domingo, 13 de noviembre de 2011

Historia de un cuadro

Tiene 345 años. Ha vivido con traficantes de escla­vos, amantes franceses, mercaderes del oro y magnates de la prensa. Cada vez que cambió de manos conoció el país de moda y la clase domi­nante. Es un cuadro: Caminante a la puerta de una cabaña, de Isaak van Ostade. Desde su última mo­rada, el Museo Thyssen de Madrid, esta tela evoca los secretos de tres siglos de historia de Europa.
BERNA G. HARBOUR / FOTOGRAFÍA: CHEMA CONESA


Caminante a la puerta de una cabaña es uno de los tesoros del madrileño palacio de Villahermosa



Haarlem, siglo XVII. Holanda acaba de independizarse de Es­paña y emerge como un foco vi­brante de creatividad. Los mari­nos lucen su predominio en el mar; los comerciantes inventan la bolsa y la banca modernas, y los burgueses hacen su revolución; los campesinos, por ejemplo, in­vestigan por primera vez la tierra en busca de mayor rentabilidad y se lanzan a cultivar tulipanes, lino y plantas alternativas que, si no dan de comer directamente, sí se cambian por dinero. Están sentando las bases de la revolu­ción agraria.
Holanda es el centro del mun­do y es allí, en esa cuna palpitan­te, donde unos artistas deciden li­berarse de los arquetipos. Se aca­baron los enormes cuadros de en­cargo para colgar en iglesias o en palacios. Se acabaron las damas de belleza ideal, de ésas que no parecen amar, ni herir, ni sufrir, y que sólo posan rectilíneas antelos pinceles laboriosos de los ar­tistas de antaño. Se acabaron los motivos religiosos. A partir de ahora, ese campesino que llega y se para ante una cabaña, esa fa­milia burguesa con los mofletes hinchados y un ansia inocultable de éxito social, la señorita que es­pera en la ventana a su amor o los fumadores gordos y felices de taberna van a ser retratados. Gentes de aspecto nada saluda­ble, pero vivas y reales. La calle ha saltado al arte, porque el arte ha saltado a la calle.
Y es en esa Holanda, en un Haarlem efervescente, donde na­ció Isaak van Ostade. Su herma­no Adriaen, 11 años mayor, era ya un pintor formado cuando Isaak llegó a la adolescencia. Siempre al abrigo de él, discípulo abnegado y constante, Isaak pa­recía condenado a ser su imita­dor cuando empezó a conseguir un estilo personal más ambicio­so. La atmósfera nublada, los fi­nos acabados, la destreza del de­talle, iban a diferenciarle. Pero, a los 28 años, murió. Caminante a la puerta de una cabaña fue pinta­do por el joven Van Ostade el mismo año de su muerte. Así na­ció, de manera casi póstuma, nuestro protagonista. Un cuadro excepcional.
"Es un cuadro muy represen­tativo de lo que el arte holandés estaba viviendo en ese momen­to", cuenta hoy Tomás Llorens, conservador jefe del museo Thyssen-Bornemisza. "En ese momento, los pintores trabaja­ban por primera vez para vender en la calle, a la gente normal, que vive en casas pequeñas, de tama­ño real. Por eso hasta la dimen­sión tan pequeña del cuadro tiene su razón de ser", afirma.
Imposible saber qué habría sido de la vida y la obra de Isaak si hubiera vivido más tiempo. Lo único cierto es que, cuando él pintaba en su pueblo para  los burgueses del lugar, el arte, ese arte, era una aventura. Era la aventura de romper con lo eleva­do y lo ideal. Y les salió bien.
No iban a pasar muchas déca­das, las justas para que el peso de la balanza intelectual se inclinase hacia Francia, para que nuestro protagonista, el Caminante a la puerta de una cabaña, cruzara las fronteras. Porque aunque Isaak murió con una fama pequeñita, casi doméstica, este cuadro supo perpetuarse a lo largo de los si­glos siempre en el país de moda y en manos de la clase social prota­gonista. Hasta el siglo XVIII, se­gún calculan los expertos, vivió en la casa de esos burgueses que lo compraron en Haarlem por unos cinco florines y medio. Por aquellos tiempos, un trabajador cualificado ganaba unos siete flo­rines a la semana, por lo que se calcula que el primer dueño de nuestro cuadro era, por lo me­nos, un maestro artesano de clase media-baja.
