martes, 31 de diciembre de 2013

Avedon

 Marian Anderson, contralto. Fotografiada por Avedon en Nueva York el 15 de junio de 1955.

Richard Avedon es el mejor fotógrafo del mundo. Su legado es un portentoso friso del siglo XX a través de retratos de poderosos, artistas, modelos, obreros y marginados. En esta entrevista, el maestro repasa su obra, que puede verse ahora en España, y pronto en una exposición antológica en el Metropolitan de Nueva York.

Por Ignacio Vidal-Folch. Fotografía de Richard Avedon.


Loretta, Loudilla y Kay Johnson, presidentas del club de fans de Loretta Lynn (Colorado, 1983).


 Richard Avedon, nacido en Nueva York en 1923, es uno de los fotógrafos más extraordinarios de la historia. Durante 20 años de colaboración con revistas como Harper's Bazaar o Vogue dinamizó el concepto de la imagen de moda, al tiempo que desarrollaba su excelencia como retratista de celebridades de la política y las artes. Son iconos de atractivo magnético, difíciles de olvidar, el torso de Warhol lleno de cicatrices, el perfil de Bertrand Russell, los retratos de Beckett y de Bacon, la serie de retratos del padre del artista en los últimos años de su vida... Pero quizá la obra maestra de su prolífica carrera sea la serie In the american west (En el oeste americano): 752 retratos de gente anónima que realizó entre 1979 y 1984 viajando por 17 Estados de la Unión, y de los que ahora podemos ver una excelente selección en España: en verano, en la Fundación La Caixa en Barcelona, y a partir del 15 de septiembre, en la sede madrileña de la misma entidad. El 23 de septiembre, Avedon abre una exhaustiva retrospectiva de su obra en el Metropolitan Museum de Nueva York.

Algunos críticos le reprocharon en su día que usted, entonces conocido como exitoso retratista de las personalidades más distinguidas de su época, fuese tan cruel con la gente del pueblo llano...

Creo que maquillaje, retoques embellecedores, bonita iluminación, gente noble..., todo eso es mucho más cruel con la condición humana. Si le fotografíase a usted no haría que pareciese tener veinte años. Porque su belleza está en qué le ha pasado a su cara, a sus ojos.

'In the american west' fue un encargo del Amon Carter, un museo dedicado a la imagen del Oeste en la fotografía del XIX y el XX. Un encargo así, y con un plazo de cumplimiento de cinco años, es inusual, ¿no?

Yo he trabajado mucho por encargo y no se me han caído los anillos por eso. ¿No lo hicieron Goya, Velázquez?... Los grandes clásicos recibían encargos de los papas, de los aristócratas, y éstos querían aparecer un poco más guapos de lo que eran, y, aun así, a menudo los artistas se salían con la suya. Ahora bien, In the american west no fue exactamente un encargo. El Museo Amon Carter me proporcionaba dinero -hoy parecería una suma muy modesta-para gastos en película, viajes..., ni siquiera cubría el trabajo de mis ayudantes. Pero me permitía mantener mi estudio en Nueva York, y además el respaldo del museo fue muy útil para establecer contactos... Pero nuestro trato decía que si yo no quedaba satisfecho con las fotos, no tenía por qué entregarlas, podía romperlas, como he hecho en alguna ocasión. Y es que cuando empiezas no sabes lo que va a pasar, y yo no quería sentir que estaba haciendo un trabajo, que tenía que entregar un número determinado de fotos al cabo de cinco años. En cuanto a la crueldad, los que me la reprochaban eran los dueños de los ranchos, los téjanos acomodados. Quizá querían ver reflejada la belleza de John Wayne, del hombre Marlboro; eso es el Oeste para ellos. Y de hecho se visten así, y andan así... Por ejemplo, nuestro presidente, Bush, no camina como una persona, sino como un cowboy de película...

En efecto, esos retratos emanan dignidad. Incluso diría que sus vagabundos son los más elegantes y dignos que he visto nunca.

Gracias. Creo que la mayoría de esta gente es hermosa. A mí, por lo menos, me gusta.

¿Así que no se propuso desmitificar el Oeste?

No, no. Si fui al Oeste fue para salir del estudio; escapar del teléfono, de mis compromisos con las revistas con las que colaboraba. Podía haber hecho las mismas fotos en el Este, o en España. Podía haber titulado esta serie Stations to the cross [Pasos del calvario] y me hubiera ahorrado el malentendido de quienes vieron aquí intenciones antropológicas o de reportaje periodístico. Elegí el Oeste porque es mi país y porque quería trabajar con la clase obrera. También la hay en Nueva York, claro, subiendo a los rascacielos, etcétera, pero no hubiera desconectado. Así que en primavera me iba allá, y regresaba cuando empezaba a hacer frío y la gente se tapaba más.

