martes, 8 de octubre de 2024

Un cómic que ni está pintado al óleo ni sobre lienzo

Francisco Naranjo




Dos holandeses en Nápoles

Álvaro Ortiz

Astiberri Ediciones/Museo Thyssen-Bornemisza España

Rústica (cuaderno cosido) 

28 págs.

Color

Obra relacionada

El tríptico de los encantados

Max

(Museo Nacional del Prado)

El perdón y la furia

Altarriba y Keko

(Museo Nacional del Prado)

Caravaggio 1. El pincel y la espada

Milo Manara 

(Norma Editorial)

Hubo un tiempo en el que la idea de que un museo, un MUSEO, como el del Prado o el Thyssen-Bornemisza, interactuara de una u otra forma con el mundo del cómic era poco menos que el sueño húmedo de cualquiera que estuviera relacionado con el medio (dibujante, guionista, editor, lector, librero). Y, sin embargo, hemos llegado a verlo. El Thyssen contó en 2014 con Miguel Ángel Martín para acompañar y complementar su exposición Mitos del Pop con un breve y contundente librito, y el Prado hizo lo propio en 2016 con su exposición sobre el Bosco y Max. La aventura continúa en ambos casos: Keko y Altarriba complementan con El perdón y la furia una exposición de dibujos de Ribera que se ha podido visitar en las salas del edificio de los Jerónimos del Prado, y Álvaro Ortiz ha hecho lo propio para el museo Thyssen con Dos holandeses en Nápoles, una estimulante incursión en el género histórico/ biográfico que acompañó a la exposición Caravaggio y los Pintores del Norte. (Más sorpresas: el IVAM dedicando una exposición antológica al cómic valenciano de los años ochenta, también este año pasado. Algo se mueve, y para bien, sin duda).

Pero vamos a lo que vamos: Álvaro Ortiz y sus holandeses en busca de Caravaggio. Porque su librito (maravillosa, la edición cosida de Astiberri Ediciones) viene a aunar, como quien no quiere la cosa, dos fijaciones suyas: amigos que viajan, por una parte; la biografía del pintor, por otra. Lo de los amigos y el viaje está ya en Cenizas (Astiberri Ediciones, 2016), el primer libro de su nueva etapa, por así decir: porque Ortiz tiene una breve carrera anterior que se resume en dos álbumes editados por De Ponent, Julia y el verano muerto (2004) y Julia y la voz de la ballena (2009), que se mueven en un registro cercano al realismo mágico. Lo de Caravaggio da para más explicación: en su momento, cuando se le concedió una beca para trabajar un tiempo en la Academia de España en Roma, su objetivo era hacer una novela gráfica sobre él, pero la cosa no terminó de cuajar. En su lugar, la vida del pintor se resume en uno de los capítulos de Rituales (Astiberri Ediciones, 2015), protagonizado por un hosco trasunto del propio Ortiz. Fueron esas páginas, expuestas en Madrid, las que llamaron la atención de los responsables del Museo Thyssen.

Dos holandeses en Nápoles viene a ser eso, el viaje de dos amigos en busca de alguien cuyo trabajo admiran. Dos pintores obsesionados por la obra de Caravaggio viajan a Italia al poco de su muerte para ver de primera mano sus cuadros y, quizá, encontrar su pista y, quién sabe, hay rumores de que, en realidad, puede que no esté muerto... Historia, leyenda y costumbrismo en un guion muy bien imbricado, como es habitual en él, con diálogos chispeantes y una gran densidad de información por página. El encargo le daba plena libertad a la hora de trabajar, y se nota. En el tono general: ligero, de comedia (ese gofre de la última página, impagable). En los diálogos: contemporáneos y naturales. En lo rocambolesco de todo el asunto, tan de su propio imaginario.

Mención aparte merece el apartado gráfico. Álvaro Ortiz ha desarrollado en sus últimos trabajos un dibujo muy reconocible, a medio camino entre la línea clara tradicional y la nouvelle bd, que rompió esquemas en Francia hace quince, veinte años. Un dibujo amable y limpio, muy expresivo, que se complementa con una paleta de color característica y una diagramación de página inconfundible, densa, generosa en detalles. (Para este librito, por cierto, los tonos de rosa y los azules casi han desaparecido, y han aumentado los marrones, para acercarse a la paleta de Caravaggio. Que uno no se dé cuenta en una primera lectura dice mucho del buen hacer del autor).

