miércoles, 22 de febrero de 2012

Grendel Tales: Guerra de clanes por Darko Macan y Edvin Biukovic






Uno de los principales problemas que han tenido siempre los tebeos de guerra comerciales ha sido la falta de una personalidad definida por parte de los personajes, más allá de los cuatro arquetipos universales (el héroe, el secundario gracioso, la víctima y el adversario malo, malísimo). Por oposición, uno de los grandes logros de Grendel: Guerra de clanes es la palpable humanidad que rebosan todos y cada uno de sus personajes, prin­cipales y secundarios. Ya en la primera historia de las dos que componen el libro, Diablos y muertes, se apre­cia un esfuerzo notable por dotar a lo que se cuenta de una densidad especial. Por separado, las historias del monstruo que asuela los alrededores de Zagreb (sí, Agram es Zagreb, y los autores lo dejan claro en más de una ocasión) y la del fraticidio del Grendel-General no dejan de ser anecdóticas. Lo que les da toda su fuer­za es el orbitar alrededor de personajes tan sólidos como el de Drago, un guerrero con los días contados debi­do a que su cuerpo ha estado expuesto a unas radiaciones mortales y uno de los pocos reductos de cordura en un mundo en constante desintegración. Aferrado a sus tradiciones y habituado a utilizar la fuerza en últi­mo extremo (muy al contrario que sus compañeros, quienes han acabado por perder toda su humanidad en una espiral de muerte), Drago es el único capaz de percibir la violencia como el fruto de un proceso mimé­tico, y es también el único capaz de romper ese espejo vicioso, no en su encuentro con el temido monstruo, al que no consigue salvar, pero sí en la relación con su hermano, Goran, que prefiere seguir el camino del honor antes que el del asesinato, en oposición directa a Igor, el hijo del Grendel-General.
Esta oposición se acentúa aún más en La elección del diablo, historia más larga y elaborada en la que un Goran va crecido debe sobrevivir como puede en un mundo más embrutecido aún y en el que sus creencias apenas tienen sentido, lo que le condena a ser un eterno solitario; sobre todo después de haber visto la única posi­bilidad de alcanzar cierta felicidad desintegrarse entre sus manos debido, una vez más, a esa violencia mimetizada por los que le rodean.
Hay muchas otras cosas de las que podría hablar: del modo incisivo en el que se analiza la guerra en
Yugoslavia a través de los elementos de ficción, de lo bien que dibujaba Edvin Biukovic y de su prodigioso talento para la narración (puesto especialmente de manifiesto en esas maravillosas escenas intimistas), de la importancia que adquieren los pequeños detalles en el tapiz general, de la habilidad de los autores para con­tar una historia emi­nentemente violenta sin glorificar la violen­cia y de la admiración que me produce su capacidad para plante­ar reflexiones de pro­fundo calado sin resul­tar pedantes ni pesa­dos, sino solo brutal­mente sinceros. Pero como apenas tengo espacio, será mejor que me calle de una vez; no sin antes rogaros que... ¡por la madre que os trajo, leáis este tebeo!
OSCAR PALMER


Revista U#20 junio 2000

Batman Adventures varios autores





Casi resulta paradójico que una de las cabeceras más innovadoras y frescas de la pasada década haya sido esta trasposición de la también sorprendente serie anima­da que sobre Batman comenzara a emi­tirse en 1992. Tiene todos los ingredien­tes de un tebeo clásico: argumentos inte­ligentes, puesta estilizada y un concepto gráfico sorprendentemente eficaz por su sencillez y elegancia. Lo mejor de todo, la deliberada ausencia de pretensiones y su tono refrescante, exento de prejuicios.
El título ha ido variando, adaptándose a los cambios producidos en la serie ani­mada. Así, Batman Adventures publicó 36 números antes de transformarse en Batman and Robin Adventures, que a su vez se mantuvo durante 25 meses. Durante esos cinco años asistimos a un auténtico festival de la mejor historieta gracias al buen hacer de Ty Templeton, Kelley Puckett, Mike Parobeck y Rick Burchett: guiones sorprendentemente complejos y de una fluidez pasmosa, páginas de una brillantez desarmante resueltas con una engañosa simplicidad. Un trabajo gratificante y revolucionario que se transformó en título de cabecera de profesionales de todo el mundo (lo que son las cosas...).
Un cambio en la orientación de los dibujos animados obligó a cambiar el diseño de todos los personajes, infantilizándolos y estilizándolos aún más. Así, en 1998 ve la luz la nueva encarnación de nuestro tebeo favo­rito, bajo la cabecera de Barman: Gotham Adventures. Durante el primer año, los guiones trepidantes y de solidez clasicista de Templeton verían la puesta en página veloz y exquisita de un Rick Burchett arrebatador. Tras un corto baile de nombres, el número 14 será el primero escrito por Scott Peterson, actual guionista de la serie, y no tardará Tim Levins en firmar como dibujante fijo, completando así un equipo cuyos resultados pronto sorprendieron por la contundencia de la apuesta gráfica (la más estilizada que hasta ahora hemos podido disfrutar) y por la madurez técnica de un escritor novato tan lleno de recursos e ideas que a muchos debería caérseles la cara de vergüenza por llamarse a sí mismos profesionales.
Pero ya basta de historia, hablemos ahora del tebeo. ¿Qué decir? Podemos llenar lo que queda de folio de citas y referencias que se desprenden de las páginas de las distintas etapas de la serie (Alex Toth o Doug Wildey, por ejemplo). Podemos también glosar las excelencias de un trabajo que recupera las esencias de la mejor y más gratificante historieta de aventuras. Podemos deshacernos en elogios por su apuesta hedonista y falta de pretensiones, su evidente búsqueda de una diversión sin dobleces. O podemos perdernos en un aná­lisis de la arquitectura narrativa de cada cuaderno, el uso espectacular de la elipsis por parte de Puckett o Peterson, la audaz puesta de Tim Levins, su instinto para el diseño elegante y la secuencia espectacular. Pero todo eso nos robaría demasiado espacio. De lo que se trata, amigos, es de leer, de disfrutar. Y para eso, cre­edme, nada como este tebeo.
FRANCISCO NARANJO


Revista U#20 junio 2000

martes, 21 de febrero de 2012

Ribera. El regreso de El Españoleto

 Por primera vez, el Museo del Prado ofrece la posibilidad de contemplar una colección de cuadros y dibujos que nunca antes se habían reunido: la obra de Jusepe de Ribera, el primero de los grandes maestros de la pintura española.

 San Pedro y San Pablo. Museo de Bellas Artes de Estrasburgo (Francia)





 Detalle de la Purísima de Monterrey, un cuadro de gran tamaño que se conserva en el convento de las Agustinas de Salamanca.

 La Trinidad. Museo del Prado


 Arquímedes con el compás. Museo del Prado.



 Vieja usurera. Museo del Prado.