Comentemos algunas imágenes. ¿Le parece? La de la presidenta y vicepresidentas del club de fans de Loretta Lynn es de las mejores y de las más tristes. Trata sobre la identidad y la imposibilidad de escapar de uno mismo. Estas tres mujeres quieren el imposible de encarnar a su ídolo... La de la derecha es la más simple de las tres, y la de la izquierda, la más lúcida e inteligente.

Una de las cosas que iba buscando es la gente que se compra un sueño. Porque todos los americanos compran un sueño de belleza. Y Loretta Lynn, una cantante country estupenda, representa a una chica del campo que se lo hizo. Es hija de un minero, han hecho una película sobre su vida. Y de estas tres mujeres, la de la izquierda (es la mayor y la más lista, tiene usted razón) dirige la organización. Un día decidieron dedicar su vida a Loretta Lynn. Viven en un rancho, comparten un pequeño dormitorio que tiene tres camas y tres tocadores. Cada mañana se levantan y se maquillan, porque a Loretta no le gustaría que no fueran bien arregladas. Nunca se han casado, porque han dedicado su vida a Loretta. Son raras y estupendas. Publican una revista donde difunden todas las noticias sobre su ídolo: "¡Loretta salió esta mañana y fue de compras al K-Mart!". Le han consagrado su vida, como si fueran monjas, y para mí la religión es algo que está vivo... Así que, en resumen, yo aquí estaba tratando con el sueño americano, y con sueños que empiezan a agrietarse, porque ya ve usted que estas mujeres ya no son adolescentes. Tomé las fotos hace treinta años y no les he seguido la pista. No sé si en el ínterin se habrán casado u organizado vidas propias, o si seguirán allí juntas. Me gustaría volver a verlas...


John Martin, bailarin. Fotografiado el 15 de marzo de 1975 en Nueva York.


Andy Warhol, artista. Fotografiado el 20 de agosto de 1969.


June Leaf, artista. Fotografiada en Nueva Escocia el 17 de julio de 1975.


 Lyal Burr, minero, y sus hijos (Utah, 1981). Emory J. Stowall, científico (Nuevo México, 1979).


Para usted hubiera sido fácil ridiculizarlas, pero es evidente que las respeta.

Oh, por supuesto. Mire, al principio de los sesenta, cuando yo era joven y estaba comprometido en el Civil Rights Movement [Movimiento por los Derechos Civiles], jugaba con algunos racistas a los que retrataba: bajaba el punto de vista de la cámara, buscaba la pose más patética, les hacía parecer grotescos. Y al mismo tiempo era consciente de que mis fotos eran caracterizaciones. Según avanzó el tiempo fui cogiendo más respeto a la gente, y vi que además todo aquello no era del todo honesto ni necesario: ellos se podían ahorcar solos, bastaba darles soga.

Veamos esta otra imagen: Lyal Burr y sus encorbatados hijos. Los parecidos familia¬res siempre son inquietantes, ¿no? Desindividualizan. Esta familia está satisfecha de sí misma y de su vida, aunque no se ve muy bien por qué...

La foto está tomada un domingo a la salida de misa, de ahí las corbatas. Él es un minero; los hijos, en cambio, han estudiado. Y haber podido pagarles la educación significa tanto para él, que nunca ha salido de la mina... En cuanto a los hijos, el de la derecha es extravertido, crédulo; pero fíjese en la mirada del otro: lo dice todo... Yo creo que todos nos tragamos a nuestros padres; al padre y a la madre. Nos los tragamos. No hay manera de evitarlo. Y luego los escupimos: cuando veo a mi padre saliendo de mí, cuando me pongo a hablar con mi hijo como él hacía conmigo, me cuesta creerlo. En cambio, todo lo que me gusta de mí viene de mi madre. Y para mi sorpresa, he heredado un montón de rasgos de mi padre, que era totalmente diferente a mí, que no tenía absolutamente nada de artista y con el que no tuve una relación fácil. Y creo que en esta imagen se ve todo esto. Pero la cosa es mucho más compleja: este padre y sus hijos resumen la historia de la especie humana; de la especie humana masculina, quiero decir, porque las mujeres son otro territorio, otro continente. Son siempre misteriosas y nos hacen nacer... Pero la relación entre hombres sí la entiendo. Entiendo las arrugas de la frente del padre, y me lo puedo imaginar, por ejemplo, cuando está borracho... ¿Sabe? Yo he trabajado como fotógrafo con muchos padres e hijos, y el 70% del trabajo consiste en elegir el modelo, quién puede expresar lo que yo soy, con quién puedo escribir mi autobiografía. Porque escribo mi autobiografía con las caras de otra gente, y, por tanto, no todo el mundo, no toda cara me sirve. Cuando encuentro la relación conmigo, puedo tomar la foto. Cuando no, no sale más que una foto de pasaporte.

¿Y este señor? Emory J. Stowall quiere adaptarse al mundo, pero no puede; es un neurótico de cinco bolígrafos y quizá está al borde de la psicosis.