En fin, yo ya no sé qué más decir para dejar claro que Dos holandeses en Nápoles es Álvaro Ortiz en estado de gracia, haciendo suyo un tema que, en principio, parecería muy alejado de su mundo. Ingenioso, elegante y redondo.

Que no lo dejéis pasar, vamos.


Jot Down Comics Esenciales 01 (2016)


Krazy Kat / George Harriman

No sé si por su juventud como medio al compararse con el teatro o la literatura o por su deriva a temprana edad hacia un público eminentemente infantil, el cómic ha sufrido durante mucho tiempo un complejo que lo obliga a dar categoría de obras maestras a trabajos que en otras áreas no pasarían de propuestas interesantes. Afortunadamente, ese no es el caso de Krazy Kat, la página que cada domingo publicó puntualmente George Herriman en los periódicos estadounidenses desde 1913 hasta 1944. En los que se dejaron, al menos. Krazy Kat es, de hecho y junto al Popeye de E. C. Segar, una de las obras de su época y género donde con más intensidad brilla la imbricación entre los elementos plásticos y el uso del lenguaje escrito. Así y todo, la serie fue poco menos que un milagro, ya que nunca contó con el respaldo del público y a lo largo de los años el número de periódicos que eligieron publicarla fue descendiendo vertiginosamente. Si finalmente se mantuvo en los tabloides hasta la muerte de Herriman fue tan solo porque así lo quiso William Randolph Hearst, el famoso magnate del periodismo que inspiró al ciudadano Kane de Orson Welles. Krazy Kat le gustaba y se empeñó en mantenerlo en sus periódicos contra viento y marea. No estaba dispuesto a dejar de leer cada domingo su cómic favorito.

Y sin embargo no es de extrañar que Krazy Kat no acabase de cuajar entre el público. La serie se desarrolla en lo que vendría a ser una estilización del desierto Pintado de Coconino County, el paisaje de Arizona del que Herriman disfrutaba durante sus vacaciones. Sus protagonistas son el ratón Ignatz, un gato al que simplemente se denomina «krazy kat» y un perro que ejerce de policía, Offissa Pupp. Entre los tres se establece una sencilla dinámica que se repite con variaciones a lo largo de gran parte de la serie. El gato está enamorado del ratón, pero el ratón no solo no le corresponde, sino que en cuanto puede le arrea un ladrillazo. Para el gato, el ladrillazo es una prueba de amor, pero para Offissa Pupp es un delito, de manera que encarcela al ratón. Y así, una y otra vez a lo largo de los años. Lo que a priori no es sino un argumento banal basado en el slapstick más básico (el ladrillazo), va creciendo sin embargo a lo largo de los años con la cuidada caracterización de Herriman de sus personajes, dotándolos de una personalidad y un hablar propios y muy peculiares. Y tan peculiares. Krazy Kat habla una especie de dialecto que al parecer procedía del Nueva Orleans natal de Herriman, lo que unido a la transcripción fonética de las palabras que hacía el autor, saltándose a la to- rera las ortografías más heterodoxas, convierte los textos de Krazy Kat en una especie de poesía única. Una poesía basada en el ritmo, la repetición y una percepción estética del habla que resonaba con los propios aspectos gráficos de la obra. Herriman siempre jugó a convertir su página en un tablero de diseño en el que experimentar tanto con distintas composiciones de figuras y colores como con la disposición, forma y tamaño de las viñetas. Exprimió la geometría y la abstracción, introdujo elementos de la iconografía de los indios navajos, pobladores del desierto Pintado, y convirtió este desierto en un escenario mutante que potenciaba, por un lado, el estado anímico de los protagonistas y, por otro, el efecto estético de- seado de la página como conjunto. Por todos estos motivos no resulta extraño que en su día diversas personalidades del mundo de las artes como e.e. cummings o Picasso declarasen su amor por la serie. En un momento en que las vanguardias de principios del siglo XX erosionaban los fundamentos artísticos establecidos, esta comunión entre lo que se consideraba alta y baja cultura parecía un paso natural, y Krazy Kat era el eslabón perfecto para enlazarlas. Eso al menos es lo que se deduce del extenso y laudatorio artículo que escribió el reputado crítico de arte Gilbert Seldes, que describió la serie de Herriman en 1924 como «la obra artística más apasionante, fantástica y satisfactoria producida hoy en día en América».




