martes, 19 de junio de 2012

Desvelando los misterios de un "bruegel"

Oculta en el pasillo de la casa de una rama de la familia Medinacelli, esperaba sumida en el olvido "El vino de la fiesta de San Martín", del enigmático Bruegel el Viejo. Tras su ardua restauración, lo adquirió el Prado por siete millones de euros. Este es el relato del asombroso rescate de una obra de maestra perdida y al fin recobrada.

Por Iker Seisdedos
Fotografía de James Rajotte


El Antes y el Después.
El cuadro llegó al Prado en un estado muy deteriorado. Tras casi dos años de trabajo, la pieza ha recobrado todo su esplendor. En la restauración y la compra fue crucial el momento, en septiembre de 2010, en el que se dio con la firma de Pieter Bruegel el Viejo.





E1 rostro destaca poderosamen­te entre la turba ruidosa que se agolpa en tomo al tonel de vino. Si uno se detiene el tiempo su­ficiente, acabará por creer que la expresión de los ojos resume todas las debilidades humanas en un par de pinceladas. Hay codicia y burla, pero tam­bién ansiedad y terror culpable. Gabriele Finaldi vio además una poderosa evidencia. Fue durante una visita del director adjunto del Museo del Prado a la casa de una de las ramas de la familia Medinaceli. Había sido citado para someter a su consideración el pedigrí de otra pintura, pero al posar su vista en esta, que colgaba anónima de la pared de un pasillo cualquiera, comenzó el relato del descubrimiento más fascinante de la recien­te historia del arte español. Aquella expre­sión, pensó Finaldi, pudo salir de los pince­les de Pieter Bruegel el Viejo (1525-1569), el mejor artista flamenco del siglo XVI y uno de los más enigmáticos. Acertó.

Más de dos años después de aquella epi­fanía, El vino de la fiesta de San Martín, es­pectacular sarga de majestuosos tonos mate y arrogante tamaño (148x270,5 centímetros), verá al fin la luz mañana en las salas de la pi­nacoteca como la obra maestra que siempre fue. Su presentación en sociedad llega tras un arduo proceso de restauración y gracias a la compra con la ayuda del Estado por siete millones de euros. Y marcará el final de un asombroso viaje de casi cuatro siglos y me­dio, pasados en su mayor parte entre las bru­mas de la amnesia, al albur de los designios hereditarios y bajo el maltrato de restaura­ciones inexpertas.

A luchar contra estas ha dedicado casi dos años de su vida Elisa Mora, una de las restauradoras del museo. Cuando el cuadro ingresó en el Prado, en noviembre de 2009, presentaba un "aspecto terrible". "Aparte del barniz de poliéster", recuerda Mora con gesto aprensivo en el taller de restauración del Prado, "le habían aplicado un revestimiento oscuro para tapar los desgastes de ciertas zonas. Además de otra serie de bar­nices, le colocaron, probablemente en los setenta, un devastador reentelado. El cua­dro sufrió encogimientos, y lucía grumos, pliegues y abultamientos".

SITUADO EN LA ÚLTIMA PLANTA de la am­pliación de Rafael Moneo, la luz de esos fa­mosos cielos velazqueños de Madrid pene­tra por los ventanales del taller y alienta el trabajo de un equipo predominantemente femenino, dedicado en silencio a empresas menos ambiciosas aunque igual de delica­das que la que ha arrebatado el sueño a Mora. Todos destacan en la casa la pacien­cia y valentía demostradas por la restaura­dora, que ha tenido que tomar decisiones arriesgadas como despegar la tela que lo cubría toscamente.

Al descorazonador estado en que llegó la pieza había que añadir lo delicado del so­porte. La sarga es una tela de lino con liga mento de tafetán, sumamente fina y muy sensible a la humedad y a los traslados. Ra­ramente preferida a la robustez untuosa del óleo, gozó de cierta fama en Flandes a mitad del XVI, como lo demuestran las otras dos sargas de Bruegel el Viejo conservadas en el Museo de Capodimonte, en Nápoles. Sobre ella se pinta directamente, sin preparación, y el efecto del temple sobre la superficie dota al cuadro de una hechizante cualidad mate que transparenta el entramado de la tela y lo convierte en una obra única.

La restauración era crucial para decidir sobre la adquisición del cuadro. Cuando Fi­naldi lo vio en aquel pasillo oscuro, aconsejó a la familia su traslado al Prado para su res­cate, antes de tomar ninguna decisión. Los propietarios pusieron en manos de Sothe­by's la gestión del futuro de la tela. El museo y la casa de subastas acordaron una fórmula que Finaldi definía recientemente como no­vedosa en su despacho del Casón del Buen Retiro, atestado de libros de pintura antigua y con vistas al pulmón de Madrid. "Estudia­ríamos la pieza, la restauraríamos y ejerce­ríamos la opción de compra si quedábamos satisfechos con el resultado", recuerda. "Ha­bía que atender a dos criterios: que, tras los trabajos, el estado de la sarga fuera bueno y que efectivamente resultase ser un bruegel el viejo".


