domingo, 13 de noviembre de 2011

Historia de un cuadro

Tiene 345 años. Ha vivido con traficantes de escla­vos, amantes franceses, mercaderes del oro y magnates de la prensa. Cada vez que cambió de manos conoció el país de moda y la clase domi­nante. Es un cuadro: Caminante a la puerta de una cabaña, de Isaak van Ostade. Desde su última mo­rada, el Museo Thyssen de Madrid, esta tela evoca los secretos de tres siglos de historia de Europa.
BERNA G. HARBOUR / FOTOGRAFÍA: CHEMA CONESA


Caminante a la puerta de una cabaña es uno de los tesoros del madrileño palacio de Villahermosa



Haarlem, siglo XVII. Holanda acaba de independizarse de Es­paña y emerge como un foco vi­brante de creatividad. Los mari­nos lucen su predominio en el mar; los comerciantes inventan la bolsa y la banca modernas, y los burgueses hacen su revolución; los campesinos, por ejemplo, in­vestigan por primera vez la tierra en busca de mayor rentabilidad y se lanzan a cultivar tulipanes, lino y plantas alternativas que, si no dan de comer directamente, sí se cambian por dinero. Están sentando las bases de la revolu­ción agraria.
Holanda es el centro del mun­do y es allí, en esa cuna palpitan­te, donde unos artistas deciden li­berarse de los arquetipos. Se aca­baron los enormes cuadros de en­cargo para colgar en iglesias o en palacios. Se acabaron las damas de belleza ideal, de ésas que no parecen amar, ni herir, ni sufrir, y que sólo posan rectilíneas antelos pinceles laboriosos de los ar­tistas de antaño. Se acabaron los motivos religiosos. A partir de ahora, ese campesino que llega y se para ante una cabaña, esa fa­milia burguesa con los mofletes hinchados y un ansia inocultable de éxito social, la señorita que es­pera en la ventana a su amor o los fumadores gordos y felices de taberna van a ser retratados. Gentes de aspecto nada saluda­ble, pero vivas y reales. La calle ha saltado al arte, porque el arte ha saltado a la calle.
Y es en esa Holanda, en un Haarlem efervescente, donde na­ció Isaak van Ostade. Su herma­no Adriaen, 11 años mayor, era ya un pintor formado cuando Isaak llegó a la adolescencia. Siempre al abrigo de él, discípulo abnegado y constante, Isaak pa­recía condenado a ser su imita­dor cuando empezó a conseguir un estilo personal más ambicio­so. La atmósfera nublada, los fi­nos acabados, la destreza del de­talle, iban a diferenciarle. Pero, a los 28 años, murió. Caminante a la puerta de una cabaña fue pinta­do por el joven Van Ostade el mismo año de su muerte. Así na­ció, de manera casi póstuma, nuestro protagonista. Un cuadro excepcional.
"Es un cuadro muy represen­tativo de lo que el arte holandés estaba viviendo en ese momen­to", cuenta hoy Tomás Llorens, conservador jefe del museo Thyssen-Bornemisza. "En ese momento, los pintores trabaja­ban por primera vez para vender en la calle, a la gente normal, que vive en casas pequeñas, de tama­ño real. Por eso hasta la dimen­sión tan pequeña del cuadro tiene su razón de ser", afirma.
Imposible saber qué habría sido de la vida y la obra de Isaak si hubiera vivido más tiempo. Lo único cierto es que, cuando él pintaba en su pueblo para  los burgueses del lugar, el arte, ese arte, era una aventura. Era la aventura de romper con lo eleva­do y lo ideal. Y les salió bien.
No iban a pasar muchas déca­das, las justas para que el peso de la balanza intelectual se inclinase hacia Francia, para que nuestro protagonista, el Caminante a la puerta de una cabaña, cruzara las fronteras. Porque aunque Isaak murió con una fama pequeñita, casi doméstica, este cuadro supo perpetuarse a lo largo de los si­glos siempre en el país de moda y en manos de la clase social prota­gonista. Hasta el siglo XVIII, se­gún calculan los expertos, vivió en la casa de esos burgueses que lo compraron en Haarlem por unos cinco florines y medio. Por aquellos tiempos, un trabajador cualificado ganaba unos siete flo­rines a la semana, por lo que se calcula que el primer dueño de nuestro cuadro era, por lo me­nos, un maestro artesano de clase media-baja.
Para cuando envejecieron los dueños del cuadro, y sus hijos, y sus nietos, también el predomi­nio de Holanda en el panorama europeo había envejecido. Des­plazada por Inglaterra en el mar y superada en el comercio por nuevos focos europeos, Holanda se replegaba también del lideraz­go cultural. Su Siglo de Oro decía ya adiós, en otro lugar del conti­nente resonaban los tambores de una nueva era intelectual: la Ilus­tración. Ese lugar era Francia.
No es que todas las ideas de la Ilustración fueran francesas, ni su aplicación. Pero lo que sí era francés era el lenguaje de su difu­sión. Desde San Petersburgo a Madrid no había aristócrata mo­derno que se preciara que no ha­blara en francés. La sensibilité hacia las clases inferiores, el cha).- me de la buena cultura o el cachet de las obras de arte eran manda­mientos del savoir-faire.
Por eso nuestro cuadro se en­contró de la noche a la mañana con un nuevo futuro ante su vis­ta. Por aquel entonces, a finalesdel XVII, se empezó a oír hablar de los marchantes franceses, que llegaban en carrozas a comprar obras de género holandés, a ser posible pittoresques. El Caminan­te... estaba salvado. Pintoresca era exactamente la escena que había inmortalizado: un simple viajero que se había parado a la puerta de una casa campesina. Una imagen de la vida cotidiana. Así que llegaron unos señores, lo envolvieron y lo trasladaron de país. Rumbo a Francia.
¿Y quién iba a ser su nuevo dueño? ¿Sería un burgués, un no­ble de provincias o una dama cortesana de las que promovían el arte en Versalles y París? El ele­gido —en este caso elector— fue Charles-Louis de Merle de Beau­champ. El cuadro de Van Ostade había caído en manos del hono­rable conde De Merle, uno de los últimos ejemplares de la aristo­cracia de sangre, entrega y ho­nor. Militar y diplomático, culto y noble al servicio real, al conde no podía faltarle una buena co­lección de arte, a ser posible de cuadros holandeses del siglo XVII, que se habían puesto de moda gracias a esa pose de in­quietud social. En ese sentido, Caminante... cumplía perfecta­mente su ilustrado papel colgado en la pared de un castillo de Aviñón.