Jusepe de Ribera nació en Játi­va, Reino de Valencia, el 17 de febrero de 1591. Hijo de un zapatero remendón, tra­bajó posiblemente en Valencia, en el taller del pintor Francisco Ribalta, maestro e introductor de una nueva técnica empeñada en modelar las formas —sobre todo las figuras—mediante fuertes contrastes de luces y de sombras, buscando así un nue­vo relieve, ajeno a las pretensiones de renacentistas y naturalistas.
A sus 18 años, Jusepe de Ribera se encuentra ya en Roma, donde es­tudia las pinturas de los más glorio­sos antepasados de su arte: Rafael, Miguel Angel y Caravaggio, maes­tro en Italia de las nuevas técnicas a las que dio nombre. El caravaggis­mo fue la gran escuela de aquel re­cién llegado, quien pronto fue cono­cido por el sobrenombre de Lo Spagnoletto y que siempre acreditó junto a la firma su triple condición de español, valenciano y setabense, aunque jamás se le ocurriese salir de Italia, sabedor del refrán que en su tierra natal se dice, y que, sin duda, recordaría con frecuencia: "Qui bé estiga, que no es moga".
Fue su vida en Italia insuperable mezcla de venturas y desgracias. co­nocidas casi siempre por los relatos de envidiosos colegas: en Roma, cuando no era más que un muerto de hambre, le recogió y dio protección un cardenal, pero como el joven Ri­bera no podía soportar ni ceremonias ni estancias suntuosas, escapó de la tutela cardenalicia para refugiarse en­tre los mendigos, entre cuyos andra­jos y carnes macilentas encontró la fuente de sus inspiradas pinturas de santos torturados, penitentes desolla­dos y filósofos encuerados.
En 1617 ya está en Nápoles, en la corte de los virreyes españoles, a cu­yas órdenes pinta, de cuya preferen­cia disfruta y cuyos encargos le per­miten vivir como un magnate. Pinta por las mañanas, y por las tardes se ejercita con la espada, al frente de otros pintores napolitanos, como jefe de una auténtica Camorra que se enfrentaba a los pintores roma­nos, impidiéndoles que trabajaran en la catedral.
Aquel licencioso espadachín —según se ha escrito— tuvo un fi­nal lastimoso: frecuentaba su estu­dio un príncipe de la sangre, hermanastro del rey Felipe IV, que se enamoró de la hija del pintor, la raptó y se la llevó a un convento de Paler­mo. El pintor, desolado, se encerró en su casa y después desapareció para siempre jamás. Todos estos de­talles y otros muchos se escribieron en el libro El falsario...


 María Magdalena. Museo del Prado.


Lo cierto es que aquel spagnolet­to, a quien su contemporáneo Gui­do Reni consideró "piu enso e piufiero" que el propio Caravaggio, fue protegido por el duque de Osuna, entonces virrey de Nápoles, y éste fue quien le nombró pintor de cá­mara, prebenda y cargo en el que le mantuvieron los posteriores repre­sentantes de la Corona española. Los privilegios siempre han aca­rreado las envidias de los pares, y Ribera no iba a ser una excepción. También le valieron para ser admitido en la Academia de San Lucas, de Roma, para que el Papa le conce­diera el hábito de la orden de Cristo y para que Velázquez le visitase en sus viajes italianos, en 1629 y 1649.
Algo hubo de cierto en aquellos cacareados amoríos de su hija Ana con el bastardo —no hermanastro del rey, como se escribió en El falsa­rio...— Juan José de Austria, de quien Ribera pintó un retrato ecues­tre que se conserva en el Palacio Real de Madrid. Hubo una hija que, a sus 16 años y con el nombre de Margarita de la Cruz, profesó en el convento de las Descalzas Reales de Madrid. Y hubo un apartarse de la corte, Aquel pintor que no se atrevió a pintar una Magdalena desnuda, pues su estricta moral se lo impedía, derrotado en su honor y enfermo sin remedio, se fue a vivir al Posilippo, el barrio más pobre de Nápoles, donde pasó sus últimos años gracias a la caridad y a los tra­bajos que le encomendaban los frai­les de San Martino, para quienes pintó La comunión de los apóstoles, un gran cuadro en el que incluyó su autorretrato. Allí pobremente mu­rió, a los 61 años, el 5 de septiembre de 1652, y fue enterrado en la iglesia de Santa María del Puerto.
Posiblemente se ha exagerado su tenebrismo y su caravaggismo, aun­que, según Burckhard, fue el suce­sor más espiritual de Caravaggio. También se ha podido exagerar su influencia inevitable sobre Veláz­quez y sobre todos los pintores es­pañoles del siglo XVII, pese a que sus lienzos no llegaron al alcázar de Madrid hasta después del año 1631. Pero nadie discute que fue, cronoló­gicamente, el primer gran maestro de la pintura más española.
"Jusepe Ribera, español valen­ciano. F. 1635" es la firma que, con trazos bien visibles, puso en su Purí­sima de Monterrey, la gran obra de la pintura barroca dedicada a uno de los temas más frecuentes en aquellos tiempos, la Virgen María, modelo de cuantos le sucedieron; un enorme cuadro en el que la Virgen, suspendida entre los cielos y la tie­rra, no se sabe si sube o si baja, si es una Asunción, una Encarnación una Purísima Concepción.

Martirio de San Bartolomé

Ribera pintó este cuadro por en­cargo del séptimo conde de Monte­rrey, Manuel de Fonseca y Zúñiga, cuñado del conde duque de Olivares y amante, como él, de todo arte y fasto.
Tuvo este conde de Monterrey, tal vez para suplir la esterilidad de su es­posa, Leonor de Guzmán, una hija concebida por noble y desconocida dama. Como definitivo albergue de este fruto extramarital, el duque se empeñó —y la legítima duquesa no se opuso— en construir un convento para las recoletas frente a su palacio de Salamanca, donde, como consta en el archivo secreto de las madres agustinas y acredita un documento autógrafo del propio conde, profesó a sus nueve años Inés Francisca de la Visitación, que llegó a ser virtuosisi­ma priora de aquella fundación y que, al parecer, mereció que la pin­tara el propio Velázquez.
Aunque la popularmente conoci­da como Purísima de Monterrey, res­taurada con motivo de la exposición, desde siempre oscureció otros lienzos de Ribera y de otros pintores que la rodean y acompañan, a los pies de la misma iglesia hay un San Jenaro que muchos han considerado como la obra principal de El Españoleto.

Ribera disperso


Aunque las obras de Ribera se han dispersado por los grandes museos de Europa y de Estados Unidos, Nápoles y Madrid acapararon las colecciones más numerosas. En el Museo del Prado se exponen habitualmente 50 cuadros de Ribera. Destacan El martirio de san Felipe, La Trinidad y La Magdalena. A la Academia de Bellas Artes de San Fernando pertenecen La asunción de la
Magdalena y un Ecce Homo. Hay importantes obras de Ribera, ahora expuestas en Madrid, pertenecientes a los museos de Bellas Artes de Barcelona, Bilbao, Vitoria y Valencia, pero son sorprendentes las obras que se custodian en el convento de las Agustinas de Salamanca, entre ellas la célebre Inmaculada de Monterrey y el San Jenaro, y en la sevillana colegiata de Osuna. Sorprendentes son también La mujer barbuda que se conserva en el Hospital Tavera de Toledo o el
Cristo colocado en la cruz de la parroquial de Cogolludo, en tierras de Guadalajara. El Ayuntamiento de Valladolid tiene un San Juan Bautista, y hay obras de Ribera en algunas colecciones particulares. Sin salir de Madrid, pueden verse cuadros de Ribera en El Escorial y en el palacio de tiña. En el Palacio Real está el retrato de Juan José de Austria.