El CSI del Arte.
Elisa Mora (sobre estas líneas) ha dedicado un año y medio a rescatar la delicada sarga. Durante ese tiempo, la pieza ha atraído todas las miradas en el taller de restauración del Prado, situado en la ampliación de Moneo.


Conviene aclararlo: pese a que el profa­no quizá vea escasa diferencia entre un bruegel y otro, para un experto se asemejan como el beicon y el helado. Pintor flamenco de azarosa e incierta biografía, Bruegel el Viejo (que acepta también la grafía con ha­che intercalada) marcó el inicio de una di­nastía de artistas que incluía a sus hijos Jan y Pieter el Joven, pero también a nietos y biz­nietos, que se aprovecharon de su fama, ga­nada a fuerza de enigmáticos paisajes, com­posiciones populares y alegorías campesinas en dibujos, pinturas sobre tabla, lienzos ola inusual sarga que nos ocupa. Del pincel primigenio de aquella saga de talento menguante se conservan cuarenta cuadros en todo el mundo y solo uno en España, El triunfo de la muerte, que, cosas del designioartístico, ya nunca volverá a sentirse solo en las salas del Prado. Además de uno de los más bellos, El vino de la fiesta de San Martín es también el más grande de la producción conservada del maestro flamenco; su tama­ño dobla al siguiente en la lista.

SU TEMPRANO FALLECIMIENTO a los 45 años no permitió a Bruegel el Viejo impartir ma­gisterio a sus hijos Pieter y Jan, que contaban cinco años y uno cuando murió, aunque tampoco les impidió seguir los pasos del pa­dre hasta convertirse en una verdadera fac­toría de producción de escenas bucólicas a menudo inspiradas en ideas del progenitor. De El vino de la fiesta de San Martín, que re­coge una tradición del norte de Europa se­gún la cual el 11 de noviembre, día de San Martín, se marca el fin de la vendimia con el reparto a las puertas de la ciudad del primer vino de los toneles entre el pueblo, se con­servaban dos vestigios: una copia en lienzo, de trazo burdo y tamaño natural, donación recibida en Bruselas en los ochenta, así como un grabado a cargo del biznieto del maestro, que atribuía erróneamente el origi­nal a su abuelo en vez de al bisabuelo.

Tanto galimatías genealógico disculpa sin duda a los desprevenidos propietarios españoles. Conservaron el cuadro en la fa­milia durante tres siglos, y cuando la casa recibió la visita de Finaldi, estaban conven­cidos de que poseían un bruegel (aunque en el envés figurara durante una determinada época el nombre de El Bosco), pero no sa­bían cuál. Así que eso no era suficiente para










NUEVA VIDA PARA BRUEGEL EL VIEJO

La complicada composición de "El vino de la fiesta de San Martín" acumula un centenar de personajes e infinidad de detalles. Uno de los más enigmáticos es el de una mujer que está dando de beber vino a un bebé. La restauración ha aclarado los tonos de la obra, como se puede observar en esta comparativa. La expresión anhelante de una de los hombres que se agolpan alrededor del tonel fue la que llamó la atención del experto del Prado Gabriele Finaldi. Esas facciones solo podían proceder de la mano maestra de Bruegel el Viejo. El antes y el después de uno de los personajes principales: san Martín, a lomos de un caballo (no tan blanco antes de la restauración), corta una parte de su capa para dársela en un gesto magnánimo a unos mendigos.



despertar el interés del Prado. No es solo que piezas de Pieter el Joven aparezcan en el mercado con cierta regularidad, es que el estilo del hijo (bajo cuya firma se escondía en realidad una verdadera factoría) es mu­cho menos interesante por tembloroso. De hecho, El vino de la fiesta de San Martín fue atribuida en 1980 erróneamente al hijo por Matías Díaz Padrón, antiguo conservador de la pinacoteca, a partir de una fotografía.

Cuando, casi tres décadas después, la sarga llegó al Prado, nadie daba demasiado crédito a aquella atribución. Pero era nece­sario fundar las nuevas teorías. El museo debía dar una respuesta antes de seis meses a la anterior propietaria, la duquesa de Car­dona, si quería hacer efectiva la opción de compra. El vino de la fiesta de San Martín fue sometido a un profundo estudio previo: se tomaron macrofotografías y radiografías tremendamente precisas, reflectografías infrarrojas digitalizadas y muestras de los pigmentos. En el gabinete de documenta­ción técnica, donde estos días se prepara el material de apoyo que acompañará a la ex­posición del cuadro para dar a los visitantes una idea del complejo proceso, se recopiló la información necesaria para el trabajo del laboratorio de análisis químico. Uno y otro equipo se afanaron en dar la mayor información posible a los restauradores.

CON LAS PRIMERAS RADIOGRAFÍAS, que descansan ahora en la mesa de trabajo de Elisa Mora, quedó claro lo que Finaldi sospecha ba. "Ya entonces tuvimos la certeza casi total de que estábamos ante un bruegel el viejo, una obra maestra de la que teníamos noticia y que creíamos perdida", aclara en su silencioso despacho del Casón del Buen Retiro Pilar Silva Maroto, jefa del departamento de pintura flamenca hasta 1600.