Por desgracia, la serie permaneció muchos años olvidada tras la muerte de su autor, pero a partir de finales de los años sesenta y sobre todo hoy en día, numerosos autores de cómic vanguardistas y de muy alto nivel la citan como referente ineludible y fuente de inspiración.

En cualquier caso, no conviene equiparar la simplicidad argumental de Krazy Kat con una falta de significados más profundos. Por si la propia capacidad evocadora encerrada en la poesía de palabras e imágenes no fuera suficiente, varias preguntas sin respuesta flotan aún sobre las páginas de la serie. El personaje Krazy Kat —aunque en España durante una época fue denominado la Gata Loca— a veces era «él» y a veces era «ella», lo cual ofrece un deshilachado cabo suelto de índole sexual. Más interesante es aún la interpretación racial. George Herriman podría haber sido criollo, algo nada extraño para un nativo de Nueva Orleans que además solía ocultar su pelo rizado con un sombrero y al que sus amigos apodaban «el Griego» debido a su tez oscura. Bajo esa nueva luz, Krazy Kat podría representar al negro inculto y sumiso que ama a un hombre blanco (el ratón Ignatz) que lo desprecia y lo castiga. En cualquier caso, y aunque resulta estimulante releer los centenares de páginas de Krazy Kat bajo esta clave, nunca hay que olvidar que como obra de arte pura ya ofrece más de lo que podremos abarcar en toda una vida.


Jot Down - Cien Tebeos Imprescindibles (2024)


lunes, 7 de octubre de 2024

Beck: la apertura de NCOP por el 20 aniversario de la serie


Se cumple (también) el 20º aniversario de la serie animada "Beck" emitida por primera vez el 6 de octubre de 2004 en Japón (y adaptada del manga del mismo nombre). Dirigida por Osamu Kobayashi (lamentablemente murió prematuramente en 2021).

Para la ocasión, el grupo musical japonés Beat Crusaders publicó hoy en línea el inicio de la serie (en versión sin créditos/NCOP), para la que había escrito la canción.







Via Catsuka

Días impíos en el club Lovecraft

 El faro del fin del mundo / Jacinto Antón



Jeffrey Combs, en un momento de Necronomicon (1993)


A lo largo de mi vida, he sido socio de pocos clubes. Parafraseando a Marx (Groucho), tampoco creo que me hubieran aceptado en muchos más. Pero recientemente he entrado en uno inesperado que me está dando grandes alegrías, emociones y sobresaltos. Se trata del Club Lovecraft, un club de lectura consagrado a Howard Phillips Lovecraft (HPL), el autor de los mitos de Cthulhu, una de las más intensas y descabelladas aventuras literarias de todos los tiempos, cuyo espíritu recoge muy bien la entidad, y valga la palabra. De hecho el propio Lovechart se sentiría muy a gusto, como en su casa de Lovecraft se sentiría muy a gusto, como a su casa de Providence, en las sesiones, que agrupan a un puñado de fervientes seguidores, una verdadera secta consagrada a desmenuzar y adorar el canon lovecraftiano y sus derivados.

Las reuniones se desarrollan -como no podía ser de otra manera- en la sala de actos de la librería barcelonesa de Gilgamesh, templo del vicio y la subcultura que es lo más parecido que tenemos por aquí, al sur de la sombreada Innsmouth, a la peligrosa área reservada de la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic. En la entrada de Gilgamesh ya hay, como declaración de intenciones, una hornacina con una imagen a escala (a tamaño natural no cabría, claro) del tentacular Cthulhu, la principal divinidad del panteón lovecraftiano, para rendir culto al pasar, y dejar unas monedas propiciatorias.