¿Sabe usted lo que hace? Trabaja en Los Álamos y es un científico de la generación de Oppenheimer, en el equipo de investigación de la bomba atómica. Así que es un científico atómico a tiempo completo, ha vivido siempre en ese extraño lugar en medio del desierto de Nuevo México. Todos los problemas de la bomba, también los morales, quedan encarnados en este científico.

Hablemos de la foto de Ronald Fischer, el apicultor. Es la imagen del hombre casi invisible, el ciudadano común que sufre en silencio los mil pequeños y peligrosos problemas e insultos de la vida cotidiana, ¿no?

En esta foto trabajé tres días. Tenía una idea muy clara de lo que quería hacer y puse anuncios en revistas de apicultores buscando a la persona que necesitaba. Cuando di con él, le hicimos venir de Chicago, donde trabajaba en un banco además de ser apicultor aficionado. E hice dos fotos: en una se le veía sufriendo las picaduras de las abejas, como una máter dolorosa; la otra, más en plan budista. Elegí la budista, era innecesario poner más énfasis. Así que ya ve, el retrato está totalmente manipulado. Y quería que fuese así y que además fuese evidente, para dejar claro que todo esto es una creación, una ficción, no un documento. En cuanto a la metáfora de la foto, tiene usted razón. Pero déjeme que le pregunte yo por ésta: ¿qué ve usted aquí?

A un joven en el trance de hacerse adulto trabajando en estas cosas que hacemos los adultos para ganarnos la vida.

Sí, pero ¿qué más ve usted en su cara?

Es más blanda de lo que él quiere creer. Es casi la cara de una chica.

Ronald Fisher, apicultor. Fotografiado en Davis (California) el 9 de mayo de 1981.


B. Fortin, 13 años, pelador de serpientes (1979)


 Eso es. Está en el principio de convertirse en hombre. Así que parte de su cara, de su pelo, es femenina. Y si se fija en la serpiente, verá que parece una lira griega. Pero la esencia de la lira, de la música, son las tripas. Así que esta foto, que fue la primera que tomé de toda la serie, es puramente metafórica: alude a que en el interior del arte, de la música, está el dolor... En fin, todo esto son intentos de explicar que lo que estoy diciendo sobre la familia o sobre el hecho de hacerse hombre es verdad. Por cierto, que eso es lo estupendo y misterioso de la fotografía: que nunca puedes decir que lo que plasma no ocurrió. ¡Es evidente que ocurrió! Y es una colaboración entre el fotógrafo y el modelo, que produce una tercera cosa. La obra de arte requiere a una tercera persona. Y al final, cuando alguien en Barcelona o Madrid entre en el museo y vea estas fotos a tamaño real, podrá mirar a los ojos de esta gente tanto rato como quiera, y verla, lo que en la vida real resultaría demasiado embarazoso y descortés.

Fue usted de los primeros en fotografiar a los escritores sin sus estantes de libros ni sus pipas; a los militares, de civil...; a todos, sobre un fondo blanco, que es su marca de fábrica. Ese fondo blanco, herramienta habitual en la fotografía de moda, potencia la expresividad y energía del rostro o del cuerpo, pero también lo aisla. ¿Cuándo y cómo lo decidió retratar así, dejando al modelo rodeado de nada?

 Empecé a hacer retratos al mismo tiempo que trabajaba en moda. Se suele creer que primero me dediqué a la fotografía comercial y luego cambié a un trabajo más creativo o personal; pero, como le digo, fueron cosas que hice simultáneamente. Si observa usted mi trabajo en Harper's Bazaar, en 1956, ya lo hacía así. Y no quiero sonar pretencioso citando los grandes nombres, pero el existencialismo de Camus y sobre todo la dramaturgia de Beckett me han influido. Godot significaba para mí que el hombre está solo, sin ayuda. No me gustan los artificios de la luz bonita y la pose estupenda. El blanco ayuda a separar al personaje del resto. El gris, en cambio, protege, abraza, calienta, te hace emerger de la sombra a la luz; en fin, tiene otra anécdota, cuenta otra historia. En el blanco estás solo.

La otra característica evidente de su arte es el gran formato. Creo que también fue el primer fotógrafo en exponer sus retratos ampliados a tamaño natural e incluso superior...

Sí, a principios de los años sesenta. La cuestión de la escala es muy seria, y tiene que ver con la consideración con el espectador. En la vida no me gusta mirar a gente pequeñita, y tampoco me gusta contemplar las ilustraciones de los libros sólo para encontrar gente pequeñita. Cuando abro cualquier álbum de fotografía me parece que encuentro ahí una relacional artificial con el ser humano, y que la foto se convierte en arte. Al exponer los retratos a tamaño aproximadamente natural doy una oportunidad de que lo que es imaginación se haga auténtico, real. Ya no puede usted ignorarlos como obras de arte.

Usted se siente cercano a Antonioni en las películas, a Beckett en el teatro del absurdo... Después de cincuenta años escrutando rostros quietos, lo cual es ciertamente un extraño privilegio, ¿diría usted, como tantos filósofos, que el miedo y el deseo de reconocimiento son las pasiones básicas del ser humano?

