martes, 23 de marzo de 2010

UNA VISITA A GRANADA

Como este año no he podido acercarme al Salón del Cómic de Granada (decimoquinta edición ya) le he pedido a uno de los amigos que sí ha podido ir que escribiera algo, sin más preámbulo:


UNA VISITA A GRANADA

Este año, “El salón internacional del comic de Granada” cumplía su 15º aniversario. Cuando me pase por allí tenía poco ambiente, pero eso era debido principalmente a que fue la mañana del viernes (sus ansiosos fans estarían en sus respectivas labores de trabajo y/o estudios la llegada del sábado, que supongo que sería el día clave).

Pero la velada tenia los mismos ingredientes que los años anteriores, con la entrada te daban a elegir el clásico comic obsequio, en ese momento se podía elegir entre: Rosenda y otros momentos pop, de Manel Fontdevila ; El invasor microscópico de Daniel Serrano y Josep Casanovas ; y el primer número del clásico de Osamu Tezuka, Astroboy (este último tardo un poco más en mostrarse).

Estaba lleno de stands, haciendo un breve repaso sobre ellos y los que más recuerdo eran el de la revista 2 veces breves, en el que podíamos encontrar su ultimo numero además de los atrasados; otro en el que podíamos encontrar toneladas de comics antiguos, en el que seguro que más de uno encontraría autenticas joyas de su niñez en un papel amarillento y con el indicativo de por 5 pts, comics de Flash Gordon, El capitán trueno, estampitas de la época y demás maravillas del pasado; uno en el que cualquier fan de Hergé encontraría todo lo que necesita sobre el chico de los mofletes (todas sus aventuras, muñecos, llaveros, camisetas, bolsos, etc.); y muchos stands más sobre venta de comics, magas y todo tipo de merchandising sobre sus personajes favoritos.

La firma de autores, este año: Rick Veitch, Michel Roguie, Azpiri, Carlos Pacheco, Martin Sauri, Agustin Padilla y la guinda del pastel Joe Kubert tuvo presente a unos escasos fans.

Y por último, en un intento de no dejarme nada en el tintero me despido contando la presencia de algún los amante del disfraz, sus talleres de actividades, concursos, etc.

Francisco Jesús Sánchez Herrera

lunes, 22 de marzo de 2010

Ángel Badía Camps


A veces pasa. Te quedas con cara de idiota. Estás viendo un blog dedicado a la ilustración, hecho en Canadá, un impresionante estudio de época sobre autores dignos de mención y estudio. Y ahí está, en letras rojas, Ángel Badía Camps, http://todaysinspiration.blogspot.com/2010/02/angel-badia-camps.html , y yo voy a la entrada correspondiente del Diccionario de uso de la Historieta Española (1873-1996) de Jesús Cuadrado, y encuentro esto:

Badía, Ángel (Ángel Badía Camps). Puigreig, 1929. Dibujante. Pintor, ilustrador y estilizado historietista de acción y de humor, con obra dispersa en el mercado agencial (desde Selecciones Ilustradas, trabajó en romance y otros géneros). Autor muy creativo e innovador, de rasgueado firme y algo vertiginoso, y de puesta en escena serena y organizada; en sus historietas de espadados precedió, inconsciente y brillante, a más de un compatriota premiado con el Warren.

Seguido de una larguísima lista de trabajos y empresas.

Lo mejor, los comentarios de la peña en el blog, recordando con nostalgia los comics que leían cuando eran pequeños, lo buenos que eran, y realizados por autores españoles en su mayoría. Hasta Howard Chaykin apunta su desconocimiento de aquellos mercenarios del lápiz y el pincel. Y mientras uno, con cara de idiota, que tampoco lo sabía.










