jueves, 17 de marzo de 2011

100 años de Dalí



Philippe Halsman fue el fotógrafo de cabecera de Dalí. En la década de los cuarenta le hizo infinidad de retratos, el más famoso fue éste: "Dalí Atomicus".

Vi una sola vez a Salvador Dalí, en su casa de Port Lligat, a finales de los setenta, para entrevistarle por encargo de un periódico que ya ha pasado a mejor vida. Me acompañaban mi amigo y colega Pedro Secorún y su atractiva novia. Pro­bablemente gracias a la presencia de ésta, por la que Dalí preguntaba de vez en cuan­do. "i la nena, qué fa?" (¿y la nena, a qué se dedica?), nos dedicó toda la tarde. Noso­tros éramos jóvenes de izquierdas, mien­tras que en el vestíbulo de la laberíntica casa, en lugar conspicuo, sobre un oso blanco disecado, colgaba la foto de José Antonio Primo de Rivera. Pero a Dalí nuestras opiniones políticas le importa­ban un rábano, y a nosotros, como a casi todo el mundo, las suyas nos importaban un pepino, comparadas con los buenos ratos que nos había hecho pasar con sus excentricidades, la desenvoltura con que se ponía el mundo por montera, y sus li­bros, especialmente Vida secreta, Sí a Ru­mania, El mito trágico del Angelus de Mi­llet, etcétera.

–Usted –le dijimos con mucho aplomo–es mejor escritor que pintor.

–Ah, quizá es verdad... mi padre siem­pre me lo decía... I la nena, qué fa?

Atendía a las visitas en una sala re­donda, con un banco corrido a todo lo lar­go de la pared, sobre el que descansaban, en un estante. una colección de botellitas de cristal de colores y otros bibelots y fi­guritas de un kitsch sin paliativos. Un ca­marero trajo una bandeja en la que había una botella de champagne rosado y cuatro copas. Al rato de empezar la charla entró la esposa de Dalí, la temible Gala, de la que se decía que te echaba a cajas destem­pladas si a la primera mirada le caías mal. Vestía, como él, una túnica dorada y lle­vaba un moño al estilo de Minnie Mouse. Pero no era tan fiera la leona rusa como la pintaban. Nos preguntó si queríamos a Dalí y si nos gustaba su pintura, y enseguida fuése y no hubo nada.

Según hablábamos con Dalí fui refres­cándome con ese espumoso rosado, hasta que ya no me fue posible ignorar que yo era el único que bebía, lo cual no me pa­recía decoroso. Así que le dije: "¿Y usted no bebe. Dalí, ni un sorbito de champag­ne?". A lo que respondió, con su mejor voz campanuda: "No, pero lo tocaré sim-bóóó­licamente". Y en efecto. con cierta solem­nidad –era un maestro en el arte de solemnizar cada momento, para hacerlo más interesante y significativo-, se inclinó so­bre su copa, mojó el índice y se tocó con él la frente.

 La pesca del atún (1966-67). Para Dalí era uno de sus cuadros más ambiciosos. Mide tres metros por cuatro metros y recrea el relato de la pesca que le contaba su padre de pequeño.

01 "Proyecto de interpretación para establo-biblioteca"(1942). Un divertimento que Dalí realizó en un cromo retocado con guache durante su estancia en Estados Unidos.
02 "Parfois, je crache par plaisir sur le portrait de ma mére" (1929). Este Sagrado Corazón que expuso en París provocó que su padre le expulsara del hogar familiar maldiciéndole: "Morirás solo, sin amigos y sin dinero". Dalí acababa de unir su vida a Gala y al movimiento surrealista.
03 "Retrato del padre del pintor" (1925). Este retrato de don Salvador Dalí, el notario de Figueres, escandalizó por el detalle irreverente de la mano derecha sobre los genitales.
04 "Construcción blanda con judías hervidas. Premonición de la Guerra Civil" (1936). Una de sus grandes obras, fruto de sus delirios.
05 "Retrato de Mrs. Isabel Styler-Tas" (1945). Por razones económicas, Dalí pintaba a veces a millonarios e introducía en los cuadros elementos surrealistas para sus clientes adinerados.

"Figura asomada a una ventana" (1925). Una obra maestra en la que revela su amor por su hermana Ana María y por Cadaqués.

Lo interpreté como la venia para que me acabase yo solito la botella, lo que hice de buen grado, aunque a los gastrónomos de hoy les daría un vahído si probasen aquel cava dulzón que Dalí ofrecía a todas sus visitas, y que evidentemente él sólo es­cogía por su bonito color. Cargó contra Francis Bacon, entonces en la cresta de la ola, acusándole de usar colores "muy bo­nitos", de "hacerlo todo muy bonito", y de ser "en definitiva, un costurero, como Ba­lenciaga". Dalí ponía "voz de Dalí" cuando se acordaba de que estaba en representa­ción, y recuperaba la voz normal cuando el diálogo le parecía interesante. Por ejemplo, en un momento determinado le pregunta­mos por su icono más famoso y más difun­dido aún que las jirafas ardiendo o las mu­jeres con cajones "de mesita de noche" en el torso, o los elefantes de patas finísimas: los relojes blandos, que aparecen por pri­mera vez en La persistencia de la memoria (1931) y que hicieron su fortuna en Améri­ca. Y Dalí nos dijo que se le había ocurrido esa imagen inolvidable pensando en el mito del vellocino de oro, que Jasón y los Argonautas buscan y encuentran en la Cólquida, al pie del Cáucaso, colgando de la rama de una encina, y en la definición de Cristo según fray Luis de León, como un "monte de queso", "monte fermentado", que estaba leyendo mientras se comía, pre­cisamente, un queso camembert. Entonces quizá se dio cuenta de que cosas semejan­tes ya las había dicho antes, y volvió a la voz campanuda: "Pero lo im-por-tan-te", agregó, "no es que los relojes sean blandos o duros, sino que den la hora ex-ac-ta".

En ese momento de la agradable con­versación. Gala volvió a entrar en la sala redonda, esta vez acompañada nada me­nos que de Miró, Picasso, Duchamp y Bal­thus, todos de esmoquin. Esos grandes ar­tistas traían caras de pocos amigos. Noso­tros, sentados en el banco, no salíamos de nuestro asombro. Con el brazo izquierdo al frente, Duchamp le apuntó con el índice y dijo: ";Paparruchas, Dalí, paparruchas! ¡Lo que tienes que hacer es devolverme mi tablero de ajedrez!...".

Lo admito, el párrafo precedente es pura fantasía, pero ¿por qué, al evocar a Dalí en el centenario de su nacimiento, no podría yo mentir y fabular y retorcer sus hechos a mi antojo, cuando él había repeti­do, hasta la saciedad y con dudoso buen gusto, que su objetivo vital consistía en "cretinizar al máximo" a la sociedad, en la que -de momento y hasta nueva orden- me incluyo, y faltó tanto a la mínima veracidad exigible a un pintor que se respete que llegó a firmar cientos o miles de páginas en blanco para que colaboradores indeseables y oscuros plagiadores las llenasen con lo que se les antojare? Sólo el respeto a los lec­tores de esta revista me impele a atenerme escrupulosamente a los hechos.

A los 15 años Dalí ya escribía con una desenvoltura y madurez admirables; ya adoraba los paisajes de sus veranos infan­tiles en la Costa Brava -Cadaqués, el fan­tasmagórico cabo de Creus- que serían el escenario de toda su vida y de casi toda su pintura, y a los que regresaría cada año, desde París y desde Nueva York, a pasar los meses cálidos. y ya empezaba a pintar paisajes muy prometedores al estilo pos-impresionista de la época. El artista ado­lescente escribió en su diario: "Seré un ge­nio, y el mundo me admirará. Quizá seré despreciado e incomprendido, pero seré un genio, un gran genio, porque estoy se­guro de ello". Se aplicaría a ello con per­severancia obsesiva, a toda costa. "Genio", en efecto, le llamaría una pléyade de adu­ladores y beatos. Y sus detractores más implacables admiten, a gusto o a disgusto, que por lo menos hasta la Segunda Guerra Mundial, hasta que abjuró de las convicciones ideológicas -de izquierdas- y plásticas -de vanguardia- que había aban­derado con entusiasmo fanático, para lan­zarse a por la fama y la fortuna sin escrú­pulos, fue un buen pintor, una personali­dad intrigante, un dispensador caudaloso de imágenes hipnóticas mi escritor divertidísimo e ingenioso. Es posible que su de­cadencia artística tuviera mucho menos que ver con sus metamorfosis de revolu­cionario en reaccionario, con su paso de las vanguardias al populismo y de la com­placencia en la blasfemia a una religiosi­dad impostada, que al simple hecho bioló­gico de que con su juventud se desvaneció buena parte sus fuerzas creativas, como pasa tan a menudo, y en adelante vivió con los préstamos de aquella época.