Extra de El Pais Semanal 1992

lunes, 20 de febrero de 2012

MARIANO FORTUNY, EL ESPAÑOL ORIENTAL

La pintura del catalán Mariano Fortuny (1838-1874) estuvo prendida entre el encargo y la libertad creadora. Fue el joven maestro de lienzos orientales . Ahora, una exposición en Barcelona recuerda su obra.
Texto: Erika Bornay

 Jinete árabe. Patio de una casa de Tánger. Óleo sobre lienzo, 1867.


Cuando un día del año 1850 Mariá de les figuretes decide conducir a su nie­to de Reus a Barcelona, a Die, con unos documentos de pre­sentación para el escultor Do­ménech Talarn, a fin de hacer de él "un pintor", poco podía imaginarse que aquel niño de sólo 12 años iba a convertirse en el artista catalán más inter­nacional y adulado de su siglo. Pero es en la intuición y en la decidida actitud de su abuelo, conocido con aquel sobrenom­bre por ganarse la vida repre­sentando escenas históricas en un teatro ambulante de figuras de cera, de donde arranca la fulgurante carrera artística de Mariano Fortuny (Reus, 1838- Roma, 1874).
Sin embargo, en, la actuali­dad se desconoce, o casi nadie recuerda, la enorme repercu­sión y el impacto que produjo su obra, no sólo en el ámbito europeo, sino incluso en el de Estados Unidos, donde, como señala E. J. Sullivan en el catá­logo de la exposición que se inaugura el próximo día 18 en la Caixa de Pensions de Barcelo­na, Fortuny fue una de las fuen­tes de inspiración de muchos artistas norteamericanos, cuyo interés por la obra del pintor catalán no decaerá hasta el se­gundo decenio del presente si­glo, muy en particular después de la inauguración en Nueva York, en 1913, de la célebre ex­posición del Armory Show, que introducirá en aquel país las úl­timas tendencias de la vanguar­dia europea.
La respuesta a este desasi­miento por la obra creacional de Fortuny hemos de hallarla probablemente en el hecho de que su prematura muerte (como Rafael, Giorgione o Watteau, todos fallecidos alre­dedor de los 35 años) le impidió desarrollar unas inquietudes artísticas que no lograron, sal­vo excepciones, traspasar el muro que el romanticismo fati­gado de la época había cimen­tado en muchos ambientes ar­tísticos europeos, y desde luego el de Italia, primer país extran­jero en el que Fortuny residirá y continuará el período de forma­ción iniciado en Barcelona. El joven pintor llegará a aquella nación a principios de 1858, cuando Courbet ya había reali­zado sus obras realistas más combativas. Pero Italia, igno­rando el mensaje vivificador del pintor francés y los otros realis­tas, seguía practicando la pin­tura de historia, con excepción de Florencia, donde precisa­mente por aquellos años se es­taba desarrollando el movi­miento de los macchiaioli, cuya orientación realista se oponía al de la desfalleciente poética ro­mántica, con la que dificultosa­mente luchaba un reducido nú­mero de artistas más inquietos y receptivos a nuevas formula­ciones plásticas que oponer a las conservadoras de su en­torno.
Pero Fortuny, después de su aprendizaje en la Academia de Bellas Artes de Barcelona, do­minada por la doctrina nazare­na que impartían Claudi Loren­zale y Pau Milá i Fontanals, noirá a Florencia, sino a Roma, con una beca de ampliación de estudios creada por la Dipu­tación Provincial de Barcelona y Bellas Artes, que ganará por unanimidad a los 19 años de edad.
El pintor, que llega a Italia lleno de entusiasmo y de ansias de aprender, copia cuadros de los maestros y acude a visitar las exposiciones de las acade­mias de Francia y de San Lu­cas, donde triunfaban los pinto­res de temas de historia Fran­cesco Hayez y Giovanni Carne­vali, conocido como 11 Piccio. Sin embargo, Fortuny se da cuenta pronto de que las exi­gencias artísticas que derivande su tipo de beca de estudios le impiden experimentar con nue­vos lenguajes. A impulsos de su inquietud decide matricularse en la academia Giggi, donde trabajará diariamente unas cin­co horas con modelos al natu­ral, y por su cuenta, en su domi­cilio, pintará acuarelas con te­mas de la vida cotidiana. Esta intensa dedicación al trabajo la interrumpe en ocasiones para acudir a las tertulias del café Greco, donde, junto con otros pensionados españoles —Vi­cente Palmaroli, Eduardo Ro­sales, Lorenzo Vallés ...—, se reúne con artistas y pintores re­sidentes en Roma.



 La libélula. Óleo sobre lienzo, 1866-1867.


 Adelaida del Moral d´Agrassot. Acuarela sobre papel, 1874


A punto ya de finalizar su  beca de estudios en Italia, un nuevo e inesperado aconteci­miento hallará un trascenden­tal eco en su expresión artística. El 10 de enero de 1860, la Dipu­tación Provincial de Barcelona le encarga la realización de cua­tro cuadros grandes y seis me­dianos sobre "los aconteci­mientos más memorables de la gigantesca lucha" que tiene lu­gar, en África del Norte entre el Ejército español y el marroquí. A tal fin, la diputación le ofrece un crédito y cartas de recomen­dación para los generales O'Donnell, Ros de Olano y Prim. Fortuny acepta, regresa a España y, junto con Jaume Es­criu, se embarca a las pocas semanas en el puerto de Barcelo­na rumbo a Marruecos.
La experiencia africana se revelaría altamente estimulante para sus inquietudes plásticas. La luz y la gran riqueza cromá­tica de aquellas tierras impre­sionaron el ojo sensible de For­tuny como en 1832 deslumbra­ron la mirada de Delacroix. Aunque por las exigencias del encargo se veía obligado a to­mar notas y a ejecutar dibujos de los acontecimientos bélicos, su verdadero interés se dirigía hacia las escenas de la vida a su alrededor, con las calles abiga­rradas de gente, luz y exotismo. Los apuntes de los viajes que Fortuny realizó en África seránla clave de toda su obra orien­talista.
El cuadro más famoso de su estancia en Marruecos es el ti­tulado La batalla de Tetuán (1863), que hace referencia a la expugnación de un campamen­to marroquí, el 4 de febrero de 1860, por las tropas españolas, entre las que aparecen las figu­ras de los generales O'Donnell y Prim. Este enorme lienzo, para el que Fortuny se inspiró en la famosa obra La batalla de Smalah d´Abd-el-Kader, del pin­tor francés Horace Vernet, des­taca por su vibrante dinamismo y el rico cromatismo de la com­posición. Otra obra muy cono­cida en aquel período, y tam­bién, como la anterior, en el Museo de Arte Moderno de Barcelona, es La odalisca (1861), un tema muy recurrente desde el primer Ingres y uno de los que, bajo su apariencia exó­tica, canaliza el erotismo de la doble moral burguesa del siglo XIX.
Posteriormente, en un viaje a París, Fortuny admiró no sólo la obra de los grandes orienta­listas, sino también la pintura de los tableutin, pequeños cua­dros de gabinete con escenas costumbristas, tratadas con gran minuciosidad y muy en boga en aquella época. Meisso­nier, un artista francés que, como Fortuny,