Rey Lobo de Juan Eslava Galán

Encontré la página de publicidad ayer. El autor ya escribió sobre los iberos un libro divulgativo, pero ahora parece que ahonda, con una novela, en una parte de nuestra historia más desconocida. Por la parte que toca al Ojo de Melkart, parecerá que cuando acabemos nuestro trabajo seguimos una ruta ya marcada. Bienvenida sea. Otro libro más para leer, y van...



martes, 9 de marzo de 2010

La mapa de los sueños




La materia de los sueños ¿Puede crearse una historia nueva, original, a finales del segundo milenio después de Cristo? Según Borges, ni a fines del segundo ni a principios del primero. Desde el inicio de la humanidad sólo han existido cuatro argumentos posibles sobre los que se han establecido variaciones y giros a la hora de construir relatos. Desde esta perspectiva, tomada del pensamiento platónico, el trabajo de quienes nos cuentan historias se incorpora, con mayor o menor fortuna, a una continuidad narrativa germinal. Es fruto de un legado previo que, a su vez, genera uno nuevo. Partiendo de la literatura oral, con el paso del tiempo se han incorporado a este ciclo diferentes medios de expresión que, cada uno a su modo y utilizando recursos propios y compartidos, han recreado y actualizado esta herencia. Por supuesto, los casos más afortunados han convertido en novedosas y frescas algunas de las tramas evocadas en el pasado. No quiere esto decir que estas actualizaciones argumentales pueden enmarcarse en el ámbito de las adaptaciones, pues no estamos hablando de la canibalización explícita de textos e imágenes previos, sino de una participación inevitable de temas. Como medio narrativo desarrollado durante el siglo XX, la historieta no ha sido ajena a esta tónica y ha recogido el simiente de argumentos universales e intemporales para hacerlos suyos y reconvertirlos al lenguaje que le es propio. The Sandman, uno de los tebeos más alabados y representativos de este fin de milenio, hace explícita su pertenencia a esta continuidad de la que hablamos. Su creador, el guionista británico Neil Gaiman, ha partido de relatos populares, literatura, creencias religiosas (o, si se prefiere, mitologías), cine e historieta para tejer un tapiz en el que se imbrican multitud de referencias históricas y culturales que van más allá de la cita pedante y trascienden el homenaje por el homenaje. Planeando sobre todo ello, en ocasiones aterrizando en las páginas de la serie, se sitúa la figura de William Shakespeare, quine supo como pocos servirse del legado para incorporar al mismo el fruto de sus trabajos. Según el literato inglés, somos de la materia de los sueños que, realizados, frustrados o irrealizables, dan forma a nuestra personalidad. También lo son nuestras historias y creencias. Mucho se ha dicho sobre cómo la ignorancia de los principios que rigen el Universo es la raíz de la fe. Sin embargo, como supo darse cuenta Levi Strauss, los mitos (las creencias religiosas) tienen su origen en el sueño. Y el mito no es más que la génesis de las historias, de todas las historias. El número uno de The Sandman apareció con fecha de portada de enero de 1989, y nadie podía sospechar en aquel momento que estaba destinado a convertirse en uno de los tebeos más significativos e influyentes de la década de los noventa. The Sandman se inscribía dentro de la tendencia iniciada por DC de buscar un público más adulto, un público ansioso de propuestas heterodoxas que disfrutaba con revisiones poco convencionales de viejos héroes secundarios o extravagantes. Era una tendencia en la que había destacado una brillante hornada de guionistas británicos, y en la que se podían enmarcar títulos como Swamp Thing de Alan Moore -el detonante de todo, que había debutado en el nº 20, enero de 1984, de la Cosa del Pantano- la Doom Patrol (1989) y el Animal Man (1988) de Grant Morrison, el Hellblazer (1988) de Jamie Delano y el mismo Black Orchid (1988) de Gaiman y McKean. La segunda mitad de los ochenta habían sido una época emocionante para el comic book americano, con las demoledoras revisiones del mito superheroico propuestas por Frank Miller y Alan Moore en títulos como Batman: The Dark Knight Returns (1986) y Watchmen (1986-87), y las editoriales habían descubierto un hueco en el mercado para proyectos que se alejaran de los parámetros infantiles y coloridos que habían dominado la industria hasta entonces. En este contexto, The Sandman nació como una serie que cubría dos objetivos. El primero, "rescatar" y "reinventar" a un viejo héroe - o al menos su nombre -, maniobra tan en boga en aquel momento; el segundo, ofrecer otro título de lo que entonces se llamaba "terror y suspense sofisticado". Pronto, la serie viraría hacia otros territorios -fantasía moderna cargada de posos literarios-, atraería a un público creciente, y Gaiman se encontraría embarcado en una historia mucho mayor de lo que imaginó en un principio, cuando sus expectativas de éxito no llegaban a cubrir ni siquiera una docena de números. El éxito fenomenal de The Sandman, en el que por una vez coincidieron público y críticos, la