sábado, 23 de abril de 2011

El mundo en sus manos

Dividen el mundo en viñetas, cuentan historias con ayuda de un
lápiz y crean héroes de papel con trazo firme. Jordi Bernet, Daniel
Torres, Francesc Capdevilla Max, Miguelanxo Prado y Nazario,
maestros del `comic' español, encarnan cinco estilos distintos de
convertir un papel en blanco en una aventura.

Texto: Javier Pérez de Albéniz / Fotografía: Marcel.lí Sáenz



MAX

Peter Punk lleva una chapa en la chupa "No Future!". "Yo soy una rata, y las ratas heredarán laTierra", dice, orgulloso, el personaje creado en 1984 por Francesc Capdevilla (Barcelona, 1956). Rebelde radical pegado a una cresta de oso hormi­guero ("los de la cresta no eran los mohicanos, eran los hurones"), Peter Punk no se separa jamás de sus gafas negras, su pluma roja y su violenta forma de entender la vida. Kampani­lla, mientras tanto, rezuma sensualidad. Son los superhéroes del comic underground espa­ñol, los personajes punteros de un dibujante joven e innovador. "Peter representa una for­ma de vivir muy idílica, casi libertina, pero asumiendo al mismo tiempo las contradiccio­nes que acompañan a todo este jaleo. Y lo re­suelve todo de la peor manera posible", asegu­ra el padre de la criatura. "Peter Punk es real­mente grosero y muy borde, un auténtico gili­pollas que va a lo que le interesa pasando de los demás", reconoce. "Es antipático, le huele el aliento... La suma de todos estos ingredien­tes, no sé por qué extraña química, le convierte en un tipo entrañable y encantador. No es mi personaje favorito, pero sí al que tengo más cariño. Debe ser porque llevamos seis años juntos".

Francesc firma todos sus trabajos con el seudónimo Max. Se trata de un homenaje a un ilustrador del siglo pasado llamado Max Ajax, autor de un autorretrato que podría hacer pa­sar por gemelos a ambos dibujantes. "Dibujo desde que tengo uso de razón, si es que lo he tenido alguna vez", dice, haciendo gala de un humor tímido. "Con los comics no empecé hasta 1973, fecha en la que conocí a la pandilla que estaba preparando El rollo enmascarado:

Nazario, Mariscal, Roger, Ceesepe, Martí y otros muchos. Hasta entonces yo siempre ha­bía leído comics, pero nunca pensé que un día podría hacerlos. Descubrí a los autores under­ground norteamericanos y comprendí que ha­bía una forma de hacer historieta muy distinta a la infantil. Inmediatamente supe que el co­mic era el mejor medio para expresar mi opi­nión sobre las cosas que me interesaban".

"Mi carrera es paralela a la de Nazario", recuerda, no sin cierta nostalgia. Entonces es­tudiaba Bellas Artes y trabajaba de forma al­truista para publicaciones alternativas, como Integral, Alfalfa, Star o Butifarra. "Entonces llegó la mili y me alejé de mi círculo de amista­des durante una buena temporada. Cuando regresé todo estaba muerto. La censura había dado algunos golpes muy duros y, como en­tonces no se gañaba un duro con el comic, la gente se estaba alejando de él. Un día, de re­pente, José María Berenguer me ofreció dibu­jar para una nueva revista y yo le dije que sí. Había fichado por El Víbora. Por fin era un profesional".

Han pasado 11 años desde que Max co­menzó a ver el mundo dividido en viñetas. Los que le conocen de entonces dicen que no ha cambiado demasiado su forma de ser y pensar, pero es indudable que su obra ha sufrido una notable evolución. Ahora domina la línea cla­ra, los colores planos y el ritmo adecuado con el que marcar cada una de sus narraciones. Puede escribir para niños (La biblioteca de Turpin ), para adultos ( Mujeres fatales) y para punks (Pankdinista) sin perder un ápice de fuerza y expresividad. "Normalmente trabajo mis propios guiones. Me preocupa especial­mente la historia que cuento, porque -tengo muy claro que un buen dibujo con un guión malo no se salva, y sin embargo, un guión bue­no mal dibujado puede ser una maravilla".




Torpedo pertenece a ese tipo de individuos capaces de convertir en flautas los huesos de su madre. Jordi Bernet y Sánchez Abulí, sus padres oficiosos, lo saben, y le castigan sin piedad: raro es el capítulo de esta serie policiaca en la que Torpedo no añade algo de plomo a su colección privada; tiroteado, abofeteado y escupido, este siciliano nacido a comienzos de siglo representa el perfecto asesino profesional e implacable. El dibujante catalán Bemet se ha convertido, gracias a la perfección con que traslada sus peripecias al papel, en un autor codiciado por los medios más importantes del mundo.

Jordi Bernet es hijo de Miguel Bernet, un histórico del tebeo español, a quien los aficio­nados recordarán por su seudónimo, Jorge, y por dar forma a personajes como Doña Urra­ca. La historia profesional de Jordi Bernet es larga y densa. "Me crié entre lápices y folios en blanco. Tenía que ser dibujante a la fuerza y no me quedó más remedio que aprender copiando a los grandes, a los norteamericanos. Después de muchos años de trabajo duro nos ha llegado el reconocimiento, a mí y a Sánchez Abulí (el guionista), gracias a Torpedo. Acaba de salir una revista en Italia con este nombre, publica­mos en todo el mundo sus aventuras, tenemos ofertas para convertirle en una estrella del cine...". "Cuando trabajo pienso que debo contar las cosas como si fuera una película, por supuesto americana y de la era dorada del cine, con Bogart y Cagney al frente", continúa diciendo.