La mayor aportación intelectual de Dalí, apasionado lector de Freud, fue el Mé­todo paranoico crítico, que expuso en su en­sayo La mujer visible, de 1930. El pontífice del grupo surrealista, André Breton, la ce­lebró como una formidable herramienta en beneficio de la intrusión del mundo irra­cional entre las convenciones de la odiosa "realidad". En esa estructura teórica, Dalí coagula su actividad plástica, autorrefe­rencial y mitologizante de sus propios, pa­ralizantes complejos, obsesiones y expe­riencias. Para recibir el impacto de sus te­las de los años veinte y treinta basta con prestarles la debida atención, pero para in­terpretarlos, o descodificarlos, Dalí reclamaba que consideremos los asuntos de su propia vida física y psíquica como un mito -que él se ocupó de contar, y muy bien contado, por cierto-, de la misma forma que buena parte del mensaje simbólico en la obra de los maestros antiguos es ininteligi­ble para quienes no conocen la mitología grecorromana y la cristiana.

Ese "método" nunca sistematizado como tal, y que sería más propio definir como "actitud", Dalí lo definía como "mé­todo espontáneo de conocimiento irracio­nal basado en la objetivación crítica y sis­temática de las asociaciones e interpreta­ciones delirantes". Consiste, de hecho, en potenciar a voluntad una paranoia de baja intensidad o controlada, y considerar todo fenómeno externo o interno, observado o sufrido por el paranoico-crítico, en rela­ción privilegiada con uno mismo. O sea, también, elevar a acontecimiento signifi­cativo cualquier nimiedad, casualidad, alu­cinación inducida o no, experiencia, que el paranoico-crítico decida arbitrariamente. Una variante del solipsismo, que aplicada a las actividades creativas acaso pueda ge­nerar cosas interesantes, pero Dalí insistía en aplicarla también como norma de vida, lo que ponía la suya bajo el imperio del ca­pricho, reducía a los demás a la condición de polichinelas y le liberaba de todo impe­rativo moral o pacto social. En el caso que nos ocupa, la estación de Perpiñán, en la que tomaba el tren a París, se convierte en el centro del mundo; la Virgen María tiene siempre el rostro de Gala; el cabo de Creus es el lugar más bello del mundo, donde ad­quieren forma sólida, pétrea, los fantas­mas del pintor; Guillermo Tell, el padre del artista; un encuentro trivial con Freud en Londres, al que el padre del psicoanálisis accedió a regañadientes, el espaldarazo de­cisivo a su consagración como artista vi­sionario; y su escueto juicio (poco más que "¡menudo fanático!"), su reconsagración. El golfo de León, un lugar providencial, porque aguantó las sacudidas tectónicas que separaron Europa de África, evitando que la península Ibérica se desgajase de Europa y derivase por el Océano, lo que nos hubiera condenado a estar donde está Australia. "entre los canguros". Etcétera, etcétera.

Nació en 1904, en la localidad de Fi­gueres, en la provincia de Girona, donde tiene su museo, el más visitado en España después de El Prado, y donde está enterra­do. Era hijo de un respetable notario, de mucho carácter, de mucha autoridad, de personalidad imponente, como se ve en los retratos que le hizo. Dalí creció en el seno familiar, sobreprotegido, como un niño mimado, lleno de fobias extravagantes -los saltamontes, por ejemplo, le daban un pánico que sus condiscípulos en el colegio de los maristas explotaban con las clásicas bromas pesadas-, y paralizadora timidez que combatía haciendo de tripas corazón, prodigando desplantes y alborotos acadé­micos. Eran los años de la revolución rusa, a la que se adhería muy convencido el hijo del notario de Figueres. Desde allí se man­tenía perfectamente informado de la diná­mica de las vanguardias artísticas en la capital mundial del arte, y desde allí pasó por sus etapas de fauvista, de futurista, de puntillista…

Consciente del talento de su hijo y de su determinación de convertirse en pintor, cuando éste cumplió los 18 años el notario le mandó a estudiar en la Residencia de Estudiantes de Madrid, donde se impartía la educación más liberal y refinada de Es­paña. En la Residencia, Dalí trabó con sus condiscípulos Luis Buñuel y Federico Gar­cía Lorca una amistad íntima y una com­plicidad intelectual que se reafirmó du­rante las estancias de Lorca y de Buñuel en la casa de la familia Dalí en Cadaqués; la amistad con Lorca cuajaría en unos amoríos que iban a obsesionarle toda la vida, y en numerosas alusiones en pintu­ras como El enigma sin fin, La metamorfo­sis de Narciso, Cenicitas, La miel es más dulce que la sangre; y la de Buñuel, a par­tir de su conversión al credo estético y combativo del grupo surrealista parisien­se, en el rodaje de El perro andaluz, el pri­mer cortometraje surrealista, que se es­trenó en París, en 1929, y su secuela La edad de oro, cuyo estreno, en 1930, boico­teado por miembros de la Liga Patriótica y de la Liga Antisemita, obtuvo una reso­nancia internacional.

Respaldado por Miró. Dalí se instaló en París. A los 25 años todavía pregonaba con satisfacción su virginidad, tomaba taxis para carreras de cien metros y pagaba sin mirar los billetes arrugados; vestía como un dandi, con siete u ocho moscas artifi­ciales en las solapas de la chaqueta del me­jor paño, y era un perfecto incompetente en las cosas prácticas. El grupo surrealis­ta, en el que militaban los pintores Yves Tanguy, Max Ernst, el fotógrafo Man Ray, el poeta Paul Éluard, etcétera, postulaba la liberación del hombre mediante una revo­lución de la conciencia que se había de operar incorporando a la actividad artísti­ca las fuerzas del subconsciente, la escri­tura automática, las asociaciones deliran­tes, el onirismo y otras potencialidades de la mente usualmente reprimidas por el control de la razón: "Un paseo perpetuo por plena zona prohibida", como lo definió Breton. Hoy, el papel del grupo surrealista parece decisivo para la historia del arte del siglo XX, pero hasta la incorporación de Dalí y Buñuel debió ser una presencia es­candalosa, pero poco más que testimonial en el ebullente París de entreguerras.

Los surrealistas estaban constituidos como una secta alrededor de la figura de André Breton, que cuando se ponía estu­pendo postulaba el asesinato gratuito como acción artística, y ello sin la ironía de De Quincey. Sus postulados estéticos habían tenido traducción en campos como la poesía, la pintura, la fotografía, pero El perro andaluz -una historia de amour fou cuya primera escena mostraba una hoja de afeitar cortando el ojo de una niña. para seguir luego con burros podridos tumbados sobre pianos de cola, manos cor­tadas con hormigas, etcétera-, y su secue­la La edad de oro -con sus esqueletos tocados con mitra de obispo, tumbados entre las rocas del cabo Creus—, parecían abrir campos inmensos por explotar. Todavía hoy esas películas, cómicas, líricas y bru­tales, resultan sensacionales.


Salvador Dalí y su hermana Ana María, en Cadaqués, 1925. La relación entre ellos fue estrecha. Ella adoraba a su hermano, le ordenaba la correspondencia, y de 1923 a 1926 fue su musa y la protagonista de algunas de sus mejores telas.

Jirafa ardiendo (1937)

El enigma sin fin (1938), el cuadro inspirado en la última fotografía que se hicieron juntos Dalí y Lorca.

La persistencia de la memoria (1931), la obra más famosa de Dalí, surgida tras una migraña.


La Madonna de Port Lligat (1949). Ésta fue la primera versión sobre la Inmaculada Concepción pintada por el artista. Gala posó para Dalí y el cuadro con su rostro fue presentado al Papa en el Vaticano para alejar el riesgo de posibles prohibiciones de la tela.

Dalí dibuja con sus pinceles en la frente de su amada Gala, captados por la cámara de Philippe Halsman en 1948. Éste, uno de los grandes fotógrafos del siglo XX, retrató en París a todos los fotógrafos y artistas surrealistas de los que aprendió a captar la fuerza de las imágenes. Intimo amigo de Dalí, estuvo con él cerca de 30 años. Participó junto al pintor en numerosos proyectos y consiguió algunas de las fotografías más espectaculares del artista, que fue su mejor modelo.