La vida era agradable allí, en la campiña, pero también bas­tante aburrida. Sólo cuando el conde venía de una guerra de re­ligión o cuando una fiesta llena­ba aquella casa de gentes elegan­tes había diversión. A decir ver­dad, nada tenía aquello que ver con las historias que se oían so­bre la capital. París debía de ser un lugar encantado, activo, lleno de subastas y salones de arte, re­pleto de damas y artistas carga­dos de vida. Y al Caminante... no le faltaba mucho para conocerlo.
En 1784, cuando tenía 135 años, nuestro cuadro llegó a Pa­rís. El conde De Merle acababa de morir, y todos sus objetos de arte iban a ser subastados en el hotel Bullion. El Caminante a la puerta de una cabaña, convertido en el lote 71 de la subasta, fue ad­judicado a golpe de martillo por 3.140 francos.
¿Quién había comprado  ese cuadro al que el catálogo de la subasta definía como "obra maestra de la armonía"? ¿Quién era el nuevo propietario de una obra que "sólo podemos compa­rar a la naturaleza, a la que se le une un arte admirable, con el tono del color más caliente y transparente", como había escri­to de él el famoso marchante Ale­xandre-Joseph Paillet en el catá­logo de la subasta.
La historia es larga. Faltaban aún cinco años para la Revolu­ción de 1789, pero la aristocracia parisiense caminaba ya con rum­bo certero hacia la decadencia. Intrigantes, corruptos, vagos, los aristócratas de la Corte que ha­bían personificado el Despotis­mo Ilustrado, se entregaban a las dulces tareas del Gobierno en la sombra. Cotilleos, bailes, lances de amor, conspiraciones y frivoli­dad eran los ingredientes de ese mundo al que Caminante... aca­baba de llegar. El conde de Ar­tois, hijo menor de Luis XV, era uno de los hombres más destaca­dos en ese mundo de disipación.
El futuro rey, embarcado en las intrigas y amoríos de Versa­lles, vivía separado de su esposa, con la que se había casado a los 17 años. Mientras él se entregaba a la vida cortesana, María Teresa de Cerdeña-Saboya, su esposa, se recluía en una casa modesta de Saint Cloud. ¿Sola? Por supuesto que no.
Un burgués de los que ronda­ban por aquel entonces a la aris­tocracia en busca de algún tipo de fusión con el poder era su acompañante. Se llamaba Des­touches y oficialmente era el ad­ministrador de María Teresa. En realidad, según el historiador Ivan Gaskell, vivía una "posición dudosa" con respecto a su mada­me. Él era el nuevo dueño oficial de Caminante a la puerta de una cabaña.
Pese a la separación de hecho que vivían los condes de Artois, las finanzas de ambos se mante­nían unidas, y se sabe que hacia 1789 ambos recibían cuantiosas subvenciones del Estado. Pero un mes después de la toma de la Bastilla por la Revolución, la Asamblea Nacional asumió el control de la casa de Artois.
¿Qué pasó entonces con el Ca­minante...? El hábil Destouches, viendo cómo la guillotina se cer­nía sobre sus amigos aristócratas y poniendo sus barbas a remojar, había trasladado todos sus cua­dros holandeses y flamencos a la Rue de Clichy, en París para in­tentar salvarlos de la quema. Pero de nada sirvió porque su co­lección, al igual que muchas otras, iba a sucumbir sin salva­ción en manos del que era enton­ces el mayor enemigo de Francia: Inglaterra.
Nadie podía hacer nada. En plena Revolución Francesa, mientras los nobles huían de la cuchilla y sus colecciones caían en manos de los especuladores, los ingleses se organizaban en po­derosos sindicatos de arte. Ve­nían a París para comprar a pre­cio de saldo todos los tesoros que allí se subastaban. Eran los lla­mados raids de arte. Nuestro Ca­minante..., convertido en lote 79 de una subasta celebrada enmayo de 1801, se adjudicó por por 2.540 francos y pasó a las manos de Michael Bryan, repre­sentante de un sindicato de arte inglés. Un precio no demasiado bajo frente a las gangas que en aquel entonces sangraron las ar­cas artísticas de Francia a favor del hábil enemigo inglés y que a veces bajaban hasta una sexta parte del valor real de la obra, cuando no era directamente ro­badas.
Los catálogos de aquellas su­bastas, tan frecuentes en el París de la Revolución, son elocuentes. Su lenguaje ya no es el mismo: "Catálogo de una colección muy valiosa de los cuadros que com­ponen el gabinete del ciudadano Destouches. Primer germinal del año segundo de la República", reza un manual de subasta en el que está registrado Caminante... en 1794. "Este cuadro tiene el co­lor más sorprendente, un toque verdaderamente admirable. Este valioso fragmento de los mejores tiempos del maestro formó parte de la colección de la última ciu­dadana Demerle", concluye   el texto, borrando el condado y la tan distinguida preposición de del nombre y el apellido de la ex condesa De Merle.
Mientras tanto, alejándose de todo esto, el cuadro de Van Osta­de cruzaba ya el canal de la Man­cha. ¿Qué le esperaba allí, en esa isla tan enfrentada siempre al continente europeo? Por aquel entonces, Inglaterra había logra­do hacerse con el dominio del mar y estaba a punto de conver­tirse en la gran potencia imperial. Poco faltaba para las guerras na­poleónicas, en las que Inglaterra iba a desplazar definitivamente a Francia de cualquier sospecha de liderazgo colonial. Y a esa Ingla­terra, a ese lugar de lores y pares, de fincas exquisitas y de fortunas crecientes, navegaba Caminante a la puerta de una cabaña.
Su llegada a Inglaterra, sin embargo, no era tan novedosa. Varios años antes, en 1794, su nombre había llegado a las islas a través del libro de un prestigioso experto en arte holandés que re­cogía amplias descripciones de la "cabaña llena de hiedra" que Van Ostade había inmortalizado. El paisaje, un poema didáctico, de Richard Payne Knight, fue el pri­mer libro conocido en el que está referido este cuadro. Y gracias a su influencia entre los burgueses ingleses de la época Caminante... había encontrado nuevos dueños.