Bemet, coleccionista de ilustraciones anti­guas y fiel seguidor de los comics clásicos, ha alcanzado con Torpedo la cumbre de su carre­ra. Realiza un dibujo sincero y crudo, sin co­meter el error de olvidar la continuidad narrativa, y gracias a ello logra el equilibrio perfecto en cada una de las historias que cuenta. "Los guiones de Abulí son ideales para Torpedo", reconoce, "pero para otro tipo de narraciones también trabajo con Antonio Segura y con el argentino Carlos Trillo". Miles de proyectos y tiempo libre robado al sueño para hacer publicidad, carátulas de discos y portadas de libros, `cualquier cosa siempre que el tema me intere­se y me encuentre a gusto con él". Federico Fellini y Will Eisner se han declarado pública­mente seguidores incondicionales de este ital­iano pendenciero apodado Torpedo. En realidad se llama Luca Torelli y, según la policía, `puede ser muy peligroso". Tiene 32 años, complexión mediana, ojos azules, pelo oscuro y al menos una pistola. Viste trajes color hue­;o, sombreros Stetson de fieltro, camisas ne­gras de seda, corbatas blancas y guantes de piel de cabrito. Fuma cigarrillos americanos sin filtro. Torpedo 1936, título original de cada uno de los ocho álbumes publicados, es el me­jor comic negro de la última década; Bernet, autor de los mismos, un clásico vivo.




Daniel Torres es, para sus muchos seguidores, el Hergé español Es posible que Torres aún no tenga su Tintín particular, pero este valenciano risueño de voz aguda no pierde el tiempo esperando el definitivo golpe de suerte: trabaja duro y bien en el campo del comic, y en el com­petitivo mundo norteamericano de la publici­dad se está convirtiendo en un hombre indis­pensable. Su estilo resulta inconfundible, segu­ramente por ser el más limpio y elegante de to­dos los dibujantes españoles de historietas, y su futuro, tan halagüeño como sea posible ima­ginar.

Torres nació en agosto de 1958. Estudia Be­llas Artes de 1975 a 1980, fecha a partir de la cual se dedica al comic de forma profesional. "Trabajé los dos primeros años para El Víbora, y después pasé a formar parte de la editorial Norma para colaborar con su revista Cairo". Ha publicado cuatro álbumes de su personaje más conocido, Roco Vargas; otro, titulado Del asesinato al olimpo, y Opium, con más de 55 páginas dedicadas a narrar la vida y milagros del emperador del mal. Pero se empeña en des­tacar la especialidad que, desde hace tres años, ocupa la mayor parte de su tiempo: la ilustra­ción. "Casi todo lo que exporto son portadas e ilustraciones para revistas", dice, "siempre por encargo y para el mercado norteamericano.

También me muevo muy bien en el campo de la publicidad, el cual resulta tan competitivo y di­ficil como vibrante".

Su meticuloso estilo requiere una mecánica de trabajo lenta y delicada. Desde hace años no realiza un comic largo, una historieta densa y jugosa, y se le abren los ojos cuando habla de un posible proyecto. "Me gustaria mucho ha­cer otro álbum, pero por mi ritmo necesito casi un año de dedicación exclusiva al tema. Seis meses para el guión y otros seis para el dibujo, en los que me centro totalmente en los lápices y no estoy para nada ni para nadie". Es el precio a pagar por unas obras minuciosas, perfectas, capaces de aguantar con firmeza una compara­ción con las de los grandes especialistas en la historieta clásica de aventuras. Son comics para saborear de viñeta en viñeta, dejándose arras­trar por los patrones clásicos, por la ajustada composición y el brillo de los colores.

"Roco Vargas es un personaje muy intere­sante", afirma Torres sin ningún pudor. "Pre­senta un fuerte alter ego, pero desde un punto de vista no demasiado freudiano, no demasia­do serio. Es un héroe galáctico a la antigua usanza, a lo Flash Gordon, que para no afron­tar la dura carga que eso supone prefiere escri­bir novelas de ciencia ficción. Un caso típico de doble personalidad. Me identifico con él a nivel personal porque pienso muchas veces de la mis­ma manera: me gustaría estar de viaje, en cual­quier lugar del mundo, y no puedo. Estoy en­ganchado a mi mesa de dibujo".





Anarcoma es un travestido atómico. Fuera de España la han calificado como "la joya del post underground mediterráneo" y como "la más escandalosa aportación hispana al comic mundial". Anarcoma es, simplemente, una obra maestra teñida de sexualidad y violencia. Una oferta demasiado dura para mentes conserva­doras, que provoca inevitablemente pasiones viscerales: o se la ama o se la detesta. Nazario Luque, Nazario, andaluz residente en Barcelo­na, es el responsable de este fenómeno, capaz de convertirse en la obra más importante y per­sonal de la historieta underground española.

"Anarcoma se empezó a publicar en El Ví­bora y resultó muy epatante, sobre todo para el lector tradicional de historietas", reconoce cor maliciosa sonrisa. Nazario vive desde hace años en el corazón de Barcelona, en un barrio tan feroz como los que aparecen en sus histo­rias. "Con Anarcoma me encuentro muy cómo­do", dice, "porque me permite retratar ambien­tes de tíos y de tías, de travestidos y de homose­xuales. Tengo una libertad total y absoluta". Su obra no termina con esta inclasificable detecti­ve, pero sí gira inevitablemente a su alrededor. Nazario toca una y otra vez los mismos temas. con su dibujo barroco de perfecta ejecución, ja­más pierde frescura. Mujeres raras y Obra com­pleta 1975-80 son dos álbumes tan guarros como interesantes, que muestran la arrolladora personalidad de un autor inimitable.

"Siempre, desde pequeño, he dibujado", asegura, "pero también he hecho mis pinitos es­cribiendo. Tengo varias novelas y libros de poe­mas totalmente acabados. Esto ha sido muy importante para mí a la hora de realizar histo­rietas, puesto que para hacer algo digno es im­prescindible saber compaginar el guión y el di­bujo. También concedo mucha importancia a la documentación".

Nazario sabe que Anarcoma es, en buena medida, un personaje maldito. Esto ha marca­do su carrera. "La gente cree que voy a pintar siempre pollas", afirma, "y eso limita las ofer­tas que me hacen. Pero lo cierto es que cuando me encargan algo light, por ejemplo para una revista de la caja de ahorros, tengo que hacer un esfuerzo. No trabajo para el público, traba­jo para mí, y la verdad es que a mí me gusta pintar pollas... Pero porque me recreo viendo lo grande y bonita que me ha salido, no para que la gente diga 'mira qué polla".

La Anarcoma y el robot XM2 de cartón piedra con los que posa Nazario son obra de Alejandro Molina, su compañero. "Para mí, son dos amantes perfectos, incansables", dice. "XM2 es un robot creado para proporcionar placer sexual, y Anarcoma es un travestido que intenta ganarse la vida como detective privado. No pretendo reivindicar ningún tipo de sexuali­dad con ellos. Son personajes normales y co­rrientes".





