martes, 14 de junio de 2011
Adam Hughes
Sentinel Studio
lunes, 13 de junio de 2011
LA REVOLUCIÓN DE LOS CÓMICS Scott McCloud
La historia del cómic no anda sobrada, precisamente, de grandes revoluciones. A excepción, quizá, del movimiento underground americano y sus ecos contraculturales europeos tras el mayo del 68, dicha historia podría escribirse como una sucesión de estilos, modas, escuelas, generaciones o grupos que han ido tomándose el relevo sin verdaderas rupturas entre unas y otras. Y es que al cómic siempre le han sobrado analistas y comentaristas y le ha faltado, por ejemplo, unos cuantos pensadores de vanguardia, ideólogos incendiarios, revolucionarios dogmáticos o iluminados utópicos. Afortunadamente, que dirán muchos.
A Scott McCloud, posiblemente, no podríamos incluirlo con total justicia en ninguno de los grupos
anteriores, pero es sin duda lo más parecido a algo así que podemos encontrar en el mundo de la historieta. En 1993 nos sorprendió con su brillante ensayo en forma de cómic Understanding comics: The Invisible Art (Cómo se hace un cómic: el arte invisible. Ediciones B, 1995), con el que, en cierto modo, convulsionó lo que hasta entonces eran los métodos de estudio y análisis de la historieta. Siete años después, en el 2000 —un año más para la edición española que ahora comentamos—apareció en Estados Unidos la que en cierto modo es su continuanción, Reinventing comics, un nuevo ensayo en forma de tebeo que propugna, ahora sí, la revolución o la muerte. Nada menos.
A priori, el carácter de secuela con el que se nos presenta este libro puede hacernos pensar que su aparición obedece a meros criterios de "oportunismo comercial", como si McCloud no tuviera todo el derecho del mundo a explotar el éxito de su obra anterior y seguir trabajando (¡siete años después!) en un filón —el del ensayo en forma de cómic, o "cómic de no ficción"—, que él mismo ha desarrollado como nadie y que nadie más que él ha seguido cultivando con tanta intensidad. Resulta, además, que las semejanzas entre uno y otro libro se limitan a ser "cómics en los que el señor McCloud habla sobre cómics". Se repiten algunas ideas —afortunadamente, hay ideas que repetir—, pero por lo demás los temas tratados y el planteamiento de uno y otro son absolutamente distintos. La ausencia del "factor sorpresa" con el que nos deslumbró la anterior obra no debe cuestionar, de entrada, la validez de ésta. Lo que sí hay que decir desde el principio es que esta obra es mucho más polémica, más incómoda y antipática de leer que la anterior, porque si aquélla era un hermoso canto hacia las virtudes y potencialidades del arte secuencial, ésta está llena de reproches y tirones de orejas al adormecido mundo de la historieta. Y eso, claro, no resulta cómodo.
La revolución (o reinvención, si nos atenemos al título inglés) propuesta por McCloud se estructura en torno a doce puntos, doce revoluciones, que él estima imprescindibles y, en muchos casos, inevitables, para que el cómic consiga explotar, definitivamente, todas las infinitas posibilidades que se le suponen y que no ha llegado a desarrollar plenamente. De partida, ya encontramos una postura algo novedosa y polémica: el reconocimiento, surgido desde el propio entorno de los cómics, desde una persona que ha estudiado y profundizado plenamente en su lenguaje, de que los cómics conocidos hasta ahora no han llegado a alcanzar, ni mucho menos, su plenitud; que el lenguaje del cómic apenas si ha empezado a despuntar y a rozar la categoría de un verdadero medio artístico o de expresión. En otras palabras: el reconocimiento de que "tenemos un problema", que no es un problema exclusivamente de mercado o de crisis editorial, y de que en gran parte la culpa es nuestra. El reconocimiento de que, en su gran mayoría, la historieta todavía no está a la altura de lo que se le puede exigir y de que se puede esperar mucho más de ella. Si no se comparte esta posición de partida (en realidad, el punto en el que terminaba Cómo se hace un cómic), el resto del libro queda prácticamente invalidado y sin sentido. Y de paso, el resto de esta reseña.