En pocos años el movimiento fue sate­lizado y luego dividido por el partido co­munista, y la iconoclasta "Revolución su­rrealista" se vio reducida a "El surrea­lismo al servicio de la revolución". Por entonces Dalí iba alejándose de sus deva­neos bolcheviques. Agregó al movimiento valiosas aportaciones: entusiasmo, ideas, ensayos, ocurrencias, parentescos insóli­tos, objetos. y sobre todo, pinturas como Vaca espectral, El asno podrido. El juego lúgubre, El gran masturbador, Los prime­ros días de la primavera o La vejez de Gui­llermo Tell, donde sus fantasmas se plas­maban con una claridad de transparencia, con una calidad fotográfica de la que ca­recían los compañeros Tanguy, Ernst y De Chirico, cuyos hallazgos plásticos suc­cionó provechosamente. Pero su obsesión escatológica, sus ambiguos elogios a Hit­ler —en cuya espalda le hubiera gustado hundir una cuchara, pues le parecía su­mamente comestible. "suculenta"-; su su­puesta ridiculización de Lenin en El enig­ma de Guillermo Tell —donde el líder so­viético aparece con una nalga inmensa, sostenida por una muleta—; su elogio de la crueldad, y su cada vez más exaltada vin­dicación del arte académico, entre otros desvaríos menos simpáticos, resultaban demasiado comprometedores. Fue expul­sado solemnemente del grupo en 1934 du­rante una ceremonia que él recrea, esa es la palabra, en las páginas más hilarantes de Mi vida secreta.

Breton ejercía en todas partes y tam­bién entre los suyos de Gran Inquisidor de desviacionistas y filisteos, pero no podía imponer moderación o sometimiento a Dalí, que ya había afrontado una ruptura harto más dolorosa con su padre. El nota­rio, ya viudo, tardaría años en perdonarle un dibujo brutal: sobre la silueta del Co­razón de Jesús. Dalí había escrito: "Par­fois je crache par plaisir sur le portrait de ma mére", o sea: 'A veces, para divertir­me, escupo sobre el retrato de mi madre", en una tela expuesta en 1929 en París, de la que la prensa barcelonesa se hizo eco que llegó a Figueres. La unión de Dalí con una mujer casada, diez años mayor que él, y de costumbres más liberales que las propias de la sociedad provinciana de Figueres, era muy penosa para el padre, pero nada comparable con el ultraje a su difunta es­posa. Le prohibió que volviera a poner los pies en Cadaqués, y Dalí tuvo que comprar una cabaña de pescador., que con los años iría ampliando, en Port Lligat, una cala muy cercana., algo melancólica, donde la vista del mar queda cerrada por una isla.

A lo largo de los años treinta, un galerista neoyorquino había ido organizando exposiciones de Dalí en Nueva York., con éxito creciente. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, el pintor no esperó a comprobar si Hitler le había visto la gracia a sus elogios y decidió cruzar definitiva­mente el charco. A partir de su conquista de América, que empezó con exitosas ex­posiciones y escándalos debidamente pu­blicitados en Nueva York., y que se pro­longó desde 1940 a 1948, hizo tabla rasa de su vida anterior.

En adelante caminaría solo, con su mujer, que se ocupaba de buscarle tiempo, espacio y paz para trabajar, de curar o pa­liar sus complejos, de perfilar el personaje estrafalario que llevaría como una más­cara y de enseñarle a ganar grandes su­mas de dinero, convirtiéndose en una fi­gura pública siempre dispuesta al espec­táculo, a la boutade, a la declaración intempestiva e ingeniosa, lo que le valió la atención permanente de los medios de co­municación de masas y el descrédito de las élites culturales. Breton, desde París, le rebautizó con el venenoso anagrama de Avida Dollars, al que él replicaría con el aforismo "Que hablen de mí, aunque sea bien" y con el óleo La apoteosis del dólar. En América, banalizando hasta lo patético el estilo surrealista, retrató a infinidad de adineradas damas y caballeros. Quizá, como sugieren algunos, en su fuero inter­no era consciente del agotamiento de su estética, y por eso probó a iniciar, con sus memorias y su novela Rostros ocultos, una carrera paralela de escritor, guadianesca y progresivamente perezosa, pero a me­nudo interesante.

Los padecimientos de su familia du­rante la Guerra Civil española, sumados a sus deseos de regresar a Cadaqués y los escenarios de su infancia, contribuyeron a su sonora adhesión al franquismo y a la "Iglesia católica, apostólica y roma­na". Regresó en 1948, y en adelante siguió una rutina invariable: los meses de calor, en Port Lligat, y los inviernos, en hoteles de París y de Nueva York. Todo ello ani­mado con algún viva a Franco, alguna vi­sita al Papa y algún happening más o me­nos patoso o divertido. Predicaba que las restricciones políticas y artísticas esti­mulan la creatividad, y la religiosidad, la posibilidad de la transgresión, sin la que no hay placer que valga. Predicaba la ex­celencia de las formas clásicas para plas­mar, con el estilo más hiperrealista y fo­tográfico posible, imágenes delirantes. Creía de verdad que se libraría de morir, porque las ciencias, cuyos avances en to­dos los campos seguía con conocimiento y pasión, inventarían un remedio para él antes de que fuera demasiado tarde. En primavera y verano pintaba Madonnas atómicas y Cristos crucificados, suspen­didos sobre la playa; en sus telas, meti­culosamente detallistas, los personajes y los objetos flotan ingrávidos como si es­tuvieran en un éter al vacío, sin tocarse unos con otros, y a menudo descompues­tos en pedazos o esferas, dando menos la impresión perseguida de prodigio y de pureza que de frialdad y aislamiento.

En invierno vendía los cuadros y man­tenía en funcionamiento el circo Dalí anunciando nuevas epifanías cada dos por tres. Así vivió felizmente, hasta la muerte de la imprescindible Gala en 1982, que marcó el principio de una agonía larga y atroz, entre enfermeros y equipos de cola­boradores siempre cambiantes, siempre bajo sospecha pública. No tenía muchos amigos, y a los que tenía no los quiso ver, avergonzado de su propia decrepitud. Tumbado en la cama, entubado porque se negaba a tragar alimentos, escuchaba sin parar los tangos Noche de farra y Adiós muchachos, que le recordaban sus años con Lorca y Buñuel, y la ópera Tristán e Isolda, en la que veía reflejada su historia de amor con Gala. Murió en 1989.

Ahora, además del museo, que cada año incorpora alguna obra importante a sus colecciones, se puede visitar el castillo de Púbol que le regaló a su esposa para que se aislase de la fanfarria del circo cuando le viniese en gana, y también está abierta al público la casa de Port Lligat. Hay que pedir turno. Paseando por sus ha­bitaciones entre turistas, subiendo y ba­jando inesperados escalones, entre su mo­biliario de resonancias imperiales y gau­dinianas, junto a los libros que nadie lee, deambulando por la sala redonda donde nos recibió, con su colección de bibelots kitsch en la repisa, el lugar parece no una, sino cien veces vacío, y uno se siente pro­fanador de tumbas.

En el taller, los pinceles, ordenados sobre la paleta, junto al caballete vacío, aguardan inútilmente la mano que los anime. El oso disecado parece desteñido y apolillado: los mazos de retama en las esquinas, los cambien o no, parecen car­gados de polvo, y tapices, cortinas y col­gaduras: todo nos parece desarbolado, ajado, hecho jirones y desencantado, como alguno de sus cuadros que hubiera perdido la magia. •

Por Ignacio Vidal-Folch

Joven virgen autosodomizada por su propia castidad (1954)


El juego lúgubre (1929), uno de los cuadros fundamentales de Dalí.

Dalí, el segundo por la izquierda, con Luis Buñuel a su lado y otros amigos de la Residencia de Estudiantes, Barradas e Hinojosa.

Salvador Dalí, con su hermana Ana María y Federico Garcia Lorca, en Cadaqués, en 1927.

El Año Dalí se abre con una gran exposición: Dalí, cultura de ma­sas. Organizado por la Fundación la Caixa de Barcelona y la Fun­dación Gala-Salvador Dalí, de Figueres, la muestra agrupa 300 obras originales (óleos, dibujos, películas y objetos) que vinculan la conexión que Dalí tuvo entre su pintura y la cultura popular. Se pue­de ver en CaixaForum (avenida del Marqués de Comillas, 6-8), Bar­celona. a partir del 27 de enero. La muestra viajará el 26 de junio a Madrid. al Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía; a San Pe­tersburgo, el 1 de octubre, y a Rotterdam, el 15 de febrero de 2005.