Miguelanxo Prado es un dibujante gallego de vocación tardía. A sus 32 años, y después de descubrir los tebeos hace sólo una década, ha conmocionado el mundo de la historieta española a golpes de ternura y humor. Sus compañeros creen que su confirmación como autor de co­mics de calidad ha sido un soplo de aire fresco para todos, algo vital en un mundo que debe vivir de las sorpresas. Lectores, dibujantes, guionistas y editores de toda Europa se rinden ante la sencillez y efectividad de su obra.

"Tendría unos 20 años cuando comencé a prestar atención a los comics", recuerda. "En­tonces pintaba, escribía y al mismo tiempo es­tudiaba Arquitectura, posiblemente buscando la forma mejor y más completa de decir cosas. Las historietas me parecieron un medio perfec­to para unir dos formas de expresión que me interesaban, el dibujo y la literatura, y me pre­senté con mis primeros trabajos en este terreno a un Salón del Comic de Barcelona. Ahora de­dico más del 80% de mi tiempo a dibujar co­mics, y lógicamente vivo de ellos, pero también me interesan muchísimo el mundo del grafismo y el de la ilustración". Dicen que el éxito de Mi­guelanxo Prado está basado en dos factores: la lucidez con que desgrana la vida diaria, convir­tiendo en excitante lo trivial, y la delirante des­cripción de unos personajes a priori aburridos.

Lo suyo son los héroes anónimos. Manuel Montano, pintoresco detective "preparado al calor de la faquiña y el fado, en el colegio de detectives de Lisboa", es su personaje más po­pular. La excepción que confirma la regla. Fru­to de una de las escasísimas relaciones de Prado con guionistas, en este caso con Fernando Luna, Montano, "pertenece a la especie de los noctámbulos románticos". "Utilizamos con él los clichés típicos del detective norteamericano, de novela negra", dice Prado, "pero siempre te­niendo en cuenta que es un soñador. Pertenece a un tipo de barriobajeros simpáticos, cordia­les, totalmente opuestos a Torpedo o Anarco­ma. Es la antítesis de la violencia, y su mayor virtud es poder encontrar el lado lírico de una lata de sardinas".

Prado cree que el comic español se ha estabi­lizado, y que, con algo de fortuna, "puede con­vertirse en la punta de lanza de la historieta eu­ropea". Ahora se encuentra inmerso en la obra más extensa de su carrera: se titulará Trazo de tiza y tendrá entre 60 y 70 páginas. Un proyecto ambicioso que está realizando con su habitual anarquía, sin horario fijo, sin límites de tiempo o de espacio. "Mis artistas favoritos, los que más me han influido, son Enki Bilal y Moe­bius", dice. Ellos, los maestros, ya conocen la obra del dibujante gallego y no dudan en ha­blar de él como de un "principiante genial". Diez años de trabajo duro le han bastado para llenar de acción y sátira nuestra aburrida vida cotidiana.

El Pais Semanal Número 711 25 de noviembre de 1990.

Ignacio Zuloaga (1870-1945)


La figura de Ignacio Zuloaga (1870-1945) fue motivo de admiración y de
encendida polémica en el curso de su trayectoria artística. Muy pocos
pintores han ejemplificado como él una imagen de España tan sólida y
temporal. La gran muestra retrospectiva que se exhibe en el Museo de Bellas
Artes de Bilbao hasta primeros de enero, y que recorrerá Europa y Estados
Unidos, devuelve a las distintas sedes de sus éxitos las obras que admiraron.
Texto: Mariano Navarro



Retrato de Azorín (1941)

"Entre las cosas fáciles, la más im­portante que podía intentar ahora el ministro de Instrucción Pública sería, en mi opinión, una Exposi­ción Zuloaga". Ésta era la pro­puesta, interesada y retadora, que lanzaba, en abril de 1910, José Or­tega y Gasset. Y algunos párrafos después añadía: "Esta petición tie­ne un sentido pedagógico, el mejor sentido, el más fecundo que puede tener una cosa. La peregrinación de los lienzos egregios con sus bár­baras figuras por las tierras casti­zas de donde salieron removerá muchos nervios enmohecidos, le­vantará disputas, quebrará putre­factas opiniones, clasificará algu­nos pensamientos, y en no pocas casas desespiritualizadas, recogi­dos los manteles tras la cena bru­talmente breve a que obliga el mi­nistro de Hacienda, se hablará de estética".
Ni hay ni ha sido iniciativa del Ministerio de Instrucción Pública, sino de la nieta del pintor María Rosa Zuloaga y del Gobierno vas­co, la Exposición Retrospectiva dedicada a Ignacio Zuloaga, ni cabe hoy esperar alborotos de so­bremesa por esta invitación a con­templar, una vez más, los cuadros que pintó Ignacio Zuloaga. Y, sin embargo, a ese envite cabe sumarle la pregunta que arriesgaba José María Moreno Galván hace ahora más de 20 años. "Si la obra de Zu­loaga no hubiese tenido ninguna audiencia pública, si no hubiese despertado ningún tipo de adhe­sión, si fuese solamente la conse­cuencia excéntrica de un laborar particular y apartado, tal vez no necesitaría una nueva atención.
Pero la obra de Zuloaga no es sola­mente lo que ella es en sí misma, sino lo que ha significado, lo que ha representado para el inmenso público que constituyó su audien­cia y su clientela. La obra de Zu­loaga tuvo un éxito clamoroso en ambientes españoles y europeos. ¿Por qué? La respuesta puede que no tenga nada que ver con la histo­ria del arte moderno, pero, desde luego, tiene mucho que ver con la historia contemporánea de Es­paña".
Sobre su posible insignificancia histórica en los memorandos del arte moderno, incluso el propio pintor coincidiría con los críticos y los historiadores. Respecto a una crónica de lo que fue y dejó la mo­dernidad entre nosotros, el fondo de la cuestión Zuloaga sobrevive al canal de sangre que zanjó el en­frentamiento entre las respuestas que por españoles se le dieron.
Si en este declinar de la década que engulle las esperanzas y los sueños de dos siglos, una obra cali­ficada de menor, "colateral". ilu­mina todavía el interrogante que por haber existido plantea, es úni­camente, me atrevo


