lunes, 7 de octubre de 2024

Días impíos en el club Lovecraft

 El faro del fin del mundo / Jacinto Antón



Jeffrey Combs, en un momento de Necronomicon (1993)


A lo largo de mi vida, he sido socio de pocos clubes. Parafraseando a Marx (Groucho), tampoco creo que me hubieran aceptado en muchos más. Pero recientemente he entrado en uno inesperado que me está dando grandes alegrías, emociones y sobresaltos. Se trata del Club Lovecraft, un club de lectura consagrado a Howard Phillips Lovecraft (HPL), el autor de los mitos de Cthulhu, una de las más intensas y descabelladas aventuras literarias de todos los tiempos, cuyo espíritu recoge muy bien la entidad, y valga la palabra. De hecho el propio Lovechart se sentiría muy a gusto, como en su casa de Lovecraft se sentiría muy a gusto, como a su casa de Providence, en las sesiones, que agrupan a un puñado de fervientes seguidores, una verdadera secta consagrada a desmenuzar y adorar el canon lovecraftiano y sus derivados.

Las reuniones se desarrollan -como no podía ser de otra manera- en la sala de actos de la librería barcelonesa de Gilgamesh, templo del vicio y la subcultura que es lo más parecido que tenemos por aquí, al sur de la sombreada Innsmouth, a la peligrosa área reservada de la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic. En la entrada de Gilgamesh ya hay, como declaración de intenciones, una hornacina con una imagen a escala (a tamaño natural no cabría, claro) del tentacular Cthulhu, la principal divinidad del panteón lovecraftiano, para rendir culto al pasar, y dejar unas monedas propiciatorias.

Las sesiones del Club Lovecraft -esta primer temporada, de enero a julio, han sido seis, la segunda empezará el 10 de octubre con los supervivientes- son pertinentemente impías y adjetivadas, un verdadero festival de necrolatría, y si te tira Lovecraft, que para mí ha sido muchos años un vicio solitario y febril, es la apoteosis del culto, y además acompañado. ¡Que bonito es ser impío en grupo! Además, la membresía del club es gratis, solo te piden tu alma y tu cordura al entrar, una cuota ridícula, hay que convenir, visto el personal. Me hacía ilusión de que las lecturas del club incluirían los nefandos, abismales y terribles, y me quedo corto, Necronomicón y Manuscritos pnakótikos (total, ya has dejado la cordura a la entrada) pero imagino que no puedes esperar que todo el mundo los lleve leídos, con lo difíciles que son de encontrar esos grimorios, y ni te digo de encuadernar. Así que el programa se ha centrado en los títulos más célebres de Howard Philip, en relatos de otros autores de su círculo, y en libros modernos que recrean el mundo del escritor de Providence.

Los encargados de conducir las sesiones y los invitados van variando y se van alternando según el tema, pero por ahí están siempre los oficiantes del culto Loredana Volpe y Antonio Torrubia, alias el Librero del Mal, apóstol de los innombrable desde su mostrador en Gigamesh. También es habitual Javier Calvo, con su aire a Abdul Alhazred.

Las inefables, corruptas, execrables y abominables sesiones del club Lovecraft han tenido indefectiblemente un componente de confesiones personales digno de las reuniones de alcohólicos anónimos. "Empecé en la universidad, con En la noche de los tiempos, y me dije: "Quiero leerlo todo de este tipo", explicó Volpe, escritora y directora teatral que acaricia desde hace eones la loca idea de llevar al escenario de Alianza de Llopis y luego todo, y nunca he dejado de leer a HPL, lo leo todo el tiempo", dijo por su parte Calvo, que consideró que "vivimos en lovecraftlandia" y que casi al mismo tiempo que arrancaba el club publicaba, el pasado febrero, un segundo tomo de cartas de Lovecraft, Diario de sueños (Aristas Martínez), que ha editado y traducido. "Hoy. "Hoy he quedado con un amigo interesado por lo inexplicable", aportó a su vez un asistente a las sesiones, "le he leído las dos primeras páginas de El horror de Dunwich y me ha dicho: "De aquí ya no podré salir". Y así todos.

Se ha hablado en una de las sesiones de Los perros de Tíndalos, cuento de un verdadero miembro del verdadero club Lovecraft, su círculo original de amigos y correspopndientes, Frank Belknap Long. Calvo editó, tradujo y prologó en 2021, también para Aristas Martínez, un volumen que, con el título del relato, incluye ese y otros tres muy buenos cuentos de Long.

Tengo una relación muy especial con Los perros de Tíndalos, que ya aparecía en la iniciática antología de los mitos de Cthulhu de Llopis (Alianza, 1969, mi edición es la de 1975). Yo también tuve un club Lovecraft entonces. Sus principales miembros, May Clapers y José Beleta, grandes exploradores de la vida, la literatura y la amistad, han muerto. Una vez, bajo el influjo de la lectura de los mitos, nos colamos en una misteriosa casa en Viladrau rodeada de bosque, construida con una extravagante arquitectura enloquecidamente racional y dotada de un observatorio astronómico. Recorrimos las habitaciones en las que nadie había vivido -el edificio estaba acabado pero inhabitado- estremecidos con su diseño, que parecía de otro mundo. Nos pareció un buen escenario para el cuento de Long, en que el que el protagonista, Halpin Chalmers, se aventura por dimensiones cósmicas terribles, atravesando ángulos dementes, y encuentra a los corrompidos y malvados sabuesos incorpóreos lovecraftianos del título, que le persiguen de vuelta. Para impedir que entren en nuestro universo -lo hacen por los ángulos rectos- enyesa todas las esquinas de las habitaciones, curvándolas. Pero un terremoto hace que la escayola se desprenda... Recordando el cuento, salimos de la rara mansión despavoridos. Años después, la fortuna quiso que mi familia fuera a vivir a esa casa. Y yo comprendí entonces, y nunca lo he olvidado, que estamos destinados a lo extraño.


El País 20 de Septiembre de 2024




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