Las sesiones del Club Lovecraft -esta primer temporada, de enero a julio, han sido seis, la segunda empezará el 10 de octubre con los supervivientes- son pertinentemente impías y adjetivadas, un verdadero festival de necrolatría, y si te tira Lovecraft, que para mí ha sido muchos años un vicio solitario y febril, es la apoteosis del culto, y además acompañado. ¡Que bonito es ser impío en grupo! Además, la membresía del club es gratis, solo te piden tu alma y tu cordura al entrar, una cuota ridícula, hay que convenir, visto el personal. Me hacía ilusión de que las lecturas del club incluirían los nefandos, abismales y terribles, y me quedo corto, Necronomicón y Manuscritos pnakótikos (total, ya has dejado la cordura a la entrada) pero imagino que no puedes esperar que todo el mundo los lleve leídos, con lo difíciles que son de encontrar esos grimorios, y ni te digo de encuadernar. Así que el programa se ha centrado en los títulos más célebres de Howard Philip, en relatos de otros autores de su círculo, y en libros modernos que recrean el mundo del escritor de Providence.

Los encargados de conducir las sesiones y los invitados van variando y se van alternando según el tema, pero por ahí están siempre los oficiantes del culto Loredana Volpe y Antonio Torrubia, alias el Librero del Mal, apóstol de los innombrable desde su mostrador en Gigamesh. También es habitual Javier Calvo, con su aire a Abdul Alhazred.

Las inefables, corruptas, execrables y abominables sesiones del club Lovecraft han tenido indefectiblemente un componente de confesiones personales digno de las reuniones de alcohólicos anónimos. "Empecé en la universidad, con En la noche de los tiempos, y me dije: "Quiero leerlo todo de este tipo", explicó Volpe, escritora y directora teatral que acaricia desde hace eones la loca idea de llevar al escenario de Alianza de Llopis y luego todo, y nunca he dejado de leer a HPL, lo leo todo el tiempo", dijo por su parte Calvo, que consideró que "vivimos en lovecraftlandia" y que casi al mismo tiempo que arrancaba el club publicaba, el pasado febrero, un segundo tomo de cartas de Lovecraft, Diario de sueños (Aristas Martínez), que ha editado y traducido. "Hoy. "Hoy he quedado con un amigo interesado por lo inexplicable", aportó a su vez un asistente a las sesiones, "le he leído las dos primeras páginas de El horror de Dunwich y me ha dicho: "De aquí ya no podré salir". Y así todos.

Se ha hablado en una de las sesiones de Los perros de Tíndalos, cuento de un verdadero miembro del verdadero club Lovecraft, su círculo original de amigos y correspopndientes, Frank Belknap Long. Calvo editó, tradujo y prologó en 2021, también para Aristas Martínez, un volumen que, con el título del relato, incluye ese y otros tres muy buenos cuentos de Long.

Tengo una relación muy especial con Los perros de Tíndalos, que ya aparecía en la iniciática antología de los mitos de Cthulhu de Llopis (Alianza, 1969, mi edición es la de 1975). Yo también tuve un club Lovecraft entonces. Sus principales miembros, May Clapers y José Beleta, grandes exploradores de la vida, la literatura y la amistad, han muerto. Una vez, bajo el influjo de la lectura de los mitos, nos colamos en una misteriosa casa en Viladrau rodeada de bosque, construida con una extravagante arquitectura enloquecidamente racional y dotada de un observatorio astronómico. Recorrimos las habitaciones en las que nadie había vivido -el edificio estaba acabado pero inhabitado- estremecidos con su diseño, que parecía de otro mundo. Nos pareció un buen escenario para el cuento de Long, en que el que el protagonista, Halpin Chalmers, se aventura por dimensiones cósmicas terribles, atravesando ángulos dementes, y encuentra a los corrompidos y malvados sabuesos incorpóreos lovecraftianos del título, que le persiguen de vuelta. Para impedir que entren en nuestro universo -lo hacen por los ángulos rectos- enyesa todas las esquinas de las habitaciones, curvándolas. Pero un terremoto hace que la escayola se desprenda... Recordando el cuento, salimos de la rara mansión despavoridos. Años después, la fortuna quiso que mi familia fuera a vivir a esa casa. Y yo comprendí entonces, y nunca lo he olvidado, que estamos destinados a lo extraño.