Gitana del loro o El desnudo del papagayo (1906)

a decirlo, porque ni durante el transcurso de aquel entonces ni en el olvido de ahora ha dado nuestro pensar con la res­puesta que haría ser a las cosas de forma diferente. La cuestión no ci­fra su clave en un modo de pintar, sino en una manera de mirar y en los discursos contrapuestos que contemplaron y contemplamos esa mirada suya.
Perteneció Ignacio Zuloaga, nacido en Éibar el 26 de julio de 1870, a una familia dedicada desde los inicios del siglo XVIII al oficio de las artes —arcabuceros, damas­quinadores, labradores y ceramis­tas—. Él fue el primero y el único de los suyos empeñado en el arte mayor de la pintura.
Quienes lo conocieron quedaron subyugados por su presencia física y por su talan­te de hombre bueno.
"Tenía andar de torre", re­cordaba Ortega. "Era un titán de los montes cantábricos", escribió el novelista Ramón - Pérez de Ayala. "Todo en él era titánico: su inteligencia, su voluntad, su arte, su amor a España. Pero lo más grande de él era su inocente corazón de niño". Y lo certificaba Araquis­táin: "Poseía un espíritu napoleó­nico". El novelista antes citado lo retrataba de esta guisa: "La cara está llena, la cabeza es redonda, y debajo del cogote comienza a hen­chirse el pestorejo. El color, curti­do y rojo, sin tocar en lo rubicun­do; color de fruto silvestre. Los ojos negros, redondos, portentosa­mente vivos y alerta. Sale de ellos una fuerza de atracción que lo pre­cipita a uno bajo su órbita. La boca es limpia, de blancos dientes iguales, algunos de oro. A veces, con ocasiones inocentes, rompe en una risa colosal... El pecho es abombado en extremo y los hom­bros algo angostos en proporción a la corpulencia. Viste con llaneza y aseo, en un modo de desaliñado aliño; viste trajes holgados de to­nos neutros oscuros y es muy afec­to a la boina. Sus manos son ro­bustas, tanto de artesano y de hombre industrioso como de artis­ta...; un último pormenor: algo es­tevado, los pies no forman ángulo en la dirección de los talones, sino de las puntas". La extensión de la cita se justifica tanto por la exacti­tud del retrato como por lo que de remembranza de aquel tiempo evoca el lenguaje de Pérez de Ayala.
Sobre su carácter, otras notas: "Era más contemplati­vo que hablador", decía la mujer de Catulle Mendés. Y, en palabras de su hermana Dolores, "triste". Supersticioso en extremo, blandía en la mano un junquillo de madera para alejar el mal fario y guardaba en el bolsillo del chaleco un pez de plata con la cola ar­ticulada, que acariciaba en ro­gativas a la buena suerte o lo tendía en vez de su mano cuando no quería estrechar la de alguien. Fama tuvo también, o así al menos lo afirma Corpus Barga, de ser uno de los hombres más malhablados de los muchos malhablados que ha dado el país.


Paisaje de El Escorial (1932)


Fue considerado el artífice de una cierta imagen de España y de los españoles, y sus costumbres y preferencias se correspondían ade­cuadamente con la representación que oficiaba. Son innumerables las desmesuras de su conducta, carac­terizada por gestos de arrojo o im­pulsos incontenibles. Si viviendo en París sentía el deseo de ver El entierro del conde de Orgaz, viaja­ba día y noche sin parar hasta To­ledo y lograba convencer al cape­llán de Santo Tomé para que le abriese, muy pasada la mediano­che, la iglesia y lo iluminase con un hachón; lo contemplaba y regresa­ba a París con idéntica premura. Si compraba una casa en Segovia, nada le importaba que la conside­rasen maldita, "la casa del cri­men". Y le perseguían las anécdo­tas.
Julio Camba, que lo acompa­ñaba en un viaje, tuvo la ocurren­cia, durante un encuentro amiga­ble con varias familias gitanas, que se asombraron de que un hombrón bien trajeado y señorial hablará el caló, de concederle el título de rey de los gitanos de Bilbao; y, en ver­dad, los gitanos fueron siempre bien acogidos en sus casas de Zu­maya, de Segovia, de Pedraza y del mismo Madrid.
Si de joven tuvo una a veces ne­gada vocación novilleril, que le empujó a figurar, con el nombre artístico de El Pintor, en algunos carteles de festejos menores —sin afeitarse jamás su poblado mosta­cho ni paladear nunca una salida por la puerta grande—, retuvo su afición y su gusto hasta el punto de que Juan Belmonte afirmase, en carta a un amigo común, el escul­tor Sebastián Miranda: "Verdade­ramente, yo no he comprendido nunca cómo el tío, con esta afición y esta capacidad, las dos principa­les cosas que se necesitan y que aún le duran con más de 70 años, no ha sido un mataor en lugar del mejor pintor de España".


El Cristo de la sangre (1911)