La radiografía evidenció el estado crítico del cuadro, que había acumulado hasta seis cientos rotos y presentaba zonas enteras en las que la pintura, aplicada sin adherente sobre la sarga, se había literalmente esfuma do. Pero también relató con elocuencia a los expertos del Prado que la complejísima composición, con nada menos que 96 perso najes y basada en uno de esos temas campe sinos que el artista flamenco plasmaba des de un lugar equidistante entre la empatía y la crueldad, estaba pintada a la primera, sin titubeos ni apenas arrepentimientos. Tras una prolongada contemplación, solo se obser van dos: uno en la zona del tonel y otro en el caballo blanco sobre el que se recoge la alegoría de san Martín desprendiéndose de un trozo de su capa para dársela a los mendigos Aunque probablemente el artista realizara numerosos estudios previos, de los que no queda rastro, los trazos del pincel delatan una maestría, según Silva, inconfundible.



MAESTRO DE TOQUE INCONFUNDIBLE
Hay un cierto contemporáneo eje de crítica a la sociedad en la pintura de Bruegel. La ruidosa turba se agolpa en trono al vino en una composición que el maestro pintó "a prima", sin apenas titubeos, salvo en la concepción del tonel, en el que se aprecia una correción.




PACIENCIA Y VALENTÍA
Esas dos virtudes han adornado la labor de Elisa Mora. En la imagen, retocando algunas de las imperfecciones de la delicada sarga en el tramo final de los trabajos.


Entonces empezó el paciente trabajo de rescate, para el que se pidió ayuda al museo Getty de Los Ángeles; la institución llevó a cabo en los noventa una ejemplar restaura­ción de un mantegna pintado sobre la mis­ma clase de endiablada sarga. También se inició un desfile de expertos en Bruegel lle­gados de Viena, Bruselas y otros centros de producción de conocimiento acerca de la obra del autor de Cazadores en la nieve o aquella Torre de Babel a la que el escritor e ingeniero español Juan Benet dedicó un in­quietante ensayo.

Entre los expertos estaba Manfred Se­llink, director del Museo de Brujas y autor junto a Pilar Silva y Elisa Mora de un librito que editará estos días el Prado para dejar constancia de la aventura académica. Sellink ya había reparado en el cuadro al verlo en la casa de sus propietarios hace unos cinco años. Cuando recibió la llamada de Finaldi, no dudó: "Era un bruegel el viejo. Por la liber­tad, por la endiablada composición, por la tremenda ambición, en suma", recuerda el experto por teléfono.

Pese a tanta certeza, la mejor confirmación estaba por llegar. Finaldi seguía convencido de que, al pertenecer a la producción tardía del artista, el cuadro tenía que estar firmado, tal fue la costumbre del autor en los últimos años de vida. Muchas tardes, Finaldi subía al taller, empuñaba la lupa y se pasaba el rato escrutando al detalle la sarga, que poco a poco iba recu­perando su ser, en busca de la prueba definitiva de la autoría. El 6 de septiem­bre de 2010, mientras de­sayunaba en un café de las inmediaciones del Prado, recibió una llamada: "¡La encontramos!", exclamó Mora al otro lado del telé­fono. En efecto: la rúbrica aguardaba en la esquina inferior izquierda, víctima de un estiramiento de la tela e irreconocible bajo un repinte.

Aún quedaban 23 días para que venciera el plazo en el que la pinacoteca debía dar una respuesta a los dueños. No cuesta imaginar que todos respi­raron aliviados, empezando por el director del museo, Miguel Zugaza. Ahí comenzó el proceso necesario para efectuar la compra. El cuadro no podía salir de España, porque la Junta de Calificación, Valoración y Expor­tación de Bienes del Patrimonio Artístico Español lo declaró en su día bien de interés cultural. De ahí que el precio acordado, siete millones de euros, se sitúe muy por debajo del que habría alcanzado en el mercado li­bre internacional (se barajan cifras de hasta cien millones). Zugaza considera que el pre­cio está, pese a todo, "acorde" con el merca­do español.

EL PRADO NO DISPONÍA de tanto dinero, así que solicitó una aportación del Ministerio de Cultura de cuatro millones para completar sus "ahorros". "Cuando la firma se hubo en­contrado, recibí una llamada de Miguel", re­cuerda Ángeles González-Sinde, que acudirá mañana a la presentación del cuadro en uno de sus últimos actos como ministra. "Ya no quedan dudas', dijo, 'este cuadro debe formar parte de la colección'. Incluso en una época de grandes estrecheces, no creo que nadie dude de la conveniencia de un gasto así".

Con el trato cerrado, el 22 de septiembre el museo convocó a la prensa para esa mis­ma mañana con cierto aire de enigma. Y elmundo conoció la existencia del que se pre­sentó como "uno de los mayores descubri­mientos de la historia del Prado".