En cuanto al miedo, es evidente, porque nos ponen aquí y luego se nos llevan... Pero el deseo de reconocimiento es más complicado. ¿Reconocimiento de qué? ¿De tu alma? Si ni siquiera sabes de ti mismo. Mucha gente se oculta de sí misma. No, yo diría que lo que la gente quiere, en general, es ser aceptada, ser consolada.

Ha publicado siete u ocho libros de fotografía, que ordena como narraciones dramáticas. Se observa un cambio radical de tono e intención desde 'Nothing personal', de 1964, hasta 'Autobiography', de 1993. El primero conduce a las fotos finales de es¬peranza, gente sonriendo, etcétera, mien¬tras que 'Autobiography' conduce hacia la parte tercera y final, que usted define como "la pérdida de todas las ilusiones".

El final positivo de Nothing personal, con niños, cielos grandes, etcétera, todas esas cosas bonitas en las que no creo, fue idea del escritor James Baldwin. Estudiamos juntos, ambos estábamos comprometidos en el Movimiento de los Derechos Civiles, y el objetivo de este libro, compuesto de mis fotos y un ensayo suyo, era llevar el ideario del movimiento a una gran audiencia. Pero no les interesó en absoluto. La cosa no funcionó. El caso es que Baldwin y yo queríamos deslizar al final un mensaje de esperanza para los trabajadores de los derechos civiles. De manera que no fui muy fiel a lo que yo creo que es la condición humana. Desde luego, no ha ido a mejor desde entonces.

¿Ha ido a fotografiar la 'zona cero'?

No. Algún día haré algo sobre ese tema, pero en el momento pensé: no te acerques por allí ahora, que te vas a encontrar a todos los fotógrafos jóvenes de América. En efecto, así ha sido, todos corrieron allí a buscar la mejor foto... Mire, en 1971 fui a Vietnam, donde me encontré con muchos fotógrafos que estaban haciendo un trabajo ciertamente estupendo. Yo esperé hasta poder retratar al Mission Council; quizá conoce usted esa famosa foto de la gente que dirigía la guerra. Cuando se publicó, todos dijeron: "Avedon vino, se estuvo mano sobre mano y al final sacó la mejor foto de la guerra" [risas]. Bueno, no era la mejor foto, pero al menos era mi visión. Creo que una de las cosas más difíciles es hacer crítica de la guerra y gran arte al mismo tiempo. Sólo Picasso lo logró con el Guernica.

Así que usted se toma su tiempo, luego toma la foto inesperada o reveladora. ¿Así hizo en 1957 el famoso retrato de Marilyn Monroe, en los antípodas del icono de Warhol, que ahora vuelve a exponer en el Metropolitan?

La que le saqué era una de las muchas Marilyn que ella era. En aquella sesión, aquí en mi estudio, bailó, cantó, flirteó e hizo de Marilyn durante varias horas. Luego, cuando llegó el inevitable bajón y estaba sentada como una niña en un rincón, sin expresión, me acerqué hacia ella y, viendo que no me negaba el permiso (yo no robo fotos), tomé esa imagen.

 Marilyn Monroe, actriz. Fotografiada en Nueva York el 6 de mayo de 1957.


También fue insólito su reportaje sobre la reunificación de Alemania en 1989: todos retrataron gente feliz y liberada al pie de los restos del muro, pero usted mostró un panorama de miedo y confusión.

Sí, bueno, se suponía que aquello era una celebración, una fiesta, pero yo vi allí otras cosas. En fin, tengo por costumbre mirar debajo de las celebraciones. ¿Qué es un aniversario sino un paso más hacia la muerte? No hay nada que celebrar. Es sólo otra tachuela en tu ataúd [risas].

¿Fue Capote importante para usted? Su primer libro, 'Observations' (1959), llevaba textos de él, y usted le fotografió varias veces, así como a Dick Hickock [uno de los asesinos en los que Capote basó 'A sangre fría'] y a su padre, Walter.

Capote... llegó a Nueva York y empezó a trabajar al mismo tiempo que yo; teníamos la misma edad. Y fue atraído hacia el mundo donde a mí se me consideraba el gran fotógrafo de modas. A Truman, aquella gente le gustaba mucho. Era un tipo muy romántico en sus primeros relatos, y

Merce Cunningham, coreógrafo. Fotografiado en Nueva York el 17 de febrero de 1993.