Y de los toros, al flamenco. El rasgueo que más le emocionaba, decía, "es aquel en que las falsetas
se tocan con el alanquera, sin doblar la mano y usando sobre todo la cuarta, la quinta y el bordón". En 1922 fue el encargado de la de­coración y del vestuario de actuan­tes y espectadores de la Gran Fies­ta de Cante Jondo que dirigió Ma­nuel de Falla con la colaboración de Federico García Lorca. Concedió, además, un premio de 1.000 pesetas, de las de entonces, al que improvisara la mejor saeta. "Tú que andas por el mundo peregrino, si la encuentras dile que yo la ca­melo pero que no quiero verla", fue la ganadora. Años antes —se conserva una fotografía de aque­llo—, acompañó a Tórtola Valen­cia, tocando la vihuela, en una juerga, y quizá también en otras privadas y más fogosas que la in­tercesión de Miguel Utrillo supri­mió de las escandalosas memorias de la danzarina.
Lo que nadie negó nunca fue su inquebrantable fidelidad para con los amigos, especialmente con aquellos menos favorecidos por la vida. Uno de sus últimos gestos en­trañables fue la instalación con sus propias manos de un medallón conmemorativo de Pablo Uranga,obra del escultor y también amigo Paco Durrio. Homenajeaba así al que hasta su fallecimiento había sido su mejor escudero.
Su carrera artística resulta, al menos cuando se cuenta, contra­dictoria.
A sus inicios en Éibar y a una primera y deslumbrada visita al Museo del Prado les suceden un primer y vacuo viaje a Roma y, casi de inmediato, su estableci­miento en París. Allí, el pintor de 20 años toma contacto, en el trans­curso de una década y algo más, con muchos de los artistas empe­ñados en transformar y subvertir la historia del arte: Edgar Degas, que decía de él que "le gustaba porque se reía del aire"; Paul Gau­guin, que dejó sentir su influencia; Maurice Denis, cuya amistad, como la de Émile Bernard, conser­varía hasta mucho después de ser considerado famoso; Toulouse­Lautrec, con quien compartió las noches locas de la Butte; el escultor Auguste Rodin, y su secretario, el poeta Rainer Maria Rilke, admira­dores, corresponsales, e interesado el último en redactar una mono­grafía del pintor que, lamentable­mente, no llegó a cuajar por desinterés u olvido de Zuloaga.
Y no sólo mantuvo relaciones con los artistas franceses, sino también con el grupo catalán de Santiago Rusiñol, Ramón Casas y Miguel Utrillo; con los otros dos artistas que compartieron con él el éxito entre la aristocracia europea, Hermén Anglada-Camarasa y José María Sert; e, incluso, con Pablo Picasso, unido al principio por la­zos muy estrechos al pintor eiba­rrés, deudor de más de un favor importante y al que el malagueño distanció, aunque sin llegar, como hizo con Francisco Iturrino, a si­lenciar que le había conocido. Po­drían mencionarse también escri­tores de talla: Mallarmé, Máximo Gorki, Paul Fort, Charles Mauri­ce, etcétera.
En aproximadamente 20 años, entre 1890 y 1910, se inicia y se ci­menta la fama internacional de Ig­nacio Zuloaga. Al mismo tiempo, fijemos 1907 como clave cronoló­gica en el vuelco que habría de su­frir la pintura; se inician también los movimientos y tendencias agrupados después bajo el apelati­vo común de las vanguardias. Ni entonces, ni en los 35 años más que vivió Ignacio Zuloaga, puso sus ojos el pintor en lo que sucedía en su entorno si no fue para cerrarlos, sin querer ver, o para denostar lo que veían. Sólo al final de su vida, en una reflexión manuscrita halla­da en uno de sus cuadernos de apuntes, llega a formularse esta pregunta: "¿Qué es arte? ¿Qué es pintura? Esto me pregunto a los 54 años. Después de haber pintado unos 500 cuadros. ¿Será debido a la época en que vivimos? ¿Es que el objetivo del arte es siempre hacer nuevo? ¿O es basarse en lo hecho y sobre todo en lo que el natural nos enseña? ¿Qué preocupaciones tu­vieron los antiguos? ¿Qué preocu­paciones tenemos hoy?".


Retrato de la marquesa Casati (1923)

Enrique Lafuente Ferrari, au­tor de la más completa monografía dedicada al artista, brinda una ex­plicación orteguiana: "La genera­ción de Zuloaga fue la del Salón de la Société Nationale —que se opo­nía al Salón oficial, llamado de Bouguerau, y fundado, pásmese el lector, por Meissonier, que fue él—, templado palenque en el que el academicismo decimonónico que­daba apartado, pero donde no te­nían acceso los atrevimientos más revolucionarios del arte deshuma­nizador".
Otro crítico, Mac Mahon, se expresa con otro matiz: "Zuloaga es un tipo raro entre los artistas: el reaccionario independiente que, volviéndose a la vez contra la se­guridad de las escuelas y la salvaje libertad de los modernos, realiza enteramente sus propios objetivos artísticos y alcanza el éxito".
Y, por último, el propio Zuloa­ga lo reafirma aludiendo al pintor al que dedicó sus mayores desve­los: "Se habla de Goya. Ése sí, ése pintaba como quería. ¿Por qué? Porque le importaba todo un ble­do; en una sesión; sin importarle nada... Y eso es, eso es lo que hay que hacer, chiflarse de todo. Yo voy a hacerlo ahora. Voy a pintar como quiera, sin contenerme. Voy a pintar en el estudio un gran le­trero que diga 'atreverse'. Eso es lo que hay que hacer... Lo voy a pintar aquí: ¡atreverse! Pintar como se quiera, sin preocupación, sin timidez".
Sus maestros, los pintores que reconocía profundamente enreda­dos en sus raíces, fueron todos es­pañoles: Ribera, Zurbarán, Veláz­quez y Goya. Llevado de los arre­batos de su devoción por este últi­mo, recuperó y devolvió a la vida su casa natal convirtiéndola en museo. Su otra gran pasión fue El Greco, al que descubrió antes de que lo hiciera Manuel Bartolomé Cossío.
De esa preferencia por la tradi­ción española, de su íntima vincu­lación con las tierras y los perso­najes de la España del interior y de Andalucía, de su carácter vasco y de las ideas y de los sentimientos divulgados por la generación del 98, surgió lo distintivo de Zu­loaga.
Su estilo no siempre alcanzó parabienes en su propia tierra. Entre los denuestos proferidos contra Zuloaga resplandece éste de una gacetilla publicada en La Correspondencia Militar en febre­ro de 1909: "Para encontrar mer­cado más espléndido a sus cua­dros, pinta picadores que repo­san, pica al hombro, recostados en la pared del Ministerio de la Gobernación, mientras cruzan la Puerta del Sol duquesas con zapa­tos de galgas y diputados en trajes de luces".
El grupo más numeroso de obras de Zuloaga son retratos, en los que comparecen amigos y fa­miliares, una poblada nómina de aristócratas, aficionados pudien­tes y, testimonialmente, la gran mayoría de los escritores, intelec­tuales y personajes públicos espa­ñoles vivos entre principios de si­glo y 1945, año de su muerte.
Le siguen, aunque prevalecen a los anteriores por su resonancia, las grandes composiciones. Nada líricas, de épica voluntad y monu­mentales, en las que tipos y paisa­jes declaman, entre estridencias del tema, de la forma dibujada y una muy reconocible acidez de co­lor, un texto obligado que oscila de la agitación melodramática a lo kitsch, de lo tradicional a lo cari­caturesco, en un tono permanen­temente alto, que vela lo que desa­fina considerándolo carácter o atemorizando por su fuerza.
Papel muy significativo tienen sus desnudos. Como escribe La-fuente Ferrari: "El desnudo ata el vuelo a Zuloaga y le inhibe todo desarrollo imaginativo para ate­nerse al natural con gustosa servi­dumbre".
En los últimos años de su vida aparecen, a intervalos, algunos bodegones, austeros y pesimistas, como su ánimo en aquellas horas.
El éxito y la popularidad le acompañaron en todas sus expediciones internacionales. A París siguieron Colonia, Düsseldorf, Berlín, Londres, Venecia, Roma y, por fin, Nueva York y otras ciudades norteamericanas. Como quiera que el nombre de Zuloaga resultaba extraño a la pronuncia­ción inglesa, un periódico aconse­jaba a sus lectores que lo pronun­ciasen así: Thoo-low-ah-ga.
El único artista español con quien competía era Sorolla, que poco antes había conocido el baño de multitudes y de fervor del público americano, y del que le distanciaban tanto la ambición personal como la concepción esté­tica. Del trecho entre uno y otro y de la equiparación de Zuloaga al pensamiento crítico que se inició en España a comienzos del último siglo da testimonio la irónica pre­gunta formulada por Ortega: "¿Para qué pintar el sol sobre una playa, si tengo siempre playas con sol, puedo viajar hasta ellas en tren y, además, protejo la indus­tria nacional ferroviaria?".
Su entronque con la generación del 98 —Azorín, Baroja, Maeztu, Unamuno, etcétera— y con el ha­cer literario contemporáneo tanto hacen a Zuloaga en España como componen una imagen tangible del ideario estético de aquella ge­neración y aquella literatura, en una correspondencia, además, que revela, por ambas partes, lo­gros y carencias.
Sea como fuere, lo cierto es que la obra de Zuloaga, la representa­ción dramatizada, esperpéntica, tipificada y topificada que difun­dió provocó tantas adhesiones como rechazos furibundos. Si­quiera se mantuvieron firmes en sus posiciones quienes lo alaba­ban o quienes lo zaherían acre­mente. Ni el pintor, en su anhelo de independencia, ni sus comenta­ristas dieron nunca con la resolu­ción adecuada de qué, cómo, por qué caminos y según qué modelos podía definirse y dibujarse la faz y el caminar del país del que dispo­nían y, sin duda, amaban. Hoy día, aquellas cuestiones resultan distantes y ajenas al discurrir in­mediato de la historia, y segura­mente lo entonces escrito y publi­cado, como su pintura misma, se resienten de lejanía. n