ampliar el público mediante la profundización en parcelas temáticas y creativas prácticamente inexploradas y devolver el interés y el respeto hacia los cómics por parte de las instituciones y los medios de comunicación. Es cierto que los análisis y reflexiones de McCloud —al contrario de lo que ocurriera en Cómo se hace un cómic se centran casi exclusivamente en el mercado americano, donde el cómic sigue siendo entendido mayoritariamente como un medio de evasión para adolescentes, pero sinceramente pienso que muchas de sus reflexiones son trasladables al mercado europeo, en general, y no digamos al español en particular. Y también es cierto que muchos de estos "caminos revolucionarios" han sido ya puestos en práctica desde hace mucho y que no son nada nuevo (el libro está plagado de ejemplos al respecto), pero no es menos cierto que representan una minoría de la producción, que muchos de esos caminos han quedado casi abandonados y que la estructura del mercado, en muchos casos, impide que esos caminos sigan funcionando y que los creadores más "arriesgados" tengan la oportunidad de llegar hasta unos potenciales lectores que en muchos casos ni siquiera llegarán a conocer su existencia. Por tanto, lo que McCloud hace en esta primera parte, más que ofrecer ideas realmente nuevas o revolucionarias, es reavivar el "fuego creativo" de los cómics de los ochenta y primeros noventa, aglutinando y dando forma (o "corpus ideológico", para ponernos ya pedantes del todo) a una serie de sentimientos e ideas comunes que muchos creadores comparten y han intentado poner en práctica con grandes dificultades (en justicia, mucho más de lo que el propio McCloud ha hecho nunca en su faceta como creador puramente de ficción). Muchas de sus afirmaciones y conclusiones pueden ser discutibles, algunas incluso pueden sonarnos aparentemente reiterativas, manidas y algo superadas (por ejemplo, esa especie de complejo de inferioridad hacia el Arte y la Literatura con mayúsculas).
Pero donde se concentran las ideas más originales, polémicas y discutibles es, sin duda, en la segunda parte del libro, En la cresa de la ola, un verdadero manifiesto en defensa del cómic digital colmo el verdadero y casi único Muro posible para el arte secuencial. Esta segunda parte desgrana as tres últimas revoluciones pendientes: la creación, la distribución y la evolución de los cómics en el entorno digital. Nuevamente, la mayor parte de entre unos lenguajes y otros no hará que se fundan o mezclen entre sí, sino que se acentúen sus distinciones conceptuales y aparezcan sus "verdades" al desnudo. En algunos momentos es francamente difícil desligar los deseos y las bellas ideas de McCloud de lo que puede ser una predicción más o menos lógica, porque por esa misma vía podríamos llegar a conclusiones bien distintas: por ejemplo, la de que precisamente la absorción de los diferentes lenguajes por la red podría llevar a que unos se impongan sobre otros (justamente, sobre los menos "potentes" mediáticamente, como el cómic o la literatura) y acaben desapareciendo o mezclándose de tal manera que se diluyan muchas de sus características diferenciadoras. Como él mismo reconoce, muchos de los esfuerzos encaminados a aprovechar las potencialidades de la red y los entornos multimedia para los cómics se están dirigiendo (equivocadamente, a mi parecer) a incluir sonidos, animaciones, enlaces hipertexto... efectos que en gran medida pueden desvirtuar la verdadera esencia de los cómics y degradarlos a la categoría de unos dibujitos animados de segunda fila o unos videojuegos pobretones.
En cualquier caso, es en este entorno idealizado donde McCloud sitúa el escenario en el que los cómics podrán evolucionar sin cortapisas de ninguna clase y desarrollar plenamente todo su potencial. Y para ello propone, fundamentalmente, eliminar en el entorno digital el concepto de "página" —uno de los artificios impuestos por la tecnología de la imprenta, "tan instrínseco a los cómics como la grapa o la tinta china"— y sustituirlo por la idea de tratar la pantalla del ordenador como una ventana. Por ahí avanzan casi todas sus investigaciones en el campo digital, profundizando en el concepto de lo que él llama "la tela infinita", una idea que permitirá a los creadores mantener intacta su capacidad para subdividir su obra, porque la "página" ya no será un concepto físico y limitado, sino que podrá asumir cualquier tamaño y forma que requiera cada escena en concreto. Creo que ésta es una idea con un enorme potencial creativo, capaz de abrir nuevas vías para el desarrollo de los cómics. Pero no acabo de entender por qué para McCloud la página impresa es un artificio limitador y empobrecedor del lenguaje de los cómics y la "ventana" del ordenador no. Creo que es otro artificio que sustituye algunas de las limitaciones del medio impreso por otras distintas. Porque, ¿acaso no es una limitación el propio tamaño de la "ventana", de ese agujero en forma de pantalla al que nos asomaremos para mirar los tebeos del futuro? ¿No hay que inventar otros artificios para guiar al lector por esa tela infinita? ¿Y qué ocurriría si quisiéramos insertar viñetas de gran tamaño, superiores al formato estándar de la pantalla? ¿No es un límite incómodo y empobrecedor el
hecho de tener que desplazarse por la pantalla sin poder contemplarlas por completo?
