lunes, 13 de junio de 2011

BLANCO HUMANO Peter Milligan y Edvin Biukovic




Si ustedes pertenecen al grupo de masoquistas que, como yo, han ido a ver ese engendro titulado Misión: Imposible 2 (sí, masoquis­tas, porque no dirán que no está­bamos ya sobre aviso) entenderán mejor las bondades de este Blanco humano, más que nada por las comparaciones que se pueden establecer entre ambos productos (y que conste que a mí la primera parte de Misión: Imposible [1996, Brian DePalma] me parece, junto a Matrix, el mejor blockbuster que Hollywood ha parido en el último lustro: por su modernidad, por la inteligencia de su guión, por lo sorprendente de sus giros argu­mentales). Lo que quiero decir es que si Peter Milligan hubiese escrito el guión de esa Horterada Imposible orquestada a la mayor gloria de Tom Cruise, y para ello se hubiese basado en las brillantes ideas que desarrolla en este Blanco humano, posiblemente M:I 2 hubiera podido llegar a ser una gran película; puede que incluso una obra mayor. Que es justo lo que es este tebeo, aunque no lo aparente.
Porque resulta divertido comparar M:I 2 y Blanco humano en los sucesivos juegos de suplantación de personalidad que hay en ambas tramas argumentales, y hacer balance del grado de efectividad conseguida a la hora de engañar al público. A lo largo del metraje de MI 2, si no recuerdo mal, hay unos cuatro "engaños" de perso­nalidad. Pues bien, todos ellos, salvo quizás el primero, son adivi­nados por cualquier espectador mínimamente atento bastante antes de que el personaje en pan­talla se quite la careta. En el caso de Blanco humano cuento hasta siete suplantaciones de personali­dad, y todas, absolutamente todas, consiguen engañarnos y descolocarnos en la primera lectu­ra del tebeo (y alguna de ellas, incluso en una segunda lectura, lo cual resulta ya casi increíble). Evidentemente, esto no sucede por casualidad. Sucede porque, mientras que en M:I 2 estamos ante un guión mediocre, rutinario y carente por completo de talen­to, en el caso de Blanco Humano estamos ante un guión excepcional, una original trama urdida para resultar completamente imprevisible, un rompecabezas meticulosamente concebido para que todo encaje en su sitio, y a la vez, para desconcertar una y otra vez al lector sin tomarle el pelo ni hacer trampas. Pero lo mejor de Blanco humano no es que consiga engañar a los lectores. Lo mejor es que todo ese juego de engaños está al servicio de una historia ágil, vibrante, absorbente, y, por encima de todo, humana. ¿Se puede pedir más?



Y sí, digo humana porque, aun­que el tebeo comienza como lo que parece una simple historia de acción para la cual se recurre, por enésima vez, al viejo truco de remozar a un personaje antiguo (en este caso Human Target, crea­do en los setenta por, dicen los créditos, Len Wein y Carmine Infantino: primera noticia que tengo del personaje, un agente freelance especializado en suplantar a personas en peligro de muerte que le contratan para que haga de eso, de blanco humano), termina con­virtiéndose en todo un tratado psicológico sobre la condición humana y las contradicciones de nuestra(s) personalidad(es). Y ése es el gran hallazgo de Blanco humano: que los continuos juegos de suplantación no están sólo para justificar la trama de acción o para sorprendernos, que también, sino, sobre todo, para servir a las necesidades humanas de los prota­gonistas del tebeo. Si se fijan, las sucesivas "misiones imposibles" a las que asistimos en Blanco huma­no tienen como objetivo no el de robar alguna fórmula secreta o una clave de espionaje, sino el de ayudar a superar diversas frustra­ciones y necesidades de los perso­najes: la necesidad de dos esposas de recuperar, por distintas razo­nes, a sus maridos perdidos; la necesidad del protagonista de recuperar la confianza y la autoes­tima; la necesidad de su ayudante, al borde de la locura, de reencon­trarse consigo mismo. Y es que los temas de fondo que Milligan apunta en esta obra son muy, pero que muy reales. El miedo al fraca­so siendo uno mismo; el temor a asumir las responsabilidades a las que antes o después nos conducen nuestras vidas y el suicidio como vía de escape (o no) ante eso; la imagen tan rígida que tenemos de nosotros mismos y los comporta­mientos reprimidos a que ello nos conduce; el deseo de vivir la vida de otra persona distinta a nosotros y a la que juzgamos mejor o más feliz; los diferentes y audaces roles que nos atrevemos a asumir cuan­do jugamos a ser otra persona, pero que con toda seguridad seríamos incapaces de desempeñar siendo nosotros mismos. ¿Y quién es uno mismo? Ése es el misterio princi­pal sobre el que, en el fondo, gira este tebeo, un tema recurrente que fascina a Milligan y que ya ha tratado en Girl o The Minx, el de las múltiples personalidades que todos ocultamos y reprimimos. ¿No han tenido una extraña sen­sación cuando han salido de viaje -sobre todo si uno va solo- y lle­gado a un sitio en el que no cono­cían a nadie? ¿Esa rara pero muy agradable sensación de sentirse extranjero, de encontrarse mucho más desinhibido y libre en esa tie­rra extraña que en nuestro hábitat de siempre? ¿No han sentido incluso la tentación de quedarse allí y emprender una nueva vida para no volver a la nuestra de siempre, tan conocida, tan tedio­sa? ¿No se han sentido más capa­ces de atreverse a determinadas cosas -no necesariamente delicti­vas, aunque también- si saben que luego no tienen que responder de ellas o comprometerse a causa de ellas? Pues mucho de eso está sugerido en la trama psicológica de este tebeo. Ahí están los inter­cambios de comportamientos sexuales entre los protagonistas, Christopher Chance y su ayudan­te Tom McFadden, cuando a ambos les toca suplantar al otro; la doble vida que lleva en secreto la asesina Emerald, o la que tam­bién llevó en su momento el reve­rendo Earl; la eficacia inhumana que demuestra McFadden para suplantar perfectamente a cualquier persona, cuando, paradóji­camente, resulta completamente incapaz para hacer de sí mismo, de vulgar esposo y padre de un hijo.