 yo como lector no me identifiqué con él. A mí me interesó cuando escribía A sangre fría. Socialmente, ambos formábamos parte del mismo mundo; había un grupo que venía del sur, Tennessee Williams, Truman Capote, Carson McCullers, todos el mismo año... Al mismo tiempo que emergíamos Diane Arbus, yo y otros fotógrafos. Pero Truman no se interesó por la Guerra Civil española, no era de izquierdas, no era nada político. Pero era un artista. El caso es que me dijo: "Tienes que coger la cámara y venir a Kansas a fotografiar esto", y yo respondí: "Por supuesto", y fui dos veces, porque el crimen era mi tema. Creo que la revista Life publicó esas fotos.
Y en cierto sentido, A sangre fría fue el principio de In the american west, porque aquellos dos asesinos forman parte del mismo mundo; Hickock y su padre se incorporaron a la serie, aunque tomé las fotos muchos años antes. En fin, Capote me gusta, pero no al mismo nivel que Beckett o Camus. El problema con Truman fue: demasiadas drogas, demasiado alcohol, y no entendió nunca su tema. Amaba a esas mujeres, amaba a esa gente rica y..., ya sabe qué le pasó. En cuanto a las fotos que le hice, la que está ambientada en Kansas tenía truco, era un poco "vamos a hacer la clásica foto del viejo y solitario camino...".
Y en cambio, el retrato que le hice, que era muy auténtico, él lo odiaba.

¿Alguien se ha negado a que le fotografiase?

Pocos. Nixon, por ejemplo. Lástima, estaba hecho para mí, pero no lo conseguí.

Es lógico, si era notorio que ideológicamente usted estaba en el otro lado...

Sí, pero, aun así, a menudo aceptan porque su secretario les dice que soy el fotógrafo que hizo a Jean Shrimpton o a Naomi Campbell, y les gusta ponerse en esa lista...

¿Por eso aceptó Kissinger?

Kissinger aceptó porque era un año de elecciones, yo estaba retratando a los candidatos y sus equipos, y él no iba a rechazar la publicidad que implicaba. ¿Vio usted un número de Rolling Stone de 1976 titulado 'The family'? Eran 79 retratos de la estructura del poder en América: políticos, editores, sindicalistas, banqueros... Es un documento alucinante, porque todo lo que está pasando ahora ya estaba allí, y allí están todos, empezando por el padre de Bush, el presidente, cuando era jefe de la CÍA... Y como único pie de foto figuraban sus respectivas entradas en el Who is who, ya sabe: a qué escuela y universidad fueron, de qué club son socios, con quién se casaron, de qué familia era la novia... Y si es usted un sociólogo o pensador, lee eso y encuentra las conexiones entre todos ellos. Por ejemplo, todos fueron a esa School of Economics en Londres, etcétera.

¿No es paradójico que el notario excepcional de su tiempo que es usted sea también el que pasó los primeros veinte años de su vida trabajando para 'Harper's Bazaar'?

Cuando yo empecé, en Harper's Bazaar publicaban los mejores escritores y fotógrafos, y era una maravilla estar allí. Mi padre tenía una tienda de ropa para mujeres. Yo había crecido con el negocio de la moda de mi padre y sus hermanos, con Vogue y Vanity Fair en mi propia casa. Mi madre y mi hermana eran mujeres muy guapas, y por mi casa a menudo pasaban mis primas, mis tías... Era un hogar lleno de mujeres. Y yo era como un espía de otro país: las observaba; las escuchaba hablar de belleza, de ropa, de cómo cazar a un hombre, que era algo muy importante..., mi padre estaba fuera trabajando. Y esa situación me llevó a estudiar las revistas de moda. Además, mi madre era una persona espiritual y me llevaba a ver películas rusas, chinas... Así que el equilibrio era muy bueno. Y también le gustaba vestirse, y la moda era el negocio de mi casa, así que empecé a ver también la ansiedad, la inseguridad subyacente a todo eso, y lo puse en imágenes... Lo que hice en moda fue bastante revolucionario en su momen-to. Ahora ya ha pasado a formar parte del lenguaje.

En estos 50 años, ¿qué gremio o clase de gente le ha dado más satisfacción retratar?

Mire, yo empecé retratando actores. Luego, directores de actores. Escritores. Gente de Broadway. Novelistas. Y luego poco a poco me encaminé hacia cosas que para mí eran más misteriosas: mi padre, el Oeste..., y ahora en el Metropolitan... Va a ser una gran retrospectiva, y en ella hay de todo, y todo lo he organizado ya, menos la última sala. Es la última sala de mi vida, y me he parado a pensar qué retratos tenía que exponer en ella: ¿políticos?, ¿modelos?, ¿profesionales? ¿Qué es lo que creo que salvará al mundo?... No, no es buena manera de decirlo; más propiamente: ¿qué es lo correcto para mí, para darle mi arte y mi corazón? Bien, en esa sala sólo voy a poner artistas. Pensadores, escritores. No porque crea que vayan a salvar el mundo, el mundo está perdido de todas maneras, es horrible, no aprendimos nada de la Segunda Guerra Mundial. Todo aquello por lo que luchamos en esa guerra sigue funcionando en una u otra parte del mundo... Pero mi corazón está con todo el que trabaje con las artes. •

La exposición de una selección de 'En el oeste americano'se puede ver en la Fundación La Caixa de Barcelona y a partir del 15 de septiembre en la sede madrileña de esta firma. La retrospectiva de la obra de Avedon se inaugurará en el Metropolitan Museum de Nueva York el día 23 de septiembre.