George Hibbert fue el primer propietario inglés del cuadro. Pagó con lo que ganaba vendiendo esclavos.


 Se trataba de George Hibbert y Simon Clarke, dos millonarios de origen humilde que debían sus inmensas fortunas al comercio de esclavos y a las plantaciones azu­careras de Jamaica. El caso de Clarke era muy característico de la nueva clase pujante en Inglate­rra: cuarto descendiente de un la­drón inglés que había sido depor­tado a Jamaica, había heredado su baronía y plantaciones de esta rama tan prosaica de la familia. Una familia que, sospechosa­mente, empezó a arruinarse des­pués de la abolición del comercio de esclavos. Su amigo Hibbert re­conocía abiertamente sus intere­ses en el mercado de esclavos, que financiaba desde la City con préstamos a los colonos y por el que luchó en la Cámara de los
Comunes hasta que no hubo más remedio. Él fue el dueño final de nuestro cuadro en el reparto que hicieron los dos amigos del botín adquirido mediante su raid en París.
Gracias a Hibbert y a Clarke, Caminante... pudo conocer y vi­vir en casas de campo británicas. Porque nadie habría tenido en cuenta una gran fortuna en la In­glaterra de entonces si no hubiera estado acompañada del asenta­miento que supone una casa de campo, con su galería para cua­dros, su mayordomo y los cuar­tos para el servicio. Pero si las de Hibbert y Clarke eran casas habi­tuales en esa altísima burguesía que aspiraba a rozar la aristocra­cia, Caminante... conoció sin duda el paroxismo del patriotis­mo inglés gracias a su siguiente dueño, William Wells.
Wells, otro hombre de origen humilde venido a más gracias a los negocios coloniales, se hizo construir una casa con todos los recovecos necesarios para que sus protegidos pudieran pintar allí. Patriótico hasta la médula, promovía a los autores británi­cos que más iban a sus fiestas y más coba le daban. Y si albergó bastantes cuadros holandeses, no fue sin antes colocar en la misma galería un pinzón real que sabía entonar God save the king.
"Nunca vi más autocompla­cencia por las propias opiniones sobre el arte, del que no sabe nada", escribió el maestro John Constable sobre William Wells. "El señor Wells me llamó para ver mi cuadro y no le gustó en ab­soluto. Así que estoy seguro de que hay algo bueno en él", sen­tenciaba el artista.
Pero gracias a las fiestas de Wells, a su colección y a su apa­drinamiento de nuevos artistas —con la brutal excepción de Constable, al que entonces mi­nusvaloraba—, el cuadro de Van Ostade fue visto por las grandes personalidades de la época. Aparte de los escolares, a los que Wells no daba precisamente la bienvenida, la reina Victoria an­tes de su acceso al trono, sir Ro­bert Peel o el rey de Sajonia con­templaron a este Caminante a la puerta de una cabaña.
"Ésta es la señora de la  casa", decía Wells sistemática­mente a sus visitas cuando entra­ban en la casa y veían en el hall un largo retrato de una dama majestuosa dibujado por Ru­bens. Su esposa había muerto en 1818 y, como Wells no tenía des­cendencia, su colección estaba destinada a la dispersión.
Ahí estaba el Caminante..., a punto de celebrar su 200° cum­pleaños encerrado con un pájaro patriota cuando, en 1848, fue de nuevo subastado. Wells acababa de morir y el nuevo dueño lo iba a llevar a un mundo que aún no conocía. Después de haber sido pagado por tres fortunas colo­niales, por dinero conseguido con la sangre y explotación de los esclavos, el Caminante... estaba por descubrir una burguesía y un poder diferente: la prensa.
John Walter III, nieto del fun­dador del The Times y su tercer propietario, era el nuevo com­prador de Caminante... En su poder estaba cuando el experto en las colecciones británicas Gus­tave Waagen lo vio y le atribuyó "un toque maestro y gran poder de color" en su libro Galerías y gabinetes de arte en Gran Bretaña (1857).
Si la industria y el comercioeran los nuevos motores de la economía de aquella época, la prensa estaba a punto de conver­tirse en un nuevo pilar esencial. Y el líder indiscutible era The Ti­mes. Fue el The Times de John Walter III, por ejemplo, el que informó al Gobierno victoriano, antes que la propia diplomacia británica, de las propuestas de paz rusas en la guerra de Crimea; el mismo The Times que estrenó en Inglaterra la prensa de vapor, con la que consiguió una impre­sionante tirada de 10.500 ejem­plares por hora. Emblema de esa Inglaterra imperial, todo inglés que necesitara información privi­legiada debía desayunar con The Times. Fue una época, más que interesante, resplandeciente de esa aura de dignidad y principios nobles que impregnaba la Ingla­terra victoriana.
Pero los viejos valores que ha­bían cimentado a la nueva elite social iban a cavar su tumba. Mientras la nueva burguesía con­tinental se dedicaba a la inver­sión y al negocio, la clase alta bri­tánica seguía comprando para te­ner y disfrutar, nunca para es­pecular. "Por eso, gente como John Walter III, y la propia Gran Bretaña, estaban a punto de per­der el tren, que iba a retomar Alemania", cuenta la historiado­ra Rosario de la Torre.
Y una fortuna de origen ale­mán, la del barón Thyssen-Bor­nemisza, fue precisamente la que compro el Caminante... en 1962. Hasta entonces, y desde la muer­te de John Walter, había estado en manos de la familia Beit. Al­fred Beit, un archiimperialista británico amigo de Cecil Rhodes —el hombre que dio nombre a Rhodesia—, había fundado un imperio líder en el comercio del oro y diamantes del Transvaal. Él fue el comprador del cuadro que, a su muerte, pasó a su her­mano Otto y, poco después, a su sobrino Alfred Beit.
Tras la victoria laborista en las elecciones de 1945, en las que perdió su escaño, Alfred Beit se instaló en Suráfrica. En 1949 ce­dió parte de su colección a la Na­tional Gallery de Ciudad del Cabo, incluido nuestro Caminan­te..., que justamente cumplía su 300° aniversario.
Allí estuvo hasta que, en 1962, fue subastado en Sotheby's de Londres y adquirido por el ba­rón Thyssen Bornemisza. Des­pués de vivir tres siglos comple­tos en países fríos y poderosos, de un intermedio en Suráfrica y de 30 años en Lugano (Suiza), el Caminante... se instaló en 1992 en un lugar más caliente y de gen­te más gritona. España.
Por primera vez no está en el país más poderoso, ni más rico, ni más imperial del momento. Ni Suiza ni España lo son. Pero por primera vez, también, ha vuelto a la calle. Los jóvenes de instituto, los estudiosos solitarios o los tu­ristas sonoros entran cada día a verlo en el palacio de Villaher­mosa, de Madrid. Algunos se pa­ran a mirar. La verdad es que la mayoría se fija más atentamente en su vecino de pared, el Interior de una taberna, del hermano de Isaak van Ostade, Adriaen. Pero al Caminante... no le importa. Sólo han pasado 345 años y, como él bien sabe, tiene toda una vida por delante. 