El enano Gregorio el botero en Sepúlveda (1908)


amour bleu





jueves, 21 de abril de 2011

Publicidad FNAC: ¡Una historia de amor que no termina!







Torpedo de Bernet/Abulí: Una alto en el camino

En 1981 nació la serie Torpedo-1936, conside­rada el mejor comic de la década. Concebido como una historia negra en los años treinta, la vida de Torpedo co­mienza cuando Sánchez Abulí, creador literario y guionista de la serie, lo presenta al editor Jo­sep Toutain. El norteamericano Alex Toth fue el dibujante elegi­do, pero no tardó en renunciar al proyecto por el exceso de vio­lencia y sexo de los guiones de Abulí. Torpedo pasó una tem­porada arrinconado hasta que Jordi Bernet se hizo cargo de los dibujos.
Gracias a la riqueza expre­siva de Bernet, Torpedo levan­tó por fin el vuelo en Creepy, luego en Totem y así sucesiva­mente, hasta conquistar mer­cados internacionales. En 1986 obtuvo, en el Salón de Angulema, el Premio Alfred a la mejor obra extranjera publi­cada en Francia. Ahora, edito­riales de varios países se dispu­tan sus derechos. En Italia aca­ba de nacer una revista con su nombre. Surgen proyectos de películas y series para televi­sión. Pero, ¿quién es Torpedo?
Luca Torelli, alias Torpedo, es un hombre de 32 años, de hu­milde origen italiano y escaso nivel cultural, no demasiado in­teligente, aunque sí lo bastante listo como para zafarse de nu­merosos problemas. Reside ha­bitualmente en Nueva York, es­pecializado en labores de ma­tón a sueldo. Carece de dios, patria o rey, al igual que desco­noce los escrúpulos, la ley, el or­den, la moral... No tiene ami­gos. Para Luca Torelli sólo tie­nen sentido la muerte, el sexo y el dinero.
Pero más allá de la violencia, más allá de su comportamiento descaradamente machista, más allá de la absoluta impunidad con que culmina sus criminales hazañas, Torpedo es ante todo un provocador nato. A través de cada trazo, diálogo o viñeta, ayudado por la maestría de Bernet, Abulí encuentra el modo de escandalizar. Es capaz de excitar las más bajas pasio­nes humanas y los sentimientos más viles sin perder la sonrisa: es sólo un juego, el de la provo­cación por la provocación.
Texto: Fernando Kano













El Pais Semanal nº 712 domingo 2 de diciembre de 1990

martes, 12 de abril de 2011

Las mujeres de Vermeer

Mujeres que leen cartas; mujeres que hacen música, que pesan oro, que posan para un pintor, que conversan galantemente con caba­lleros: mujeres que escriben, tocan el laúd, se maquillan. cuidan de los niños, hilan, hacen encaje de bolillos... Son te­mas habituales de la pintura holandesa del siglo XVII y son protagonistas de la mayor parte de las obras de Johannes Vermeer de Delft (1632-1675). un artista de trabajo lento y minucioso que, a lo que sabemos, pasó toda la vida en su ciudad natal, Delft, en los Países Bajos, una ciudad ocupada preferentemente en la cerámica y la industria textil, y en cuya iglesia se encontraba el monu­mento funerario de Guillermo de Oran­ge, héroe nacional en la lucha por la in­dependencia de las Provincias Unidas.