Richard Avedon, en la actualidad, con 79 años, en su despacho-estudio neoyorquino.



El Pais Semanal nº1353 domingo 1 de septiembre de 2002

Los Nuevos Mutantes: Guión-Chris Claremont, Dibujante- Rick Leonardi





 Los Nuevos Mutantes nº49 publicado por Comics Forum en marzo 1990 de la edición americana The New Mutants vol.1 Nº52 y 53 publicado por Marvel Entertainment Group Inc. en junio y julio de 1987.












¡Feliz Año Nuevo!

Ilustración de Juanjo Guarnido año 1989

Un siglo de luces

"La buena-fama durmiendo", 1938-1939

 México entró entero en la pequeña caja negra de Manuel Álvarez Bravo. Reinventó el país. Descubrió lo nunca visto. Retrató desde azoteas, desnudos y objetos hasta personajes como Trotski, Buñuel, Kahlo o Rulfo. Una exposición en la Casa de América (Madrid) y un libro de fotografías celebran los cien años del artista.
Por Juan Villoro. Fotografía de Manuel Álvarez Bravo

"La hija de los danzantes". 1933

"El ensueño", 1931

Supongo que hay sitios donde las artes plásticas se exhiben en calma. En México, una exposición sólo es significativa si comienza con una tumultuosa verbena de mirones. El acto certifica nuestra doble adicción al jolgorio y a los colores y las sombras. Si se trata de una muestra de primer orden, a ese maremágnum donde los meseros practican el eslalon llega un hombre menudo, retraído, de piel casi tan blanca como el pelo y "apariencia y esencia ascética e invernal", como lo definió el poeta Xavier Villaurrutia. El abrigo y los guantes, inusuales en un país que se cree tropical, hacen pensar en alguien salido de otros fríos. Sentado en un rincón estratégico, el visitante observa a los que miran. Poco a poco se convierte en protagonista secreto del festejo. Los fotógrafos advierten su presencia y buscan la manera de retratarlo sin perder la discreción. Imposible acercarse al maestro con la vulgaridad de los paparazzi. Unos arriesgan disparos en diagonal, otros ensayan la toma furtiva del espía. Mientras tanto, Manuel Álvarez Bravo conserva su porte de testigo; ajeno al barullo, ejercita la distracción alerta, como si también ahí fuera el hombre tras la cámara. Una experiencia legendaria lo acredita en esta función. El pasado 4 de febrero, don Manuel cumplió cien años de mirar con la apasionada reticencia de quien sabe que el mundo hechiza a sus usuarios, pero sale movido cuando lo retratan con nervios crispados.

El lente de Álvarez Bravo fue pulido con un verso de fray Luis de León: "El aire se serena y viste de hermosura y luz no usada". En situaciones extremas -ante un obrero asesinado o en los andamios suicidas de los pintores de murales- mantuvo el pulso y la distancia para componer la realidad. Curiosamente, adquirió este temple controlado en una de las épocas más revueltas de la historia, la revolución mexicana (1910-1920), y el estimulante caos de los años subsecuentes. Las vistosas campañas de hombres ataviados con sombreros y carabinas coincidieron con los primeros años del cine y la fotografía. Álvarez Bravo se educó en el laboratorio social y óptico de una época que se reinventaba con voracidad, como si pusiera a prueba las posibilidades de ser captada en una película. En ese entorno explosivo no apostó a la grandilocuencia, sino al modo íntimo; se puso de parte de las cosas y encontró un laberinto inextricable en un colchón doblado y una épica desprevenida en los ciclistas que atraviesan una tierra yerma.

Amigo de Edward Weston, Tina Modotti y Paul Strand, Álvarez Bravo comenzó a fotografiar en 1922. Aunque no se especializó en la cacería de rostros, atrapó en forma indeleble a León Trotski, Frida Kahlo, Diego Rivera, Juan Rulfo, José Clemente Orozco, Luis Buñuel, entre otros personajes de una galería que no termina de arrojar sorpresas (recientemente, la revista Proceso recuperó un espléndido retrato de Katherine Anne Porter hecho en 1930).

En buena medida, el estilo de Álvarez Bravo depende de su diálogo con la pintura. Admirador de Murillo, Picasso y Matisse, tuvo la suerte de colaborar en 1929 con Orozco, Rivera y Siqueiros, los pintores de impulso titánico que usaron los muros de la ciudad como un lienzo para contar la historia del hombre desde el Big Bang hasta el porvenir donde las masas celebrarían su igualdad en folclóricas coreografías.