 Odelisca. Óleo sobre lienzo, 1862 (Cuadro incompleto)


conoció en vida un éxito triunfal que le ha sido negado por la posteridad, era uno de los grandes virtuosos de este género que entusiasmaba a los coleccionistas.
Mariano Fortuny, impulsa­do tal vez por motivos eco­nómicos o por esa personalidad artística contradictoria que le caracterizó, se dejó seducir por las exigencias —y gratificacio­nes— del gusto de los compra­dores y marchantes, y en 1863, influenciado por los temas de Meissonier, y posiblemente por los de II Piccio, que con pince­ladas ligeras y veloces evocaba escenas y ambientes del rococó, iniciará su pintura de casacóncon el cuadro El coleccionista de estampas, de la que existen tres versiones, la primera de 1863. Este tipo de obras, junto con las de temática oriental, le otor­garon gran renombre, que se consolidaría a nivel internacio­nal con la célebre exposición de 1870 en la más importante gale­ría de París.
La década de los sesenta fue para Fortuny un período de im­portantes acontecimientos y de gran actividad profesional. En una carta a su amigo el pintor Tomás Moragas escribe: "Ten­go un frenesí, un furor para pro­ducir, y ¡quién sabe lo que seré...! ¡¡¡Paciencia!!!".
En aquellos años investigaen el campo de la acuarela y en el del grabado al aguafuerte, técnicas en las que asimismo se revela con unas dotes excep­cionales. En 1866 cierra un im­portante contrato con Adolphe Goupil, un reputado marchan­te parisiense. Fortuny se com­promete en este contrato a en­viarle durante un año un deter­minado número de obras, reci­biendo como contrapartida económica la cantidad de 24.000 francos oro. (La desa­zón y el disgusto que más ade­lante le producirán los com­promisos adquiridos con Gou­pil son paralelos a los de Goya en relación con su contrato para ejecutar cartones para tapices. Como éste, Fortuny se quejará: "Ya estoy harto de pintar moros y de tanta casaca. Quiero pintar como me dé la realísima gana".)
En 1867, el pintor contrae matrimonio con Cecilia, la hija mayor de Federico de Madra­zo, máximo pintor oficial de Es­paña, quien tiempo atrás, y mo­vido por su admiración, le ha­bía abierto su estudio madrile­ño. Durante su estancia en la capital, Fortuny ejecutó en el Museo del Prado copias de Ve­lázquez y Ribera (véase la in­fluencia de este último en Viejo desnudo al sol, 1173), pero sobre todo le impresionó Goya, y de nuevo escribe a Moragas:


 La carrera de la pólvora. Óleo sobre lienzo. 1863.



Mercader de tapices. Acuarela sobre papel, 1869 



"¡Hoy, con lo que he visto de Goya, estoy nervioso! ¡Si vieras qué cosas...! Cada día voy co­nociendo más que hay mucha afinidad entre lo que él buscaba y yo busco".
Esta admiración por el que bien se puede considerar inicia­dor de la pintura moderna se refleja en la famosa pintura so­bre tabla La vicaría (1870; exis­te otra versión anterior, realiza­da en 1867). Escena goyesca dentro del género de tableautin, el cuadro es un prodigio de eje­cución y muestra la variedad y riqueza de recursos del artista. La idea le surgió a Fortuny cuando realizaba las gestiones de papeleo previo a su boda.
Para su realización utilizó a su esposa, a varios familiares e in­cluso a Meissonier. La escena representa el interior de la vica­ría de una vieja iglesia españo­la, donde los componentes de una boda popular acuden a la firma del compromiso de matri­monio. En esta obra asombra la unión del detalle preciso y justo en figuras y objetos con la fres­cura y ligereza de ejecución en un tamaño tan pequeño (60 por 94 centímetros).
La admiración del público y un elogiosísimo artículo que Théophile Gautier escribió so­bre la obra contribuyeron a au­mentar el prestigio de Fortuny, que empezó a ser conocido in­ternacionalmente simplemente como el maestro.
Otra etapa importante para la carrera del artista fue su viaje y estancia en Granada en 1870, donde pinta paisajes llenos de luz en busca de esa modernidad que anhela reflejar en sus obras, pero su pincel, que desea liberarse, tiene que someterse a los compromisos previamente adquiridos con Goupil y el nor­teamericano W. H. Stewart, que siente ahora como barreras a sus inquietudes plásticas que progresivamente, se le van im­poniendo con más y más fuerza.
Finalmente, pero sobre todo el último año de su vida, Fortunyempieza a sentirse artísticamen­te liberado. En Porticí, en el golfo de Nápoles, donde se instala con su familia, aparece exultante. Allí pinta con plena libertad la vida a su alrededor, el mar, la playa. Será su época más fecunda. El 5 de septiembre de 1874, dos me­ses antes de morir, escribe a un amigo: "Había cosas buenas en mis cuadros, pero como estaban destinadas a la venta, no tenían el cachet de mi individualidad (pequeña o grande), forzado como estaba en transigir por el gusto de la época. Pero ahora, heme aquí ya lanzado; puedo pintar para mí, a mi gusto, todo lo que me plazca. Esto me da es­peranzas de progresar y mos­trarme en mi propia fiso­nomía...".
Precisamente un tiempo an­tes había tenido oportunidad de contemplar en una exposición la pintura de Renoir, uno de los maestros del impresionismo, y resulta altamente significativo que, entre los grandes nombres que allí exponían, sólo éste le in­teresó realmente. En sus últimas obras, Fortuny rehúsa, ya sin ti­tubeos, pintar temas neorromán­ticos y de casacón, y rechaza el preciosismo y la brillantez minia­turista. Busca el predominio de lo pictórico sobre lo narrativo, y pone el acento en los valores plásticos y en expresar aquella luz que descubrió en Marruecos, con pinceladas lumínicas, de mancha, atenta sobre todo a captar sintéticamente las masas cromáticas.
Su obra gráfica fue muy apreciada por sus contemporá­neos y pasó rápidamente a for­mar parte de importantes co­lecciones particulares, así como de bibliotecas y museos tanto de Europa como de Estados Unidos. Ciertamente, y como pone de relieve Rosa Vives en un artículo aparecido en la re­vista Serra d'Or con el epigra­mático título Fortuny gravador. Un avantguardista del vuit-cents, después de Goya, a quien mu­cho le debe en este campo, y an­tes que Picasso, Mariano For­tuny destaca como un artista paradigmático del grabado ori­ginal en España, no sólo por la maestría, espontaneidad y li­bertad de su trazo, sino por el carácter experimental en su tra­tamiento del aguafuerte, por su afán investigador en los aspec­tos formales y de textura de muchos de sus grabados, que parecen intuir el trabajo de los norteamericanos Mark Tobey y Jasper Johns.


