lunes, 13 de junio de 2011

LA REVOLUCIÓN DE LOS CÓMICS Scott McCloud




La historia del cómic no anda sobrada, precisamente, de grandes revoluciones. A excepción, quizá, del movimiento underground americano y sus ecos contracultu­rales europeos tras el mayo del 68, dicha historia podría escribirse como una sucesión de estilos, modas, escuelas, generaciones o grupos que han ido tomándose el relevo sin verdaderas rupturas entre unas y otras. Y es que al cómic siempre le han sobrado analistas y comentaristas y le ha faltado, por ejemplo, unos cuan­tos pensadores de vanguardia, ide­ólogos incendiarios, revoluciona­rios dogmáticos o iluminados utópicos. Afortunadamente, que dirán muchos.


A Scott McCloud, posiblemente, no podríamos incluirlo con total justicia en ninguno de los grupos
anteriores, pero es sin duda lo más parecido a algo así que podemos encontrar en el mundo de la his­torieta. En 1993 nos sorprendió con su brillante ensayo en forma de cómic Understanding comics: The Invisible Art (Cómo se hace un cómic: el arte invisible. Ediciones B, 1995), con el que, en cierto modo, convulsionó lo que hasta entonces eran los métodos de estudio y análisis de la historieta. Siete años después, en el 2000 —un año más para la edición espa­ñola que ahora comentamos—apareció en Estados Unidos la que en cierto modo es su continuan­ción, Reinventing comics, un nuevo ensayo en forma de tebeo que propugna, ahora sí, la revolu­ción o la muerte. Nada menos.

A priori, el carácter de secuela con el que se nos presenta este libro puede hacernos pensar que su aparición obedece a meros criterios de "oportunismo comercial", como si McCloud no tuviera todo el dere­cho del mundo a explotar el éxito de su obra anterior y seguir traba­jando (¡siete años después!) en un filón —el del ensayo en forma de cómic, o "cómic de no ficción"—, que él mismo ha desarrollado como nadie y que nadie más que él ha seguido cultivando con tanta intensidad. Resulta, además, que las semejanzas entre uno y otro libro se limitan a ser "cómics en los que el señor McCloud habla sobre cómics". Se repiten algunas ideas —afortunadamente, hay ideas que repetir—, pero por lo demás los temas tratados y el plan­teamiento de uno y otro son abso­lutamente distintos. La ausencia del "factor sorpresa" con el que nos deslumbró la anterior obra no debe cuestionar, de entrada, la validez de ésta. Lo que sí hay que decir desde el principio es que esta obra es mucho más polémica, más incómoda y antipática de leer que la anterior, porque si aquélla era un hermoso canto hacia las virtu­des y potencialidades del arte secuencial, ésta está llena de repro­ches y tirones de orejas al adorme­cido mundo de la historieta. Y eso, claro, no resulta cómodo.

La revolución (o reinven­ción, si nos atenemos al título inglés) propuesta por McCloud se estructura en torno a doce pun­tos, doce revoluciones, que él esti­ma imprescindibles y, en muchos casos, inevitables, para que el cómic consiga explotar, definiti­vamente, todas las infinitas posi­bilidades que se le suponen y que no ha llegado a desarrollar plena­mente. De partida, ya encontra­mos una postura algo novedosa y polémica: el reconocimiento, sur­gido desde el propio entorno de los cómics, desde una persona que ha estudiado y profundizado ple­namente en su lenguaje, de que los cómics conocidos hasta ahora no han llegado a alcanzar, ni mucho menos, su plenitud; que el lenguaje del cómic apenas si ha empezado a despuntar y a rozar la categoría de un verdadero medio artístico o de expresión. En otras palabras: el reconocimiento de que "tenemos un problema", que no es un problema exclusivamen­te de mercado o de crisis editorial, y de que en gran parte la culpa es nuestra. El reconocimiento de que, en su gran mayoría, la histo­rieta todavía no está a la altura de lo que se le puede exigir y de que se puede esperar mucho más de ella. Si no se comparte esta posi­ción de partida (en realidad, el punto en el que terminaba Cómo se hace un cómic), el resto del libro queda prácticamente invalidado y sin sentido. Y de paso, el resto de esta reseña.