Para cuando envejecieron los dueños del cuadro, y sus hijos, y sus nietos, también el predomi­nio de Holanda en el panorama europeo había envejecido. Des­plazada por Inglaterra en el mar y superada en el comercio por nuevos focos europeos, Holanda se replegaba también del lideraz­go cultural. Su Siglo de Oro decía ya adiós, en otro lugar del conti­nente resonaban los tambores de una nueva era intelectual: la Ilus­tración. Ese lugar era Francia.
No es que todas las ideas de la Ilustración fueran francesas, ni su aplicación. Pero lo que sí era francés era el lenguaje de su difu­sión. Desde San Petersburgo a Madrid no había aristócrata mo­derno que se preciara que no ha­blara en francés. La sensibilité hacia las clases inferiores, el cha).- me de la buena cultura o el cachet de las obras de arte eran manda­mientos del savoir-faire.
Por eso nuestro cuadro se en­contró de la noche a la mañana con un nuevo futuro ante su vis­ta. Por aquel entonces, a finalesdel XVII, se empezó a oír hablar de los marchantes franceses, que llegaban en carrozas a comprar obras de género holandés, a ser posible pittoresques. El Caminan­te... estaba salvado. Pintoresca era exactamente la escena que había inmortalizado: un simple viajero que se había parado a la puerta de una casa campesina. Una imagen de la vida cotidiana. Así que llegaron unos señores, lo envolvieron y lo trasladaron de país. Rumbo a Francia.
¿Y quién iba a ser su nuevo dueño? ¿Sería un burgués, un no­ble de provincias o una dama cortesana de las que promovían el arte en Versalles y París? El ele­gido —en este caso elector— fue Charles-Louis de Merle de Beau­champ. El cuadro de Van Ostade había caído en manos del hono­rable conde De Merle, uno de los últimos ejemplares de la aristo­cracia de sangre, entrega y ho­nor. Militar y diplomático, culto y noble al servicio real, al conde no podía faltarle una buena co­lección de arte, a ser posible de cuadros holandeses del siglo XVII, que se habían puesto de moda gracias a esa pose de in­quietud social. En ese sentido, Caminante... cumplía perfecta­mente su ilustrado papel colgado en la pared de un castillo de Aviñón.
La vida era agradable allí, en la campiña, pero también bas­tante aburrida. Sólo cuando el conde venía de una guerra de re­ligión o cuando una fiesta llena­ba aquella casa de gentes elegan­tes había diversión. A decir ver­dad, nada tenía aquello que ver con las historias que se oían so­bre la capital. París debía de ser un lugar encantado, activo, lleno de subastas y salones de arte, re­pleto de damas y artistas carga­dos de vida. Y al Caminante... no le faltaba mucho para conocerlo.
En 1784, cuando tenía 135 años, nuestro cuadro llegó a Pa­rís. El conde De Merle acababa de morir, y todos sus objetos de arte iban a ser subastados en el hotel Bullion. El Caminante a la puerta de una cabaña, convertido en el lote 71 de la subasta, fue ad­judicado a golpe de martillo por 3.140 francos.
¿Quién había comprado  ese cuadro al que el catálogo de la subasta definía como "obra maestra de la armonía"? ¿Quién era el nuevo propietario de una obra que "sólo podemos compa­rar a la naturaleza, a la que se le une un arte admirable, con el tono del color más caliente y transparente", como había escri­to de él el famoso marchante Ale­xandre-Joseph Paillet en el catá­logo de la subasta.
La historia es larga. Faltaban aún cinco años para la Revolu­ción de 1789, pero la aristocracia parisiense caminaba ya con rum­bo certero hacia la decadencia. Intrigantes, corruptos, vagos, los aristócratas de la Corte que ha­bían personificado el Despotis­mo Ilustrado, se entregaban a las dulces tareas del Gobierno en la sombra. Cotilleos, bailes, lances de amor, conspiraciones y frivoli­dad eran los ingredientes de ese mundo al que Caminante... aca­baba de llegar. El conde de Ar­tois, hijo menor de Luis XV, era uno de los hombres más destaca­dos en ese mundo de disipación.
