martes, 31 de diciembre de 2013

Un siglo de luces

"La buena-fama durmiendo", 1938-1939

 México entró entero en la pequeña caja negra de Manuel Álvarez Bravo. Reinventó el país. Descubrió lo nunca visto. Retrató desde azoteas, desnudos y objetos hasta personajes como Trotski, Buñuel, Kahlo o Rulfo. Una exposición en la Casa de América (Madrid) y un libro de fotografías celebran los cien años del artista.
Por Juan Villoro. Fotografía de Manuel Álvarez Bravo

"La hija de los danzantes". 1933

"El ensueño", 1931

Supongo que hay sitios donde las artes plásticas se exhiben en calma. En México, una exposición sólo es significativa si comienza con una tumultuosa verbena de mirones. El acto certifica nuestra doble adicción al jolgorio y a los colores y las sombras. Si se trata de una muestra de primer orden, a ese maremágnum donde los meseros practican el eslalon llega un hombre menudo, retraído, de piel casi tan blanca como el pelo y "apariencia y esencia ascética e invernal", como lo definió el poeta Xavier Villaurrutia. El abrigo y los guantes, inusuales en un país que se cree tropical, hacen pensar en alguien salido de otros fríos. Sentado en un rincón estratégico, el visitante observa a los que miran. Poco a poco se convierte en protagonista secreto del festejo. Los fotógrafos advierten su presencia y buscan la manera de retratarlo sin perder la discreción. Imposible acercarse al maestro con la vulgaridad de los paparazzi. Unos arriesgan disparos en diagonal, otros ensayan la toma furtiva del espía. Mientras tanto, Manuel Álvarez Bravo conserva su porte de testigo; ajeno al barullo, ejercita la distracción alerta, como si también ahí fuera el hombre tras la cámara. Una experiencia legendaria lo acredita en esta función. El pasado 4 de febrero, don Manuel cumplió cien años de mirar con la apasionada reticencia de quien sabe que el mundo hechiza a sus usuarios, pero sale movido cuando lo retratan con nervios crispados.

El lente de Álvarez Bravo fue pulido con un verso de fray Luis de León: "El aire se serena y viste de hermosura y luz no usada". En situaciones extremas -ante un obrero asesinado o en los andamios suicidas de los pintores de murales- mantuvo el pulso y la distancia para componer la realidad. Curiosamente, adquirió este temple controlado en una de las épocas más revueltas de la historia, la revolución mexicana (1910-1920), y el estimulante caos de los años subsecuentes. Las vistosas campañas de hombres ataviados con sombreros y carabinas coincidieron con los primeros años del cine y la fotografía. Álvarez Bravo se educó en el laboratorio social y óptico de una época que se reinventaba con voracidad, como si pusiera a prueba las posibilidades de ser captada en una película. En ese entorno explosivo no apostó a la grandilocuencia, sino al modo íntimo; se puso de parte de las cosas y encontró un laberinto inextricable en un colchón doblado y una épica desprevenida en los ciclistas que atraviesan una tierra yerma.

Amigo de Edward Weston, Tina Modotti y Paul Strand, Álvarez Bravo comenzó a fotografiar en 1922. Aunque no se especializó en la cacería de rostros, atrapó en forma indeleble a León Trotski, Frida Kahlo, Diego Rivera, Juan Rulfo, José Clemente Orozco, Luis Buñuel, entre otros personajes de una galería que no termina de arrojar sorpresas (recientemente, la revista Proceso recuperó un espléndido retrato de Katherine Anne Porter hecho en 1930).

En buena medida, el estilo de Álvarez Bravo depende de su diálogo con la pintura. Admirador de Murillo, Picasso y Matisse, tuvo la suerte de colaborar en 1929 con Orozco, Rivera y Siqueiros, los pintores de impulso titánico que usaron los muros de la ciudad como un lienzo para contar la historia del hombre desde el Big Bang hasta el porvenir donde las masas celebrarían su igualdad en folclóricas coreografías.

(Parcial) "Ventana a los magueyes", 1974

"Figuras en el castillo", 1920-1930

"Lucía", 1980

"Coronada de palmas", 1936


Don Manuel fue testigo de cargo del renacimiento artístico de los años treinta y cuarenta que buscó las raíces de la identidad nacional después de la guerra fratricida. Pero, al igual que Juan Rulfo, hizo algo más que atrapar las esquivas esencias de la patria: supo reinventarlas. El país cupo entero en su pequeña caja negra; lo decisivo, sin embargo, fue que se reveló en forma única. En pueblos polvosos y sembradíos de cactáceas, el fotógrafo encontró la singularidad que, siendo tan genuina, nadie había visto.