Fotografías: Exposición de fotografías de Joan Vehí en el Museo de Cadaqués. De enero a mayo de 2004.

Residencia de Estudiantes: Salvador Dalí, Federico García Lorca, Luis Buñuel y Pepín Bello, un cuarteto insólito. Seminario sobre las relaciones que todos ellos mantuvieron en la Residencia de Es­tudiantes. Mayo de 2004.

Dalí, Lorca, Buñuel: Madrid, París, Nueva York (1917-1936). Exposición itinerante que se presentará a partir del otoño de 2004 y que se clausurará en la Residencia de Estudiantes.

Rostros ocultos. Edición de la editorial Destino de la novela que escribió Salvador Dalí en 1943 y que incluye los fragmentos que fueron censurados cuando el pintor la publicó en España.

El Quijote. Una edición de lujo con reproducciones de las 38 ilustraciones que Salvador Dalí realizó en el año1945 para una edición de bolsillo publicada en inglés. Anotaciones de Martí de Riquer sobre El Quijote y acerca de la obra de Dalí a cargo de Monserrat Aguer, comisaria del Año Dalí. Coedición de la Fun­dación Gala-Salvador Dalí y el Grupo Planeta.

SALVADOR DALÍ. FUNDACIÓN GALA-SALVADOR DALÍ. VEDAR MADRID. 2004

Catálogo razonado de la obra de Dalí. Se publicará a lo largo de 2004 y hasta el 2006.

Rafael Santos Torroella. El primer Salvador Dalí (1914-1936). Libro editado en colaboración con el IVAM y la Residencia de Es­tudiantes.

Universo Dalí. Treinta recorridos por la vida y la obra de Salva­dor Dali. De Ricard Mas Peinado. Lunwerg editores.

Más información sobre el Año Dalí en la página oficial: www.salvador-dali.orgiesp/2004. •

El Pais Semanal Número 1423. Domingo 4 de enero de 2004

martes, 15 de marzo de 2011

El lápiz que pinta otra realidad

El Pais , martes 15/03/2011

El joven artista belga Ben Heine mezcla fotos y dibujos en el proyecto 'Pencil Vs. Camara'.- Sus creaciones se venden por miles de euros

TOMMASO KOCH - Madrid - 15/03/2011




En la céntrica Rue Berri de Montreal, en Canadá, hay varios rascacielos. Algunos transeúntes esperan en la acera para cruzar la calle. Ah, y Super Mario emerge de un tubo en medio del asfalto en busca de unas monedas gigantes. El tercer elemento de esta descripción urbana fue lo que la imaginación de Ben Heine dibujó en un papelito que este belga de 27 años puso encima de la foto en blanco y negro sacada el 29 de mayo de 2010. La suma de las dos imágenes recibió 45.840 visitas en la red social de álbumes fotográficos Flickr y forma parte del proyecto artístico Pencil vs Camara [Lápiz contra cámara] de Heine.

Como revela el mismo nombre del proyecto, su constante es la mezcla de fotografía y diseños. El fondo es una foto de la que una parte queda escondida tras un papelito blanco con un dibujo y la mano que lo agarra. El diseño reproduce una realidad alternativa, otra escena posible. O imposible. "Al principio dibujaba sobre todo sujetos realistas", cuenta Heine por teléfono. "Pero a medida que seguía diseñando evolucioné hacia escenas más delirantes, ya que me parecía más interesante", añade. Con delirante se refiere por ejemplo a un dinosaurio con dos pistolas en medio de una ciudad, o a un burro con gafas de sol haciendo burla.



"Quería mezclar mis dos pasiones principales, mostrar una especie de batalla entre fotografía y dibujo cuyo límite fuera la imaginación", explica Heine. Realizó la primera pieza de Pencil vs Cámara hace 11 meses y ahora ya van 49. Piensa llegar hasta 100 ("luego me dedicaré al arte abstracto, hay que renovarse"), y de momento la respuesta del público le está dando la razón. "Ha sido increíble", relata Heine. Desde la publicación de algunas imágenes en periódicos locales, el joven belga ha llegado a exponer sus obras en Francia, Reino Unido, Alemania, a ser entrevistado por medios rusos y brasileños y a vender algunas de las piezas por 4.800 euros. Es decir, Heine ya vive de su arte, confirma entre extasiado y sorprendido.


La idea es original y bastante simple al fin y al cabo. Los distintos métodos usados por Heine también parecen serlo: "Hay cuatro opciones. La más frecuente es sacar la foto de la mano sujetando el dibujo justo ante el escenario que quiero reproducir". De hecho, hubo veces que fotografió el papel quemándose, para demostrar que era real. Los otros tres métodos consisten en fotografiar el diseño ante la foto del paisaje, mezclar digitalmente las dos fotos (la del paisaje y la del dibujo), y crear todo con el ordenador desde la nada, solución que Heine todavía no ha intentado. Sea como sea, la imagen acaba en un laboratorio de impresión de alta calidad de Bruselas del que sale la versión definitiva de la obra.



Todo un proceso que involucra a varias personas. "Aunque la fase creativa solo es mía", destaca Heine. Además, el joven belga ya cuenta con un agente y una compañía,IberPress, que gestiona los derechos de sus obras en España e Italia. Algo en su tono de voz y en sus respuestas muestra una sorprendente (para un chico de 27 años) diplomacia de lobo de mar que no quiere mojarse. O que no quiere salir de lo convencional por miedo a meter la pata. De hecho, antes de Pencil vs Camara Heine publicaba en su blog también dibujos sobre temas políticos, que abandonó porque provocaban reacciones polémicas entre los usuarios. "Ahora tengo cierta responsabilidad, no quiero molestar a nadie", afirma. Así, repite una y mil veces que todo es estupendo y que espera seguir evolucionando. No parece quedar mucho del chico que estudió periodismo político en la universidad.

Por más que se porte como un veterano sin embargo Heine a veces olvida la cortina de la oficialidad. Así, recuerda su infancia en Costa de Marfil, donde nació y que dejó a los siete años, y su niñera Audette, que fue "como una segunda madre". Y se ríe a la pregunta de cómo está gestionando la fama: "Hombre, tampoco es para tanto. No tengo a ningúnpaparazzi siguiéndome". Incluso su perfil en Facebook es el de un chico cualquiera, aficionado de Johnny Depp y de Lady Gaga. Lo que es diferente son las cifras. Su páginacuenta con más de 13.000 fans, mientras que en Twitter tiene a 1.738 seguidores. Sus fotografías en Flickr han recibido hasta la fecha más de 500.000 visitas. Números importantes, que hace unos meses Heine no hubiera podido imaginar, ni siquiera con un lápiz y un papelito blanco.



La fotógrafa más seductora

Musa de los surrealistas, modelo y fotógrafa, feminista y amante libertina, Lee Miller, bella e indomable, retrató a grandes artistas del siglo XX. Como reportera de guerra fue de las primeras en captar todo el horror de los campos nazis. Una exposición en Londres descubre sus obras. Por Lourdes Gómez. Fotografía de Lee Miller.


Autorretrato, 1932.


Alec Guinness, en Londres en 1947.


Man Ray y Roland Penrose, en Los Angeles en 1946. Man Ray (a la derecha) fue su amigo y amante, y Roland Penrose, su marido.

La personalidad de Lee Miller en­cierra cientos de secretos, y su biografía permite reconstruir un singular capítulo de la historia social, política y artística del siglo XX. Nacida en 1907 en una granja de Poughkeepsie, en el Estado de Nue­va York (Estados Unidos), Miller hizo de Europa su principal hogar. También la razón de su existencia a partir de su en­cuentro, forzado por ella, con el fotógrafo y artista surrealista Man Ray en su estu­dio de París.

Al morir en Londres, a los 70 años, aba­tida por un cáncer incurable. Miller dejó un legado artístico en torno a los 40.000 negativos fotográficos. Fue su único hijo, Anthony Penrose, quien los descubrió abandonados en el ático de la finca cam­pestre familiar, al sur de Inglaterra, reuniéndolos con el tiempo en el fondo de los Archivos Lee Miller.

