domingo, 23 de octubre de 2011

Quino en el Pais Semanal (y sigo)













Quino, el padre de la criatura




En una calle de la ciutat fallera, Quino se tumba sobre el asfalto imitando la postu­ra de uno de los personajes de Mafalda. Miguelito ha sido construido, con la téc­nica de los ninots, en postura fetal, como si dur­miera, y Quino forma con él una pareja chocan­te. Son la criatura y su creador.
Quino ha llegado a Valencia para conocer los muñecos que él dibujó en la década de los sesenta, y que ahora han cobrado vida en tres dimensiones, o al menos más vida de la que te­nían en las tiras que aparecieron durante 10 años. Manolo Martín, artesano fallero, es el otro artista, el que les ha dado esa redondez que suponíamos que tenían, y los colores vivos que también imaginamos para ellos. Están todos, desde Mafalda hasta Libertad.
Hace un día soleado y, en vísperas de las fa­llas, un montón de niños pequeños van de visita con sus profesores. Ninguno sabe quién es Ma­falda, que ahora está sentada en el banco de un paseo con árboles y un buzón de correos en una escena montada para hacer fotografias. Los ni­ños se precipitan entre los muñecos y quieren tocarlos. Hasta que descubren algo que les pare­ce realmente maravilloso. Es el coche del padre de Mafalda, un Citroën, también construido en el taller fallero. "¿Es de verdad? ¿Podemos con­ducirlo?". Las profesoras les sacan como pue­den de la escena, mientras Quino sonríe un poco melancólico. A los lectores de Mafalda, debe pensar, lo que les interesaba eran los personajes. Y tal vez piense también que después de todo han pasado muchos años desde que en Buenos Aires comenzaron a publicarse las aventuras de esa niña fea y respondona, que siempre llevaba un gran lazo sobre sus cabellos tiesos y que se dedicaba a preguntar impertinencias a unos adultos que nunca tenían respuestas.
Un joven con petardos precede la llegada de la alcaldesa Rita Barberá. Hay que desmontar el decorado de Mafalda y sus amigos para dar paso a las autoridades. Barberá viene de visita, acompañada de una corte en la que no falta un militar de alta graduación y el concejal que sabe preparar las paellas más grandes del mundo. Forman una pequeña procesión que comenta lo bonitos que han quedado los ninots que serán pasto de las llamas.
Y eso es lo importante, que se quemen. Se lo cuenta Manolo Martín a Quino. Éste escucha muy atento y algo sorprendido, mientras trata de comprender cómo sería de hermoso que tras la exposición que sobre su obra organiza el
Quinto Centenario, y con cuyo motivo los personajes de Quino han sido convertidos en muñecos, se haga una gran pira donde ardan y suban por los aires los colores y el material hasta purificarse definitivamente.
Quino, que nació en Mendoza (Argentina), tiene ahora 60 años y vive a caballo entre Buenos Aires y Milán, donde lleva los asuntos económicos relacionados con su trabajo de dibujante y los juicios contra los pirateadores de sus personajes, que son constantes. Se queja, algo que este hombre hace a menudo, de los inconvenientes de vivir de esta manera. Dice que cuando llega a Buenos Aires se pasa un tiempo inactivo, mirando cómo ha cambiado la ciudad, y que cuando vuelve a Milán le sucede lo mismo. En esta ciudad vive en vilo, te­miendo romperse una pierna y que le lleven a un hospital. Sus médicos de toda la vida son los únicos que quiere; le asusta caer en manos de unos desconocidos que ni siquiera le cuenten qué le están haciendo. A él, que ha sufrido ya ocho operaciones y que no puede comer grasas, ni pastas, ni queso, ni nada. Camina de forma vacilante, porque han tenido que mejorar su cir­culación sanguínea por medio de un puente en­tre las arterias. Y debe ponerse gotas en los ojos cada 12 horas desde que le operaron de un glau­coma. Todo esto y su tendencia morbosa a sen­tirse huérfano de muchas cosas le convierten en un tipo triste. "Bueno", dice él, "soy bastante escéptico por motivos históricos y familiares". Y entonces habla de la guerra civil española, como si él mismo hubiera estado en el frente hace 55 o 56 años. Porque Joaquín Lavado, Quino, va con el pasado a cuestas.
"Esa guerra de España la sentía como mía, porque mi madre estaba tejiendo ropa todo el día para mandar hasta acá, y mi padre era repu­blicano y hablaba de las ciudades que los rojos habían perdido, y aquello era un drama. Pero además mi abuela me decía muy convencida: `Mira lo que han hecho los tuyos', y me enseña­ba fotos de ciudades destruidas por los america­nos durante la II Guerra Mundial, porque ella no quería a los yanquis, mientras que yo me pa­saba el día en el cine solo, desde los ocho años, y los había convertido en mis héroes. Para mí, cuando jugaba a soldaditos, los malos eran los japoneses".
Quino habla a menudo de esta historia cuan­do le entrevistan. Parece más obsesionado con la guerra española que el mismo Santiago Carri­llo. Como si fuera lo más importante que le ha sucedido. Ésta es, para él, una historia recurren­te, pero no es la única. La otra es la tristeza que todavía siente por haber perdido a sus padres, cuando tenía seis y diez años. Y eso provoca en él una sensación de orfandad de la que nunca ha podido desprenderse. "No sé de dónde soy ni quién soy. Es algo que nos sucede a los argentinos. Es rarísimo en­contrar a un argentino que sólo sea descendiente de italianos o de españoles, como sucede conmigo. Lo normal es que sea mezcla de varias procedencias, y eso provoca la sensación de no ser de ningún sitio".
Cuando se le comenta que a los estadounidenses les ha sucedido lo contrario, que la mezcla de nacio­nalidades ha impulsado el naci­miento de un sentimiento muy fuerte de país, Quino dice: "Sí, es cierto", pero no dice nada más. A veces se queda así, pensativo, asin­tiendo, pero sin buscar razones o argumentos. Parece rendirse ante la evidencia, o tal vez la pereza le invade y renuncia a seguir pensando. Lo mismo sucede al comentarle que, a pesar de que él se siente muy feminista y de que asegura encon­trarse más a gusto entre mujeres que entre hom­bres, muchos de sus dibujos de humor se basan en la historia de un hombre que lo pasa mal por­que una mujer le atosiga o no le deja hacer nada. "Eso es un aprendizaje", dice, "lo he co­piado de una tradición que presenta las cosas de ese modo. Pero no es mío, porque, en efecto, a mí me gustan más las mujeres que los hombres, me parecen más positivas".
Quino dejó de dibujar a Mafalda, lo suyo, lo genuino, lo que todo el mundo encontró como propio, en 1973. Se lo pensó durante tres años, como si se tratara de un divorcio. Su mujer le empujaba para que diera fin a un trabajo diario que le ataba a una disciplina que no había ma­nera de romper. Los Lavado no podían ir al tea­tro, ni al cine, ni a cenar con amigos, porque Quino, cada día, debía dedicar cinco horas a realizar sus dibujos y llevarlos a la redacción del diario donde se publicaban. Por supuesto, hacer un viaje era una auténtica utopía. Este es­tado de cosas coincidió con un cansancio de Quino respecto a los personajes, sobre todo a Mafalda, esa niña a la que le debía todo, sin em­bargo.