La pintura del norte había atendido siempre al retrato de las costumbres co­tidianas; había representado a los cam­pesinos y sus fiestas, juegos y romerías, lugares de su existencia, bailes... Tras la pintura de aldeanos, en el siglo XVII es la clase media urbana la que centra el interés de los pintores. Sus reunio­nes, los interiores de sus casas, la indu­mentaria de damas y caballeros, la crí­tica de sus pequeños vicios eran los mo­tivos preferidos del arte holandés de la primera mitad del siglo, cuando Ver­meer, un calvinista convertido al catoli­cismo por motivo de su boda, es acepta­do en la Cofradía de San Lucas de la ciu­dad (1653). Llegó a presidirla, pero su fama no alcanzó excesivo renombre, y en el siglo XVIII eran pocos los que se acordaban de sus obras, y aun éstas se confundían con las de otros pintores.

No pintó mucho, se cree que no más de 59 o 60 obras, quizá algunas menos. de las que se conservan 35. No alcanza­ron mucho precio, y Vermeer se vio en dificultades para atender a su numero­sa familia. Quizá por eso comerció con pinturas, como había hecho su padre. pero tampoco en este aspecto destacó demasiado. Posiblemente le ayudara su suegra, Maria Thins, una católica de ge­nio enérgico en cuya casa vivieron el pintor y la familia. Con todo, a su muer­te, dejó algunas deudas, entre ellas la del panadero: 726 florines; la viuda, Catha­rina, entregó en pago dos obras del ar­tista, pero no llegaron a cubrir el mon­to de la deuda: sólo valían 617 florines.

La que pudo ser tensión doméstica o económica no aparece en sus pintu­ras, tampoco hallamos rastro de eventuales tensiones políticas o religiosas. El arte de Vermeer parece ajeno a tales sinsabores, y aunque en sus temas es muy próximo a artistas como Gerard Ter Borch (1617-1681), Gerard Dou (1613-1675), Nicolaes Maes (1634-1693), incluso al más importante de todos, Pie-ter de Hooch (1629-1684), que también vivió temporalmente en Delft, el efecto que nos producen sus pinturas es muy diferente.

La pintura de costumbres tiene el éxito asegurado en un público curioso que disfruta con la variedad de los tipos y los lugares, de los trajes, de las fiso­nomías y las acciones. Los pequeños de­talles sacian su curiosidad, y las alusio­nes morales a la mujer qué, por hacer música o beber, descuida sus obligacio­nes domésticas son celebradas por to­dos. Los pintores lo saben y represen­tan motivos que reflejan todas esas co­sas: el mar embravecido de un paisaje que cuelga en la pared puede aludir a la emoción de la mujer que recibe una carta, el pájaro en la jaula con el que juega una pareja puede ser una refe­rencia erótica; como las chinelas des­cuidadas en el suelo, ante la puerta, la copa de vino o la jarra sugieren más el vicio que la cortesía.

Lo sorprendente de Vermeer es que tales indicaciones, o bien desaparecen, o bien se hacen cada vez más herméti­cas. La Dama con dos caballeros (1659-1660), que nos mira sonriente sujetando una copa, tiene su contrapartida en el vidrio de la ventana entreabierta: el emblema de la templanza recuerda que la bebida no es propia de una dama. El mismo símbolo aparece en otra vidrie­ra de un cuadro con asunto parecido. Dama bebiendo con un caballero (hacia 1660-1661), y formas no menos sutiles de aludir moralmente se encuentran en Dama al virginal (1670-1673) -el amor­cillo que se reafirma en el cuadro, tras ella-, Dama sentada al virginal (hacia 1675) -el cuadro con una escena de amor venal que se exhibe en la pared-, Dama al virginal y caballero (La lección de música) -la inscripción del virginal-, etcétera.

En todos estos casos, sin embargo, tales motivos pueden ser habituales en escenas de la vida corriente; en otros, las referencias morales resultan mucho más complejas. Nada hay en el vidrio de Lectora en la ventana (hacia 1657) que nos permita averiguar de qué trata la carta, mucho menos hacer una re­convención moral: no sabemos qué pesa, si es que pesa algo, la Mujer con una balanza (hacia 1664), y resulta difí­cil atribuir un sentido moral preciso a Mujer con aguamanil (hacia 1662-1665).

En cualquier caso, nada tiene de particular hoy día que las mujeres ha­gan música, beban, escriban y lean car­tas. Son actividades que, por sí mismas,carecen de sentido moral. No es ésta la enseñanza de Vermeer, si es que de tal cosa. enseñanza, puede hablarse. No es por esto por lo que sus pinturas nos se­ducen tan intensamente.

No somos capaces de desentrañar el estado emocional de estas mujeres: ¿en qué piensan la que lee, la que suje­ta el aguamanil, la que pesa?, ¿cuál es la sensibilidad de la que hace música?, ¿cuál la pasión de aquella que recibe una carta de amor, a la que atisbamos desde la oscuridad de otra habitación (en la que hay utensilios de limpieza)? Ellas, distantes, en un espacio privado. en una actitud íntima, están muy pre­sentes. También lo estamos nosotros, los que miramos, fisgones. Por prime­ra vez en la historia del arte. la pintu­ra se resuelve en un juego de miradas; es mirada ella misma, miradas de in­dividuos concretos, protagonistas de un instante del tiempo que parece ha­berse detenido, pero que, con toda su plenitud, continuará después como ha discurrido antes.

En este punto es Vermeer por com­pleto distinto de los restantes pintores de costumbres. La curiosidad suscita­da no es por este o aquel detalle más o menos pintoresco: es la curiosidad que surge ante la persona concreta, situa­da en un espacio de luz, con algún obs­táculo -una silla, una mesa, un tapiz...-que nos impide avanzar a la vez queacota el espacio; con una pared lumi­nosa, de la misma materia, luz, que las telas, las maderas, la carne de los per­sonajes, la mirada de estas mujeres.

Nosotros somos ese pintor que, en El arte de la pintura (hacia 1666-1668), de espaldas, elegantemente vestido -como seguramente ningún pintor es­taba en su taller-, pinta a una mujer que es alegoría de la Historia y de la Gloría, en una sala refinada, con un mapa en la pared y una mesa que con­tiene diversos utensilios propios del arte de la pintura -un libro, una más­cara, telas-; una lámpara antigua con el emblema de los Habsburgo cuelga del techo, sin velas.