llevó a convertirse en el superventas de DC, superando incluso las cifras de personajes tan carismáticos como Batman y Superman. A principios de los 90, cuando la nueva tendencia del comic comercial resultó ser el estrellato de los dibujantes, que acaparaba la recién nacida y pujante editorial Image, The Sandman no sólo supuso un bastión de resistencia para la "vieja DC", sino la reivindicación de la figura del guionista por encima de cualquier filigrana gráfica. Pero más importante aún que las cifras de ventas, que el puro peso de los números, fue la clase de público que atrajo The Sandman. Muchos de sus lectores no consumían comics habitualmente, o no lo habían hecho nunca con anterioridad. ¡Aún más, mucho de ellos eran lectoras! The Sandman había conectado con una sensibilidad mucho mayor que la de los fans del cómic, y estaba introduciendo público nuevo en un medio que lo necesitaba desesperadamente. The Sandman convirtió la mencionada "tendencia" hacia tebeos sofisticados en una verdadera división editorial dentro de DC. Sus espectaculares resultados financieros acabaron de convencer a la empresa de que existía un público potencial que podía dar sustento a todo un sello homogéneo que se distinguiera de la producción normal de DC por objetivos, apariencia, presentación y libertad, ofreciendo historias más adultas, más arriesgadas y exentas de las limitaciones de la censura que sufren todos los tebeos de superhéroes. Así nació el sello Vertigo, dirigido por Karen Berger, que apareció por vez primera en The Sandman nº47, con fecha de portada de marzo de 1993. En esta nueva línea se agruparían Shade The Changing Man, Hellblazer, Animal Man, Swamp Thing y Doom Patrol junto a nuevos títulos como Muerte: El alto coste de la vida, Sandman Mystery Theatre o Mercy. Ese nuevo público que buscaba Vertigo era, como consecuencia lógica de su mayor edad, un público con mayor poder adquisitivo. De esta manera, los libros recopilatorios de las diversas series publicadas por la casa se convertirían en uno de sus rasgos definitorios, así como una de sus mayores bazas comerciales, al permitir el acceso a nuevas superficies de venta y la permanencia indefinida en el fondo del catálogo editorial. The Sandman se benficiaría de esta política de reediciones, que recopila la colección completa en diez volúmenes:Preludes & Nocturne, The Doll´s House, Dream Country, Seasons of Mist, A Game of you, Brief Lives, Fables and Reflections, World´s End, The Kindly Ones, The Wake, a los que habría que añadir Dust Covers, que reúne todas las portadas de la serie. A medida que las ventas aumentaban, los beneficios se incrementaban gracias a la creciente oferta de merchandising y los premios se convertían en una constante, se hizo cada vez más dolorosa la evidencia de que la serie acabaría tocando a su fin. Gaiman, que había empezado a escribir The Sandman pensando en poco más de media docena de números, había dicho en alguna ocasión que la historia terminaría en el cuarenta y tantos, y, superada esa cifra, el número 75 (marzo de 1996) acabó siendo el inevitable final del viaje. Aunque el personaje es propiedad de DC -hoy en día, series como Predicador o Transmetropolitan, las nuevas estrellas de Vertigo, también pertenecen a sus autores-, la editorial tuvo la sensatez de mantener su integridad haciendo lo insólito: cerrar un colección de éxito sólo porque el guionista la abandonaba. La práctica habitual en estos casos es sustituirlo por otro profesional y continuar exprimiendo cualquier posible beneficio que dé la continuación hasta que la serie y su prestigio se desvanecen en la más completa indiferencia (algo así le ocurrió a Swamp Thing tras la marcha de Alan Moore). Al no dejerse llevar por la codicia, DC consiguió, precisamente, prolongar la rentabilidad del universo onírico creado or Gaiman, que continúa en series respetuosamente derivadas de The Sandman, como The Dreaming o The Sandman Presents, las cuales utilizan multitud de personajes aparecidos en sus páginas. Pero sólo Gaiman podrá volver a escribir historias protagonizadas por Sueno y sus hermanos Eternos. En el balance final, The Sandman no solo resultó un éxito de ventas fenomenal y un acaparador de todo tipo de premios -el más importante, el World Fantasy Award-, sino que se convirtió en uno de los más claros modelos a imitar durante los 90, reflejando un espíritu romántico y existencialista al que no sólo han aspirado multitud de tebeos, sino que ha impregnado películas tan en sintonía con nuestra época como El Cuervo o The Matrix. Dentro de algunos años, cuando se revise la ficción popular de la década de los 90, The Sandman sobresaldrá entre la masa ingente de los comics para erigirse como punto de referencia fundamental. Este libro pretende ser una guia introductoria al mundo de los Sueños dominado por la pálida figura de Morfeo, y al entramado de referencias culturales que Gaiman ha entrelazado para tejer su relato. El Mapa de los Sueños (Guia de lectura de Sandman) de Trajano Bermúdez y Eduardo García Sánchez Noviembre de 1999 La Factoría de Ideas