El País 20 de Septiembre de 2024




domingo, 6 de octubre de 2024

Little Nemo un Slumberland / Winsor McCay



En los ránquings sobre los mejores cómics de la historia, Little Nemo suele ocupar los primeros puestos de la lista, cuando no el primero. Aunque este tipo de listas son siempre discutibles sí es indudable que Little Nemo es la primera obra maestra del cómic y una de las más bellas e imaginativas. Han pasado más de cien años desde su primera publicación y aún sigue siendo un ejemplo para la historieta de hoy y un estímulo para nuevos creadores. Más que un cómic, Little Nemo es una lección sobre lo que es y lo que puede ser el cómic. Y lo más sorprendente es que se publicó cuando el cómic era todavía un arte muy joven; casi recién nacido.

Little Nemo nació a finales del siglo XIX en las páginas del suple- mento de historietas del New York Herald, en un momento en el que estos suplementos eran un gancho comercial para aumentar las ventas de los periódicos. Dos periódicos dirigidos a las clases populares, el New York Journal y su rival el New York World, ofrecían a sus lectores unos cómics escritos en un inglés lleno de argot y cuyos argumentos hoy serían calificados como políticamente incorrectos. El tercero en discordia, el Herald, era distinto: se dirigía a las clases medias y necesitaba un tipo de historietas distintas para su suplemento. Sus responsables encargaron a McCay que ideara algo más refinado y éste respondió con una obra delicada y llena de ingenio, con un estilo que recuerda tanto la elegancia del art nouveau como el estilizado cartelismo de Alphonse Mucha.

El 15 de octubre de 1905 nacía Little Nemo in Slumberland sobre una inmensa página de cincuenta y seis centímetros de alto por cuarenta de ancho. En total, se publicarían cerca de seiscientas entregas en dos grandes períodos (de 1905 a 1914 y de 1924 a 1926). El cómic ya no volvería ser el mismo. La in- fluencia de McCay fue y sigue siendo inmensa: de Alan Moore a Neil Gaiman, desde dibujantes como Spiegelman, Otomo, Moebius o Schuiten, hasta cineastas como Federico Fellini se refieren a McCay como un maestro.

McCay fue tal vez el primero en darse cuenta que el cómic es un arte que lo permite todo y a muy bajo coste, basta con que el cerebro esté bien comunicado con la mano que dibuja. Lo que el cine ha logrado finalmente con presupuestos enormes (y una sofisticada tecnología) en el cómic solo necesita lápiz y papel. McCay dio rienda suelta a su imaginación y convirtió cada episodio de Nemo en un sueño, y cada sueño en un viaje adornado por una sugerente sinfonía de colores, formas, paisa- jes y arquitecturas. Imaginó palacios de hielo, caballos volado- res, ciudades infinitas, monstruos que transportan reyes en sus bocas y llantos que provocan terribles inundaciones.

Semana a semana, sueño a sueño, McCay reinventó el cómic. Dispuso de la página como de un tablero de juego y dotó las viñetas de una elasticidad excepcional. Creó páginas en forma de escalera o de espiral, composiciones simétricas y panorámi- cas inolvidables. Hizo oscilar los fondos de sus dibujos ante el asombro de los personajes que se movían en el primer plano. Y pese a tanta experimentación, estas páginas jamás perdieron su claridad de lectura y algunas de sus soluciones gráficas todavía no han sido superadas y continúan siendo admiradas. Difícil- mente encontraremos un libro sobre la historia del cómic que no contenga una imagen de Little Nemo, y si existe, debemos desconfiar de él.




Todo arte visual tiene imágenes que han logrado un estatus de símbolo. La imagen de un cohete en el ojo de la luna no solo evoca las películas de Méliès sino, por extensión, todo el arte del cine. De una forma similar, el cómic se ha representado una y otra vez con esas viñetas en donde la cama de Nemo, convertida en una especie de animal con largas patas, avanza por la ciudad dando grandes zancadas entre sus rascacielos. Méliès y McCay tienen el común algo más que el ser pioneros de dos artes jóvenes: McCay fue un pionero del cine —del cine de animación— cuando quiso dar vida a sus propios dibujos y creó las películas de un dinosaurio llamado Gertie. Si no lo conocen, búsquenlo en YouTube y descubrirán a un simpático antepasado de las criaturas de la factoría Disney.