El futuro rey, embarcado en las intrigas y amoríos de Versa­lles, vivía separado de su esposa, con la que se había casado a los 17 años. Mientras él se entregaba a la vida cortesana, María Teresa de Cerdeña-Saboya, su esposa, se recluía en una casa modesta de Saint Cloud. ¿Sola? Por supuesto que no.
Un burgués de los que ronda­ban por aquel entonces a la aris­tocracia en busca de algún tipo de fusión con el poder era su acompañante. Se llamaba Des­touches y oficialmente era el ad­ministrador de María Teresa. En realidad, según el historiador Ivan Gaskell, vivía una "posición dudosa" con respecto a su mada­me. Él era el nuevo dueño oficial de Caminante a la puerta de una cabaña.
Pese a la separación de hecho que vivían los condes de Artois, las finanzas de ambos se mante­nían unidas, y se sabe que hacia 1789 ambos recibían cuantiosas subvenciones del Estado. Pero un mes después de la toma de la Bastilla por la Revolución, la Asamblea Nacional asumió el control de la casa de Artois.
¿Qué pasó entonces con el Ca­minante...? El hábil Destouches, viendo cómo la guillotina se cer­nía sobre sus amigos aristócratas y poniendo sus barbas a remojar, había trasladado todos sus cua­dros holandeses y flamencos a la Rue de Clichy, en París para in­tentar salvarlos de la quema. Pero de nada sirvió porque su co­lección, al igual que muchas otras, iba a sucumbir sin salva­ción en manos del que era enton­ces el mayor enemigo de Francia: Inglaterra.
Nadie podía hacer nada. En plena Revolución Francesa, mientras los nobles huían de la cuchilla y sus colecciones caían en manos de los especuladores, los ingleses se organizaban en po­derosos sindicatos de arte. Ve­nían a París para comprar a pre­cio de saldo todos los tesoros que allí se subastaban. Eran los lla­mados raids de arte. Nuestro Ca­minante..., convertido en lote 79 de una subasta celebrada enmayo de 1801, se adjudicó por por 2.540 francos y pasó a las manos de Michael Bryan, repre­sentante de un sindicato de arte inglés. Un precio no demasiado bajo frente a las gangas que en aquel entonces sangraron las ar­cas artísticas de Francia a favor del hábil enemigo inglés y que a veces bajaban hasta una sexta parte del valor real de la obra, cuando no era directamente ro­badas.
Los catálogos de aquellas su­bastas, tan frecuentes en el París de la Revolución, son elocuentes. Su lenguaje ya no es el mismo: "Catálogo de una colección muy valiosa de los cuadros que com­ponen el gabinete del ciudadano Destouches. Primer germinal del año segundo de la República", reza un manual de subasta en el que está registrado Caminante... en 1794. "Este cuadro tiene el co­lor más sorprendente, un toque verdaderamente admirable. Este valioso fragmento de los mejores tiempos del maestro formó parte de la colección de la última ciu­dadana Demerle", concluye   el texto, borrando el condado y la tan distinguida preposición de del nombre y el apellido de la ex condesa De Merle.
Mientras tanto, alejándose de todo esto, el cuadro de Van Osta­de cruzaba ya el canal de la Man­cha. ¿Qué le esperaba allí, en esa isla tan enfrentada siempre al continente europeo? Por aquel entonces, Inglaterra había logra­do hacerse con el dominio del mar y estaba a punto de conver­tirse en la gran potencia imperial. Poco faltaba para las guerras na­poleónicas, en las que Inglaterra iba a desplazar definitivamente a Francia de cualquier sospecha de liderazgo colonial. Y a esa Ingla­terra, a ese lugar de lores y pares, de fincas exquisitas y de fortunas crecientes, navegaba Caminante a la puerta de una cabaña.
Su llegada a Inglaterra, sin embargo, no era tan novedosa. Varios años antes, en 1794, su nombre había llegado a las islas a través del libro de un prestigioso experto en arte holandés que re­cogía amplias descripciones de la "cabaña llena de hiedra" que Van Ostade había inmortalizado. El paisaje, un poema didáctico, de Richard Payne Knight, fue el pri­mer libro conocido en el que está referido este cuadro. Y gracias a su influencia entre los burgueses ingleses de la época Caminante... había encontrado nuevos dueños.