Desvelado el misterio, aún quedaban flecos de la historia por hilar, como el mismo año de su producción, que los expertos del Prado sitúan entre 1567 y 1568: en la firma, la anotación que se ha conservado de la fecha en números romanos se detiene, ay, antes de la última cifra. Tampoco se conoce gran cosa sobre los primeros compases de la vida del cuadro. Se sabe que perteneció a la co­lección Gonzaga y figura en un inventario del duque de Mantua de 1627, poco antes de que, atenazado por las deudas, se viera obli­gado a vender patrimonio a Carlos I de In­glaterra. Un lote en el que, al parecer, no es­taba incluido el cuadro. Silva baraja la hipótesis de que entonces la obra pasara a unos acreedores veroneses, expertos en co­brarse deudas a cambio de piezas artísticas.

LA CONEXIÓN ESPAÑOLA, y de eso sí hay certeza, hay que buscarla en la fascinante figura de Luis Francisco de la Cerda, noveno duque de Medinaceli. Fue embajador español en Roma y virrey de Nápoles, además de com­prador de gran gusto, que enriqueció el acer­vo artístico de la colección Medinaceli, de la que provienen piezas tan importantes como Las hilanderas, de Velázquez, o el majestuo­so lucas jordán que preside la Biblioteca del Casón del Buen Retiro.

El cuadro le acompañó probablemente en 1702 en su vuelta definitiva de Nápoles a España; tan famoso llegó a ser en la ciudad italiana que las crónicas de la época asegu­raron que tras su partida, solo quedaron cin­co pecados capitales, pues la soberbia y la lujuria marcharon con el duque. Tras su muerte sin descendencia en la cárcel de Pamplona, donde fue confinado por Feli­pe V, el bruegel pasó a su sobrino, Nicolás Fernández de Córdoba. Y allí, dando tumbos por las ramas de un complejo árbol genealó­gico, ha permanecido durante tres siglos, como un sujeto paciente que espera su opor­tunidad mecido por los vaivenes del gusto.

Cuando termine la exposición temporal, el cuadro encontrará su lugar natural en las salas del Prado, como parte de la mejor co­lección de arte flamenco del mundo. Seguro que los boscos, van eycks o rubens le harán un hueco de buen grado, el mismo que ha­llará muy probablemente en el corazón de los visitantes asiduos al Prado, esa tribu que necesita acudir a las salas del museo de cuando en cuando en busca de un bálsamo artístico. Y entonces, confía Zugaza, cuando otro sea director del museo, a él le quedará al menos el consuelo de contar a sus nietos "esta asombrosa historia".

El Pais Semanal nº 1837 Domingo 11 de diciembre de 2011

lunes, 18 de junio de 2012

La Siesta en el jardín por Joaquin Sorolla y Bastida



De nuevo, vía Lines and Colours, un nuevo descubrimiento como es Wikimedia Commons con un magnífico tamaño de las imágenes. Y en este caso, un magnífico cuadro para ver. Como titula el autor de la página, Charlie Parker, su entrada: Eye Candy (Agradable a la vista) que utiliza para elogiar diversos cuadros encontrados en la página de Wikimedia Commons.



El Juicio Final

El próximo 31 de diciembre concluye la restauración de las bóvedas de la Capilla Sixtina. Se cierran así nueve años de polémicos trabajos dedicados a limpiar la pátina de las sombras enmohecidas que escondían la fiesta de vivos colores utilizados por Miguel Ángel. Los millones de personas que memorizan estos frescos envueltos en nubes creerán estar ahora ante una nueva obra. Pero la polémica no concluirá hasta que se ponga punto final a la limpieza del altar, que ahora se inicia. Es el momento del juicio final.

Por Juan Arias



 Al Miguel Ángel de los tonos oscuros, míticos y amedrentadores, ahora, sólo se le podrá ver en el archivo gráfico vaticano.


 La luz es tanta que ha sido necesario disminuir la iluminación artificial y dejarla en la misma tonalidad original para que los nuevos colores no vibren excesivamente.


EI legendario Che Gueva­ra pasó una sola maña­na de su vida en Roma y la dedicó toda ella a contem­plar, tumbado en el suelo, los frescos de Miguel Ángel en la capilla Sixtina.

Pero de lo que el Che se lle­vó en sus ojos para siempre hoy ya sólo quedan los 200 metros cuadrados de pintura del gigan­tesco fresco de la pared central, el famoso e imponente Juicio fi­nal, testigo mudo de tantas elecciones de papas.

El resto, los otros 1.000 me­tros cuadrados de pintura, ya no serán nunca como los con­templó el guerrillero latinoame­ricano. Han sido transforma­dos radicalmente por una obra de restauración modernísima, en la que no ha faltado la inter­vención de un ordenador. Los responsables de este cambio han sido cuatro especialistas capitaneados por el jefe de los restauradores del Papa, Gian­luigi Colalucci. Una fuerte ma­rea de críticas y alabanzas ha acompañado su trabajo.