John Walter III, propietario de The Times, compró el cuadro en 1848 y lo instaló en Bear Wood, su casa de Berkshire.

UNA VIDA AGITADA
1649 - 1784
1649. lsaak van Ostade pinta el cuadro Caminante a la puerta de una cabaña en Haarlem, próspera ciudad de Holanda, el país que domina la cultura y el comercio europeo. El mismo año, Van Ostade muere, a los 28 años. El cuadro es comprado por cinco florines y medio —el sueldo de una semana de un maestro artesano— por un burgués de la ciudad que lo mantiene colgado en su casa durante dos o tres generaciones.
Finales del siglo XVII. Holanda va perdiendo paulatinamente su supremacía política, naval y cultural en toda Europa a favor de la Francia de la Ilustración.
Comienzos del siglo XVIII. Unos marchantes franceses de viaje por Holanda adquieren el cuadro a sus primeros propietarios y lo importan a Francia, donde se había puesto de moda la pintura de género holandés. Allí lo compra el conde De Merle, un noble de Avignon, diplomático y militar al servicio de la realeza francesa. El cuadro se instala en el castillo condal.
1784. A la muerte del conde De Merle, se subasta en París su colección de arte. Caminante... alcanza la puja de 3.140 francos. Su nuevo propietario es Destouches, el amante de una condesa francesa, que lo instala en su casa de Saint Cloud.


1789 - 1801
1789. Estalla la Revolución Francesa. A pesar de que Destouches había trasladado
su colección de arte a París para escapar de su confiscación por la Asamblea Nacional, no puede evitar la pérdida de los cuadros, que caen en manos de los especuladores del
mercado del arte.
1794. Caminante a la puerta de una cabaña se subasta en París y es adjudicado por 2.501 francos a Le Brun, un conocido marchante de arte
de la época. Los precios de las obras artísticas habían caído en picado como resultado de la Revolución. Algunas bajaron hasta un sexto de su valor. Finales del siglo XVIII. Inglaterra sustituye a Francia, sumida en el caos político, social y cultural de la posrevolución, en el liderazgo mundial. Empieza a
cimentarse el Imperio colonial británico.
1801. El cuadro salta a Inglaterra. Lo compra en París, en subasta, Michael Bryan, representante del sindicato inglés del arte por 2.540 francos. Los propietarios reales son George Hibbert y Simon Clarke, dos caballeros enriquecidos con el comercio de esclavos y las plantaciones azucareras en Jamaica. Finalmente, Hibbert se queda con él en solitario —compra su parte a Clarke por 250 guineas— y lo instala en su casa de campo de Clapham, al sur de Londres.