Fragmento de Fantasía árabe. Óleo sobre lienzo, 1866


El Pais Semanal

Historia reciente en viñetas

El "cómic" como crónica lúcida de una sociedad en transformación


CARLES SANTAMARIA
Quizá no exista otro medio de expresión artística con la inme­diatez del comic para reflejar todo aquello que sucede en el mundo real. Los historietas se han convertido en unos lúcidos cronistas de una sociedad cam­biante, más allá de los aconteci­mientos puntuales considerados como noticias. Sus autores han desarrollado a veces un gran sen­tido de la anticipación.
El acelerado final de los regí­menes estalinistas, consumidos por el fuego interno de las protes­tas populares en los últimos me­ses, fue predicho en cierta medi­da por Enki Bilal y Pierre Chris­tin en la historieta Partida de caza, que empezó a publicarse en la revista francesa Pilote en 1981. Destacados dirigentes de los paí­ses del Pacto de Varsovia se reú­nen en una villa polaca para par­ticipar en una cacería, convoca­dos por Vassili Alexandrovich Chevchenko, responsable sovié­tico de las relaciones con los paí­ses hermanos.
La acción, situada a princi­pios de los ochenta, plantea la necesidad de modificar las rela­ciones de la URSS con el resto de países socialistas, para acabar con el principio de soberanía limi­tada de la era Breznev. En el transcurso de esta partida de caza se desarrolla una soterrada lucha entre el partidario del con­tinuismo, Serguei Chavanidze, y el reformista Chevchenko, que quiere promocionar a su protegi­do Evgueni Golozov. El triunfo final de éste, a costa de la vida del continuista, es toda una ale­goría sobre la lucha por el poder desarrollada en el seno del PCUS.





Anticipación 

"Yo soy un verdadero internacionalista, como Vassili Alexandro vich, y quiero que las democracias populares puedan elegir si propio camino... si todavía es posible". Estas palabras de Golozov se aproximan bastante a la propuesta que Gorbachov hizo sobre las relaciones con los países socialistas unos años más tarde. Curiosamente, uno de lo personajes de Partida de caza se llama Ion Nicolescu y en este comic se le presenta como el jefe de la temida Securitate rumana Pierre Cristin señaló en una ocasión: "Para el guionista de comics ante todo es recomendable tener ideas, lo cual no es tan fácil".
La intentona golpista española del 23-F no escapó al escarnio de las páginas de El Víbora, que editó un número llamado Especial golpe. Mariscal, Isa Feu, Gilbert Shelton, Max, Martí, Mon­tesol, Miguel Ángel Gallardo y Juan Mediavilla fueron algunos de los que dibujaron una punzan­te visión sobre los sucesos de aquella noche. Especialmente di­vertida resultó la historieta Teje­ro no era Tejero, era Fumanchú, de Onliyú y Martí, en la que se explicaban algunos de los planes secretos del pérfido oriental que había suplantado la personalidad del teniente coronel golpista: "Con el unico fin de que los eu­ropeos no pudieran conciliar el sueño, Fumanchú pensaba poner en funcionamiento todos los tan­ques, metralletas, morteros, ba­zookas y bombas que tuviera bajo su control".
Josep Maria Berenguer, edi­tor de El Víbora, revista que aca­ba de cumplir 10 años, no duda en afirmar: "Nuestra publicación ha desarrollado una actitud críti­ca, con ciertas dosis de cinismo y no exenta de crudeza, sobre la sociedad". El Víbora aglutinó a una serie de dibujantes y guionis­tas que en la segunda mitad de los setenta habían publicado en un sinfín de revistas underground de efímera vida. Personajes como Makoki, Anarcoma o Sarita se han convertido en símbolos de la rebeldía frente al sistema.
El semanario de humor gráfi­co El Jueves constituye un fenó­meno singular. Con una tirada semanal que llega a los 150.000 ejemplares, los dardos envenena­dos de sus dibujantes se han diri­gido a aquellos personajes o he­chos "que han protagonizado la salvajada de la semana", según dice Oscar, una de las firmas más conocidas de la casa. Este dibu­jante afirma que desde esta revis­ta "se desarrolla un tipo de perio­dismo en el que no nos inventa­mos nada, simplemente exagera­mos un poquito las cosas, aun­que en muchas ocasiones no es necesario hacerlo".
Uno de los éxitos de venta de El Jueves son Las historias de laputa mili, obra de Ivá, autor también de Makinavaja, el último chorizo. La clave del éxito de estas historietas, según su autor, "reside en explicar las cosas de una forma directa". El sargento chusqero de estos comics no logra meter en cintura a unos reclutas que simplemente ignoran sus ór­lenes. Otra generación, la que ha pasado de la adolescencia a la madurez en los ochenta, también se puede ver reflejada en las Vidas ejemplares de Montesol, para quien este grupo de españoles `todavía tiene que decir lo suyo".

Tribus y superhéroes 

Max ha reflejado a lo largo de su evolución artística las denominadas tribus urbanas, en unas historietas rebosantes de imaginación. Si empezó a ser conocido gracias a Gustavo, un hippy bastante irascible, la popularidad le llegó con Peter Punk, un personaje con cresta y cadenas que encarna a un particular Peter Pan. "Para mí", dice Max, "ha resulta­do muy interesante hacer historietas que daban muchas claves de la gente de mi edad".
El renacimiento de los superhéroes en Estados Unidos a me­diados de los ochenta no es pre­cisamente fruto de la casualidad. Una vez que la amenaza soviéti­ca parece conjurada en el exte­rior, el enemigo de la sociedad norteamericana vuelve a ser el maleante. La viva polémica que suscitó el caso de Bernard Goetz, conocido como el vengador del Metro de Nueva York, tuvo su reflejo en el comic Watchmen, del guionista Alan Moore y el di­bujante Dave Gibbons. El análi­sis del papel que juegan los justi­cieros de calzón largo, persona­jes que actúan al margen de la ley, ha tenido su máximo ejemplo en el relanzamiento de Batman, con adaptación cinematográfica incluida.


EL Pais, domigo 31 de diciembre de 1989

OPISSO popular y multitudinario

En pocas ocasiones alguien ha llegado a comprender, compendiar y representar de forma tan acertada las estampas populares de su época. Las miras de Opisso nunca fueron elevadas ni su arte pretendió jamás la trascendencia ni la espiritualidad: se limitó simplemente a resresentar su entorno las calles que conoció y las gentes que le rodearon con una fidelidad que es la mayor cualidad de este dibujante que vivió plenamente el cambio de siglo e intuyó los que los años futuros iban a traer: abiga­rramiento, superpoblación, confusión, colas, muchedumbres y caos circulatorio.