El último día de este año, Colalucci dará por terminada la obra con una última pincelada al fresco restaurado. Será elmomento de desmontar el an­lamiaje que durante estos últi­nos nueve años —las obras empezaron en 1980— han per­nitido a los restauradores encaramarse a 20 metros de altu, como había hecho Miguel Ángel el hace cuatro siglos. Y todo ello para devolver al mundo los colores originales, vivísi­mos, solares, agresivos, fosfo­rescentes de Buonarotti, tras haberlos purificado de las incrustaciones de suciedad producidas a lo largo de los siglos por los humos de las velas y braseros, la humedad y el polvo acumulado sobre la cola utilizada por los restauradores de ant­año. Subirse a los andamios, empotrados en los mismos aguj­eros de la pared que utilizó Miguel Ángel, produce un cierto escalofrío. Y mucho más cuando Colalucci cuenta cómo Mi Ángel —que tuvo que pin­ar deprisa porque el papa de entonces le metía bulla y hasta le golpeaba con su bastón dejó pelos de su pincel en los frescos y a veces hasta la huella de su pulgar al apoyarse, medio en cuclillas, con la cabeza echada para atrás para poder pintar la bóveda.

Ahora, a partir del 31 de di­ciembre, ya nadie podrá volver a contemplar la pintura matiza­da por el tiempo con su pátina secular, como la han memori­zado los cientos de millones de personas que han desfilado por la capilla Sixtina.

Las nuevas generaciones, las que ahora visitarán aquel lu­gar de religiosidad y mitología, grandioso templo del arte, octa­va maravilla del mundo —18.000 personas desfilan cada día por ella—, no verán ya al Miguel Angel de las sombras imponentes, de sus figuras como veladas por el misterio, como contempladas a través de una lente ahumada o de una niebla de los espíritus. Ahora podrán ver unos frescos sin sombras. La luz es tanta que ha sido necesario disminuir la ilu­minación artificial y dejarla en la misma tonalidad original para que los nuevos colores no vibren excesivamente.

Pero con la restauración de las lunetas y de la bóveda no ha terminado el trabajo del equipo de Colalucci. El punto final ven­drá después de los próximos cuatro años, cuando concluyan la limpieza de la zona más oscu­ra y sucia de el Juicio final: las cercanías del altar, una zona muy afectada por ser la más ex­puesta al humo de las velas.

Para Colalucci, esta fase es, quizá, la más delicada, ya que se trata de la obra más comple­ta de Miguel Ángel, realizada 23 años después de haber aca­bado las lunetas y la bóveda, cuando el artista ya había cum­plido los 60 años. La ejecución del Juicio final le llevó seis años de fatigas. Durante esos traba­jos se cayó de los andamios y se rompió una pierna.

Y al igual que ocurre ahora, el trabajo de Miguel Ángel tam­bien estuvo rodeado por la po­lémica. Aquel enjambre de per­sonajes en torno al Cristo juez, en una explosión de carnalidad y de desnudos, escandalizó a cardenales y hasta al mismísi­mo Domenico Teotocopulos, El Greco, quien pidió que blan­queasen la obra, lo que se hizo más tarde, por indicación del papa Sixto IV, al cubrir tantas nalgas imponentes y tantos miembros viriles.



El pecado original, tal y como aparecía antes de su restauración.


¿Volverá ahora a la luz, jun­to con los colores originales, la desnudez virgen de los pince­les de Miguel Angel? "Aún no hay nada decidido", explica Colalucci. "Y no se trata de un problema moralista, ya que, en realidad, en la bóveda han que­dado todos los desnudos masculinos y femeninos. Lo que ocurre", añade, "es que las pinturas sobre las partes puden­das son casi tan antiguas como la obra de Miguel Ángel; perte­necen a la historia. Y, además, no sabemos aún si el pintor que las trazó no destruyó antes la pintura original de aquellas partes, en cuyo caso ningún sentido tendría ahora reprodu­cirlas".

Lo que todos esperan con impaciencia es saber si también el Juicio final, detrás de esa páti­na de sombras enmohecidas, esconderá otra fiesta de rojos vivos, de amarillos chillones, de verdes transparentes, de azules marinos, o si detrás de aquella lente ahumada no habrá nuevas sorpresas.

Nadie sabe aún si la restauración de esta última parte de la capilla Sixtina desencade­nará, como en el caso de las lu­netas y la bóveda, otra ola de protestas acusadoras de haber destruido para siempre al ver­dadero Miguel Ángel, el de las sombras, habiendo convertido su pintura en un cromo inde­cente.

"En realidad, las críticas", explica Colalucci, "llegaron más bien tarde. Cuando pre­sentamos a la Prensa la restau­ración de la primera luneta,donde ya aparecía toda la fuer­za de los colores primitivos, na­die abrió la boca para protes­tar. Y eso que las lunetas son seguramente la obra más pura, trazada por Miguel Ángel di­rectamente, sin haberla esboza­do antes en cartones, hechas casi de un solo brochazo, sin que ningún ayudante le echara una mano, como ocurrió en la bóveda, donde el artista se hizo ayudar por sus auxiliares".