1810 - 1917
1810. William Wells, un ultrapatriota señor inglés, le compra el cuadro a Hibbert y lo cuelga en su mansión de Penshurst (Kent). Allí es contemplado y apreciado por buena parte de la mejor sociedad británica de la época. 1815. Inglaterra derrota a las tropas napoleónicas en la batalla de Waterloo. El Congreso de Viena consagra la Restauración de los
regímenes absolutistas en Europa. Se vuelve al Antiguo Régimen.
1830 y 1848. Una ola de revoluciones burguesas y obreras contra el
absolutismo de la Restauración sacude varios países de Europa.
1848. John Walter III, propietario y nieto del fundador de The Times compra el cuadro por 315 guineas en una subasta celebrada en Christie's y lo instala en Bear Wood, su casa de campo de Berkshire (Reino Unido). 1894. Arthur Walter, hijo de John y heredero del cuadro, vende El caminante a la puerta de una cabaña, tras la muerte de su padre, a Alfred Beit, un británico de origen alemán, enriquecido con el comercio de diamantes en Suráfrica. Beit instala el cuadro en su mansión de Park Lane, Londres.
1914-1917. Desarrollo de los combates de la Primera Guerra Mundial. El cuadro permanece seguro.

1924. Otto Beit, hermano de Alfred, hereda el cuadro a su muerte y lo cuelga en Belgrave Square, su casa de Londres.
1930. Alfred, hijo de Otto Beit, vuelve a heredar el Caminante a la puerta de una cabaña y lo traslada a Ciudad del Cabo (Suráf rica), donde trasladó su residencia junto a su esposa. En 1949, la tela se expone, por cesión de Beit, en el museo National Gallery de Ciudad del Cabo. 1939-1945. Segunda Guerra Mundial.
1962. El último propietario, Alfred Beit, vende el cuadro en Sotheby's de Londres,
después de traerlo de Suráfrica, con una estancia breve en Irlanda. El barón Thyssen Bornemisza, famoso coleccionista de arte, adquiere la tela por una cantidad superior a los dos millones de dólares y lo instala en su casa Villa Favorita, en Lugano (Suiza).
1992. En octubre, Caminante a la puerta de una cabaña se traslada al recién inaugurado museo Thyssen Bornemisza, en el palacio de Villahermosa de Madrid, donde permanece expuesto desde entonces. 1993. El 18 de junio, el Consejo de Ministros de España acuerda la compra por parte del Estado español de los 775 cuadros de la colección Thyssen Bornemisza por un importe de 44.100 millones de pesetas.





Las referencias adheridas a la parte posterior del lienzo dan fe de las exposiciones en las que ha estado presente esta obra maestra holandesa.


sábado, 12 de noviembre de 2011

Marbella Crea Comic 2011 Exposición








Esta tarde, parte del grupo del Ojo de Melkart ha partido rumbo a un gratificante descubrimiento, aún hay dibujantes de comics. El Ayuntamiento de Marbella creó una serie de premios para los jovenes, entre ellos uno para comics. Ha expuesto unos cuantos en c/ Jacinto Benavente, 10 , en la Delegación de Juventud.
El horario de apertura será de 9 de la mañana hasta las 9:30 de la noche. Durará hasta el día 16 de noviembre pero no estará abierta durante el fin de semana.





Las historietas estaban numeradas (números altos) y con el título de la obra. Sería interesante una ficha con cada autor expuesto, seguramente alguna sorpresa. Elementos de calidad mezclado con otras cosas, pero todas forman parte de la Historieta, como un conjunto hecho por todos. Como parte del jurado, parte del Ojo de Melkart, Javi Mena.

Una inicativa a tener en cuenta en unas instalaciones novedosas, muy funcionales y que sería una lastima que no se usasen al máximo, para cualquier actividad. Por nuestra parte un aliciente más a favor de nuestro querido tebeo.

Un saludo.



















viernes, 11 de noviembre de 2011

Lápiz a lo grande



No me resisto a poner el dibujo de Tom Betthauser, via Drawn. Un dibujo rico en detalles, de un tamaño de cuatro por cinco pies (más o menos 130x160 cms.), el autor también ha puesto unas imágenes para ver más de cerca algunas cosas de las miríadas que ha dibujado, aquí.

Quino en el Pais Semanal (y último)






















El dibujo y el tiempo


CRÍTICA: ARTE - EXPOSICIONES Robert Morris - El dibujo como pensamiento

El Pais VICENTE JARQUE 05/11/2011


Sin título (El Coloso, de Goya, soldado), 1990, dibujo de Robert Morris.


       

Robert Morris es, sin duda, una de las figuras legendarias del arte de vanguardia nutrido de los impulsos derivados del despertar de la cultura crítica en los años sesenta. Es difícil describir lo que por entonces podía significar en Nueva York (Morris venía de Kansas) el influjo de Duchamp, Cage y sus adláteres, Rauschenberg y Johns, Reinhardt... todo ello orientado en una dirección que pronto cristalizó en el llamado "minimalismo". De hecho, el caso de Morris es una demostración de hasta qué punto el minimalismo no era tanto un estilo homogéneo, cuanto una actitud cuya virtud estribaba justamente en su capacidad para conducir a los trabajos más diversos e inclasificables. En este contexto, lo interesante de una exposición centrada en los dibujos de Morris tiene que ver con la relación entre aquellas orientaciones escultóricas tan amigas del concepto y de la fenomenología de la percepción, como enemigas de la experiencia básicamente visual. Lo que a Morris le interesaba era la experiencia inmediata del espacio, incluso como espacio vacío pero habitable entre líneas (pensemos en su texto sobre sus paseos por Nazca), libre de la distancia objetiva determinada por la contemplación por parte del sujeto (o al revés). Y lo que le interesaba también era la posibilidad de anular la diferencia entre el proceso de realización y el resultado artístico. Para lo cual no podía sino confrontar el problema del papel desempeñado por el tiempo -más que el espacio- en las artes visuales.