(Parcial) "Ventana a los magueyes", 1974

"Figuras en el castillo", 1920-1930

"Lucía", 1980

"Coronada de palmas", 1936


Don Manuel fue testigo de cargo del renacimiento artístico de los años treinta y cuarenta que buscó las raíces de la identidad nacional después de la guerra fratricida. Pero, al igual que Juan Rulfo, hizo algo más que atrapar las esquivas esencias de la patria: supo reinventarlas. El país cupo entero en su pequeña caja negra; lo decisivo, sin embargo, fue que se reveló en forma única. En pueblos polvosos y sembradíos de cactáceas, el fotógrafo encontró la singularidad que, siendo tan genuina, nadie había visto.

Atento a los estímulos lejanos que estimulan lo propio, eligió la influencia de Cartier-Bresson en la fotografía y la de Einsenstein en el cine (compró la cámara de la película ¡Que viva México! y en 1934 filmó en Tehuantepec un ensayo cinematográfico que se ha perdido y requiere del apoyo de los turbulentos dioses de la zona para reaparecer). En 1939, André Bretón destacó en la revista Minotaure la principal virtud de la estética de Álvarez Bravo: en sus tomas, "toda casualidad parece excluida"; las azoteas, los desnudos, los objetos, comparecen como si sólo pudieran existir de esa manera.

Abundan los artistas que se han dejado imantar por sus imágenes. Octavio Paz y Carlos Pellicer entraron al cuarto oscuro de la poesía para revelar versos en homenaje al cazador de la nube blanca y los cielos de soledad. Luis Buñuel lo vio inventar diagonales de águila en el paisaje y le pidió que se encargara de la foto fija en el rodaje de Nazarín. El coro de sus entusiastas no ha dejado de crecer; a tal grado que su catálogo de exposiciones se parece a las intrincadas estelas que narran las dinastías mayas. Entre sus museos recientes se cuentan el Reina Sofía de Madrid (1996), el de Arte Moderno de Nueva York (1997), el Paul Getty de San Diego (2001) y el Bellas Artes de México (2002).

A propósito de las fotografías de Aget apuntó Walter Benjamín: "Casi siempre pasó de largo ante las grandes vistas y ante las que se llaman señales características; no así ante una larga fila de hormas de zapatos, ni tampoco ante los patios parisienses en los que desde la noche hasta la mañana se enfilan los carros de mano, ni ante las mesas todavía empantanadas y los platos sin ordenar que están allí por cientos a la misma hora". Algo similar ocurre con Álvarez Bravo; toma desprevenida a la normalidad y descubre el otro modo que las cosas tienen de ser ciertas. Una parvada sobrevuela el mar como una nerviosa caligrafía oriental; una blusa fantasma toma el sol junto a un brasero con tortillas; unos ángeles de yeso viajan en el camión de los peregrinos que comulgan con gasolina; una mujer posa desnuda, pero lleva vendas, no porque se haya lesionado (las diosas no van a los gimnasios), sino para demostrar que lo único mejor que la piel es el placer de desenvolverla como una fruta. Intensas y sencillas, las transfiguraciones se suceden hasta dar con una imagen que acaso las resuma a todas: una óptica distraída ofrece ojos en vez de lentes.

Villaurrutia comentó que Álvarez Bravo le recordaba a san Dionisio porque llevaba la cabeza entre las manos. Sus fotografías son atributo de la razón. Esto se confirma en su excepcional poética de la muerte. Álvarez Bravo retrata una tumba junto a una campana, un ataúd suspendido en el falso cielo de una funeraria (el título es elocuente: Escala de escalas), la barca que un Caronte de pueblo abandonó entre una corona de palmas en una orilla que conduce a un más allá cualquiera. En todos estos casos, la muerte llega para irse. Fugitiva, inapresable, está ahí sin triunfar del todo; se transforma en el sonido de una campana, en la ascención de un ataúd vacío, en el cuerpo que escapó a nado, lejos de la barca fatal. Las fotografías de Álvarez Bravo se nutren de una tristeza rebelde: lo que se acaba, sobrevive.

El decano de la fotografía mundial vive al sur de la Ciudad de México, en una dirección apropiada para las revelaciones. La calle se llama Espíritu Santo. El principal instrumento en su mesa de trabajo es la navaja Gillette, símbolo de quien le saca filos a la luz. Las artesanías que decoran su casa confirman una estética. Elena Poniatowska, visitante asidua del Estudio Azul de Álvarez Bravo, comenta al respecto: "Todos esos objetos humildes podrían hallarse a la vuelta de la esquina, en la choza de cualquier campesino: son populares y, a la vez, altamente sofisticados".

El desordenado inventario de todos los campos, todos los cuerpos y todos los enseres reserva unas cuantas opciones alucinadas. Manuel Álvarez Bravo ha dedicado su siglo a encontrarlas. Un aforismo de Gilberto Owen resume los trabajos de este excepcional punto de mira: "El corazón. Yo lo usaba con los ojos". •

El libro de fotografía de Manuel Álvarez Bravo 'Cien años, cien días' está editado por Turner. La Casa de América (Madrid) presenta su exposición fotográfica a partir del día 13 de marzo. Luego se podrá ver, a partir del 25 de abril, en la Primavera Fotográfica de Barcelona.