domingo, 7 de marzo de 2010

AL FINAL DE UNA ERA ANTONIO MUÑOZ MOLINA


ANTONIO MUÑOZ MOLINA IDA Y VUELTA

 06/03/2010
Para entender algo sobre el mundo de ahora y para no entender nada al mismo tiempo es conveniente darse un paseo por la exposición de Damien Hirst que abrió hace unas semanas en la galería Gagosian de Madison Avenue, en esa zona de la calle, cercana al Museo Whitney, donde las tiendas de marcas de moda se mezclan con las de antigüedades, irradiando un brillo común de fetichismo del dinero. En los espacios inmensos de la galería Gagosian, que ya son en sí mismos una declaración de poderío, el catálogo habitual de las invenciones de Hirst se sucede tan previsiblemente como los productos de una franquicia comercial. Hay una cabeza de vaca conservada en formol, con media lengua fuera, con un disco de oro en el testuz, con los cuernos forrados de láminas de oro; hay fotografías a todo color y gran formato de píldoras medicinales; hay armarios de cristal que contienen amontonamientos diversos de cajas de medicinas; hay paneles cubiertos por mariposas de alas desplegadas y adheridas a la superficie; hay anaqueles de marcos dorados, semejantes a escaparates de joyerías, en los que se alinean imitaciones de brillantes o brillantes verdaderos en los que restalla la luz de los focos; hay cuadros de calaveras hechas con pintura sintética y otros en los que la pintura se ha expandido al verterla sobre un panel giratorio. Escaleras arriba y escaleras abajo en un edificio situado en una de las zonas comerciales más caras de Manhattan la exposición parece no acabarse nunca. Una sala conduce a otra sala idéntica. Un cuadro de mariposas conduce a otro cuadro de mariposas, y un armario de cajas de medicinas se parece extraordinariamente a otro, aunque habrá expertos que puedan distinguirlos entre sí.
La exposición se titula End of an Era. Algún crítico ha ironizado que la era que parece estar acabándose es la de la supremacía de Damien Hirst en el mundo del arte, o incluso su misma capacidad de invención, dada la abrumadora sensación de rutina que se desprende del muestrario. Si los valores estéticos supremos son la novedad y la provocación, los artefactos ideados por Hirst resultan tan novedosos a estas alturas como el mobiliario de un Starbucks, y su capacidad de provocar ha decaído tanto como ese tiburón en formol que compró hace unos años el multimillonario Steve Cohen, y que hubo que reemplazar a toda prisa con otro tiburón fresco para que el orgulloso coleccionista, su familia, sus amigos y su servidumbre no sucumbieran al hedor a pescado podrido.
Pero precisamente en la repetición está el secreto, como ya entendió Salvador Dalí mucho antes que Andy Warhol. Los clientes de Hirst y de la galería Gagosian buscan lo mismo, aunque a un precio mucho más alto, que los de Prada o Gucci en esa misma zona de Madison Avenue. Lo que se paga es lo que casi no existe: el nombre, la idea, el brillo del papel en una revista de modas. El bolso o las zapatillas o la camiseta proceden del esfuerzo de alguien mal pagado que trabaja en un galpón en las afueras industriales de alguna ciudad de geografía pavorosa. El que hace algo con las manos no cuenta para nada; el que se inclina durante doce o catorce horas sobre una máquina de coser, el que carga o descarga un contenedor, el que respira los humos tóxicos. Hubo otras épocas en las que el valor del trabajo real contaba para algo. También las hubo en las que el talento y el mérito de un artista estaban sostenidos por la destreza de sus manos, hasta por el esfuerzo físico que requería muchas veces la pelea agotadora con los materiales.