El libro plantea, por supuesto, muchas más cuestiones de las que se pueden abarcar aquí, y deja abiertas muchas interrogantes, como por ejemplo: ¿realmente podrá uno ganarse la vida vendiendo tebeos digitales? ¿Cómo hacer que la existencia de tus tebeos en la red pueda llegar a ser conocida por los navegantes? Y en el supuesto de que la venta de contenidos a través de la red se convierta en un negocio, ¿qué nos hace suponer que no se reproducirán los mismos esquemas de mercado del "mundo físico", en el que los contenidos menos rentables y minoritarios van quedando relegados y oscurecidos y con muchas menos posibilidades de acercarse al público? Las respuestas que McCloud ofrece a casi todas estas preguntas son, en mucho caso, mera cuestión de fé, pero son bastante coherentes dentro de su visión del futuro digital. Y hay que reconocerle, sin duda, la audacia intelectual y la valentía que supone aventurarse en estas cuestiones donde todo es discutible y donde todo está por decidir. No quisiera acabar sin recordar que La revolución... es un cómic, y que analizado como tal (al margen de la discusión de sus ideas) es mucho más flojo que su predecesor. Aquél era un tebeo hecho a mano, y éste está realizado íntegramente por medios digitales... con resultados visualmente mucho más pobres. Pero lo peor es, sin duda, que mientras en Cómo se hace... el empleo del lenguaje visual estaba plenamente integrado en lo que se contaba y mejoraba potencialmente la comprensión y la asimilación de las ideas, en muchos momentos de La revolución... la profusión de símbolos y metáforas visuales no hacen sino entorpecer la lectura y no ayudan para nada a comprender mejor lo que se cuenta: en esos momentos es mejor leerse el texto y olvidarse de los dibujos. Por otra parte, en ocasiones la obsesión didáctica de McCloud ralentiza el flujo de las ideas con la excesiva aportación de datos y la reiteración de algunos conceptos que hacen la lectura bastante aburrida.
ENRIQUE BONET
U#23 febrero 2002
BLANCO HUMANO Peter Milligan y Edvin Biukovic
Si ustedes pertenecen al grupo de masoquistas que, como yo, han ido a ver ese engendro titulado Misión: Imposible 2 (sí, masoquistas, porque no dirán que no estábamos ya sobre aviso) entenderán mejor las bondades de este Blanco humano, más que nada por las comparaciones que se pueden establecer entre ambos productos (y que conste que a mí la primera parte de Misión: Imposible [1996, Brian DePalma] me parece, junto a Matrix, el mejor blockbuster que Hollywood ha parido en el último lustro: por su modernidad, por la inteligencia de su guión, por lo sorprendente de sus giros argumentales). Lo que quiero decir es que si Peter Milligan hubiese escrito el guión de esa Horterada Imposible orquestada a la mayor gloria de Tom Cruise, y para ello se hubiese basado en las brillantes ideas que desarrolla en este Blanco humano, posiblemente M:I 2 hubiera podido llegar a ser una gran película; puede que incluso una obra mayor. Que es justo lo que es este tebeo, aunque no lo aparente.