La primera parte del libro (Molinos y gigantes) se dedica a analizar nueve de esas revolucio­nes, aquéllas que, señala McCloud, iniciaron mayoritaria­mente los dibujantes de su genera­ción y quedaron inconclusas. Para no desgranarlas una a una, en conjunto podemos decir que lo que se pretende conseguir con esas "revoluciones" es ampliar el horizonte temático y creativo de los cómics, dignificar la imagen pública del medio y el trabajo de sus creadores, y buscar nuevas fórmulas de mercado. En definitiva: romper el cascarón en el que los tebeos se han metido,
ampliar el público mediante la profundización en parcelas temáticas y creativas prácticamente inexploradas y devolver el interés y el respeto hacia los cómics por parte de las institucio­nes y los medios de comunicación. Es cierto que los análisis y refle­xiones de McCloud —al contrario de lo que ocurriera en Cómo se hace un cómic se centran casi exclusivamente en el mercado americano, donde el cómic sigue siendo entendido mayoritaria­mente como un medio de evasión para adolescentes, pero sincera­mente pienso que muchas de sus reflexiones son trasladables al mer­cado europeo, en general, y no digamos al español en particular. Y también es cierto que muchos de estos "caminos revolucionarios" han sido ya puestos en práctica desde hace mucho y que no son nada nuevo (el libro está plagado de ejemplos al respecto), pero no es menos cierto que representan una minoría de la producción, que muchos de esos caminos han que­dado casi abandonados y que la estructura del mercado, en muchos casos, impide que esos caminos sigan funcionando y que los creadores más "arriesgados" tengan la oportunidad de llegar hasta unos potenciales lectores que en muchos casos ni siquiera llega­rán a conocer su existencia. Por tanto, lo que McCloud hace en esta primera parte, más que ofre­cer ideas realmente nuevas o revo­lucionarias, es reavivar el "fuego creativo" de los cómics de los ochenta y primeros noventa, aglu­tinando y dando forma (o "corpus ideológico", para ponernos ya pedantes del todo) a una serie de sentimientos e ideas comunes que muchos creadores comparten y han intentado poner en práctica con grandes dificultades (en justi­cia, mucho más de lo que el propio McCloud ha hecho nunca en su faceta como creador puramente de ficción). Muchas de sus afirmaciones y conclusiones pueden ser discutibles, algunas incluso pueden sonarnos aparentemente reiterativas, manidas y algo superadas (por ejemplo, esa especie de complejo de inferioridad hacia el Arte y la Literatura con mayúsculas).


Pero lo cierto es que ninguna de sus propuestas están en absoluto superadas. Dar por supuesto que todas ellas son obviedades o un mero catálogo de buenas intenciones que de nada sirven supone, en la práctica, aceptar que las cosas están bien como están, que el cómic no da más de sí y que no hay mucho más que podamos hacer. En definitiva, volvemos a la premisa inicial: aceptar o no la idea de que el cómic como lenguaje no tiene límite alguno, que puede afrontar cualquier tema, cualquier soporte físico, cualquier estilo, y de paso constatar que la inmensa mayoría de los cómics que se producen actualmente sí están llenos de límites.

Pero donde se concentran las ideas más originales, polémicas y discutibles es, sin duda, en la segunda parte del libro, En la cres­a de la ola, un verdadero mani­fiesto en defensa del cómic digital colmo el verdadero y casi único Muro posible para el arte secuencial. Esta segunda parte desgrana as tres últimas revoluciones pen­dientes: la creación, la distribución y la evolución de los cómics en el entorno digital. Nuevamente, la mayor parte de entre unos lenguajes y otros no hará que se fundan o mezclen entre sí, sino que se acentúen sus distinciones conceptuales y apa­rezcan sus "verdades" al desnudo. En algunos momentos es franca­mente difícil desligar los deseos y las bellas ideas de McCloud de lo que puede ser una predicción más o menos lógica, porque por esa misma vía podríamos llegar a con­clusiones bien distintas: por ejem­plo, la de que precisamente la absorción de los diferentes len­guajes por la red podría llevar a que unos se impongan sobre otros (justamente, sobre los menos "potentes" mediáticamente, como el cómic o la literatura) y acaben desapareciendo o mezclándose de tal manera que se diluyan muchas de sus características diferenciadoras. Como él mismo reconoce, muchos de los esfuerzos encami­nados a aprovechar las potenciali­dades de la red y los entornos multimedia para los cómics se están dirigiendo (equivocadamen­te, a mi parecer) a incluir sonidos, animaciones, enlaces hipertexto... efectos que en gran medida pue­den desvirtuar la verdadera esen­cia de los cómics y degradarlos a la categoría de unos dibujitos ani­mados de segunda fila o unos videojuegos pobretones.