George Hibbert fue el primer propietario inglés del cuadro. Pagó con lo que ganaba vendiendo esclavos.


 Se trataba de George Hibbert y Simon Clarke, dos millonarios de origen humilde que debían sus inmensas fortunas al comercio de esclavos y a las plantaciones azu­careras de Jamaica. El caso de Clarke era muy característico de la nueva clase pujante en Inglate­rra: cuarto descendiente de un la­drón inglés que había sido depor­tado a Jamaica, había heredado su baronía y plantaciones de esta rama tan prosaica de la familia. Una familia que, sospechosa­mente, empezó a arruinarse des­pués de la abolición del comercio de esclavos. Su amigo Hibbert re­conocía abiertamente sus intere­ses en el mercado de esclavos, que financiaba desde la City con préstamos a los colonos y por el que luchó en la Cámara de los
Comunes hasta que no hubo más remedio. Él fue el dueño final de nuestro cuadro en el reparto que hicieron los dos amigos del botín adquirido mediante su raid en París.
Gracias a Hibbert y a Clarke, Caminante... pudo conocer y vi­vir en casas de campo británicas. Porque nadie habría tenido en cuenta una gran fortuna en la In­glaterra de entonces si no hubiera estado acompañada del asenta­miento que supone una casa de campo, con su galería para cua­dros, su mayordomo y los cuar­tos para el servicio. Pero si las de Hibbert y Clarke eran casas habi­tuales en esa altísima burguesía que aspiraba a rozar la aristocra­cia, Caminante... conoció sin duda el paroxismo del patriotis­mo inglés gracias a su siguiente dueño, William Wells.
Wells, otro hombre de origen humilde venido a más gracias a los negocios coloniales, se hizo construir una casa con todos los recovecos necesarios para que sus protegidos pudieran pintar allí. Patriótico hasta la médula, promovía a los autores británi­cos que más iban a sus fiestas y más coba le daban. Y si albergó bastantes cuadros holandeses, no fue sin antes colocar en la misma galería un pinzón real que sabía entonar God save the king.
"Nunca vi más autocompla­cencia por las propias opiniones sobre el arte, del que no sabe nada", escribió el maestro John Constable sobre William Wells. "El señor Wells me llamó para ver mi cuadro y no le gustó en ab­soluto. Así que estoy seguro de que hay algo bueno en él", sen­tenciaba el artista.
Pero gracias a las fiestas de Wells, a su colección y a su apa­drinamiento de nuevos artistas —con la brutal excepción de Constable, al que entonces mi­nusvaloraba—, el cuadro de Van Ostade fue visto por las grandes personalidades de la época. Aparte de los escolares, a los que Wells no daba precisamente la bienvenida, la reina Victoria an­tes de su acceso al trono, sir Ro­bert Peel o el rey de Sajonia con­templaron a este Caminante a la puerta de una cabaña.
"Ésta es la señora de la  casa", decía Wells sistemática­mente a sus visitas cuando entra­ban en la casa y veían en el hall un largo retrato de una dama majestuosa dibujado por Ru­bens. Su esposa había muerto en 1818 y, como Wells no tenía des­cendencia, su colección estaba destinada a la dispersión.
Ahí estaba el Caminante..., a punto de celebrar su 200° cum­pleaños encerrado con un pájaro patriota cuando, en 1848, fue de nuevo subastado. Wells acababa de morir y el nuevo dueño lo iba a llevar a un mundo que aún no conocía. Después de haber sido pagado por tres fortunas colo­niales, por dinero conseguido con la sangre y explotación de los esclavos, el Caminante... estaba por descubrir una burguesía y un poder diferente: la prensa.
John Walter III, nieto del fun­dador del The Times y su tercer propietario, era el nuevo com­prador de Caminante... En su poder estaba cuando el experto en las colecciones británicas Gus­tave Waagen lo vio y le atribuyó "un toque maestro y gran poder de color" en su libro Galerías y gabinetes de arte en Gran Bretaña (1857).
Si la industria y el comercioeran los nuevos motores de la economía de aquella época, la prensa estaba a punto de conver­tirse en un nuevo pilar esencial. Y el líder indiscutible era The Ti­mes. Fue el The Times de John Walter III, por ejemplo, el que informó al Gobierno victoriano, antes que la propia diplomacia británica, de las propuestas de paz rusas en la guerra de Crimea; el mismo The Times que estrenó en Inglaterra la prensa de vapor, con la que consiguió una impre­sionante tirada de 10.500 ejem­plares por hora. Emblema de esa Inglaterra imperial, todo inglés que necesitara información privi­legiada debía desayunar con The Times. Fue una época, más que interesante, resplandeciente de esa aura de dignidad y principios nobles que impregnaba la Ingla­terra victoriana.
Pero los viejos valores que ha­bían cimentado a la nueva elite social iban a cavar su tumba. Mientras la nueva burguesía con­tinental se dedicaba a la inver­sión y al negocio, la clase alta bri­tánica seguía comprando para te­ner y disfrutar, nunca para es­pecular. "Por eso, gente como John Walter III, y la propia Gran Bretaña, estaban a punto de per­der el tren, que iba a retomar Alemania", cuenta la historiado­ra Rosario de la Torre.
Y una fortuna de origen ale­mán, la del barón Thyssen-Bor­nemisza, fue precisamente la que compro el Caminante... en 1962. Hasta entonces, y desde la muer­te de John Walter, había estado en manos de la familia Beit. Al­fred Beit, un archiimperialista británico amigo de Cecil Rhodes —el hombre que dio nombre a Rhodesia—, había fundado un imperio líder en el comercio del oro y diamantes del Transvaal. Él fue el comprador del cuadro que, a su muerte, pasó a su her­mano Otto y, poco después, a su sobrino Alfred Beit.
Tras la victoria laborista en las elecciones de 1945, en las que perdió su escaño, Alfred Beit se instaló en Suráfrica. En 1949 ce­dió parte de su colección a la Na­tional Gallery de Ciudad del Cabo, incluido nuestro Caminan­te..., que justamente cumplía su 300° aniversario.
Allí estuvo hasta que, en 1962, fue subastado en Sotheby's de Londres y adquirido por el ba­rón Thyssen Bornemisza. Des­pués de vivir tres siglos comple­tos en países fríos y poderosos, de un intermedio en Suráfrica y de 30 años en Lugano (Suiza), el Caminante... se instaló en 1992 en un lugar más caliente y de gen­te más gritona. España.
Por primera vez no está en el país más poderoso, ni más rico, ni más imperial del momento. Ni Suiza ni España lo son. Pero por primera vez, también, ha vuelto a la calle. Los jóvenes de instituto, los estudiosos solitarios o los tu­ristas sonoros entran cada día a verlo en el palacio de Villaher­mosa, de Madrid. Algunos se pa­ran a mirar. La verdad es que la mayoría se fija más atentamente en su vecino de pared, el Interior de una taberna, del hermano de Isaak van Ostade, Adriaen. Pero al Caminante... no le importa. Sólo han pasado 345 años y, como él bien sabe, tiene toda una vida por delante. 