Las primeras protestas lle­garon desde Estados Unidos, de Frank Mason y James Beck, seguidos por algunos italianos como Alessandro Conti y Toti Scialoja, considerados todos ellos primeras autoridades del mundo del arte.

¿De qué acusaban a los res­tauradores vaticanos? "Funda­mentalmente", dice Colalucci, "de habernos cargado, con el disolvente químico AB57, bue­na parte de la verdadera pintu­ra de Miguel Ángel; de haber eliminado las sombras de su pintura".

¿Y ustedes cómo se han de­fendido? "Intentando explicar­les que nosotros no somos res­tauradores como los de antaño, que más que devolver a la luz la obra original de un artista la in­terpretaban y de algún modo la recreaban. Nosotros, práctica­mente", subraya el jefe de los restauradores vaticanos, "no hemos usado los pinceles. Sólo hemos eliminado —con los me­dios que nos ofrece la tecnolo­gía más moderna— toda la mu­gre que se había acumulado so­bre el original. Ha sido como limpiar lentamente una sucie­dad que impedía ver lo que es­taba debajo. De todo ello, lleva­do a cabo con un ordenador que iba indicando la profundi­dad de la suciedad y detectan­do la obra postiza de tantos otros restauradores del pasado, existe una imponente documen­tación que nuestros críticos ni han querido examinar, pero que ha servido para que una comi­sión de expertos norteamerica­nos, franceses, alemanes e in­gleses nos diera su visto bueno".

Lo que le duele a Colalucci es que algunos de sus detracto­res, que habían lanzado sus anatemas tras haber visto los resultados de la restauración sólo en fotografía, no aceptaran la invitación de encaramarse andamio arriba para contem­plar de cerca cómo lo que desde lejos pueden parecer sombras trazadas por   el pintor no son más que desconchones, mugre y manchas de infiltracio­nes de humedad. O bien la su­ciedad acumulada sobre la cola que habían usado algunos res­tauradores del pasado para re­tocar a mano la pintura de Mi­guel Ángel.

El restaurador Colalucci observa una pintura antes de ponerse a trabajar en ella.



Colalucci admite que la sor­presa haya tenido que ser muy grande para quienes hoy se ve­rán forzados a escribir de nue­vo toda la historia del arte, por­que la restauración de la Sixti­na ha revelado que Miguel Án­gel fue un gran pintor, contra lo que se pensaba de aquel genio de la escultura que a sus 20 años había regalado al mundo su inmortal obra La Piedad, que hoy se puede contemplar a la entrada de la basílica de San Pedro.

Se sabe ahora que Miguel Ángel pintó en fresco y no en temple, cosa que hubiese hecho dificilísima la restauración. Y se sabe que no usó sombras, sino sólo color, y vivísimo, si­guiendo la mejor tradición toscana.

En la pared del despacho de Colalucci hay una fotografía suya con el papa Juan Pablo II. Cuenta el restaurador que el Vaticano ni siquiera en plena polémica dudó de la profesionalidad de sus restauradores. Y el papa Wojtyla hizo muy poco caso de las cartas de protesta que le llegaban, sobre todo desde Estados Unidos. Quizá la suerte del equipo dirigido por Colalucci ha sido que, al revés de los papas que siguieron de cerca las obras de Miguel Ángel, el Papa polaco nunca se ha interesado directamente por la restauración. Y ni siquiera ha sentido nunca la curiosidad de empinarse hasta la bóveda —ocasión única incluso para un Papa— para poder ver y palpar de cerca el genio hecho pin- tura.

Y, sin embargo, Colalucci, hombre de una sencillez que desarma, ha sido el genio de la llamada restauración del siglo. Su voluntad inquebrantable, su alta profesionalidad, demostrada en tantos años de delicado y oscuro trabajo (hace ya 20 años pedía a sus superiores que le dejaran quitar el polvo al fresco del Juicio final. "Se hacía una vez", cuenta, "cada año. Se hacía de noche, cuando no había nadie, y para mí, joven restaurador, era emocionante poder ver y analizar de cerca la obra del gran Miguel Ángel"), han forjado en él una seguridad que nunca le ha hecho dudar de que no se estaba engañando.

"Tampoco era tan difícil", minimiza Colalucci, "porque nosotros, con la nueva tecnología, hemos podido hacer con la pintura de Miguel Ángel lo que un cirujano hace con el cuerpo humano: entrar en él y examinar sus entrañas".

Sin embargo, el restaurador vaticano se muestra muy com­prensivo con las personas que sufren hoy viendo cómo se les desmorona la idea que durante años se habían forjado de Mi­guel Ángel en su alma. "Entien­do, por ejemplo", dice, "al es­critor Giorgio Manganelli cuando me confiesa que le he matado a su Miguel Angel, aI que se había forjado dentro de él, con sus sombras y fan­tasmas".

De hecho, el escritor ha afir­mado: "En este momento algo me turba y me fascina al mismo tiempo. Me hallo lacerado en­tre una historia que me poseía y una historia que antes de ahora no había nunca encontrado". Y añade: "La restauración de la Sixtina quita la suciedad, pero también las duras sombras del tiempo".