Hacía tiempo que sentarse ante el papel era un verdadero martirio; se repetía, la imagina­ción no respondía, y empezó a tomarle ma­nía al personaje. Aunque Quino, que es consciente de su deuda sentimental con Ma­falda, no llega a decirlo abiertamente. "Bue­no, mi relación con ella", dice, después de insistirle mucho, "es la misma que tendría un fabricante de sillas con una silla que hu­biera estado fabricando durante 10 años y que desea cambiar. Sólo eso".
Y, sin embargo, Mafalda fue una revolu­ción del comic. Cuando a Julio Cortázar le preguntaron qué pensaba de Mafalda, el es­critor contestó: "Bueno, me parece más in­teresante saber lo que Mafalda piensa de mí". Así era ella. Incorruptible, inapelable, seca y certera. Y con ese carácter interpela­ba sobre la guerra de Vietnam, los derechos humanos o las injusticias de la sociedad que le dieron sentido. ¿Es Mafalda como una niña revieja? "Sí, creo que sí", dice Quino. Mientras, tienes la sensación de que no le gusta seguir hablando de un personaje que le ha comido vivo, porque haga lo que haga siempre le preguntarán por ella; aunque él desee hablar de su otro trabajo, las tiras de humor que nunca ha dejado de hacer.
—Pero ¿realmente a usted le gustan los niños? Parece que sólo los utilizaba para po­ner en su boca las preguntas que se hacían los adultos de aquella época.
—Creo que los niños son más absurdos que Mafalda, más disparatados. Bueno, sin embargo, me gustan los niños. Hasta hace poco era de esos que, cuando se encuentran con un niño en el metro o en un avión, les siguen la corriente. Les dejaba que se me pe­garan hasta ese extremo en que ya no hay modo de quitárselos de encima.
Y hace un gesto de sentirse completa­mente abrumado. Él no ha tenido hijos para no hacerles pasar por el trago de quedarse huérfanos, dice, como a él le sucedió. Y ade­más porque cuando se casó vivía en la habi­tación de servicio de la casa de sus suegros.