John Walter III, propietario de The Times, compró el cuadro en 1848 y lo instaló en Bear Wood, su casa de Berkshire.

UNA VIDA AGITADA
1649 - 1784
1649. lsaak van Ostade pinta el cuadro Caminante a la puerta de una cabaña en Haarlem, próspera ciudad de Holanda, el país que domina la cultura y el comercio europeo. El mismo año, Van Ostade muere, a los 28 años. El cuadro es comprado por cinco florines y medio —el sueldo de una semana de un maestro artesano— por un burgués de la ciudad que lo mantiene colgado en su casa durante dos o tres generaciones.
Finales del siglo XVII. Holanda va perdiendo paulatinamente su supremacía política, naval y cultural en toda Europa a favor de la Francia de la Ilustración.
Comienzos del siglo XVIII. Unos marchantes franceses de viaje por Holanda adquieren el cuadro a sus primeros propietarios y lo importan a Francia, donde se había puesto de moda la pintura de género holandés. Allí lo compra el conde De Merle, un noble de Avignon, diplomático y militar al servicio de la realeza francesa. El cuadro se instala en el castillo condal.
1784. A la muerte del conde De Merle, se subasta en París su colección de arte. Caminante... alcanza la puja de 3.140 francos. Su nuevo propietario es Destouches, el amante de una condesa francesa, que lo instala en su casa de Saint Cloud.