Por el contrario, Renato Gut­tuso, el pintor comunista y no creyente, exclamó antes de mo­rir: "Es la verdad de Miguel Án­gel la que nos están devolvien­do". El mismo Goethe, en su obra Viaje a Italia, denunciaba ya el humo de velas e incienso que en las iglesias de Roma "ofuscaban el sol único del arte".

"No es culpa nuestra", dice Colalucci, "si la ciencia y la téc­nica modernas nos han permiti­do descubrir que el verdadero Miguel Ángel era el luminoso, sin que ello signifique que a al­gunos pueda haberles gustado más el sombrío, construido por el paso de los tiempos".

De cualquier modo, al Mi­guel Ángel de los tonos oscu­ros, míticos y amedrentadores, ahora sólo se le podrá contem­plar en las fotografías que de aquella pintura filtrada a través de la suciedad acumulada por los siglos se han conservado en el archivo gráfico vaticano.


El Pais Semanal diciembre de 1989

Adolph Von Menzel (1815-1905)


 Adolph Friedrich Erdmann (posteriormente: von) Menzel (* 8 de diciembre de 1815 en Breslau - † 9 de febrero de 1905 en Berlín) fue un pintor alemán famoso por sus pinturas a menudo inspiradas en la historia, que es considerado el más importante exponente del realismo pictórico del siglo XIX en Alemania.

(Via Wikipedia, en su versión en castellano, algo pobre. En la versión inglesa la biografía es mucho más extensa aquí.)

Un enlace de interés es el de Wikimedia Commons, con un gran catálogo de imagenes.













Las emociones de un músico en su estreno como actor.



 Por Rocío García

FUE EN BARCELONA, durante un concierto de Jorge Drexler, don­de Daniel Burman sintió que el músico era el tipo perfecto para protagonizar su siguiente filme, La suer­te en tus manos. "Estaba interpretando una canción en la que hablaba de un momento ya muy alejado de su vida y logró transmitir y traer al presente una emoción pasada, ahí arriba en el escena­rio, dirigiéndose de manera directa, uno a uno, a todos los asistentes. Fue enton­ces cuando pensé que si usaba todas las herramientas que estaba utilizando en el concierto bien podría también usarlas para la interpretación. Tiene un manejo del ritmo, de la palabra, el tiempo y e cuerpo que nunca he sentido que la elección comportara ningún riesgo". El realizador Daniel Burman (Buenos Aires 1973) se explica al otro lado del teléfono sobre la elección del conocido cantautor uruguayo, Oscar en 2005 a la mejor canción original, Al otro lado del río, de la película Diarios de motocicleta, de Walter Salles.
Burman —director de El abrazo partido (Gran Premio del Jurado y Oso de Plata al mejor actor para Daniel Hendle en el Festival de Cine de Berlín de 2004) Derecho de familia o Nido vacío, entre otras— se fía de su intuición y por lo que se ve parece que no le suele fallar. "En un rodaje yo solo quiero compartir los momentos con personas luminosas y perspectivas de la vida parecidas, que no iguales, a la mía, y que no busquen resol­ver sus problemas existenciales conmigo porque no lo van a lograr. No solo los rodajes, también los taxis y los asados".
Así que Drexler es una de esas luces en La suerte en tus manos, una comedia romántica que se estrena en España el próximo día 22, y en la que comparte protagonismo con actores tan sólidos co­mo Valeria Bertuccelli, Norma Aleandro o Luis Brandoni. "No se sintió nunca inti­midado", recuerda Burman, un cineasta judío-polaco que viene indagando de siempre, película tras película, en la fami­lia, los padres e hijos, las relaciones de pareja. Ahora le ha tocado el turno al desti­no unido al amor, también a la mentira, esa que, según Burman, todos utilizamos para construirnos, protegernos incluso de nosotros mismos. "Mentimos para ser aceptados, queridos; mentimos para con­seguir un trabajo o un préstamo; menti­mos para conseguir una cita con una chi­ca. Mentimos día y noche". Como Uriel, el personaje que interpreta Drexler, un divor­ciado verborreico, mentiroso y alérgico a los compromisos, que, gracias al póquer, se reencuentra con su novia de juventud.
La sintonía entre director y actor ha debido de ser recíproca, tal y como contó Drexler al historietista Liniers (Ricardo Si­ri) en uno de los últimos días del rodaje, y que recoge en la entrevistorieta que se publica en estas páginas. "Con Burman tene­mos una sintonía total. Hay una ausencia de afectación en su trabajo que pega con el mío. Es muy lúdico y yo soy así en el estudio", dijo. También tuvo palabras pa­ra sus compañeros de reparto —"cuando trabajás con gente como Luis Brandoni o Valeria Bertuccelli te impresiona cómo lle­nan el texto de significado. Lo ensan­chan"— y reflexiones sobre su trabajo --"me he dado cuenta de que la originali­dad no es una variable que me interesa demasiado... prefiero emocionar que asombrar".
Cineasta de éxito, en crítica y taquilla, de Burman se ha dicho muchas veces que es el Woody Allen argentino. A él le honra y asegura que es un motivo de placer narci­sista, pero no le da mayor importancia. "Quizás compartimos algunos aspectos co­munes, como el judaísmo, el amor y la familia, temas sobre el que trata nuestro cine, pero hay algo muy importante que nos diferencia de manera abismal. Yo he nacido en un país de supervivencia econó­mica. En el cine de Woody Allen parece que son todos ricos, todos viven en unos apartamentos carísimos y no muestran ninguna preocupación por llegar a fin de mes. Las preocupaciones de los persona­jes de mis películas son mayores porque, al hecho de tener que pagar la cuota del colegio y el alquiler del piso, se añaden todas las existenciales".
Eso, la existencia doméstica, es con la que intenta rebajar y desvirtuar de alguna manera el éxito este director y productor argentino. "Amo la cotidianidad y la ruti­na, que es de verdad donde se desarrolla la vida y no en un festival de cine, ni en una comida de 500 euros que siempre paga otro. Cuando termino una película vuelvo al dentista, al supermercado, al colegio de mis hijos. Yo puedo seguir haciendo cine porque en cuanto finaliza el rodaje no des­ciendo, sino que asciendo a la vida cotidia­na, que es el estadio más elevado, que todos los días sean un día y no uno nuevo. No hay mayor heroísmo que eso". •
La suerte en tus manos. Director: Daniel Burman. Intérpretes: Jorge Drexler, Valeria Bertuccelli, Norma Meandro, Luis Brandoni. Argentina-Espa­ña, 2012. Se estrena en España el día 22 de junio.