Luego, al mudarse de casa, como era peque­ña y él necesita mucho espacio para su tra­bajo, los niños siguieron esperando. "Siem­pre he dibujado en casa, y no me imagino cómo se puede trabajar mientras oyes llorar a un niño o le ves corriendo alrededor de tu mesa. En fin, luego ya nos dio pereza".
En cuanto a él, cree que, si se para a pen­sar en el Quino niño, no se gusta mucho. Ha sido de adulto, después de los 40, cuando ha empezado a disfrutar de la vida. A saborear una película o un concierto de música. De niño era un ser retraído que se horrorizaba ante la idea de ir a una tienda a comprar un lápiz. Jugaba en el patio que había detrás de su casa, donde había un árbol a cuya som­bra se cobijaba. Allí pasaba las horas siem­pre solo. "Cogía una mosca, le quitaba un ala, la dejaba volar para ver qué dificultades tenía. Luego le arrancaba la otra y la ponía en un hormiguero para ver cómo se la co­mían las hormigas. También fabricaba in­secticidas mezclando productos que encon­traba por la casa, y con un cuentagotas se los iba administrando para ver los efectos".
Como era solitario y retraído, le dio por dibujar, y ya desde los 16 años supo que ésa sería su profesión. A pesar de que Mafalda nació por encargo de una fábrica de electro­domésticos, otros personajes de la tira están inspirados en gente que Quino conoció. Guille es su sobrino del mismo nombre. Hoy toca la flauta travesera en la Orquesta Na­cional de Chile. El padre de Manolito es el padre de un amigo suyo. En la vida real, este hombre tenía una panadería y quería que su hijo siguiera la tradición del oficio. Pero él, al contrario que Manolito, se fue a vivir a casa de Quino y se hizo periodista. Años más tarde, fue el primero que publicó las tiras de Mafalda en un periódico. Más ade­lante, Quino se enfadó con él porque se negó a dejarle publicar las mismas tiras en un pe­riódico del interior. Desde entonces, Quino estuvo años sin hablarle. Este hombre fue uno de los desaparecidos durante la dicta­dura militar argentina, y Quino, que no se reconcilió con él, a pesar de que su amigo lo intentó repetidamente, nunca se lo ha per­donado. "Yo no quería estar toda la vida enfadado; sólo quería darle una lección. Pero desapareció y nunca pude reconciliar­me con él. Y ahora me siento muy cul­pable".



 Quino abandonó su país en antes de que le hicieran desaparecer. Luego se entusiasmó con Alfonsín, dibujó para su campaña y puso en él todas sus esperanzas. Este nuevo fracaso de su país le dejó aún más desolado. Ahora se ha convertido en un escéptico. "Bueno", dice, "creo que lo he sido siempre". Y abre sus ojos claros un poco más mientras levanta la vista hacia el techo, como si dijera: si es que yo no tengo remedio.
"Usted no tiene fe en el género humano, ¿verdad?". Calla y luego responde: "No tengo ninguna fe. Los intentos políticos, los mejores, han fracasado por la mala leche del ser huma­no". Cuando se le pregunta si se refiere al comu­nismo, porque hay una cierta vaguedad en todo lo que Quino dice, contesta: "Sí, aunque pienso que el socialismo es lo único que tiene futuro". Recuerda, dice, que "hasta que el hombre voló, muchos se mataron intentándolo, que la Revo­lución Francesa costó muchas vidas. Parece que los humanos somos incapaces de hacer nada sin sangre, pero espero que con todos los proble­mas y los sufrimientos logremos mantener viva esa idea".
Pero antes de despedirnos, y a pesar de que ha dicho varias veces que se está mostrando muy pesimista y que eso no le gusta, añade: "La verdad es que no queda ningún Felipe. Sólo hay hijos de puta, como Susanita. Preci­samente durante la guerra del Golfo, un taxis­ta suizo en cuyo coche yo viajaba, al comentar el horror de unas imágenes de la guerra que acababa de ver por televisión, me dijo: 'Bue­no, a mí lo que me preocupa de verdad es que mi propio búnker sea seguro'. Entonces recor­dé que Susanita, en una tira sobre la guerra de Israel, comentaba: menos mal que el mundo está lejos. Me parece que en este momento la mayoría piensa de esa manera".



