Por primera vez, el Museo del Prado ofrece la posibilidad de contemplar una colección de cuadros y dibujos que nunca antes se habían reunido: la obra de Jusepe de Ribera, el primero de los grandes maestros de la pintura española.
San Pedro y San Pablo. Museo de Bellas Artes de Estrasburgo (Francia)
Detalle de la Purísima de Monterrey, un cuadro de gran tamaño que se conserva en el convento de las Agustinas de Salamanca.
La Trinidad. Museo del Prado
Arquímedes con el compás. Museo del Prado.
Vieja usurera. Museo del Prado.
Jusepe de Ribera nació en Játiva, Reino de Valencia, el 17 de febrero de 1591. Hijo de un zapatero remendón, trabajó posiblemente en Valencia, en el taller del pintor Francisco Ribalta, maestro e introductor de una nueva técnica empeñada en modelar las formas —sobre todo las figuras—mediante fuertes contrastes de luces y de sombras, buscando así un nuevo relieve, ajeno a las pretensiones de renacentistas y naturalistas.
A sus 18 años, Jusepe de Ribera se encuentra ya en Roma, donde estudia las pinturas de los más gloriosos antepasados de su arte: Rafael, Miguel Angel y Caravaggio, maestro en Italia de las nuevas técnicas a las que dio nombre. El caravaggismo fue la gran escuela de aquel recién llegado, quien pronto fue conocido por el sobrenombre de Lo Spagnoletto y que siempre acreditó junto a la firma su triple condición de español, valenciano y setabense, aunque jamás se le ocurriese salir de Italia, sabedor del refrán que en su tierra natal se dice, y que, sin duda, recordaría con frecuencia: "Qui bé estiga, que no es moga".
Fue su vida en Italia insuperable mezcla de venturas y desgracias. conocidas casi siempre por los relatos de envidiosos colegas: en Roma, cuando no era más que un muerto de hambre, le recogió y dio protección un cardenal, pero como el joven Ribera no podía soportar ni ceremonias ni estancias suntuosas, escapó de la tutela cardenalicia para refugiarse entre los mendigos, entre cuyos andrajos y carnes macilentas encontró la fuente de sus inspiradas pinturas de santos torturados, penitentes desollados y filósofos encuerados.
En 1617 ya está en Nápoles, en la corte de los virreyes españoles, a cuyas órdenes pinta, de cuya preferencia disfruta y cuyos encargos le permiten vivir como un magnate. Pinta por las mañanas, y por las tardes se ejercita con la espada, al frente de otros pintores napolitanos, como jefe de una auténtica Camorra que se enfrentaba a los pintores romanos, impidiéndoles que trabajaran en la catedral.
Aquel licencioso espadachín —según se ha escrito— tuvo un final lastimoso: frecuentaba su estudio un príncipe de la sangre, hermanastro del rey Felipe IV, que se enamoró de la hija del pintor, la raptó y se la llevó a un convento de Palermo. El pintor, desolado, se encerró en su casa y después desapareció para siempre jamás. Todos estos detalles y otros muchos se escribieron en el libro El falsario...
María Magdalena. Museo del Prado.
Lo cierto es que aquel spagnoletto, a quien su contemporáneo Guido Reni consideró "piu enso e piufiero" que el propio Caravaggio, fue protegido por el duque de Osuna, entonces virrey de Nápoles, y éste fue quien le nombró pintor de cámara, prebenda y cargo en el que le mantuvieron los posteriores representantes de la Corona española. Los privilegios siempre han acarreado las envidias de los pares, y Ribera no iba a ser una excepción. También le valieron para ser admitido en la Academia de San Lucas, de Roma, para que el Papa le concediera el hábito de la orden de Cristo y para que Velázquez le visitase en sus viajes italianos, en 1629 y 1649.