Damien Hirst no tiene que molestarse en hacer nada. Asistentes anónimos amontonan con paciencia las cajas de medicinas en los anaqueles o pintan los cuadros de lunares o pegan las mariposas sobre los paneles de madera a los cuales aplican después capas de color y barniz. Ni siquiera vierte él mismo la pintura en la centrifugadora de la que se extraen algunas de sus obras. A estas alturas al experto se le va poniendo un gesto sarcástico ante mi ignorancia: lo que Hirst crea, se apresura a explicarme, no es un objeto material en sí, sino algo mucho más preciado, un concepto. El arte antiguo y ya obsoleto se basaba en la producción física de las obras, igual que la economía se basaba en la fabricación y en el comercio de bienes tangibles. La economía se ha convertido en un laberinto virtual de operaciones financieras que tienen la virtud de hacer riquísimos a quienes saben manejarlas en beneficio propio y de ser incomprensibles para la inmensa mayoría de los seres humanos. El arte contemporáneo, de manera parecida, se ha despojado de materialidad al mismo tiempo que se ha vuelto indescifrable, salvo para una minoría de iniciados tan exclusiva como la de quienes entienden la economía y se enriquecen a una escala alucinatoria gracias a su conocimiento.
Lo que queda es una pobre cabeza de vaca cortada, con un filo de lengua fuera, con una mansa expresión de sacrificio en el interior de una urna llena de un líquido azulado. En las carnicerías del mundo real una cabeza así valdrá unas pocas monedas. En la galería Gagosian sólo está al alcance de los señores del mundo. Hay quien ejerce su vanidad y transmite su poderío exhibiendo un reloj o un bolso o unas gafas de marca. Hay quien lo hace gastándose millones de dólares en los despojos de una vaca sumergida en formol. Lo que los críticos de arte llaman conceptualismo no es, a estas alturas, más que el sello mercenario de una marca que vuelve prestigiosa la nada y multiplica groseramente el precio que algún traficante de armas o petróleo o especulador financiero está dispuesto a pagar por ella. En un libro extraordinario sobre el comercio del arte, El tiburón de doce millones de dólares, el economista Don Thomson lo explica con perfecta claridad. No importa el espacio real de una galería o la calidad de los artistas que exhibe: importa que lleve la marca Gagosian, la marca Sotheby's o Christie's, la marca Damien Hirst o Jeff Koons o la de cualquiera de las cinco o seis estrellas que copan los precios más altos entre los millonarios más literalmente podridos de dinero. A lo que tiene que parecerse un bolso de Chanel es a otro bolso de Chanel. La garantía de calidad de un armario de medicinas de Damien Hirst o de un corazón rosa de San Valentín de Jeff Koons es que se parezcan a los otros productos de las mismas franquicias. La proporción entre el coste y el beneficio, entre el esfuerzo y la calidad de la invención y el éxito, es casi tan desmesurada como las recompensas que se han dado a sí mismos unos pocos banqueros e inversores a costa de provocar la ruina de países enteros.
Los demás, los entusiastas y los escandalizados, los críticos, los expertos, los periodistas fascinados por lo último, ya ni siquiera somos público. No somos más que comparsas. Balando nuestra conformidad o ladrando nuestra discordia proveemos un poco de publicidad gratuita.
End of an Era. Damien Hirst. Gagosian Gallery. Nueva York. Hasta hoy. www.gagosian.com. El tiburón de doce millones de dólares. Don Thomson. Traducción de Blanca Ribera. Ariel. Barcelona, 2009. 336 páginas. 21 euros.

Melkart Pictures Presents




Que barato es soñar. Y que bonito.