En cualquier caso, Morris ha realizado incontables dibujos, desde los años cincuenta hasta el presente. La comisaria de la muestra, Barbara Rose, los presenta acertadamente como un espacio que el artista reservaba para la reflexión, pero también para la libertad. No obstante, esto no es algo que se manifestase siempre de igual manera. En las 13 secciones que conforman la exposición encontramos bocetos, proyectos para esculturas minimalistas o para earthworks, productos de frotamientos de objetos o del propio cuerpo, nítidamente elaborados planos de laberintos, junto a homenajes a la Melancolía de Durero, al diluvio de Leonardo, a los fantasmas de Goya o a la Sainte Victoire de Cézanne, y hasta imágenes en donde comparecen maestros como Pollock o personajes de Hopper.

Pero la parte más significativa del trabajo de Morris sobre papel son los dibujos que componen Blindtime (tiempo de ceguera), un conjunto de series de imágenes en negro que Morris ha venido realizando durante años con los ojos vendados, con las yemas de los dedos, siguiendo en cada caso un plan específico, acaso arbitrario, estableciendo un tiempo para llevarlo a cabo y cronometrando el que finalmente necesitaba. De este modo convertía una tarea visual en un proceso táctil, a la vez que transitaba entre el espacio y el tiempo. Morris sabía que "las obras de arte flotan en la superficie de un océano de palabras", y que es sólo en esa superficie donde puede palparse el vacío. Todo es cuestión de tiempo.


Robert Morris

El dibujo como pensamiento

IVAM. Guillem de Castro, 118. Valencia

Hasta el 8 de enero de 2012

Toulouse Lautrec

Los secretos de un gigante
por Fietta Jarque



En el Moulin Rouge (1892). Óleo sobre tela. Propiedad de The Art Institute of Chicago. Una de las obras más conocidas de Touluose Lautrec, recoge la atmósfera sórdida y alegre de este local, que hizo famoso.


 Ciertas imágenes, ciertos cli­chés, de la vida de Henri de Toulouse Lautrec, como la caricaturización de su baja estatura, su alcoholismo, su ensal­zamiento de la vida prostibularia parisiense de finales del siglo pasa­do, la traición a sus orígenes aris­tocráticos y su temprana muerte por sífilis a los 36 años, han termi­nado por popularizarse y parecer datos suficientes sobre la vida de un artista que fue ante todo eso: un lúcido creador.
La imagen del pintor ebrio y despechado de la película Moulin Rouge, de John Huston, quiso ser un homenaje al pintor, pero se quedó en un retrato parcial y de­cadente de una personalidad mu­cho más rica y compleja. Las grandes exposiciones retrospecti­vas se han convertido en el recur­so más usual para esta especie de recapitulación, de actualización de un personaje que vive cons¬tantemente en la memoria, pero que puede ser reconsiderado a una nueva luz. En estos días se exhibe en la Hayward Gallery de Londres una muestra que incluye cerca de 70 pinturas y 100 dibu­jos, grabados y afiches realizados por Henri de Toulouse Lautrec. La exposición permanecerá abierta hasta el 19 de enero y lue­go se verá en París en febrero. La exhibición de esta amplia selec­ción de sus trabajos viene acom­pañada por un extenso catálogo con textos de Claire Freches­Thory, Anne Roquebert y Ri­chard Thompson (publicado también en español por Julio 011ero-Leonado, de Luca Edito­res), en el que se propone una lec­tura más informada y serena de la vida y obra del pintor francés.
Estos textos no pretenden desmentir los aspectos más cono­cidos de la vida de Toulouse Lau­trec, sino ahondar en sus motiva­ciones y situarle en el contexto de un tiempo en el que su conducta disoluta distaba mucho de ser ex­cepcional. Calificarlo simple­mente de pintor maldito es desco­nocerlo y no tener una visión cla­ra de la época. Toulouse Lautrec dejó los círculos exclusivos,, pero provincianos, de su familia y circuló por los lugares comunes a los elegantes y burgueses en bus­ca de diversión:

 Mujer quitándose las medias (1894). Pintura a la esencia sobre cartón. Una de las obras intimistas de Toulouse Lautrec. Posiblemente, la modelo es una de las sumisas de un burdel.

 A la mesa en casa de madame Natanson (1898). Óleo, aguada y pastel sobre cartón (Museo de Bellas Artes de Houston).



 Henri de Toulose Lautrec, por él mismo (1881). Óleo sobre cartón.

 Pelirroja (El baño) (1889). Pintura a la esencia sobre cartón. El pintor califica esta obra como un desnudo, tal como los concebía él: un deshabillé