Manuel Álvarez Bravo, fotografía de Daniel Aguilar


El Pais Semanal nº1328 Domingo 10 de marzo de 2002


LOBO. Guión de Keith Giffen. Diálogos de Alan Grant. Dibujos de Simón Bisley.



 A finales de 1990 publicaron una serie limitada de 4 números en los que el Ultimo Czarniano hacía suya la violencia y el humor.








domingo, 29 de diciembre de 2013

Otro año más. 2013




 No hay una razón especial para contarlos, los años, o si, pero puedo ver mezcladas imágenes con más de diez años con otras muy recientes y todas son coherentes con mi mundo-imagen. Curioso todo. Espero poder seguir haciendo y deshaciendo, mostrando un poco de todo, y sobre todo enseñarles algún día nuestra historieta de El Ojo de Melkart.
















Parodia inteligente




Epílogo

El aficionado al comic que quiera saber algo más sobre el medio que le gusta, sea por curiosidad o por tener intenciones de convertirse en profesional, lo tiene difícil. Apenas hay libros que traten decentemente el tema, apenas hay ensayos que expliquen bien cómo es un comic o en qué consiste. Hay libros de historia del comic que la mayoría de las veces se limitan a listar datos y desbarrar en una prosa vacía y artificiosa, ensayos semióticos que parecen escritos para iniciados que ya saben lo que van a leer, y prolijos listados donde se dice lo que es una viñeta o un texto de apoyo sin detenerse a explicar cuándo y por qué se utiliza uno u otro. Por supuesto, esto es a grandes rasgos pero hay excepciones: ensayos históricos bien hechos como El comic femenino en España, de Juan Antonio Ramírez, o textos semióticos útiles como el famoso Apocalípticos e Integrados, de Umberto Eco, pese a lo discutible de algunas conclusiones. Pero escasean, hay que buscarlos y no es muy fácil hacerlo sin conocer su existencia. Al final, el aficionado al comic que quiera saber más sobre el medio deberá recurrir a las pocas críticas razonadas que encuentre, a aprender idiomas para leer revistas extranjeras como Comics Journal o Cahiers de la Bande Dessinée y leer entrevistas con autores que piensan y meditan sobre las posibilidades del medio, como Alan Moore o Federico del Barrio. En resumen, hay que recurrir al autodidactismo. Los únicos libros válidos dedicados a la mecánica del comic que acuden ahora a mi memoria son Para hacer historietas, de Eduardo Acevedo (Editorial Popular), y Comics y Arte Secuencial, de Will Eisner (Norma Editorial). Yo no me siento con fuerzas para recomendar ninguno más. Por todo esto, la aparición en Estados Unidos del libro Entender el comic, de Scott McCloud, resultó todo un acontecimiento. Es un ensayo hecho en forma de comic donde se analizan los mecanismos y la historia del medio, se defienden las virtudes inherentes a este arte aún en pañales y se predica con el ejemplo al ser un comic muy bien hecho. Es un trabajo hábil e inteligente, perfectamente razonado y desarrollado. O sea, el libro que necesitaba el medio desde hacía mucho. Sorprendió, por tanto, la aparición de una parodia como Pirateando comics. Aunque Entender el comic tiene pegas y argumentaciones discutibles, no parecía presentar las suficientes como para justificar una parodia. Pero, una vez examinado el texto de Dylan Sisson, hay que darle la razón. Scott McCloud se pasó de mesiánico en algunas partes de su libro, buscando demostrar que el comic es un medio de comunicación más que válido. Algo innecesario y que, en ocasiones, resultaba excesivo.

Algo muy comprensible, por cierto. Todos los que amamos el comic tenemos tendencia a exagerarlo, a defenderlo contra viento y marea, a considerarlo el mejor de los medios. Y como, para colmo, suele ser un medio infrautilizado por la mayoría de los autores de comic, ese "mesianismo" nuestro es más extremado y exagerado. Sí, hay que agachar la cabeza y reconocer que Scott McCloud se pasó un poco. Dylan Sisson tiene toda la razón del mundo en su parodia y en su intención de dejar las cosas en su sitio, porque, además, es una parodia bien hecha, con muy mala uva, pero que no sabe disimular el hecho de que el autor disfrutó enormemente con el tratato de Scott McCloud. En estos tiempos de mala uva y odio viperino, resulta curioso ver cómo se parodia algo que se ama, ver cómo se defiende el objeto parodiado. El trabajo es tan hábil que Piratear el comic debería ser lectura obligada tras la de Entender el comic*. De hecho, casi deberían publicarse a la vez. Un logro poco frecuente y que dice mucho sobre esta respetuosa parodia.

Lorenzo F. Díaz

*Como así ha sido, ya que Ediciones B ha publicado este libro hace un mes.


Texto publicado como Epílogo en Pirateando Comics publicado por Editorial Planeta-DeAgostini en el año 1995