Atento a los estímulos lejanos que estimulan lo propio, eligió la influencia de Cartier-Bresson en la fotografía y la de Einsenstein en el cine (compró la cámara de la película ¡Que viva México! y en 1934 filmó en Tehuantepec un ensayo cinematográfico que se ha perdido y requiere del apoyo de los turbulentos dioses de la zona para reaparecer). En 1939, André Bretón destacó en la revista Minotaure la principal virtud de la estética de Álvarez Bravo: en sus tomas, "toda casualidad parece excluida"; las azoteas, los desnudos, los objetos, comparecen como si sólo pudieran existir de esa manera.

Abundan los artistas que se han dejado imantar por sus imágenes. Octavio Paz y Carlos Pellicer entraron al cuarto oscuro de la poesía para revelar versos en homenaje al cazador de la nube blanca y los cielos de soledad. Luis Buñuel lo vio inventar diagonales de águila en el paisaje y le pidió que se encargara de la foto fija en el rodaje de Nazarín. El coro de sus entusiastas no ha dejado de crecer; a tal grado que su catálogo de exposiciones se parece a las intrincadas estelas que narran las dinastías mayas. Entre sus museos recientes se cuentan el Reina Sofía de Madrid (1996), el de Arte Moderno de Nueva York (1997), el Paul Getty de San Diego (2001) y el Bellas Artes de México (2002).

A propósito de las fotografías de Aget apuntó Walter Benjamín: "Casi siempre pasó de largo ante las grandes vistas y ante las que se llaman señales características; no así ante una larga fila de hormas de zapatos, ni tampoco ante los patios parisienses en los que desde la noche hasta la mañana se enfilan los carros de mano, ni ante las mesas todavía empantanadas y los platos sin ordenar que están allí por cientos a la misma hora". Algo similar ocurre con Álvarez Bravo; toma desprevenida a la normalidad y descubre el otro modo que las cosas tienen de ser ciertas. Una parvada sobrevuela el mar como una nerviosa caligrafía oriental; una blusa fantasma toma el sol junto a un brasero con tortillas; unos ángeles de yeso viajan en el camión de los peregrinos que comulgan con gasolina; una mujer posa desnuda, pero lleva vendas, no porque se haya lesionado (las diosas no van a los gimnasios), sino para demostrar que lo único mejor que la piel es el placer de desenvolverla como una fruta. Intensas y sencillas, las transfiguraciones se suceden hasta dar con una imagen que acaso las resuma a todas: una óptica distraída ofrece ojos en vez de lentes.

Villaurrutia comentó que Álvarez Bravo le recordaba a san Dionisio porque llevaba la cabeza entre las manos. Sus fotografías son atributo de la razón. Esto se confirma en su excepcional poética de la muerte. Álvarez Bravo retrata una tumba junto a una campana, un ataúd suspendido en el falso cielo de una funeraria (el título es elocuente: Escala de escalas), la barca que un Caronte de pueblo abandonó entre una corona de palmas en una orilla que conduce a un más allá cualquiera. En todos estos casos, la muerte llega para irse. Fugitiva, inapresable, está ahí sin triunfar del todo; se transforma en el sonido de una campana, en la ascención de un ataúd vacío, en el cuerpo que escapó a nado, lejos de la barca fatal. Las fotografías de Álvarez Bravo se nutren de una tristeza rebelde: lo que se acaba, sobrevive.

El decano de la fotografía mundial vive al sur de la Ciudad de México, en una dirección apropiada para las revelaciones. La calle se llama Espíritu Santo. El principal instrumento en su mesa de trabajo es la navaja Gillette, símbolo de quien le saca filos a la luz. Las artesanías que decoran su casa confirman una estética. Elena Poniatowska, visitante asidua del Estudio Azul de Álvarez Bravo, comenta al respecto: "Todos esos objetos humildes podrían hallarse a la vuelta de la esquina, en la choza de cualquier campesino: son populares y, a la vez, altamente sofisticados".

El desordenado inventario de todos los campos, todos los cuerpos y todos los enseres reserva unas cuantas opciones alucinadas. Manuel Álvarez Bravo ha dedicado su siglo a encontrarlas. Un aforismo de Gilberto Owen resume los trabajos de este excepcional punto de mira: "El corazón. Yo lo usaba con los ojos". •

El libro de fotografía de Manuel Álvarez Bravo 'Cien años, cien días' está editado por Turner. La Casa de América (Madrid) presenta su exposición fotográfica a partir del día 13 de marzo. Luego se podrá ver, a partir del 25 de abril, en la Primavera Fotográfica de Barcelona.




Manuel Álvarez Bravo, fotografía de Daniel Aguilar


El Pais Semanal nº1328 Domingo 10 de marzo de 2002


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