Porque resulta divertido comparar M:I 2 y Blanco humano en los sucesivos juegos de suplantación de personalidad que hay en ambas tramas argumentales, y hacer balance del grado de efectividad conseguida a la hora de engañar al público. A lo largo del metraje de MI 2, si no recuerdo mal, hay unos cuatro "engaños" de personalidad. Pues bien, todos ellos, salvo quizás el primero, son adivinados por cualquier espectador mínimamente atento bastante antes de que el personaje en pantalla se quite la careta. En el caso de Blanco humano cuento hasta siete suplantaciones de personalidad, y todas, absolutamente todas, consiguen engañarnos y descolocarnos en la primera lectura del tebeo (y alguna de ellas, incluso en una segunda lectura, lo cual resulta ya casi increíble). Evidentemente, esto no sucede por casualidad. Sucede porque, mientras que en M:I 2 estamos ante un guión mediocre, rutinario y carente por completo de talento, en el caso de Blanco Humano estamos ante un guión excepcional, una original trama urdida para resultar completamente imprevisible, un rompecabezas meticulosamente concebido para que todo encaje en su sitio, y a la vez, para desconcertar una y otra vez al lector sin tomarle el pelo ni hacer trampas. Pero lo mejor de Blanco humano no es que consiga engañar a los lectores. Lo mejor es que todo ese juego de engaños está al servicio de una historia ágil, vibrante, absorbente, y, por encima de todo, humana. ¿Se puede pedir más?
Y sí, digo humana porque, aunque el tebeo comienza como lo que parece una simple historia de acción para la cual se recurre, por enésima vez, al viejo truco de remozar a un personaje antiguo (en este caso Human Target, creado en los setenta por, dicen los créditos, Len Wein y Carmine Infantino: primera noticia que tengo del personaje, un agente freelance especializado en suplantar a personas en peligro de muerte que le contratan para que haga de eso, de blanco humano), termina convirtiéndose en todo un tratado psicológico sobre la condición humana y las contradicciones de nuestra(s) personalidad(es). Y ése es el gran hallazgo de Blanco humano: que los continuos juegos de suplantación no están sólo para justificar la trama de acción o para sorprendernos, que también, sino, sobre todo, para servir a las necesidades humanas de los protagonistas del tebeo. Si se fijan, las sucesivas "misiones imposibles" a las que asistimos en Blanco humano tienen como objetivo no el de robar alguna fórmula secreta o una clave de espionaje, sino el de ayudar a superar diversas frustraciones y necesidades de los personajes: la necesidad de dos esposas de recuperar, por distintas razones, a sus maridos perdidos; la necesidad del protagonista de recuperar la confianza y la autoestima; la necesidad de su ayudante, al borde de la locura, de reencontrarse consigo mismo. Y es que los temas de fondo que Milligan apunta en esta obra son muy, pero que muy reales. El miedo al fracaso siendo uno mismo; el temor a asumir las responsabilidades a las que antes o después nos conducen nuestras vidas y el suicidio como vía de escape (o no) ante eso; la imagen tan rígida que tenemos de nosotros mismos y los comportamientos reprimidos a que ello nos conduce; el deseo de vivir la vida de otra persona distinta a nosotros y a la que juzgamos mejor o más feliz; los diferentes y audaces roles que nos atrevemos a asumir cuando jugamos a ser otra persona, pero que con toda seguridad seríamos incapaces de desempeñar siendo nosotros mismos. ¿Y quién es uno mismo? Ése es el misterio principal sobre el que, en el fondo, gira este tebeo, un tema recurrente que fascina a Milligan y que ya ha tratado en Girl o The Minx, el de las múltiples personalidades que todos ocultamos y reprimimos. ¿No han tenido una extraña sensación cuando han salido de viaje -sobre todo si uno va solo- y llegado a un sitio en el que no conocían a nadie? ¿Esa rara pero muy agradable sensación de sentirse extranjero, de encontrarse mucho más desinhibido y libre en esa tierra extraña que en nuestro hábitat de siempre? ¿No han sentido incluso la tentación de quedarse allí y emprender una nueva vida para no volver a la nuestra de siempre, tan conocida, tan tediosa? ¿No se han sentido más capaces de atreverse a determinadas cosas -no necesariamente delictivas, aunque también- si saben que luego no tienen que responder de ellas o comprometerse a causa de ellas? Pues mucho de eso está sugerido en la trama psicológica de este tebeo. Ahí están los intercambios de comportamientos sexuales entre los protagonistas, Christopher Chance y su ayudante Tom McFadden, cuando a ambos les toca suplantar al otro; la doble vida que lleva en secreto la asesina Emerald, o la que también llevó en su momento el reverendo Earl; la eficacia inhumana que demuestra McFadden para suplantar perfectamente a cualquier persona, cuando, paradójicamente, resulta completamente incapaz para hacer de sí mismo, de vulgar esposo y padre de un hijo.