Una exposición en la National Portrait Gallery, de Londres, recupera, a partir del próximo 3 de febrero, algunos de los mejo­res retratos fotográficos de la colección particular de la independiente e indoma­ble artista. Se exhiben alrededor de 120 imágenes en blanco y negro, tomadas en­tre 1930 y 1970, que iluminan los cinco grandes apartados sobre los que giró el trabajo de Minen retratos de estudio de celebridades; retratos informales de artistas; retratos íntimos de amigos; mujeres cola­borando en Inglaterra en tareas de guerra, y víctimas civiles de la II Guerra Mundial, incluidos supervivientes de los campos de concentración nazis.

El comisario de la muestra es Richard Calvocoressi, actual director de la Galería Nacional de Arte Moderno de Escocia y experto en la obra de la fotógrafa estado­unidense. "Cuanto más me sumerjo en el trabajo de Minen más convencido estoy de que, esencialmente, ella era una retratis­ta. El retrato fue una parte integral de su vida. y las fotografías de hombres, muje­res y niños conforman cerca de dos tercios del total de sus imágenes", señala en la in­troducción a su monográfico Lee Miller: re­tratos de una vida, punto de partida de la presente exposición antológica.

"La Lee Miller que ahora he descu­bierto es muy diferente de la mujer con la que me pelee durante tantos años, y me pesa mucho no haberla conocido mejor. Este pesar lo compartirán muchos, pues Lee sólo desveló una pequeña parte de sí


Picasso, en Mougins (Francia), en 1937.


El pintor Oskar Kokoschka, en Londres, en 1950.

misma a cada persona". Con esta reflexión cierra Anthony Penrose una reveladora biografía de su madre, profesional de alma inquieta, famosa por sus trabajos delante y detrás de la cámara. El dramaturgo inglés David Hare establece, por su parte, una relación entre talento y talante: "Miller descubrió su identidad como artista en la experiencia de su propia adversidad. Estaba acostumbrada a provocar histeria en los demás, mientras ella permanecía, esencialmente, tranquila en su interior", escribe en el catálogo de la exposición.

Fotografiada por los grandes profe­sionales de las revistas de moda y retrata­da por maestros como Pablo Picasso, ella, a su vez, enmarcó con su cámara a la elite social y artística del siglo XX. En su lega­do abundan imágenes de pintores como el propio Picasso, Max Ernst, Joan Miró y muchos más; escritores como T. S. Elliot y Dylan Thomas; actores, compositores, cantantes, aristócratas e innumerables amigos y amantes. Entre estos últimos, Man Ray, con quien Miller aprendió el len­guaje surrealista tras presentarse en su es­tudio, en 1929, reclamando el puesto de asistente.

La relación entre ambos fue turbulen­ta -de acoso por parte de Man Ray, según el dramaturgo Hare-, pero la amistad en­tre ambos perduró, a pesar de las vicisitu­des. "Formaba parte del manifiesto su­rrealista el que los artistas podían acos­tarse con quien ellos escogieran. Los hom­bres eran libres; las mujeres, musas. Pero cuando Lee, en su relación con Man Ray, reclamó su libertad correspondiente, Man Ray estuvo a punto de enloquecer de celos. Lee se fue de París, retornando a Estados Unidos y asentándose más tarde en Egip­to, para escapar de lo que ahora llamaría­mos el acoso de Man Ray", señala Hare en el catálogo de la muestra.

Man Ray nunca se distanció del círcu­lo de Miller. En 1937 aparece con amigos comunes en una atrevida escena campes­tre en el jardín de la residencia de Picasso, en el sur de Francia. Nueve años más tar­de, Picasso posa para Miller con Roland Penrose, un artista británico y rico colec­cionista de arte contemporáneo que por entonces era amante de Lee, y que se con­vertiría en su segundo marido tras divor­ciarse ella del industrial egipcio Aziz Eloui Bey En 1976, Man Ray pidió a la estado­unidense que presidiera un homenaje or­ganizado para él en reconocimiento de su trayectoria artística. Para entonces, Miller había abandonado la fotografía tras acep­tar poco antes uno de sus últimos encargos periodísticos: una serie fotográfica de An­toni Tapies en su estudio de Barcelona.

"Sus más imperecederos retratos son probablemente los de artistas. Se mezcló socialmente con ellos durante toda su vida adulta, tuvo relaciones sentimentales, se casó con un artista, escribió sobre artistas y vivió rodeada de magníficos ejemplos de sus trabajos. Le gustaba fotografiar a los artistas junto a sus obras o mientras las realizaban. Se aprecia una empatía en mu­chos de estos retratos que es casi tangi­ble", comenta Calvocoressi.

Hay capítulos oscuros en la vida de Lee Miller. A los siete años, el hijo de un amigo de la familia abusó sexualmente de ella, transmitiéndole una enfermedad ve­nérea. "Sus padres pidieron consejo a un psiquiatra para prevenir el inevitable trauma emocional. Su consejo fue conven­cer a Lee de la disociación del sexo y el amor: el sexo era un acto físico sin ningu­na conexión positiva con el amor", cuenta Anthony Penrose.

A los 14 años, su primer amor se aho­gó al caerse de un bote en el que ambos re­maban en un lago próximo a la granja fa­miliar. Y desde la adolescencia acostum­braba a posar desnuda, a veces junto a varias amigas, a petición de su padre, Theodore, un gran aficionado a la foto­grafía. Padre e hija mantuvieron siempre una estrecha relación. "Lee estaba ya de­sarrollando las estrategias de superviven­cia que le servirían tan bien -y tan mal­para el resto de su vida", escribe Hare.

Pocos meses después de ser madre, en septiembre de 1947, otro tipo de nubarro­nes atormentaron el espíritu de Miller. La paz se extendía por Europa al tiempo que ella perdía la ilusión y el entusiasmo que antaño le habían ayudado a reemprender



el escritor Jean Cocteau, en Paris, en 1944.

Fred Astaire, en su actuación ante las tropas estadounidenses en Paris, en 1944.

el vuelo. Cayó en una fase depresiva agu­dizada por un alto consumo de alcohol. Sin ganas de experimentar con la cámara, sólo descubrió un ligero alivio a la apatía cultivando una última disciplina artística: la alta cocina.

La desgana de Miller estaba directa­mente relacionada con el síndrome que afecta a los más apasionados corresponsa­les de guerra. Sin la adrenalina de la ac­ción urgente, ya no vio sentido alguno en la fotografía profesional. Porque fue du­rante la II Guerra Mundial cuando se sin­tió plenamente realizada. Pudo haber re­gresado a Estados Unidos, pero prefirió quedarse en Londres para marchar, a la primera oportunidad, al frente europeo. En la capital británica documentó gráfi­camente el esfuerzo de decenas de muje­res, los refugios subterráneos contra los continuos bombardeos alemanes o la con­tribución en tareas civiles de artistas como Henry Moore. La revista Vogue pu­blicó sus fotografías de la guerra, aunque las más impactantes de esa época se edita­ron en el libro Grim Glory: pictures of Bri­tain under fire, publicado en 1940.

Miller tuvo que librar una dura batalla personal para ir a la guerra. El ejército británico no concedía entonces acredita­ciones a mujeres fotógrafas, y la frustra­ción crecía en su interior con encargos para reportajes de prensa que ella consi­deraba triviales. En el ejército de Estados Unidos encontraría su salvación al obte­ner el pertinente salvoconducto para acu­dir al frente. La ya corresponsal de guerra desembarcó en Normandía al mes de la in­vasión aliada y según sus biógrafos, fue la única periodista testigo del bombardeo y sitio de Saint-Malo. Los censores británi­cos revisaron los carretes que ella envió a revelar a la Redacción de Vogue en Lon­dres y eliminaron todas las imágenes con rastros de la entonces nueva munición se­creta: napalm.

Probablemente, Miller fue la primera fotógrafa en entrar en París con los alia­dos, el 25 de agosto de 1944. Allí se reen­contró y retrató a sus viejos amigos, Pi­casso y Jean Cocteau entre ellos; captó imágenes de la actuación de Fred Astaire para las tropas estadounidenses y otras es­cenas de las primeras jornadas de la libe­ración. Por encargo de sus editores, foto­grafió a la escritora Colette. Por entonces acompañaba sus reportajes gráficos con textos redactados por ella. Sufría en su fa­ceta de escritora, pero describía con mu­cha personalidad lo que veía en las pasa­relas, en los estudios de sus amistades o en el campo de batalla.

Nueva York y Londres demandaban más novedades sobre los altos modistas parisienses, pero Miller estaba obsesiona­da por avanzar con las tropas norteameri­canas hacia el centro de Europa. Acom­pañada por su compatriota el periodista Dave Scherman, asistió a la liberación de los campos de concentración nazis en Dachau y posteriormente, en Buchenwald. Los crematorios del primero llevaban cin­co días sin operar y las pruebas del geno­cidio eran evidentes. Miller envió a Vogue una serie de fotografías de los horrores de la guerra con una instrucción muy clara: "Os suplico que creáis que esto es cierto".