1789 - 1801
1789. Estalla la Revolución Francesa. A pesar de que Destouches había trasladado
su colección de arte a París para escapar de su confiscación por la Asamblea Nacional, no puede evitar la pérdida de los cuadros, que caen en manos de los especuladores del
mercado del arte.
1794. Caminante a la puerta de una cabaña se subasta en París y es adjudicado por 2.501 francos a Le Brun, un conocido marchante de arte
de la época. Los precios de las obras artísticas habían caído en picado como resultado de la Revolución. Algunas bajaron hasta un sexto de su valor. Finales del siglo XVIII. Inglaterra sustituye a Francia, sumida en el caos político, social y cultural de la posrevolución, en el liderazgo mundial. Empieza a
cimentarse el Imperio colonial británico.
1801. El cuadro salta a Inglaterra. Lo compra en París, en subasta, Michael Bryan, representante del sindicato inglés del arte por 2.540 francos. Los propietarios reales son George Hibbert y Simon Clarke, dos caballeros enriquecidos con el comercio de esclavos y las plantaciones azucareras en Jamaica. Finalmente, Hibbert se queda con él en solitario —compra su parte a Clarke por 250 guineas— y lo instala en su casa de campo de Clapham, al sur de Londres.

1810 - 1917
1810. William Wells, un ultrapatriota señor inglés, le compra el cuadro a Hibbert y lo cuelga en su mansión de Penshurst (Kent). Allí es contemplado y apreciado por buena parte de la mejor sociedad británica de la época. 1815. Inglaterra derrota a las tropas napoleónicas en la batalla de Waterloo. El Congreso de Viena consagra la Restauración de los
regímenes absolutistas en Europa. Se vuelve al Antiguo Régimen.
1830 y 1848. Una ola de revoluciones burguesas y obreras contra el
absolutismo de la Restauración sacude varios países de Europa.
1848. John Walter III, propietario y nieto del fundador de The Times compra el cuadro por 315 guineas en una subasta celebrada en Christie's y lo instala en Bear Wood, su casa de campo de Berkshire (Reino Unido). 1894. Arthur Walter, hijo de John y heredero del cuadro, vende El caminante a la puerta de una cabaña, tras la muerte de su padre, a Alfred Beit, un británico de origen alemán, enriquecido con el comercio de diamantes en Suráfrica. Beit instala el cuadro en su mansión de Park Lane, Londres.
1914-1917. Desarrollo de los combates de la Primera Guerra Mundial. El cuadro permanece seguro.

1924. Otto Beit, hermano de Alfred, hereda el cuadro a su muerte y lo cuelga en Belgrave Square, su casa de Londres.
1930. Alfred, hijo de Otto Beit, vuelve a heredar el Caminante a la puerta de una cabaña y lo traslada a Ciudad del Cabo (Suráf rica), donde trasladó su residencia junto a su esposa. En 1949, la tela se expone, por cesión de Beit, en el museo National Gallery de Ciudad del Cabo. 1939-1945. Segunda Guerra Mundial.
1962. El último propietario, Alfred Beit, vende el cuadro en Sotheby's de Londres,
después de traerlo de Suráfrica, con una estancia breve en Irlanda. El barón Thyssen Bornemisza, famoso coleccionista de arte, adquiere la tela por una cantidad superior a los dos millones de dólares y lo instala en su casa Villa Favorita, en Lugano (Suiza).
1992. En octubre, Caminante a la puerta de una cabaña se traslada al recién inaugurado museo Thyssen Bornemisza, en el palacio de Villahermosa de Madrid, donde permanece expuesto desde entonces. 1993. El 18 de junio, el Consejo de Ministros de España acuerda la compra por parte del Estado español de los 775 cuadros de la colección Thyssen Bornemisza por un importe de 44.100 millones de pesetas.





Las referencias adheridas a la parte posterior del lienzo dan fe de las exposiciones en las que ha estado presente esta obra maestra holandesa.


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