 QUINOTERAPIA
Gabriel García Márquez
Quino, con cada uno de sus libros, lleva ya muchos años demostrándonos que los niños son los depositarios de la sabiduría. Lo malo para el mundo es que a medida que crecen van perdiendo el uso de la razón, se les olvida en la escuela lo que sabían al nacer, se casan sin amor, trabajan por dinero, se cepillan los dientes, se cortan las uñas, y al final —convertidos en adultos miserables— no se ahogan en un vaso de agua, sino en un plato de sopa. Comprobar esto en cada libro de Quino es lo que más se parece a la felicidad: la quinoterapia.







 Mafalda nació así, igual que todos: por casuali­dad. En su caso, y por pertenecer al mundo de los sueños, tuvo como progenito­res una lavadora y un lapicero.

Joaquín Lavado era en 1963 un simple dibujante de anuncios. Siempre se llamó Quino. En reali­dad, él no supo su nombre y su apellido hasta que fue al colegio. Se llevó un susto al oír cómo le lla­maban. "Me dijeron Joaquín La­vado, y yo creía que me llamaba Quino".

Al treintañero dibujante publi­citario Quino le encargaron que se inventase una familia media, para una campaña de electrodomésti­cos. En Argentina, las grandes marcas patrocinaban programas, dibujos y espacios periodísticos. Las tiras de Quino debían servir como publicidad indirecta, con su formato de historietas y su fondo de subliminal consumismo. Eso sí, sin disimular que el patrocinio co­rrespondía a Mansfield. Y, para seguir los juegos de letras habitua­les en esa técnica, allí estaba el nombre de Mafalda, la protago­nista.

Joaquín Lavado dibujó con ese motivo 12 tiras donde los padres y los hijos vivían diversas escenas que precisaban de lavadoras y fri­goríficos. Pero la campaña se sus­pendió. Quino intentó entonces aprovechar su trabajo y envió las tiras a algunos periódicos. Se encontró con que las rechazaban porque se veía demasiado el plu­mero a aquellos empresarios aga­zapados tras el salario y el ingenio del dibujante. Y que no iban a pa­gar por esa atractiva publicidad sin marca. Mafalda se fue al cajón.

En 1963, Primera Plana —una publicación estrella— le pidió que rescatara aquellos dibujos, y Qui­no ideó un argumento: la niña ha­cía preguntas, sus padres las con­testaban (o no) y ella obtenía sus conclusiones.

Las tiras mostraban claramen­te una idea común: los mayores enseñan a los niños que no rom­pan los jarrones, pero los niños es­cuchan la radio y ven que se rom­pe el mundo. ¿Por qué diablos los mayores no hacen lo que enseñan a los niños?

El éxito fue espectacular, tanto entre el público de quienes plan­tean las preguntas —los niños—como entre quienes no saben cómo responderlas. Un editor avispado publicó en 1966 las 140 primeras tiras. Esperaba vender 3.000 ejemplares en dos meses y los agotó en dos días. En los años sucesivos Mafalda se extendió por todo el mundo. En 1968 se publicó la traducción italiana; en 1970 ya estaba en Alemania, Portugal, Finlandia, España y en toda Lati­noamérica. Sólo Estados Unidos prescindió de la niña que se pre­guntaba tanto por la guerra (en­tonces era la del Vietnam). Pero en 1972 Mafalda triunfaba en Fran­cia, y se sucedieron luego las edi­ciones en japonés, griego, inglés... y gallego.

El autor no podía disfrutar mucho del éxito. La tira que lle­vaba una sonrisa y un susto cada semana se trasladaría después a cada uno de los días del periódi­co. El esquema Mafalda-papás se había agotado, y por eso creó Quino a Susanita. Y más tarde amplió el reparto.