Pero siendo Blanco humano una obra tan rica como es, hay otro tema apuntado en ella, el de ese irrefrenable y absurdo -pero humano- deseo de recuperar a nuestros seres queridos aunque sea en una forma meramente física, un tema que da pie a dos de las escenas más intensas y emotivas del tebeo. Me refiero a cuando la esposa del reverendo se desahoga con su doble diciéndole lo que no pudo decirle en vida, a pesar de que es plenamente consciente de que su verdadero marido ya ha muerto; o cuando a la mujer de McFadden no le importa que sea un sustituto idéntico el que haga las veces de su marido, no sólo como padre de su hijo, sino también en la cama (increíble la secuencia en la que se nos narra esto, lo explícito del diálogo, sobre todo teniendo en cuenta que es un producto escrito para los pacatos Estados Unidos). En suma, un tupido y riquísimo entramado de sentimientos y debilidades humanas que culmina con el cristiano tema de la redención de los pecados cometidos, empezando por el reverendo Earl, siguiendo con el gángster negro y la asesina Emerald, y terminando con los propios protagonistas, Chance y McFadden, en esa magistral vuelta de tuerca final, un final que resulta simétrico con el comienzo, pero a la vez nada forzado y perfectamente coherente con el resto de la historia. Claro que toda esa riqueza argumental podría haberse desperdiciado si nos hubiese sido presentada de un modo demasiado enfático o evidente. Y no es el caso. Milligan no sólo tiene grandes ideas en este tebeo, sino que sabe desarrollarlas con gran pericia y sutilidad. Así, ya resulta prodigioso que todo ese puzzle humano encaje a la perfección, pero más prodigioso es el modo en que nos son presentados los personajes, lo bien definidos que están con sólo unos breves diálogos y gestos -basta observar al gangsta rap negro y a su amante yonqui-, la complejidad psicológica que luego demuestran, lejos de estereotipos maniqueos, la renuncia de Milligan a juzgarlos. O el modo en que se nos dosifica la información, suministrándonos sólo la justa para que podamos seguir la trama. Porque en Blanco humano importa tanto lo que se cuenta como lo que no se cuenta (brutales las elipsis en donde se nos priva de presenciar el fracaso de Chance al intentar matar a su asesina; o cuando vemos conduciendo a la mujer de McFadden, cantando muy a gusto tras la noche loca que evidentemente ha tenido, aunque nosotros no la hayamos visto: la expresión de su cara no deja lugar a dudas; qué gesto tan universal, tan humano). En fin, para qué seguir, queda claro que yo también me apunto al club de quienes opinan que Blanco humano es lo mejor que ha firmado Milligan hasta la fecha.
Pero no es justo que me haya extendido tanto alabando la labor del guionista. Porque este tebeo no sería tan redondo si no lo hubiese dibujado alguien de tanto talento como Edvin Biukovic, quien supera con creces su ya de por sí fabuloso trabajo en Grendel: Guerra de clanes, tanto en habilidad narrativa, como en originalidad para elegir ángulos y encuadres, como en capacidad para dibujar cualquier cosa: fondos, vestuarios, lenguaje corporal, caracterizaciones, expresiones (si acaso, para mi gusto, le falla algo el entintado, demasiado relamido y un tanto ochentón, sobre todo si lo comparamos con las tintas tan deliciosamente sueltas que consiguió en la citada Guerra de clanes). Vamos, que resulta una verdadera putada que su prematura muerte nos haya privado de seguir disfrutando de su arte -también de su persona, por supuesto- y de la espectacular evolución que seguro hubiera demostrado en tebeos futuros ya desgraciadamente imposibles.
En resumidas cuentas, estamos ante la conjunción de dos talentos en estado de gracia que han pergeñado la que para mí ha sido la sorpresa de la temporada, una obra mayúscula que habla con profundidad y valentía de ciertos aspectos ambiguos del ser humano, a pesar de venir disfrazada de subproducto de serie B. Ése es el juego final de suplantación de Blanco humano, su última vuelta de tuerca. Ustedes dirán lo que les ha parecido este tebeo. A mí me parece una pequeña obra maestra.
PEPO PÉREZ
U#21 septiembre 2000
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