Nunca veremos el rostro de ese pin­tor, sólo podremos percibirlo en las imágenes que hay ante él, en ese lugar privado, ese lugar de luz. El rostro del pintor son las imágenes que pinta, el mundo que construye con su pintura, con su mirada, los individuos que en ella adquieren consistencia y, al hacer­lo, la Historia y la Gloria. Ese pintor anónimo es Vermeer, él quiere que sea­mos nosotros. Vermeer no nos cuenta cosas, nos dice que las miremos. •

La exposición 'Vermeer y el interior holandés' podrá verse en el Museo del Prado de Madrid a partir del 19 de febrero y hasta el 18 de mayo. Cuarenta pinturas que analizan la relación entre Vermeer y sus contemporáneos. La muestra está patrocinada por el BBVA.





Por Tracy Chevalier

¿Cómo pinta uno en una casa llena de mujeres?

Si se trata de Johannes Vermeer, las pone en sus cuadros. En los nueve ver­meers que componen la exposición Ver­meer y el interior holandés, en el Mu­seo del Prado, el número de mujeres es mayor que el de hombres: 10 a 3.

No es extraño, la verdad. Una de las pocas cosas que sabemos de este ar­tista holandés del siglo XVII es que vivió rodeado de mujeres. Además de su es­posa, Catharina, ocho de sus 11 hijos eran niñas, la familia vivía con la suegra y tenían al menos una criada. Con 10 mujeres alrededor era difícil no pintarlas.

Es cierto que no sabemos quién era ninguna de las modelos de Vermeer, pero podemos suponer que en los cuadros aparecen sus hijas, sus criadas y quizá una esposa. En La carta de amor, por ejemplo, una criada acaba de entregar una carta a su señora, que toca el laúd. Están a gus­to juntas, y la escena nos atrae por sus detalles íntimos: una cesta de costura en el suelo, los zapatos y la escoba en la puerta, la partitura arrugada y el trapo sobre una silla. La habitación tiene un aire tan desordenado y normal que debe de ser la propia casa de Vermeer. iCualquier otra persona habría recogido antes de que llegara el pintor!

Vermeer suele pintar a sus mujeres a solas y en ambientes domésticos: leyen­do cartas, tocando instrumentos musi­cales, cogiendo jarras de agua, probán­dose joyas. A veces miran hacia algún punto exterior al cuadro, pero en general están absortas en sus tareas y no pare­cen vernos. Vermeer coloca sillas, mesas o cortinas oscuras en la parte anterior y baña a las mujeres en una luz dorada en la parte posterior, para mantenernos distanciados de sus sujetos. En realidad, ver un cuadro de Vermeer puede ser una experiencia voyeurística. A veces tengo la impresión de presenciar una escena que quizá no debería estar viendo.

Estas imágenes de la vida cotidiana parecen empapadas de una cualidad trascendental, que da al carácter de verter agua o pesar oro una trascendencia inesperada. Tal vez ésa sea la razón de que los cuadros de Vermeer sean tan populares: nos gusta observar estos momentos en lbs que está detenido el tiempo y disfrutar con la aparente importancia de las vidas cotidianas de otros. Hace que nuestras propias vidas vulgares parezcan, en cier­to modo, más importantes.

Y como existe un número muy escaso de cuadros de Vermeer –sólo se conocen 35 en todo el mundo–, cada uno posee un gran valor emocional, precisamente por ser tan excepcional.



Ahora bien, en la pintura de Vermeer no es oro todo lo que reluce. He oído a muchas personas decir que debía de amar a las mujeres para pintarlas como lo hacía. No estoy de acuerdo. En mi opinión, su trabajo tiene una faceta más oscura. Algunas de las mujeres de sus cuadros parecen atrapadas, capturadas en su entorno como mariposas su­jetas con alfileres en sus vitrinas. Vermeer las pinta con gran belleza, sí, pero también les arrebata cualquier idea, cual­quier responsabilidad. No miro a las mujeres de Vermeer como puedo mirar a las de Rembrandt, que me hacen pen­sar: ésa es una mujer inteligente.


Hay excepciones, por supuesto, sobre todo cuando a la mujer se le permite que nos mire directamente. La Joven de pie ante el virginal nos mira con una seguridad que raya en el desdén. La famosa Joven de fa perla (por desgracia, no incluida en la exposición del Prado) posee una inteligencia emocional en sus ojos que me empujó a escribir toda una novela sobre ella.







Pero tal vez el vermeer más sorprendente de esta ex­posición, La joven del sombrero rojo, muestra de qué era capaz el pintor cuando se permitía trabajar con más liber­tad. Una chica de aspecto andrógino nos mira sobre el hom­bro, con el brazo tendido en lo alto de una silla. No es gua­pa: tiene la nariz protuberante, los ojos estrechos y la boca abierta de una forma que indica dientes saltones más que un carácter sensual. Pero lleva un sombrero rojo de lo más extraordinario, en un ángulo malicioso, y nos mira con osadía, sin sentirse obligada a sonreír.

La pincelada de Vermeer es tan suelta y espontánea, y la actitud de la chica tan informal y natural, que no sería ex­traño pensar que la obra es de otro pintor. Es más, hace muy poco que los historiadores del arte han llegado a la conclusión de que es de Vermeer.

El cuadro es más difícil que otros de la exposición. La joven no representa ideales femeninos de belleza y modes­tia. Está más llena de vida, es más impredecible y cuesta más observarla. Quizá era una mujer más temperamental que las demás modelos. La verdad es que, durante mucho tiempo, yo creí que era un hombre (hasta que me fijé en los pendientes), porque parece libre y sin miedos, capaz de le­vantarse e irse si quiere. Vermeer no la ha capturado, y eso hace que me gusten todavía más ella y el cuadro. Si Ver­meer hubiera pintado a más mujeres como a ella, entonces yo estaría segura de que debió de amarlas a todas. •

Tracy Chevalier es autora de uno de los libros de más éxito inspi­rados en Vermeer, 'La joven de la perla, editado por Alfaguara.

El Pais Semanal número 1375 Domingo 2 de febrero de 2003

Fuerza Vital por Kano

Historietas aparecidas en las revistas Neko números 4,5 y 7