Poco a poco Mafalda acabó convirtiéndose en un personaje que canalizaba las preocupacio­nes de los argentinos. Quino se vio sometido a un gran esfuerzo por permanecer a la altura de las expectativas. Y ser genial todos los días del año lleva su trabajo. Acabó agotado. Además, incluso le costaba dibujar los personajes. Se levantaba a las ocho de la ma­ñana, buscaba ideas y desperdi­ciaba bosquejos hasta las cincode la tarde y dibujaba hasta las nueve de la noche. Su esposa, Alicia, le resolvía mientras tanto su relación con el mundo. Él sólo le daba vueltas a la próxima tira: "Cada vez tengo menos ideas".
En 1973, en pleno éxito, deci­dió que antes de matar su propio ingenio debía matar a la niña sa­bia. Sintió una liberación.

A partir de ese momento hizo dibujos más originales, más grandes, más creativos, sin per­der ese humor cáustico que le de­fine. Surgieron entonces los nos­tálgicos de Mafalda. Quizás mu­chos lloraron por ella y las lágri­mas les impidieron ver a Quino. que seguía vivo. Y genial.

Sin embargo, la niña sabia so­brevivía. En España se venden al año 100.000 ejemplares de sus distintos libros de historietas. Ahora se van a editar conjunta­mente —por vez primera— sus 1.928 tiras. Una empresa radica­da en Milán se cuida de los dere­chos de autor relativos al perso­naje. Mafalda y sus amigos están presentes aún en tesis doctorales. y también en llaveros, camisetas, pegatinas... Y hasta en una pe­lícula de 80 minutos estrenada en 1980. A Quino le preocupa mu­cho la imagen de su critatura. Por eso en esta exposición que se inaugura en Madrid veía muchos inconvenientes: cómo son estos dibujos en color —Quino siem­pre publicó en blanco y negro—, cómo se les recrea en tres dimen­siones... Le da miedo estropear la idea que cada uno se ha forma­do de ellos. Y le viene a menudo a la cabeza aquella frase que le dijo una niña cuando descubrió a Mafalda como dibujo animado: "Sí, está muy bien; pero, che, su voz no es la misma".










El Pais Semanal Marzo de 1992

sábado, 22 de octubre de 2011

El Artefacto Perverso de Felipe Hernandez Cava y Federico del Barrio


 La memoria, esa novela
Manuel Vázquez Montalbán


La memoria es una novela que todo ser humano tiene en un almacén interior de difícil ubicación. Es una novela que se ha contado a sí mismo, casi siempre con la ayuda de los demás. Del almacén de la memoria salen las narracio­nes orales o escritas y con el tiempo fraguó un género li­terario y una raza, la novela y los novelistas. Pero hay que revisar tan reductivo viaje a la vista de ofertas estéti­cas como las que nos plantean Federico del Barrio y Fe­lipe Hernández Cava en El Artefacto Perverso, una nove­la que utiliza diversos patrimonios narrativos, desde los específicamente literarios hasta los que pertenecen a la cultura audiovisual y muy especialmente al comic, espe­cialmente esa capacidad de visualizar la memoria me­diante el flash back.
Tiempos de postguerra. La memoria se ha convertido en un artefacto a la vez perverso y peligroso. Los vencidos sólo conseguirán sobrevivir si pierden la memoria o la ocultan, es decir, si pierden su identidad, si se desidenti­fican y consiguen integrarse en ese Madrid, por citar una ciudad, que Dámaso Alonso en 1945 poetizó como la ciudad "...de un millón de cadáveres". Toda la tipo­logía de los supervivientes aparece descrita, desde los que quieren resituarse a la sombra del olvido hasta los que mantienen la rabia y la idea frente al poder que se ha quedado la casa, el caballo y la pistola. Un intelec­tual menor consigue sobrevivir dibujando comics con­vencionales, en la línea Roberto Alcázar y Pedrín, que a la vez falsifican las condiciones de la realidad, pero que fa­talmente reproducen el espíritu escindido de su autor. Dentro de El Artefacto Perverso se combinan tres tiem­pos: el de la realidad, el de la historieta que el protago­nista va dibujando, y los recuerdos de los protagonistas vinculados a la reciente guerra civil, que tratan de moverse entre la ética de la resistencia y la ética de la super­vivencia que puede llevar incluso a la traición. Enrique, el dibujante protagonista, no quiere resistir pero tampo­co quiere sobrevivir gracias a la traición y desea sobre todo sobrevivir gracias al olvido, a la desmemoria. Los compañeros de los años de lucha resucitan con los bra­zos tendidos hacia él para devolverle al país de la espe­ranza, y él trata de afrontar ese riesgo sin perder la digni­dad pero también sin perder la vida.
La Literatura y el Cine han tratado frecuentemente de re­cuperar aquella atmósfera de postguerra que se integrará para siempre en una hermosa, agridulce, en claroscuro poética de la Resistencia. Con la aportación de Federi­co del Barrio y Hernández Cava, el comic se inscribe como instrumento al servicio de esa poética y con un nivel ex­traordinario tanto en lo que se refiere a los códigos espe­cíficos del género como a la coherencia del discurso reme­morativo y crítico que alienta la historieta. Hace tiempo que desconecté de los prodigios del comic español, pero me complace recuperar a Hernández Cava, pertenecien­te al colectivo El Cubri con el que coincidí en varias publi­caciones en los tiempos del transfranquismo, así como del Barrio, uno de los creadores de la movida. Quiero re­saltar el interés especial que tiene esta propuesta desde una percepción interesada por las estrategias narrativas. Junto al uso de los tiempos hay que valorar la combina­ción de las propuestas semióticas diferenciadas según el tiempo descrito: el claroscuro denso en la vida real de la ciudad en peligro, el diseño de la banalidad en el mundo del comic convencional de Pedro Guzmán y el malvado Balial, y las confusas siluetas del pasado, tres tiempos, tres miradas, tres diseños para reconstruir una sola ciudad: la de la memoria. La de los protagonistas y la nuestra.