Entrevistorieta para Babelia por el dibujante Liniers con Jorge Drexler



El Pais, Babelia, 16 de junio de 2012

domingo, 17 de junio de 2012

Tú pones las viñetas; yo, el vino


Un autor de cómic y un viticultor comparten sus oficios en un álbum
Étienne Davodeau utiliza el verbo “escribir” para referirse a su arte

ANTHONY COYLE Barcelona 
El Pais 15 JUN 2012


El dibujante francés Étienne Davodeau, de 47 años, tuvo una humilde aunque descabellada idea: convivir durante año y medio con un viticultor sin ningún conocimiento de cómics a cambio de que este compartiera con él todo lo que sabía de vino. Recogió la experiencia en las 270 páginas de Los ignorantes (La Cúpula), que Davodeau (Botz-en-Mauges, 1965 ) resume como “el retrato de dos personas comprometidas con un proyecto personal que viven con pasión y en el que creen completamente”.
Acostumbrado a dibujar relatos de fuerte contenido político y social, en su última publicación ha optado por una historia sin malos ni buenos, casi sin historia, en la que el lector espía la vida de “dos personas que buscan caminos alternativos y que no tienen ningún interés por ser comerciales en su trabajo”. Un concepto que “también podría considerarse política”, afirma el autor, que se acercó el pasado jueves a la Fnac de la plaza de Cataluña de Barcelona para presentar esta historia de vino y viñetas en la que el verdadero protagonista es el ser humano.
Por un lado, su vecino desde hace 15 años en la localidad de Rablay-sur-Layon (valle del Loira) Richard Leroy, un hombre que prefiere producir menos vino pero de mejor calidad, contrario a usar, aun pudiendo, la “comercial” etiqueta bio en sus botellas. Por otro, un dibujante con una fe ciega en el cómic como medio de expresión, convencido de “su superioridad frente a la novela en cuanto a la profundidad y variedad de planos que es capaz de transmitir”, comenta Davodeau, coprotagonista de esta experiencia que cataloga de “documental autobiográfico”.
Pero Davodeau no hace cómics. Ni siquiera dibuja. Durante todo el encuentro, opta por utilizar el verbo “escribir” para referirse a su arte. Ese al que hoy, con cuidadas ediciones de tapa dura, páginas de alto gramaje y precios iguales o superiores a los de cualquier lanzamiento literario ya ha colonizado la mayoría de las librerías generalistas con la denominación de “novela gráfica”. Advierte del boom que el género del cómic documental está experimentando en su país desde hace siete años, pero define con precisión la naturaleza de Los Ignorantes,puntualizando que “es un libro con una voluntad pedagógica, pero no periodística”. Dice que no le interesa el 80% de lo que se dibuja en Francia y advierte del riesgo de “aburguesamiento” que sufre el género, en referencia a “los autores egocentristas que son incapaces de ver más allá del pequeño mundo que se fabrican”, aclara.
Si algo define a los dos personajes de esta historia es su pequeño mundo. Su pequeña parcela de sabiduría en contraposición con la ignorancia de lo demás. Algo que se hace patente en el relato cuando vemos la indiferencia con la que el viticultor asiste a una exposición dedicada a la obra del mítico ilustrador Moebius o cuando el dibujante se ve obligado a escupir al fregadero un vino por el que otros, le informa Leroy, pagarían una fortuna. “Quería encontrar puntos en común entre dos ambientes distintos,encontrar la respuesta a cómo, por qué y para quién uno hace lo que hace en la vida”.