En cualquier caso, es en este entorno idealizado donde McCloud sitúa el escenario en el que los cómics podrán evolucio­nar sin cortapisas de ninguna clase y desarrollar plenamente todo su potencial. Y para ello pro­pone, fundamentalmente, elimi­nar en el entorno digital el con­cepto de "página" —uno de los artificios impuestos por la tecno­logía de la imprenta, "tan instrín­seco a los cómics como la grapa o la tinta china"— y susti­tuirlo por la idea de tratar la pantalla del ordenador como una ventana. Por ahí avanzan casi todas sus investigaciones en el campo digital, profundizando en el concepto de lo que él llama "la tela infinita", una idea que permitirá a los cre­adores mantener intacta su capacidad para subdividir su obra, porque la "página" ya no será un concepto físi­co y limitado, sino que podrá asumir cualquier tamaño y forma que requiera cada escena en concreto. Creo que ésta es una idea con un enorme potencial creativo, capaz de abrir nuevas vías para el desarrollo de los cómics. Pero no acabo de entender por qué para McCloud la página impresa es un artifi­cio limitador y empobrece­dor del lenguaje de los cómics y la "ventana" del ordenador no. Creo que es otro artificio que sustituye algunas de las limitaciones del medio impreso por otras distintas. Porque, ¿acaso no es una limitación el propio tamaño de la "ventana", de ese agujero en forma de pantalla al que nos asomaremos para mirar los tebeos del futuro? ¿No hay que inventar otros arti­ficios para guiar al lector por esa tela infinita? ¿Y qué ocurriría si quisiéramos insertar viñetas de gran tamaño, superiores al for­mato estándar de la panta­lla? ¿No es un límite incó­modo y empobrecedor el
hecho de tener que desplazarse por la pantalla sin poder contem­plarlas por completo?


El libro plantea, por supuesto, muchas más cuestiones de las que se pueden abarcar aquí, y deja abiertas muchas interrogantes, como por ejemplo: ¿realmente podrá uno ganarse la vida ven­diendo tebeos digitales? ¿Cómo hacer que la existencia de tus tebeos en la red pueda llegar a ser conocida por los navegantes? Y en el supuesto de que la venta de contenidos a través de la red se convierta en un negocio, ¿qué nos hace suponer que no se reprodu­cirán los mismos esquemas de mercado del "mundo físico", en el que los contenidos menos rentables y minoritarios van quedando relegados y oscurecidos y con muchas menos posibilidades de acercarse al público? Las respues­tas que McCloud ofrece a casi todas estas preguntas son, en mucho caso, mera cuestión de fé, pero son bastante coherentes den­tro de su visión del futuro digital. Y hay que reconocerle, sin duda, la audacia intelectual y la valentía que supone aventurarse en estas cuestiones donde todo es discuti­ble y donde todo está por decidir. No quisiera acabar sin recordar que La revolución... es un cómic, y que analizado como tal (al margen de la discusión de sus ideas) es mucho más flojo que su predece­sor. Aquél era un tebeo hecho a mano, y éste está realizado ínte­gramente por medios digitales... con resultados visualmente mucho más pobres. Pero lo peor es, sin duda, que mientras en Cómo se hace... el empleo del lenguaje visual estaba plenamente integra­do en lo que se contaba y mejora­ba potencialmente la comprensión y la asimilación de las ideas, en muchos momentos de La revolu­ción... la profusión de símbolos y metáforas visuales no hacen sino entorpecer la lectura y no ayudan para nada a comprender mejor lo que se cuenta: en esos momentos es mejor leerse el texto y olvidarse de los dibujos. Por otra parte, en ocasiones la obsesión didáctica de McCloud ralentiza el flujo de las ideas con la excesiva aportación de datos y la reiteración de algunos conceptos que hacen la lectura bastante aburrida.


En definitiva, la revolución de McCloud es ciertamente discuti­ble, quizá poco verosímil y a lo mejor poco atractiva para los amantes de la tinta y el papel impreso. Es muy posible que nos­otros, los que aprendimos a leer con un tebeo de papel en las manos, no estemos preparados para asimilar los cambios que McCloud anuncia, y que nos resistamos a abrazar las supuestas ventajas de la nueva tecnología en detrimento de nuestros tebeos de toda la vida. Pero no es bueno ins­talarse en la nostalgia ni cerrar los ojos ante el avance imparable de los medios digitales. De una u otra manera cambiarán nuestra vida —ya la están cambiando— y de una u otra manera los tebeos cambia­rán a consecuencia de ello. A pesar de todas las objeciones que poda­mos ponerle a sus teorías, persona­jes como McCloud son necesarios para ayudarnos a preparar y enten­der ese futuro que ya está aquí. Bienvenidas sean sus revoluciones y sus polémicas, aunque sólo sir­van para hacernos remover del sillón y discutir un rato.

ENRIQUE BONET

U#23 febrero 2002

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