Ricard Opisso i Sala nació en Tarrago­na en 1880. Su padre, Alfred Opisso i Vinyas, fue un distinguido médico, his­toriador, periodista y crítico de arte, promotor del resurgimiento cultural de Tarragona, que dos años más tarde del nacimiento de su hijo Ricard se esta­bleció en Barcelona, donde dirigió "La Ilustración Ibérica" y desde donde co­laboró con otras publicaciones nacio­nales, entre ellas "El Social", de Ma­drid, donde escribía con el seudónimo de "Salvador". Como redactor de "La Vanguardia" desde 1899, escribió crí­ticas de arte que manifestaban su com­prensión y apoyo hacia la nueva gene­ración postmodernista, y en 1902 as­cendió a la dirección del diario. Du­rante todo este tiempo, y a causa de las actividades periodísticas y las in­quietudes artísticas de su padre, el jo­ven Ricard creció rodeado de un am­biente variado y pleno de contactos con significados representantes de la cultura local del momento.
Pronto despertó también en él la in­quietud artística, y se lanzó al dibujo como medio rápido y directo de plas­mar esas inquietudes. Por otra parte, su padre le había colocado en 1892, a los doce años, en el taller de Antoni Gaudí, quien comenzaba entonces la construcción del templo de la Sagra­da Familia en Barcelona. Pero Ricard Opisso era, ya a aquella corta edad, demasiado pragmático y mundano y no se sentía demasiado feliz dentro de aquel ambiente demasiado espiritual y monumental para su gusto, como ase­gura uno de los más destacados histo­riadores de Opisso, Josep M. Cadena, y le interesaba más el mundillo de churreros, vendedores ambulantes y demás pintorescos personajes que se arremoli­naban alrededor de lo que algún día sería una de las obras más eternas —en todos los sentidos— del país.




El arte de Opisso, desde noviembre del año 1898, en que publicó su primer di­bujo en "Luz", un semanario muy sin­gular para su época, fue directamente del pueblo y para el pueblo. En marzo de 1899 publicó otro dibujo, que fue la portada de la revista "Quatre Gats", creada por intelectuales y artistas catalanes del momento, como Rusinyol y Casas. De ese modo consiguió entrar a formar parte de la tertulia de la taber­na del mismo nombre, propiedad de un gran amigo del pintor Ramón Ca­sas, el popular Pere Romeu, y allí co­nocería a personalidades como Picasso, por quien sus historiadores cuentan que Opisso sintió una antipatía que ja­más llegó a apagarse.
Uno de sus ídolos, en cambio, era Tolouse-Lautrec, de quien aprendió la manera de reflejar los tipos y los ambientes populares ciudadanos y especialmente de los bajos fondos. Admirador profundo, como sus compañeros de tertulia, de cuanto producía artisticamente el país vecino, Opisso viajó a París en varias ocasiones para probar fortuna en las publicaciones humorísticas francesas, pero esto no sería hasta 1906, después de publicar abundantes trabajos en Barcelona, en las revista "Cu-Cut!" (desde 1903) y anteriormente en "Joventut" y "Pél i Ploma" (1901).
Es en 1906, como decíamos anteriormente, cuando viaja a Paris y logra colaborar en prestigiosas revistas, humo­rísticas y eróticas, como "Frou-Frou", "Fantasio", "Ruy-Blas" y "Le Ríre". Pero algo no debió de funcionar com­pletamente a su gusto porque al poco tiempo Opisso regresa a Barcelona,
donde se encuentra más en su ambien­te y le resulta más fácil y cómodo plas­mar la realidad que le rodea.
Digamos aquí, no a modo de critica sino como intento de plasmar la verda­dera personalidad de este singular artis­ta, que Opisso rehuyó siempre los grandes esfuerzos, el arte trascendente y en general todo aquello que supusie­ra un sacrificio o un "ir más allá" de cuanto podía conseguir gracias a su simple habilidad manual y su innata gracia para caricaturizar y plasmar cuanto veían sus ojos. Amigo del hala­go fácil y de la ganancia rápida, dibujó siempre para la galería de sus amigos y compradores habituales. También fue ese amor por la comodidad y la facili­dad lo que le impidió explorar nuevos horizontes, como por ejemplo el retra­to, para él que estaba extraordinaria­mente dotado, y que posiblemente le hubieran convertido en un artista de fama mundial.







Cuando desapareció "Cu-Cut!", en 1912, Opisso comenzó a colaborar en "L'Esquella de la Torratxa", donde realizaría la famosa serie "de multitu­des" que ha quedado quizá como su obra más conocida: muchedumbres domingueras que acuden a la escollera barcelonesa para disfrutar de un día "de playa", muchachas engalanadas que recorren el Paseo de Gracia barce­lonés en busca de novio rico, abigarra­das terrazas de café, desfiles de carna­val, verbenas suburbanas, piscinas y playas repletas de gentes apretujadas, desfiles, tertulias y toda clase de atas­cos y conflictos urbanos constituyen ese mundo tan especial de los años 20 que Opisso supo captar magistralmen­te con una pluma que a veces recuerda la de los grandes maestros ingleses del momento, particularmente la del gran Thomas Henry, creador de la imagen gráfica del Guillermo Brown que todos hemos leído en nuestra infancia.
Es, decíamos, el arte-retrato, el arte-pueblo, el arte-fácil para el que no se necesita nada más que salir a la venta­na, o a la calle, y plasmar lo que se tie­ne alrededor. En ese mundo de los lo­cos años veinte no falta tampoco el charlestón, la droga, la crítica política mordaz tan al uso en los accidentados principios de siglo e incluso las estam­pas satíricas dedicadas al deporte. De todo ello dejó. Opisso crónica gráfica y lo que nadie puede negar es que lo que hizo lo hizo con singular maestría. Otra vertiente de Opisso, quizá más desconocida, es la de sus dibujos de marcado tono erótico —en el universo epicúreo del artista no podía faltar el sexo— para la revista "Papitu", en la que firmó con el seudónimo de "Bi­gre".
Destaquemos finalmente otra faceta que, oculta por su masiva obra de "ilustración de costumbres" ha queda­do también un poco marginada en la visión global que se tiene de Opisso, y que es la de ilustrador de libros in­fantiles (cuentos y narraciones) y de literatura en general.
Efectivamente de 1917 hasta 1933 pero especialmente en la época com­prendida entre 1922 y 1928, que fue­ron los años de mayor actividad en éste campo, Opisso realiza portadas e ilustraciones para unos 320 libros de diversos autores catalanes contempo­ráneos, entre ellos quizá el más cono­cido Josep M. Folch i Torres, que fue­ra también gran fuente de inspiración para otro maestro que ha pasado ya por nuestras páginas, Joan Junceda (ver COMIX Internacional núm. 14).
Posteriormente o simultáneamente, rea­lizó trabajos para "Hojas Selectas", "Mí revista", "Lecturas", "La ilustra­ción artística", "TBO", "Pocholo" y muchas otras publicaciones, además de ilustrar aleluyas y cromos.