De la vida real de Nemo solo sabemos lo que nos permite adivinar la última viñeta, y no es muy estimulante: una y otra vez, sus padres le apremian a levantarse o lo regañan. Es una vida vacía, como su nombre, que en latín significa «nadie». En cambio, su mundo soñado es radiante. En Slumberland, el país de los sueños, Nemo tiene a sus amigos Flip y Jungle Imp (figuras arquetípicamente masculinas), el Rey Morfeo (que actúa como un padre) y su hija, la princesa, que es el verdadero motor de los viajes de Nemo (y que por eso mismo algunos analistas los han calificado como viajes de iniciación sexual).

Puede parecer una interpretación exagerada pero ocurre que el mundo soñado por Nemo se presta a ser analizado desde la óptica del psicoanálisis. El propio Freud parece invitar a esta lectura ya que incorporó una página de McCay (aunque no de esta serie) en la segunda edición de su obra más famosa: La interpretación de los sueños, publicada en 1900.

Si no conocen a Little Nemo in Slumberland aprovechen que, por fin, se están realizando reediciones de estas páginas en un color restaurado y al mismo tamaño de su edición original en los periódicos norteamericanos. Los sueños de Little Nemo eran prodigiosos en 1905 y lo siguen siendo ahora. El pequeño Nemo es un clásico inmortal. Una obra de ensueño.

Jot Down - Cien Tebeos Imprescindibles (2024)


viernes, 4 de octubre de 2024

Esa solitaria costumbre de nunca pertenecer por Maitena

 


El Pais Semanal Número 1.450
Domingo 11 de julio de 2004




The Spirit / Will Eisner




Alguien podría decir que Will Eisner inventó la historieta y no sería estrictamente cierto, pero tampoco sería del todo falso. Si ese americano alcanzó la divinidad en el mundo de las viñetas fue a base de demostrar que su ingenio tenía un caudal inagotable y que su imaginación saludaba a su época a través del espejo retrovisor. Lo realmente importante de todo esto es que a Eisner le bastaban siete páginas para conseguir lo que millones de autores no eran (ni serán) capaces de alcanzar a lo largo de cientos de hojas y millares de viñetas: contar buenas historias.

En 1939 los tebeos invadían las habitaciones estadounidenses en un boom que hacía temblar a unos periódicos preocupados por la posible competencia que representaban las páginas cargadas de bocadillos. Everett M. Arnold se reunió con Eisner para plantearle la posibilidad de orquestar un suplemento en forma de tebeo que hiciese compañía a los rotativos y el autor se sacó del sombrero The Spirit, una serie creada evitando de manera premeditada la endogamia del género. Eisner no tenía simpatía por los superhéroes y se dedicó a juguetear con las demandas de los editores: cuando le fue requerido un protagonista disfrazado al estilo de sus contemporáneos el dibujante regateó el asunto planchándole en la cara un escueto antifaz y consiguiendo el mejor y más elegante disfraz de superhéroe de la historia, aquel compuesto por una máscara escasa, un par de guantes, unos zapatos impecables, un sombrero, una corbata y un traje. También aprovechó la inercia para sortear el tópico, el héroe no hacía gala de superpoderes de ningún tipo y la esencia del personaje le sa- caba la lengua a los vengadores de tebeo: Spirit era en realidad

Denny Colt, un detective que la sociedad daba por muerto durante las primeras páginas de la obra, pero su alumbramiento no venía acompañado de la preocupación por endosarle una doble vida social al estilo de los binomios del tipo Clark Kent/Superman tan frecuentes en el cómic, sino que prefería dejar que el justiciero asimilara su destino con total naturaleza. Colt se ponía el antifaz y nunca más volvería a quitárselo, Spirit sería Spirit hasta el final de sus aventuras. Y sobre todo sería un personaje que rompería el mito del héroe invulnerable: es difícil encontrar a otra estrella del cómic que llegase al final de sus historias tan vapuleado, aplastado, desarrapado o hecho trizas como lo hacía la criatura de Eisner dignificando por el camino el concepto de antihéroe al convertirlo en un punching ball al que le llovían tormentas de hostias.