cabarés, teatros, salones, cafés concierto, hi­pódromos y fiestas.
En las últimas dos décadas del siglo XIX, época en la que Tou­louse Lautrec vivió en París, el asunto de la prostitución era uno de los que más preocupaba a la sociedad parisiense. Se trataba de mantener cierto control a tra­vés de las casas de tolerancia, donde una madame mantenía bajo su dominio a un número li­mitado de sumisas, pero hacia fi­nales de siglo éstas fueron dismi­nuyendo ante el crecimiento de la prostitución callejera, las llama­das insumisas. Un escritor contó en 1856 202 burdeles; en 1886 ha­bía sólo 80, y, al parecer, en 1888 había 65, con 685 filles de maison. Las insumisas estaban entre las 30.000 y 120.000 en aquellos días.
No es posible precisar cuánto tiempo pasaba Toulouse Lautrec en los burdeles de París, y hay quienes mantienen que pasaba temporadas viviendo en ellos; pero una parte importante de su obra recoge aspectos de la vida cotidiana de estos lugares y estas mujeres. Muchos otros pintores de su época pintaron temas de burdeles, aunque ninguno dedicó tan alto porcentaje de su obra como Toulouse Lautrec a este mundo.
Las prostitutas son ante todo, para este pintor, seres humanos. No las caricaturiza, no las retrata como seres angustiados ni tam­poco alude a sus relaciones con los clientes. El artista entra en el mundo femenino con una mirada desprejuiciada, lejos de una posi­ción de dominio, simplemente queriendo penetrar en aquellos momentos íntimos de las mujeres solas en su vida común. La serie de grabados Elles es un ejemplo de esto. Las prostitutas no son un motivo para cuadros eróticos, salvo en el caso de los retratos de lesbianas. No es abiertamente obsceno ni cae en lo sentimental. Si hizo algunos dibujos porno­gráficos fue sólo para divertir a sus amigos, que los colecciona­ban. En una de sus exposiciones los dispuso en una pequeña salita aparte a la que invitaba sólo a personas de mucha confianza.

De izquierda a derecha: Polvo de arroz (1889) Óleo sobre tela. Museo Van Gogh, Amsterdam. Retrato de penetrante intensidad. La clownesse Cha-u-Kao (1895). Óleo sobre cartón. El pintor se acerca con frecuencia a esta actriz de cabaré desde diversos ángulos. Condesa de Toulouse Lautrec en el salón de Mahormé (1887). Óleo sobre lienzo. Uno de los retratos que hace de su madre.

De izquierda a derecha: La mujer de la boa negra (1892). La galería de mujeres de Toulouse Lautrec toma formas y colores expresivos. El doctor Jules-Emile Pean (1891). Óleo sobre cartón. Lautrec no se prodiga en retratos de hombres. En éste late una sutil ironía.

 Montmartre el barrio preferido de Toulouse Lautrec, tam­poco era exclusivo de una clase empobrecida y de los lugares de diversión barata. De los 6.000 ar­tistas que vivían en París en 1870, unos 1.500 vivían en Montparna­se. Los lunes por la mañana ha­bía un mercado de modelos, fami­lias enteras de inmigrantes se pa­seaban por el bulevar de Mont­parnase con la esperanza de ser contratadas para posar para los artistas.
Jules Renard hace una des­cripción detallada de Lautrec. "Es un herrero diminuto con quevedos. Un pequeño saco divi­dido en dos, en el que coloca sus piernas. Labios gruesos y manos como las que dibuja, huesudas, con dedos anchos y separados, pulgares semicirculares. Suele hablar de las personas muy pe­queñas como dando a entender `bueno, ¡yo no soy tan bajo como eso!'. Al principio te hace sentir mal porque es tan pequeño; des­pués, le ves tan lleno de vida, tan amable, interrumpiendo sus fra­ses con pequeños gruñidos que salen de sus labios como pasa el viento por una puerta con burle­te. Es tan grande como su nom­bre. (...) Siempre el mismo gruñi­do, siempre el deseo de hablarte de cosas que 'son tan estúpidas que son interesantes'. Y peque­ñas gotitas de saliva vuelan hacia sus barbas".
Entre sus contemporáneos, tanto pintores como escritores, los bajos fondos de París eran un tema común. La originalidad de Toulouse Lautrec fue su trata­miento tanto de los personajes como de la composición, de su capacidad de síntesis y el color. Era capaz de dar temperatura a una escena. Se dedicó con pasión al grabado y fue el artista que ele­vó definitivamente la litografía a la categoría de arte mayor.
En los años noventa decaía el naturalismo —en el que se habia formado Lautrec— agotado en sus remedos de la realidad, y as­cendían otras corrientes, como la de los decadentistas provocado­res como Huysmans o Verlaine, los simbolistas y los nabis. Si bien en una ocasión la policía hizo re­tirar un cuadro suyo sobre lesbia­nas del escapa-

 El sofá. Óleo sobre cartón. Una de las más logradas escenas de lesbianas del artista.


Justine Dieuhl (Mujer sentada en un jardín) (1891). Óleo sobre tela. Uno de los escasos retratos de Lautrec al aire libre.


 rate de una galería, Tolouse Lautrec no solía causar grandes escándalos, aun­que no faltaron las críticas de los más conservadores que conside­raban sus obras escabrosas.
El desarrollo de su carrera profesional fue algo que le preo­cupó en todo momento y ni las más atroces borracheras o las in­tolerables mañanas de resaca le impedían asistir a una cita en el taller de grabado. Sus afiches fueron impactantes y señalaron un cambio definitivo en la histo­ria de las artes gráficas, pero no hay que olvidar que en primer término estos trabajos eran para la promoción y la publicidad, tanto de los que anunciaban como de quien los creó. Toulouse Lautrec vio sus afiches empape­lando París, y fue muy conocido en su época. Logró, eso sí, abrir caminos para que el arte se exhi­biera en otros circuitos y amplia­ra su difusión. No se enriqueció con ellos —tampoco tuvo tiempo suficiente—, pero su obra fue ampliamente reconocida. La ma­yor parte de sus cuadros impor­tantes fue expuesta a lo largo de los 20 años de su trayectoria ar­tística, incluidas varias impor­tantes exposiciones individuales. Vender sus obras no era una ne­cesidad vital porque su familia le pasaba una renta, pero era una manera de reforzar su individua­lidad.
Pero esta visión amortiguado­ra de la vida exagerada de Tou­louse Lautrec no debe hacernos olvidar que iba deliberadamente al encuentro de los aspectos más oscuros de su personalidad y el mundo que le rodeaba. Quiso el exceso, "a pequeños sorbos, pero a menudo", tal como se iba enve­nenando lentamente con la bebi­da. "Lautrec llegó al alcohol por la glotonería y la sensualidad. El alcohol tardaría sólo algunos años en devorarlo", escribe su amigo Thadée Nathason. "No bebía para olvidar su desgracia, pero lo cierto es que bebiendo la olvidaba". En cierta forma, él quiso terminar con su propia his­toria prematuramente. Aun así, la historia no sólo lo ha inmorta­lizado, sino que lo hace revivir con mayor brillo y comprensión que la que él mismo tuvo.