Durante la guerra realizó ilustraciones para un libro editado por el Comisariado de Propaganda de la Generalitat de Cataluña dando instrucciones a los ciu­dadanos acerca de cómo debían com­portarse en caso de bombardeo aéreo, y en 1938 dibujó varias imágenes ins­piradas en la famosa y dramática retirada del Ebro.
También, a partir de 1936, volvió a dibujar las escenas y los personajes po­pulares que le habían atraído en su ju­ventud, pero firmándolos como reali­zados a finales del siglo XIX, quizá en un desesperado intento de encontrarse a sí mismo.. Ricard Opisso i Sala murió en Barcelona, prácticamente olvidado, a la edad de 85 años, el 21 de mayo de 1966.

Manel Domínguez Navarro







Revista Ilustracion Comix Internacional nº33   1983

EL GENIO INVISIBLE DE HOLLYWOOD

"Bullit", "Casablanca", "La Naranja Mecánica"... Sus carteles son iconos del cine. Es el más famoso en su especie, pero casi nadie conoce su nombre, hasta ahora. Rescatamos la obra de Bill Gold.
Por Tony García




Icónico. A la derecha, autorretrato de Bill Gold en los setenta. A la izquierda, una de las pruebas para el cartel de "Bullit", filme de Peter Yates protagonizado por Steve McQueen.



Breva sensualidad.
Sobre estas lineas, uno de los carteles promocionales de "Río Bravo", de Howard Hawks, con Angie Dichinson en el papel de Feathers. A la derecha, póster inédito de "Funny Girl", basada en la obra de teatro del mismo nombre. Gold lo diseñó junto a Tal Stubis. Era su favorito, pero la productora terminó optando por otro más convencional.


Hollywood es un universo con sus propias reglas donde lo único constante es la presencia del dinero, el auténtico astro rey. En torno a él giran un sinfín de planetas cuya vida de­pende íntegramente de su capacidad para adaptarse: actores, directores y productores integran ese peculiar sistema solar. En su órbita se mueven miles de diminutas estre­llas que de cuando en cuando logran sacar la cabeza, pero que brillan sin la fuerza ne­cesaria para competir con los grandes as­tros. Viven allí compositores, escenógrafos, guionistas y directores de fotografía, y -en ocasiones- algunos logran trascender y ocupar su propio espacio. Y al final, solo al final, en los confines de ese universo viven los que nunca han sido considerados parte esencial del mismo, hombres y mujeres de trabajo sordo (y a veces ciego) que forman parte de la cara oculta del séptimo arte, aquella que se empeña en camuflarse y qui­tarse importancia. En ese rincón olvidado habita Bill Gold.
Gold es probablemente el creador de carteles cinematográficos más famoso y de­dicado de la historia del cine. Su carrera abarca más de 60 años de trabajo que le han llevado a colaborar con François Truffaut, Elia Kazan, Sidney Lumet, Alfred Hitchcock, Stanley Kubrick, Federico Fellini, John Ford, -Sam Peckinpah, Alan Parker, Ridley Scott, Brian De Palma, Howard Hawks o Clint Eastwood. Sin embargo, y a pesar de este currículo, Gold sigue siendo un desconoci­do de tomo y lomo, una nota emborronada a pie de página a la que uno no presta aten­ción porque está demasiado ocupado con otros asuntos.
Su figura, tan imprescindible para en­tender el cartelismo cinematográfico como el expresionismo alemán, el surrealismo polaco o el modernismo americano, per­manece agazapada bajo una montaña de indiferencia que ahora, en pleno siglo XXI, un libro pretende derribar.



Cuatro carteles de la campaña para "Un tranvía llamado deseo" de Elia Kazan.




Una imagen de Gold (primero por la derecha), su hermano Charlie (realizador de tráileres) y un joven Clint Eastwood.




Taquillazos.
En el sentido de las agujas del reloj: "Barbarella", "Casablanca" y esbozos para "Los puentes de Madison".




James Dean y Eartha Kitt con el cartel de la película "Al este del Edén".


"CUANDO RECIBÍ la llamada de Bill Gold no podía creerlo. Es una leyenda. Cuando dijo que quería trabajar conmigo me sentí abru­mado por la responsabilidad. Un amigo que conocía mis libros sobre carteles le habló de mí. Bill quería publicar un volumen so­bre su carrera, pero nadie quería hacerlo. Le contestaban que no era interesante. Yo conocía sus trabajos para Tarde de perros y Sin perdón, pero poco más. Le pedí que me contara un poco más acerca de su carrera. Cuando acabó solo pude decir una palabra: `Joder". Tony Nourmand, editor de Reel Art Press, habla de su criatura, Bill Gold poster works, un descomunal libro de 10 kilos de peso, como quien describe a su hijo recién nacido tratando de disimular orgullo.
Es un día frío en Londres, a pesar de ser junio. Nourmand toma un café en el cora­zón de Charing Cross Road mientras recuer­da los detalles de un proyecto que empezó como una locura. "No queríamos hacer un libro más sobre el tema, sino el libro. Por eso me he pasado más de un año trabajando en él. Cuando el impresor me decía que aquí deberíamos utilizar oro porque así la páginaquedaría perfecta, yo le miraba como si es­tuviera loco, pero al final contestaba que sí. Lo más difícil ha sido dejar fuera tantas co­sas maravillosas. Nadie sabe el tesoro que tiene este hombre en su casa".
El resultado del trabajo es un volumen de auténtico lujo, cuyo elevado precio (casi 500 euros) no ha impedido un éxito de ven­tas a ambos lados del Atlántico y ha conse­guido que por fin el apellido Gold aparezca -más vale tarde que nunca- en algunos de los medios de comunicación más importantes del mundo. Para coordinar el trabajo se con­trató a Christopher Frayling, uno de los estu­diosos de la historia del cine más reputados del mundo. El hombre que acuñó la expre­sión spaghetti-western y sobre quien recayó la responsabilidad de seleccionar (junto al propio Gold) las 2.000 imágenes -muchas de ellas restauradas para la ocasión- que ocupan las más de 400 páginas del libro. "Bill Gold es un gigante del mundo de los car­teles cinematográficos y el último supervi­viente de una estirpe. Hay que pensar una cosa: cuando Bill Gold empezó a trabajar para Warner, lo único que tenían eran pin­celes y lápices. Todo se hacía a mano. No había retoques digitales, ni programas de diseño, ni nada de nada. Una de las prime­ras cosas que hizo Bill, por ejemplo, fue crear sus propios alfabetos, diseñarse sus propias tipografías. Eso es impensable aho­ra mismo. Piensa en los pósteres icónicos que ha creado y el hecho de que fue capaz de sobrevivir a este cambio gigantesco que supuso la llegada a los ordenadores y te da­rás cuenta de la extraordinaria medida del personaje", cuenta Frayling por teléfono.
Bill Gold empezó a trabajar en Holly­wood en 1942 con quien después se conver­tiría en su cliente más fiel: los míticos estu­dios Warner Brothers. Gold, neoyorquino de pro y entusiasta del arte en todas sus varian­tes, empezó haciendo unos bocetos para que sus jefes vieran si el tipo valía o no. Los bocetos eran cuatro interpretaciones clási­cas de los hits de la casa (entre ellos, el Robín Hood de Michael Curtiz), y así, de entrada, le consiguieron un pasaporte a su primer car­tel: el de una película protagonizada por Ja­mes Cagney llamada Yankee Doodle Dandy (Yanqui Dandy, en España). Gold trazó un póster de tintes patrióticos. Al fin y al cabo, era lo que tocaba cuando el mundo se enre­daba en la II Guerra Mundial. A los de arriba les gustó el estilo de su nuevo fichaje y deci­dieron encargarle un nuevo trabajo para una película en la que el estudio no había depositado demasiadas esperanzas a tenor de lo visto en su caótico rodaje.
GOLD ENVOLVIÓ a los rostros de sus prota­gonistas en un halo de misterio y perfiló a mano el título del filme. La película fue un exitazo enorme, y su título, Casablanca, se convirtió en un símbolo para los cinéfilos. El maravilloso cartel de Gold sigue siendo mítico a día de hoy, aunque el mundo siga sin saber el nombre del señor que se lo in­genió. A pesar del éxito, el artista siguió pi­cando piedra, y de hecho no fue hasta 1948, año en que Alfred Hitchcock le reclamó para diseñar el póster de La soga, cuando su carrera despegó definitivamente: Un tranvía llamado deseo, Extraños en un tren, Los crímenes del museo de cera, Crimen per­fecto, Al este del Edén, Centauros del desierto y Río Bravo marcaron su carrera en los años cincuenta. En los sesenta alumbra obras como La leyenda del indomable, Grupo Sal­vaje o Bonnie & Clyde. Títulos que le conso­lidan como uno de los mejores creadores de carteles de la historia junto a Saul Bass, que en aquella época también despuntaba gracias a sus trabajos para Otto Preminger y Alfred Hitchcock.