Esa noche. Scherman fotografió a Mi­ller bañándose en el cuarto de baño que Hitler utilizaba en sus estancias en Mú­nich. De la cercana residencia de su aman­te, Eva Braun, Miller escribió en julio de 1945: "Eché una siesta en su cama. Fue cómodo, pero macabro, quedarse dormida sobre la almohada de una joven y un hom­bre muertos y estar contenta de que estu­vieran muertos".

Alemania se rendía poco después. Pa­radójicamente, ahí comenzó el declive de Lee Miller Expresó su estado de ánimo en una carta que nunca llegó a enviar a su es­poso, Roland Penrose: "Éste es un mundo nuevo y desilusionador. Paz con un mun­do de canallas que no tienen honor, ni in­tegridad, ni vergüenza no es por lo que to­dos luchamos". •

`Lee Miller. Retratos' podrá verse en la National Portrait Gallery; de Londres, desde el 3 de febrero hasta el 30 de mayo.

El Pais Semanal Número 1477. Domingo 16 de enero de 2005

lunes, 14 de marzo de 2011

Yann y Andreas: dos caminos divergentes que convergen en «Puzzle»

Yann (1954) y Andreas (1951), cuya única obra en común es la historieta publicada en este libro, son dos peones importantes de la historieta actual pero por motivos muy distintos. El guionista fran­cés Yann es una especie de enfant terrible de la his­torieta, un iconoclasta capaz de infiltrar el sexo descarnado en una revista infantil-juvenil, de paro­diar salvajemente a uno de los personajes más clá­sicos del cómic franco-belga —Bob Morane—, de sustituir el patetismo por el sarcasmo en la vida de unos portadores del virus del sida, o de despertar las iras de la comunidad judía internacional.

No existe tema tabú para Yann, que acentúa la crueldad de sus obras recurriendo al humor negro y que decapita por la vía rápida todo mito divino y humano. Su estilo narrativo es directo e impactan­te, tanto en su obra humorística como en sus más escasos álbumes realistas; sea como sea, sus histo­rietas no dejan indiferente al lector.

En la obra del alemán Andreas, en cambio, se funde la carga mística de mundos mágicos y fantás­ticos con un terror psicológico de inspiración love­craftiana. Los héroes de Andreas obtienen su fuer­za metafísica dé dioses profanos que libran una in­tensa batalla entre dos conceptos antagónicos de la magia. Su grafismo barroco, que recuerda a los gra­bados de Gustave Doré, imprime el tono adecuado a sus escenarios opresivos y recargados, cuyo con­trapunto es la pureza e intensidad de los colores. Andreas compone sus páginas siguiendo una pauta narrativa marcada por los tensos silencios de sus personajes, lo que conduce a la acumulación de pe­queñas viñetas que contrastan con la puntual apari­ción de espectaculares páginas-viñeta de ambiente.

Puzzle (1991) forma parte de una serie de histo­rietas cortas en la que Andreas adapta su estilo a la personalidad de sus distintos guionistas.

Antonio Guiral del libro Veinte Años de Cómic. Aula de Literatura Vicens Vives, 1993








El iluminador Rembrandt

Su dominio de la luz le convirtió en maestro de la pintura. Rembrandt creó un estilo inconfundible que inspiró a Goya y Picasso. Veinte exposiciones conmemoran en Holanda los 400 años del nacimiento de un pintor al que fotógrafos y cineastas también tienen mucho que agradecer. Por Agustín Sánchez Vidal.

Pintor de sí mismo. Rembrandt dejó como legado una impresionante galería de retratos de personajes de la Holanda de su época, pero su principal modelo fue él mismo. Más de un centenar de autorretratos documentan su vida exhaustivamente. Éste es de 1629, a sus 23 años.










Fue famoso en vida, desde joven. Alcanzó éxito, posición social, dinero, prestigio internacional, numerosos discí­pulos... Gracias a éstos, su nombre no se apagó con él. Creó escuela, y más tarde le reconocieron como maestro algunos de los mejores, de Goya a Picasso. Pero no sólo los pintores: su uso de la luz ha inspirado a fotógrafos y cineastas, originando un tecnicismo todavía vigente, la "ilumina­ción a lo Rembrandt".

Aun corrigiendo los excesos románti­cos, proclives al genio solitario e incom­prendido, sigue amparándole el perfil de un hombre libre y poco sujeto a convencio­nes. Alguien que, tras la muerte de su ama­da esposa Saskia, mantiene relaciones con sus criadas, afrontando el ostracismo so­cial que ello le supondrá. Un profesional ex­traordinariamente dotado, exigente hasta rehusar otros compromisos distintos a los contraídos con la pintura. Capaz de gozar del lujo y la buena vida sin plegarse a las modas ni soslayar lo más sombrío, tanto en los años de pujanza como en los de penuria y vejez, que no doblegan su arte, sino que lo depuran hasta logros de rara intensidad.

En ese itinerario hay algo que perma­nece, abriéndose paso como un escalpelo: esa mirada insobornable que preside sus numerosos autorretratos, y de la que bro­ta literalmente todo. A medida que trans­curren los cuadros y los años, en torno a esos ojos ceden los párpados, cunden las arrugas, la piel se apergamina, se entume­cen los pómulos, el rostro se va haciendo más ancho, se agrisa el cabello alborotado y rebelde, crece la papada y se desploman los rasgos. Pero no las convicciones.

Hubieron de ser muchas las horas que Rembrandt pasó ante el espejo, auscultan­do el deterioro y maltrato del tiempo. La asiduidad con que se pintó a sí mismo ca­rece de equivalentes en el siglo XVII, y en casi toda la historia del arte. El número de sus autorretratos resulta abrumador in­cluso en un contexto tan excepcional como la Holanda del siglo XVII, fruto del respeto a la privacidad y el libre examen indi­vidual. Ningún otro país desplegó seme­jante celo para arrebatar al olvido tantos rostros de sus ciudadanos. Se ha calculado que de los tres millones de holandeses que a lo largo de tres generaciones poblaron aquel territorio, unos 50.000 fueron capta­dos por los pinceles de sus contemporá­neos. Rembrandt no sólo dejó una impre­sionante galería de retratos ajenos (más de 400), sino que entre óleos, grabados y di­bujos se representó a sí mismo en un cen­tenar de ocasiones. Apenas hubo año que no lo hiciera, lo que arroja una media de dos autorretratos por año, elevada a tres en el de su muerte, 1669. Recientemente, la National Gallery de Londres pudo reunir en una exposición 86 de esos autorretratos, tratando de des­montar el mito del artista torturado que se busca a sí mismo en un sinuoso proceso de introspección; pero, tras esas oportunas precisiones historiográficas, el misterio se mantiene intacto. Rembrandt fue su mejor biógrafo, y no hay perfil que pueda com­petir con la crónica de excepción que él mismo va trazando mientras su rostro es roído por la edad. La suya es una historia muy propia de la meritocracia que estaba implantando en Holanda la cultura protestante. Su ma­dre es hija de un panadero, y su padre, pro­pietario de un molino en Leiden, a orillas del Rin. Cuando nace Rembrandt, el 15 de julio de 1606, es el octavo de los nueve hi­jos que tendrá esta familia de origen cató­lico convertida al calvinismo. Ambos pro­genitores son ya mayores, y a menudo le servirán como modelos para sus cuadros, pues desde su adolescencia el pintor de­muestra un gran interés por los ancianos. Leiden tiene 40.000 habitantes, y es un relevante foco humanístico, con una pres­tigiosa universidad. Allí cursa estudios que le familiarizan con el clasicismo y los libros, tan presentes en sus lienzos, aso­ciados a personajes cuya vida interior vi­sualizan. En la ciudad también se desa­rrollan importantes avances en la óptica. Y su escuela de pintura ha sido una de las más celebradas de Holanda, con figuras como Lucas de Leiden, admirado por Du­rero. Crece, pues, en un ambiente que está explorando otro modo de ver, frente a ten­dencias pictóricas como las italianas, más dadas a intermediar la mirada con todo un piélago literario de mitos y alegorías.