De izquierda a derecha: La Goulue entra en el Moulin Rouge (1892). Una de las modelos favoritas del pintor, una alborotadora cnatante de cabaré. Monsieur Boileau en el café (1893). Aguada sobre cartón. Escena de la agitada vida de las tabernas y cafés de Montmartre. En la Rata Muerta (1899). Óleo sobre tela. Las luces y colores nocturnos de Lautrec representaron una innovación.


 Hijo de Baco y de Venus
La galería de retratos que realizó Toulouse Lautrec a lo largo de toda su carrera tiene el evidente predominio del tema de la mujer. Pocos pintores han sabido intro­ducirse con tal facilidad e inteli­gencia en el privado universo fe­menino. Tanto en los primeros re­tratos de su madre como en los innumerables dibujos, grabados y carteles que dedicó a modelos, actrices y cantantes, Toulouse Lautrec supo captar siempre el momento íntimo, sin violarlo. Fue fiel a los secretos de ellas y a la luz de su misterio.
Hay algunos nombres de mu­jer a los que su historia ha que­dado unido de forma definitiva. Jane Avril (1868-1943) sólo se dedicaba a cantar ocasionalmen­te, era discreta y elegante, más cultivada que la media de las ac­trices y bailarinas del Moulin Rouge. Tenía una amplia corte de admiradores y Toulouse Lautrec era uno de ellos. Él la retrata mu­chas veces, bailando con la pier­na muy alta y con un abrigo de cuello de piel.
La Goulue tenia un tempera­mento totalmente opuesto, era
escandalosa y extravertida, y también contó con su preferen­cia. Loie Fuller (1862-1928), una exótica bailarina norteamericana que conquistó Paris con sus ori­ginales danzas, se convirtió du­rante un tiempo en modelo de Toulouse Lautrec. Yvette Guilbert (1967-1944), apodada La Díseuse de Fin-de-Siécle, fue una de las más luminosas figuras de la no­che parisiense de los noventa, creadora de un estilo de canción sensual y obscena que la hizo muy conocida. La célebre y rotunda Madame Cha-u-Kao tam‑
bién atrajo la mirada del pintor de Montmartre. Lautrec conoció además, en el Moulin Rouge, a la irlandesa May Belfort, de la que hizo varios retratos al óleo y al­gunas acuarelas. Aun en sus últi­mos días tuvo tiempo, en Le Ha­vre, de pasear por las cantinas y hallar a una última mujer que de­jar para siempre sobre el papel, otra cantante: Miss Dolly. La sífi­lis y el alcoholismo lo consumie­ron. Venus y Baco cobran caro sus favores.


De izquierda a derecha. El jockey (1899). Litografía coloreada. En sus últimos años Lautrec regresa ocasionalmente a sus temas ecuestres. En el circo: caballo erguido(1899). Lautrec pinta escenas de circo durante sus días internado en el hospital psiquiátrico.



 Monsieur Henri, pintor
Cuando pensamos en la persona­lidad y el talante de los modelos elegidos por Toulouse Lautrec, nada parece más natural que asemejarlos a sus propias distro­fias físicas, a aquella malhadada apariencia que le hizo ser tachE do de Quasimodo del arte, d€ gnomo o, más vulgarmente, de culo caído, o atribuir sus desga­rros al mundo elegido por él para vivir y morir. Allí donde era el niño mimado al que todos llama­ban "Monsieur Henri".
No se interesó jamás por nada distinto a las personas. "Sólo existe la figura", decía, "el paisaje no es más que un acceso­rio". Y solo pintó hombres, muje­res y algunos pocos animales. Tan sólo se le conoce un bode­gón, y representa, como burla de un jurado, un pedazo de queso camembert. Sus contemporáneos nos han descrito cómo pintaba, lo nervioso de su pincelada, la den­sidad casi acuosa de su ácida pa­leta, lo ensayado y ensayado de su espontaneidad y lo imprevisi­ble de sus últimos resultados. Al­gunos recursos de la perspectiva y otros que afectan al encuadre elegido, a la disposición del color y a la representación del movi­miento, los aprendió Lautrec de los maestros japoneses y de la enseñanza de Degas.
"En Lautrec es un elemento temporal lo que sostiene como textura espiritual la vivacidad de sus dibujos. Incluso lo que está a la moda, comprendido en el sen­tido de la modemité de Baudelai­re, adquiere estilo en la medida en que corresponde a una situa­ción espiritual y da una expresión a lo momentáneo", escribe el crí­tico Götz Adrianai.
Sólo así se entiende que el mismo hombre que decía ha­bía plantado su tienda en un bur­del realizase la serie menos eró­tica de las que se han dedicado a las chicas de prostíbulo. Si De Kooning afirmó que "la carne es la causa de que se inventase la pintura al óleo", Lautrec bien pudo afirmar a su vez que el do­loroso aprendizaje de soportarse a uno mismo fue la causa de que él se dedicase a la pintura.
MARIANO NAVARRO


Litografía de las series Elles (1896). Una de las íntimas escenas de esta serie, no suficientemente apreciada en su tiempo.