Consolidación.
De izquierda a derecha, los famosos carteles de "Crimen perfecto" (Alfred Hitchcock), "Harry el sucio" (Don Siegel), el legendario trabajo de Gold para "La leyenda del indomable" (Stuart Rosenberg) y una de las primeras pruebas para "Klute", filme de Jane Fonda dirigido por Alan J. Pakula.


"SAUL BASS y Bill trabajaron juntos en el de­partamento de arte de Warner Bros a me­diados de los cuarenta", recuerda Christo­pher Frayling. "¿La razón por la cual Bass es tan famoso y nadie conoce a Gold? Bue­no, creo que es muy sencillo, los carteles de cine siempre han sido algo como de segun­da división, un entretenimiento menor. Saul Bass se hizo famoso por sus trabajos para marcas o sus aventuras en el diseño industrial. Mucho después, la gente recu­peró su carrera como cartelista. Gold nun­ca empujó para ser famoso. Se consideraba un artesano del cine, no hizo nada más que diseñar carteles. Nunca le interesaron ni la fama ni el reconocimiento. Hay que tener en cuenta además algo muy importante: los mejores ilustradores del mundo pasa­ron por el estudio de Bill Gold entre los cuarenta y los setenta. Lo que más me mo­lesta es el esnobismo que hace que mucha gente no crea que un cartelista de cine no es un artista de pies a cabeza, que no tiene importancia. Los carteles de cine pueden ser mágicos y con este libro hemos busca­do devolverles ese estatus".
La trayectoria del artista en los años que siguieron fue fulgurante: La naranja mecá­nica, Barry Lyndon, Fama (y su famoso logo), Hair, Alien, La invasión de los ladrones decuerpos, Primera plana, Todos los hombres del presidente, Yakuza, Operación dragón, El exorcista, Tal como éramos, Papillon, El gol­pe, Uno de los nuestros, Defensa o Diamantes para la eternidad sellaron el pacto de sangre que Gold tenía con el séptimo arte.
Mención aparte merece la relación del artista con Clint Eastwood. Ambos se cono­cieron en 1971 cuando el primero recibió el encargo de diseñar el póster para la película Harry el Sucio. El director del filme, Don Siegel, y el propio Eastwood eran conocidos en Hollywood por su afición a rechazar pro­puestas o exigir cambios a los diseñadores que trabajaban para ellos. Cuando Gold en­vió su propuesta, actor y realizador respon­dieron: "No cambies nada".
Eastwood volvió a llamarle para su si­guiente película, y la siguiente, y la siguiente, y la siguiente... y así pasaron 40 años hasta llegar a Mystic River, poco antes de que Gold se retirara de un negocio que ya no enten­día: "No hay ningún ejemplo de una colabo­ración tan fluida y maravillosa entre un di­rector y un cartelista como la que han tenido durante cuatro décadas Bill Gold y Clint Eastwood. Miremos, por ejemplo, el primer teaser-póster de Sin Perdón, donde aparece Eastwood con el abrigo y la pistola en la mano, de espaldas. Ni siquiera puedes verlela cara... es impresionante. O el cartel de Mystic River, con el reflejo de los tres hom­bres en el río. Mirándolo sabes que aquellos tipos comparten un oscuro secreto. El único ejemplo que se me ocurre donde percibir tal sintonía entre director y artista es la relación entre Pedro Almodóvar y Óscar Mariné. Solo con mirar los carteles de uno sabías qué quería decir el otro. Eso ya no existe, ahora todo es lo que Bill llama La aproxi­mación Monte Rushmore al cartelismo: ros­tros de estrellas en el póster. Se ha perdido cualquier atisbo de
originalidad", remata Frayling con amargura.
BILL GOLD tiene ahora 92 años y vive en un pequeño pueblo a 45 minutos de Nueva York. La edad le pasa factura, se cansa con frecuencia y uno de sus oídos insiste en fa­llarle. Vive con su segunda mujer, Susan, que hace las veces de mánager. Su casa es un au­téntico museo. Más de medio siglo después ha visto su nombre en los titulares: The New York Times, el Hollywood Reporter, The Spec­tator o el LA Times le han rendido homenaje en una disculpa implícita, reconociendo su impresionante aportación al mundo del arte en su vertiente cinematográfica. En 1994, Gold afirmó: "Mirando los carteles de las pe­lículas de hoy creo que todas deben de ser iguales". Diez años después se retiraba, de­jando tras de sí una obra inigualable y con­virtiéndose en el genio más rabiosamente invisible que ha engendrado en décadas ese monstruo llamado Hollywood.




 Celebridad.
A la izquierda, uno de los pósteres más célebres de James Bond, el de la película "Sólo para sus ojos". A continuación, los dos maravillosos carteles inéditos que Bill Gold elaboró para "La naranja mecánica" y "Defensa". A la derecha, el último trabajo de Gold junto a Clint Eastwood: "Mistic River".

El Pais Semanal nº 1.814 Domingo 3 de julio de 2011