Porque nunca viajará a Italia ni sal­drá de su país natal. Serán las otras cultu­ras las que vengan a él, al emerger Holan­da como potencia mundial. Sin aristocra­cia ni onerosos privilegios eclesiásticos, toda una laboriosa sociedad se está asen­tando sobre su bien irrigado tejido corpo­rativo, un razonable reparto de la riqueza y gran disponibilidad tanto para el lado disciplinario de la vida comunal como para el desparrame festivo. Lo que se tra­duce en una pintura bien diferenciada del resto de Europa, Flandes incluido. Cuando Rembrandt empieza, los mo­delos vigentes remiten a Caravaggio y a la vecina escuela de Amberes, dominada por el monumentalismo de Rubens, lleno de color y dinamismo. No ignora esas nuevas vías. Le llegan a través de su maestro Pieter Lastman, con quien estudia en Ams­terdam. Pero sus opciones serán otras. Cuando regresa a Leiden en 1625, con 19 años, abre estudio junto con Jan Lievens, un año menor que él, y los dos jóvenes no tardan en llamar la atención. De esta eta­pa inicial data el Autorretrato con pelo en­marañado. En su gran libertad formal ya se percibe una voz propia, frente a sus más relamidas obras de aprendizaje. El mismo año en que lo ejecuta, 1628, acaba de admitir a su primer alumno, Ge­rrit Dou, por entonces un quinceañero, pero pronto uno de los pintores neerlan­deses de mayor renombre. Y en 1632, Rem­brandt y Lievens reciben en su taller al personaje más culto, cosmopolita e influ­yente de Holanda, el escritor y diplomáti­co Constantijn Huygens, secretario del príncipe de Orange. El visitante se queda admirado ante el oficio de aquellos dos desconocidos. Y apuesta por ellos. Tras en­comendarles su propio retrato y el de su hermano, logrará que Lievens se abra ca­mino en Inglaterra y conseguirá para Rembrandt encargos de gran relieve so­cial. Es él quien le aconseja trasladarse a la vecina Amsterdam, lo que lleva a cabo en 1632, tras la muerte de su padre.

La ciudad está en plena ebullición. Es la capital económica de un vasto impe­rio colonial que seis años antes ha funda­do en la otra orilla del Atlántico una dele­gación americana suya con el nombre de Nueva Amsterdam, que los ingleses cam­biarán más tarde por el de Nueva York. Sus opulentas compañías comerciales han tendido por todo el mundo una red que les procura los más exóticos productos de los cinco continentes. Una abundancia que se desborda por doquier, compaginando el tu­multo de sus imprevisibles tabernas con un proverbial respeto a la ley y el orden. Ese ambiente de culta tolerancia atrae­rá a algunos de los mejores cerebros del momento, como el filósofo René Descartes, mientras un urbanismo en plena expan­sión remodela sus canales y edificios pú­blicos. Se cultiva con asiduidad el teatro, al que Rembrandt es gran aficionado, hasta el punto de contar en su taller con atrezzo y vestimentas que le permiten disfrazar a sus modelos según el motivo bíblico o mi­tológico que representan. El mercado artís­tico no es menos exigente. Llegan mues­tras de todos los rincones, lo que le permi­te afinar sus modelos, desde los europeos hasta los del Oriente más remoto. La obra que asienta su fama, el mismo año de su llegada, es La lección do ana­tomía del doctor Tulp. Representa un gé­nero muy especial, el retrato corporativo que se expone en las sedes de las asocia­ciones. Una peculiaridad holandesa, que de este modo glorifica el espíritu cívico de su burguesía. En términos pictóricos su­pone un desafío del que -Frans Hals apar­te- pocos logran salir airosos. Hay que re­tratar a los componentes respetando su individualidad, sin que ninguno quede postergado, pero ensamblados en un con­junto no demasiado rígido ni monótono. Rembrandt marcará nuevas pautas: pri­mero, con esta Lección de anatomía; diez años después, con La ronda nocturna, y en 1662, con Los síndicos de los pañeros.

El doctor Tulp es el más relevante de este grupo de notables que atiende a sus explicaciones sobre el cadáver de un ajus­ticiado. Dos veces burgomaestre de Ams­terdam, autor de un manual de primeros auxilios y medicina familiar, es conocido como "el Vesalio de Amsterdam", por alu­sión al famoso cirujano italiano que aña­dió al descubrimiento de nuevos continen­tes otra terra incógnita no menos fabulosa: el interior del cuerpo humano. Ése es el es­pectáculo que presenta Tulp a sus invita­dos tras diseccionar el brazo para mostrar la trabazón de tendones y músculos, cuyo funcionamiento y contracciones imita con el gesto de su propia mano izquierda.

Rembrandt es muy consciente de las cualidades de este trabajo suyo. En lugar de las iniciales del nombre, apellido y pro­cedencia utilizadas en sus comienzos, "RHL" (Rembrandt Hamenszoom de Lei­den), lo firma con un escueto "Rembrandt f. 1632"; es decir, su nombre de pila, al modo de los grandes maestros italianos -Miguel Ángel, Leonardo, Rafael...-, se­guido de la contracción del fecit latino y la fecha. Un "Rembrandt lo hizo" que pronto se convertirá en legendario. Ese mismo año, un alguacil le visita para certificar su existencia. Ante su asombro, le explica que su nombre ha sido citado por un par de juerguistas tras cruzar una apuesta que les obligaba a enumerar 100 celebridades vivas. Y él aparecía en esa nómina.

Es entonces cuando entra en su vida una muchacha de 20 años llamada Saskia van Uylenburch, huérfana de padre, per­teneciente a una adinerada y muy respe­table familia frisona. Su boda en 1634 abre al pintor de par en par las puertas de la mejor sociedad. Y le introduce de lleno en la etapa más feliz y luminosa de su exis­tencia, a juzgar por los retratos de ambos, separados o juntos, como el que los mues­tra nimbados de radiante alegría encar­nando atrevidamente el pasaje bíblico del hijo pródigo en el burdel.

En 1639 compran un espacioso palace­te en uno de los barrios de moda. Allí vi­virá el pintor durante los próximos 20 años, en el mismo lugar donde en la actualidad se ubica el museo dedicado a su obra gráfica, y que todavía impresiona por su amplitud. También alquila un holgado almacén, que convierte en taller, para dar cabida a los numerosos discípulos que quieren aprender junto a él pagando su­mas considerables. En justa correspon­dencia, Rembrandt siempre prestará gran atención a sus alumnos. A diferencia de otros pintores, que los utilizan para aumentar su productividad, él les dispen­sa una atención más personalizada sin im­ponerles unas directrices estrictas. Pero eso no evitará que cree escuela, hasta el punto de provocar numerosas atribucio­nes erróneas. En su taller se forman algu­nos de los puntales de la pintura holande­sa. Entre ellos, Carel Fabritius, quien se trasladará a la ciudad de Delft para en­señar, a su vez, a Jan Vermeer.

Tanto prospera Rembrandt que se con­vierte en un coleccionista compulsivo. Poco después de mudarse a la nueva man­sión pretende comprar un famoso retrato de Rafael, el de Castiglione, que se subas­ta y alcanza la astronómica suma de 3.800 florines. En la puja le gana por la mano un mercader de arte y diamantes llamado Al­fonso López, cuyo nombre manifiesta tan a las claras su origen sefardí. El pintor ha quedado prendado del cuadro, y le pide permiso para estudiarlo. Junto al Retrato de un hombre, de Tiziano -que en la ac­tualidad se custodia en la National Gallery londinense, pero que en ese momento es­taba en Amsterdam-, será el modelo de su Autorretrato con camisa recamada. En él destaca la textura de su ropaje y tocado, pero más aún su mirada alerta y un punto desafiante.

A la vez que asegura su dominio de la pintura al óleo, se interna en el graba­do, con tal maestría que al cabo de poco tiempo no tiene rival en este campo. El en­riquecimiento de su universo visual no es sólo cuestión de técnica; también crece ha­cia dentro, pues está lejos de ser un mili­tante en esta o aquella profesión de fe. Ha de atender encargos de todos los frentes: calvinistas, católicos, judíos o de otras confesiones. Como, por ejemplo, su retra­to de Cornelis Claeszoon Anslo, flanquea­do por su esposa. Este predicador menoni­ta es uno de los más famosos del país, y su imagen debe transmitir el ascendiente al­canzado a través de la palabra. Para ello le sitúa como intermediario entre la Biblia, de la que emana la luz, y su mujer, que le escucha. Un retrato parlante sin el cual -o sin su Resurrección de Lázaro- resulta in­concebible esa cima de la espiritualidad contemporánea que es Ordet, la película de Dreyer.