Algo hubo de cierto en aquellos cacareados amoríos de su hija Ana con el bastardo —no hermanastro del rey, como se escribió en El falsario...— Juan José de Austria, de quien Ribera pintó un retrato ecuestre que se conserva en el Palacio Real de Madrid. Hubo una hija que, a sus 16 años y con el nombre de Margarita de la Cruz, profesó en el convento de las Descalzas Reales de Madrid. Y hubo un apartarse de la corte, Aquel pintor que no se atrevió a pintar una Magdalena desnuda, pues su estricta moral se lo impedía, derrotado en su honor y enfermo sin remedio, se fue a vivir al Posilippo, el barrio más pobre de Nápoles, donde pasó sus últimos años gracias a la caridad y a los trabajos que le encomendaban los frailes de San Martino, para quienes pintó La comunión de los apóstoles, un gran cuadro en el que incluyó su autorretrato. Allí pobremente murió, a los 61 años, el 5 de septiembre de 1652, y fue enterrado en la iglesia de Santa María del Puerto.
Posiblemente se ha exagerado su tenebrismo y su caravaggismo, aunque, según Burckhard, fue el sucesor más espiritual de Caravaggio. También se ha podido exagerar su influencia inevitable sobre Velázquez y sobre todos los pintores españoles del siglo XVII, pese a que sus lienzos no llegaron al alcázar de Madrid hasta después del año 1631. Pero nadie discute que fue, cronológicamente, el primer gran maestro de la pintura más española.
"Jusepe Ribera, español valenciano. F. 1635" es la firma que, con trazos bien visibles, puso en su Purísima de Monterrey, la gran obra de la pintura barroca dedicada a uno de los temas más frecuentes en aquellos tiempos, la Virgen María, modelo de cuantos le sucedieron; un enorme cuadro en el que la Virgen, suspendida entre los cielos y la tierra, no se sabe si sube o si baja, si es una Asunción, una Encarnación una Purísima Concepción.
Martirio de San Bartolomé
Ribera pintó este cuadro por encargo del séptimo conde de Monterrey, Manuel de Fonseca y Zúñiga, cuñado del conde duque de Olivares y amante, como él, de todo arte y fasto.
Tuvo este conde de Monterrey, tal vez para suplir la esterilidad de su esposa, Leonor de Guzmán, una hija concebida por noble y desconocida dama. Como definitivo albergue de este fruto extramarital, el duque se empeñó —y la legítima duquesa no se opuso— en construir un convento para las recoletas frente a su palacio de Salamanca, donde, como consta en el archivo secreto de las madres agustinas y acredita un documento autógrafo del propio conde, profesó a sus nueve años Inés Francisca de la Visitación, que llegó a ser virtuosisima priora de aquella fundación y que, al parecer, mereció que la pintara el propio Velázquez.
Aunque la popularmente conocida como Purísima de Monterrey, restaurada con motivo de la exposición, desde siempre oscureció otros lienzos de Ribera y de otros pintores que la rodean y acompañan, a los pies de la misma iglesia hay un San Jenaro que muchos han considerado como la obra principal de El Españoleto.
Ribera disperso
Aunque las obras de Ribera se han dispersado por los grandes museos de Europa y de Estados Unidos, Nápoles y Madrid acapararon las colecciones más numerosas. En el Museo del Prado se exponen habitualmente 50 cuadros de Ribera. Destacan El martirio de san Felipe, La Trinidad y La Magdalena. A la Academia de Bellas Artes de San Fernando pertenecen La asunción de la
Magdalena y un Ecce Homo. Hay importantes obras de Ribera, ahora expuestas en Madrid, pertenecientes a los museos de Bellas Artes de Barcelona, Bilbao, Vitoria y Valencia, pero son sorprendentes las obras que se custodian en el convento de las Agustinas de Salamanca, entre ellas la célebre Inmaculada de Monterrey y el San Jenaro, y en la sevillana colegiata de Osuna. Sorprendentes son también La mujer barbuda que se conserva en el Hospital Tavera de Toledo o el
Cristo colocado en la cruz de la parroquial de Cogolludo, en tierras de Guadalajara. El Ayuntamiento de Valladolid tiene un San Juan Bautista, y hay obras de Ribera en algunas colecciones particulares. Sin salir de Madrid, pueden verse cuadros de Ribera en El Escorial y en el palacio de tiña. En el Palacio Real está el retrato de Juan José de Austria.
Extra de El Pais Semanal 1992
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