Pero donde realmente destacaba Eisner era en la forma de utilizar a su hijo enmascarado como mecanismo. Sobre el papel la figura de Spirit no era el fin pero sí el medio, era la excusa para contar todo tipo de cuentos, desde los centrados en la serie negra de crímenes y castigo, obvios por el propio cigoto de la creación de su personaje (el fantasma de un detective asesinado), hasta los más fantásticos, experimentales o temáticos. Su obra aprovechaba la brevedad para saltar alegremente del género negro a la ciencia ficción, de la magia a la comedia de gag puro, del slapstick de dibujo animado al drama justiciero y lo envolvía todo con un certero sentido del humor. Eisner había creado un laboratorio cuyos resultados eran sorprendentes, la osadía le llevaba a convertir al propio personaje principal en un invitado de sus propias historias, a menudo Spirit aparecía al final o al principio de la historia pero la miga corría a cargo de otros. También sus recursos se la jugaban para innovar y reinventarse: tan pronto se atrevía a presentar la acción desde el interior de la cabeza del asesino (de manera totalmente literal, lo que es más asombroso) como a extender las viñetas al tamaño completo de la página, a narrar un delito a través de una proyección de diapositivas que contemplan terceros, a enmudecer totalmente una historia privándola de bocadillos y describiéndola mediante una serie de postales escritas, a reformular los cuentos navideños o a trasladar al cómic técnicas de naturaleza cinematográfica como el plano fijo o el flashback. Y es que Eisner también señalaba directamente al séptimo arte para componer una de las banderas más celebradas de la obra: aquellos impresionantes títulos de crédito. Las primeras viñetas de cada peripecia eran una obra de arte en sí mismas al camuflar las letras que anunciaban el título de la serie y la firma del autor en elementos del decorado. La tipografía dejaba de ser un mero trámite para convertirse en parte del escenario: palabras gigantescas con forma de edificios, deslizándose como papeles desperdigados hacia las alcantarillas, alumbradas brevemente por la luz de un coche misterioso, anunciadas en neones en segundo plano, enredadas en metafóricas telas de araña o haciendo las veces de epitafios de tumbas en cementerios. Su puesta en escena resultaba tan asombrosa que a día de hoy nadie ha ideado una manera más espectacular de introducir un tebeo.

Asomarse a las desventuras de Spirit es asomarse al antihéroe del costumbrismo pulp americano de los cuarenta y primeros cincuenta. Y también contemplar las muy cuestionables decisiones de convertir el papel de la mujer en el de víbora con alma de urraca (cuando no simple interés romántico) y la de adjudicar unos rasgos en los que se leía «estereotipo racial» en luces de neón al físico del compañero negro de aventuras de Spirit, un Ebony White que hasta en su nombre tenía una cruz. El propio Eisner lamentaría más adelante aquellas decisiones y las achacaría a la mentalidad de la sociedad en esa época.

Al conjunto de la serie se le puede incluso perdonar que una pequeña parte de las historias de The Spirit fueran obra de autores fantasma que cubrían al auténtico creador. Eisner fue requerido por el ejército durante la Segunda Guerra Mundial y los periódicos utilizaron a William Woolfolk, Manly Wade Wellman o Lou Fine para no detener la producción. Decían que Eisner agarró a ese equipo de trabajo y señalándoles la colección de Terry y los piratas sentenció: «No os fijéis en mi trabajo. Repasad esa biblia. Ahí está todo lo que tenéis que saber para contar con huevos una historia». Lo gracioso del asunto es que The Spirit acabaría convirtiéndose en una Biblia del cómic por derecho pro- pio. A los miles de héroes con los que DC y Marvel nos inundarían hasta la actualidad Spirit les pasa la mano, una mano elegantemente enguantada, por la cara sin quitarse el sombrero. Ni, por supuesto, el antifaz.


Jot Down - Cien Tebeos Imprescindibles (2024)