El punto de vista bajo y el modo en que se establece su restricción lumínica con­vierten el retrato de Anslo en un impor­tante eslabón entre La lección de anatomía y la llamada Ronda nocturna. Un título que no se corresponde con lo representa­do, sino que se debió al oscurecimiento de los barnices. Fue al limpiarla, tras su res­cate del escondrijo donde permaneció a salvo durante la II Guerra Mundial, cuan­do pudo establecerse que se trataba de una escena diurna. Un encargo de gran em­peño y prestigio, pagado a escote por una especie de somatén, la compañía de arca­buceros del capitán Frans Banning Cocq y el teniente Willem van Ruytenburch.

Originalmente, el lienzo medía cerca de cuatro por cinco metros, pero fue recortado en 1715 para encajarlo en una nue­va estancia. Rembrandt resolvió tan difícil asunto, de enorme complejidad composi­tiva, representando a todos los personajes en acción, en un momento muy preciso: el de la llamada a las armas, mediante el re­doble del tambor. Una instantánea subra­yada por la secuencia de los diversos mo­vimientos que deben conducir a la alinea­ción, lo que le permite organizar el grupo gracias a la calculada tensión de las dia­gonales trazadas por lanzas, arcabuces, espadas y estandartes; el flujo de las gor­gueras y cabezas bañadas por la luz, que serpentean de izquierda a derecha; los dis­tintos planos de la escalinata del fondo, so­bre la que alza su pendón el abanderado; el perro que ladra al tamborilero; la pro­fundidad lograda por esos dos fogonazos de luminosidad del teniente y la niña que cruza con su gallina colgada a la cintura, misteriosa como un ectoplasma, y en la que algunos han querido ver una evoca­ción de Saskia.

Porque su esposa fallece mientras pinta el lienzo, marcando el inicio del de­clive social de Rembrandt, aunque en ab­soluto el de su pintura. Los prósperos años que han mediado entre 1632 y 1642 dan paso a una etapa muy dura en lo personal, preanunciada con la muerte de sus padres y de sus tres primeros hijos, ninguno de los cuales superó los dos meses de vida. Ahora es la propia Saskia quien no logra reponerse del parto de su cuarto hijo, Tito, complicado con una tuberculosis, y, tras meses de sufrimiento, su esposa muere en junio de 1642, a los 30 años. Rembrandt todavía alcanza a pintarla en un último retrato, donde se la ve con­sumida por la enfermedad, con una mano en el pecho y en la otra una florecilla roja que ofrece con un delicado gesto, más con­movedor que cualquier adiós porque en él se adivina la despedida de casi una década de felicidad. Su pintura se vuelve más clasicista y volcada hacia el claroscuro, abandonando los anteriores resabios barrocos. Y ello en fuerte contraste con las modas de Amster­dam, que a partir de 1640 conocen el auge de un estilo más colorista y superficial, el de Van Dyck, hacia el que desertan algu­nos discípulos en busca del dinero fácil. No así Rembrandt, quien más bien parece empeñado en un camino por el que pocos pueden seguirle. Tras la muerte de Saskia, el pintor contrata a la viuda Geertje Dircks como niñera de Tito y ama de llaves. Es muy distinta de su difunta esposa; una robusta campesina de Zelanda, analfa­beta y pragmática, que se convierte en su amante, con el consiguiente escán­dalo entre la buena sociedad. Sobre todo cuando él inicia otra relación sen­timental y Geertje lo lleva ante los tri­bunales acusándole de no cumplir una promesa de matrimonio.

Esa relación hace referencia a Hen­drickje Stoffels, con la que Rembrandt terminará viviendo y teniendo una hija. Pero nunca se casarán porque ello conllevaría la pérdida de buena parte de las rentas otorgadas por Saskia en su testamento, condicionadas a que no se desposara de nuevo. Hendrickje es llamada al orden y excomulgada por el consejo de la Iglesia reformada. Los problemas económicos se agu­dizan en la década de 1650, con el tras­fondo de la recesión provocada por las guerras con Inglaterra. Tras la paz de Westfalia que en 1648 pone fin a la guerra de los Treinta Años, la propia Holanda ha de reconsiderar su Posición colonial. El gusto de los coleccionistas neerlandeses también cambia, se hace más ostentoso. Frente a los suntuosos bodegones vigentes, Rembrandt acome­te su extraordinario Buey desollado. Muy criticado en ese momento, la pos­terioridad le hará justicia gracias a su exhibición en un escenario tan privile­giado como el Museo del Louvre, y su modernidad no pasará inadvertida a Delacroix, Daumier, Soutin o Bacon. Las dificultades de Rembrandt en el mercado interno se ven compensadas por su alta cotización en otros países. Sin embargo, no logra atajar las difi­cultades monetarias, y ha de subastar sus bienes. En 1656 se realiza un inven­tario. Resultan 363 lotes, y hay uno cuya suerte parece inquietarle de modo espe­cial: el gran espejo que prefiere para sus autorretratos, el que contiene más reta­zos de sí mismo. Un objeto suntuario de­bido a su amplitud, pues aún no existen las técnicas de colada para la elabora­ción del vidrio, que lo abaratarán. De modo que comisiona a su hijo para que lo rescate y transporte hasta casa. Pero el espejo se rompe por el camino. Para no ver embargado el fruto de su trabajo se convierte en empleado de una sociedad de marchantes de arte, for­mada por su compañera Hendrickje y su hijo Tito, a quienes cede toda su obra a cambio de la manutención. Porque si­gue recibiendo encargos nada desdeña­bles, como Los síndicos de los pañeros o el espléndido La novia judía. Quizá la gran incógnita de este periodo sea lo que habría supuesto para la pintura épi­ca y monumental europea una obra del calado de La conjura de Julius Civilis, realizada en 1661 para el nuevo Ayunta­miento de Amsterdam. Sin embargo, el encargo no prospera ni el cuadro sobre­vivirá en su formato original, y hoy se conserva en estado fragmentario. En la última década de su vida, Rembrandt aborda los temas bíblicos en una atmósfera de intenso patetismo: Moisés rompiendo las tablas de la ley, David tañendo el arpa ante Saúl o La negación de Pedro nos hablan de mo­mentos dramáticos, de personajes en­frentados a graves conflictos de con­ciencia, a menudo traducidos mediante el contrastado uso de la luz. Prosigue así las varias versiones del Sacrificio de Isaac, cuyo eco aún se percibirá en los más estremecedores pasajes de Temor y temblor; de Kierkegaard, o Dar la muer­te, de Derrida. Es el rebrotar de esos an­cianos vueltos hacia dentro, enfrenta­dos a solas con el Libro, correlato pictó­rico de aquel asombro primigenio que sintiera san Agustín al ver a su maes­tro san Ambrosio leer para sí mismo, sin mover los labios, como pura expe­riencia interior.

Vienen a ser un trasunto de lo que sucede en su propia vida. Ha de mu­darse a una modesta casa del Rozen­gracht, uno de los barrios más pobres de Amsterdam. Su situación económica es tan apurada que se ve obligado a ven­der la tumba de Saskia. Está en la rui­na, con todas sus obras embargadas y la sola posesión de sus útiles de pintor y viejas ropas. En 1663 fallece su com­pañera Hendrickje Stoffels, que tanto había contribuido a crear un islote de sosiego en medio de la tribulación. Su hijo se casa en febrero de 1668 con una sobrina de la hermana de Sas­kia y le anuncia que pronto tendrá un heredero que le hará abuelo. Pero Tito agoniza en septiembre, a los 27 años. La nieta nace en marzo de 1669, y su nuera expirará no mucho después, dejando al pintor a cargo de la recién nacida. Por poco tiempo, porque Rembrandt muere el 4 de octubre de 1669, a los 63 años. Con bastante probabilidad, su últi­mo lienzo es el autorretrato de ese año custodiado hoy en el Mauritshuis de La Haya, que algunos han considerado in­concluso. Un rostro de mirada pensati­va, tal vez resignada y retrospectiva, dejando entrever aquel "hospital hen­chido de murmullos" del que habló Baudelaire a propósito de sus telas. Un compatriota, Vincent van Gogh, aún fue más rotundo al afirmar: "Hay que haber estado muerto varias veces para pintar así".

•Holanda celebra el 400º aniversario de Rembrandt. En el Rijksmuseum de Amsterdam puede verse toda su obra y la muestra estrella 'Rembrandt-Cara­vaggio'. a partir del 24 de febrero. Más información en: www.rembrandt400.com.

El Pais Semanal número 1529. Domingo 15 de enero 2006