Pero siendo Blanco humano una obra tan rica como es, hay otro tema apuntado en ella, el de ese irrefrenable y absurdo -pero humano- deseo de recuperar a nuestros seres queridos aunque sea en una forma meramente físi­ca, un tema que da pie a dos de las escenas más intensas y emotivas del tebeo. Me refiero a cuando la esposa del reverendo se desahoga con su doble diciéndole lo que no pudo decirle en vida, a pesar de que es plenamente consciente de que su verdadero marido ya ha muerto; o cuando a la mujer de McFadden no le importa que sea un sustituto idéntico el que haga las veces de su marido, no sólo como padre de su hijo, sino tam­bién en la cama (increíble la secuencia en la que se nos narra esto, lo explícito del diálogo, sobre todo teniendo en cuenta que es un producto escrito para los pacatos Estados Unidos). En suma, un tupido y riquísimo entramado de sentimientos y debilidades humanas que culmina con el cristiano tema de la reden­ción de los pecados cometidos, empezando por el reverendo Earl, siguiendo con el gángster negro y la asesina Emerald, y terminando con los propios protagonistas, Chance y McFadden, en esa magistral vuelta de tuerca final, un final que resulta simétrico con el comienzo, pero a la vez nada forzado y perfectamente coherente con el resto de la historia. Claro que toda esa riqueza argu­mental podría haberse desperdi­ciado si nos hubiese sido presenta­da de un modo demasiado enfáti­co o evidente. Y no es el caso. Milligan no sólo tiene grandes ideas en este tebeo, sino que sabe desarrollarlas con gran pericia y sutilidad. Así, ya resulta prodigio­so que todo ese puzzle humano encaje a la perfección, pero más prodigioso es el modo en que nos son presentados los personajes, lo bien definidos que están con sólo unos breves diálogos y gestos -basta observar al gangsta rap negro y a su amante yonqui-, la comple­jidad psicológica que luego demuestran, lejos de estereotipos maniqueos, la renuncia de Milligan a juzgarlos. O el modo en que se nos dosifica la informa­ción, suministrándonos sólo la justa para que podamos seguir la trama. Porque en Blanco humano importa tanto lo que se cuenta como lo que no se cuenta (bruta­les las elipsis en donde se nos priva de presenciar el fracaso de Chance al intentar matar a su ase­sina; o cuando vemos conducien­do a la mujer de McFadden, can­tando muy a gusto tras la noche loca que evidentemente ha tenido, aunque nosotros no la hayamos visto: la expresión de su cara no deja lugar a dudas; qué gesto tan universal, tan humano). En fin, para qué seguir, queda claro que yo también me apunto al club de quienes opinan que Blanco huma­no es lo mejor que ha firmado Milligan hasta la fecha.










Pero no es justo que me haya extendido tanto alabando la labor del guionista. Porque este tebeo no sería tan redondo si no lo hubiese dibujado alguien de tanto talento como Edvin Biukovic, quien supera con creces su ya de por sí fabuloso trabajo en Grendel: Guerra de clanes, tanto en habili­dad narrativa, como en originali­dad para elegir ángulos y encua­dres, como en capacidad para dibujar cualquier cosa: fondos, vestuarios, lenguaje corporal, caracterizaciones, expresiones (si acaso, para mi gusto, le falla algo el entintado, demasiado relamido y un tanto ochentón, sobre todo si lo comparamos con las tintas tan deliciosamente sueltas que consiguió en la citada Guerra de clanes). Vamos, que resulta una verdadera putada que su prematu­ra muerte nos haya privado de seguir disfrutando de su arte -también de su persona, por supuesto- y de la espectacular evo­lución que seguro hubiera demos­trado en tebeos futuros ya desgra­ciadamente imposibles.
En resumidas cuentas, estamos ante la conjunción de dos talentos en estado de gracia que han per­geñado la que para mí ha sido la sorpresa de la temporada, una obra mayúscula que habla con profundidad y valentía de ciertos aspectos ambiguos del ser huma­no, a pesar de venir disfrazada de subproducto de serie B. Ése es el juego final de suplantación de Blanco humano, su última vuelta de tuerca. Ustedes dirán lo que les ha parecido este tebeo. A mí me parece una pequeña obra maestra.

PEPO PÉREZ
U#21 septiembre 2000



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