre la cola que habían usado algunos res­tauradores del pasado para re­tocar a mano la pintura de Mi­guel Ángel.

El restaurador Colalucci observa una pintura antes de ponerse a trabajar en ella.



Colalucci admite que la sor­presa haya tenido que ser muy grande para quienes hoy se ve­rán forzados a escribir de nue­vo toda la historia del arte, por­que la restauración de la Sixti­na ha revelado que Miguel Án­gel fue un gran pintor, contra lo que se pensaba de aquel genio de la escultura que a sus 20 años había regalado al mundo su inmortal obra La Piedad, que hoy se puede contemplar a la entrada de la basílica de San Pedro.

Se sabe ahora que Miguel Ángel pintó en fresco y no en temple, cosa que hubiese hecho dificilísima la restauración. Y se sabe que no usó sombras, sino sólo color, y vivísimo, si­guiendo la mejor tradición toscana.

En la pared del despacho de Colalucci hay una fotografía suya con el papa Juan Pablo II. Cuenta el restaurador que el Vaticano ni siquiera en plena polémica dudó de la profesionalidad de sus restauradores. Y el papa Wojtyla hizo muy poco caso de las cartas de protesta que le llegaban, sobre todo desde Estados Unidos. Quizá la suerte del equipo dirigido por Colalucci ha sido que, al revés de los papas que siguieron de cerca las obras de Miguel Ángel, el Papa polaco nunca se ha interesado directamente por la restauración. Y ni siquiera ha sentido nunca la curiosidad de empinarse hasta la bóveda —ocasión única incluso para un Papa— para poder ver y palpar de cerca el genio hecho pin- tura.

Y, sin embargo, Colalucci, hombre de una sencillez que desarma, ha sido el genio de la llamada restauración del siglo. Su voluntad inquebrantable, su alta profesionalidad, demostrada en tantos años de delicado y oscuro trabajo (hace ya 20 años pedía a sus superiores que le dejaran quitar el polvo al fresco del Juicio final. "Se hacía una vez", cuenta, "cada año. Se hacía de noche, cuando no había nadie, y para mí, joven restaurador, era emocionante poder ver y analizar de cerca la obra del gran Miguel Ángel"), han forjado en él una seguridad que nunca le ha hecho dudar de que no se estaba engañando.

"Tampoco era tan difícil", minimiza Colalucci, "porque nosotros, con la nueva tecnología, hemos podido hacer con la pintura de Miguel Ángel lo que un cirujano hace con el cuerpo humano: entrar en él y examinar sus entrañas".

Sin embargo, el restaurador vaticano se muestra muy com­prensivo con las personas que sufren hoy viendo cómo se les desmorona la idea que durante años se habían forjado de Mi­guel Ángel en su alma. "Entien­do, por ejemplo", dice, "al es­critor Giorgio Manganelli cuando me confiesa que le he matado a su Miguel Angel, aI que se había forjado dentro de él, con sus sombras y fan­tasmas".

De hecho, el escritor ha afir­mado: "En este momento algo me turba y me fascina al mismo tiempo. Me hallo lacerado en­tre una historia que me poseía y una historia que antes de ahora no había nunca encontrado". Y añade: "La restauración de la Sixtina quita la suciedad, pero también las duras sombras del tiempo".

Por el contrario, Renato Gut­tuso, el pintor comunista y no creyente, exclamó antes de mo­rir: "Es la verdad de Miguel Án­gel la que nos están devolvien­do". El mismo Goethe, en su obra Viaje a Italia, denunciaba ya el humo de velas e incienso que en las iglesias de Roma "ofuscaban el sol único del arte".

"No es culpa nuestra", dice Colalucci, "si la ciencia y la téc­nica modernas nos han permiti­do descubrir que el verdadero Miguel Ángel era el luminoso, sin que ello signifique que a al­gunos pueda haberles gustado más el sombrío, construido por el paso de los tiempos".

De cualquier modo, al Mi­guel Ángel de los tonos oscu­ros, míticos y amedrentadores, ahora sólo se le podrá contem­plar en las fotografías que de aquella pintura filtrada a través de la suciedad acumulada por los siglos se han conservado en el archivo gráfico vaticano.


El Pais Semanal diciembre de 1989

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