jueves, 20 de octubre de 2011

Unofficial Tintin Movie Titles by James Curran


The Adventures of Tintin from James Curran on Vimeo.


Via Cartoon Brew este bonito anuncio no-oficial para la pelicula de Tintin. En poco más de un minuto aparecen referencias a 24 albumes de Tintin.

TINTIN HÉROE DE CARNE Y LÁPIZ

TINTIN
Hace 60 años nació, de la mano de Hergé, un
dibujante genial, uno de los grandes personajes de
nuestro tiempo: Tintín. Un dibujo de carne y hueso
que a lo largo de su vida se ha convertido en un
auténtico héroe de papel. Un mito del que hoy El
País Semanal comienza a publicar una de sus más
logradas aventuras: El templo del Sol.
HÉROE DE CARNE Y LÁPIZ







Texto: Alberto Anaut
Ilustración: Fernando Kano
Este chiquito rubio y repeinado, sabelotodo y un tanto repelente, está a punto de cumplir —como el Cid, después de muerto— la friolera de 60 años. Nació el 10 de enero de 1929 en las páginas infantiles de un periódico belga de rancio abolengo católico, y desde entonces, usando y abu­sando de su profesión de pe¬riodista (aunque de su pluma nun­ca haya nacido ni una misera­ble crónica), no ha parado de rodar por el mundo. Desde la Rusia soviética de los años del anticomunismo militante hasta la Centroamérica de los mil gol­pes no ha habido rincón del pla­neta en el que este sagaz repor­tero no haya dejado su huella. Ni las nieves del Tíbet, ni las arenas de Arabia ni las profundi­dades de los mares que escon­dían el tesoro de Rackham el Rojo, han sido capaces de pa­rarlo.
Un total de 150 millones de ejemplares vendidos, una cor­te de seguidores maniáticos que se vanaglorian de conocer hasta el último detalle de la vida de su héroe (por ejemplo, cómo la única vez que el fiel Milú muerde a su amo es en la página 57 de La estrella miste­riosa, o cómo se permite beber vino rosado única y exclusiva­mente a la altura de la página 41 de su aventura en El país del oro negro) y una gran familia de personajes de ficción tan reales como la vida misma son la prueba inequívoca del triun­fo de Tintín.
No fuma, no bebe, nunca se le ha visto en compañía de una chica, apenas come, nada se sabe de sus padres, y aunque tiene oficio, no consta que le dé beneficio alguno. Carece de los más elementales parámetros de identidad, y sin embargo ha lo­grado traspasar las estrechas barreras del papel y convertirse en un ser absolutamente real. Tanto como para obligar al mismísimo general De Gaulle a confesar a André Malraux que su único rival en el mundo era Tintín, o forzar a sus editores a reservarse los derechos de sus historietas para todos los paí­ses del mundo, incluidos Sylda­via y Borduria, naciones que, al menos mientras no se demues­tre lo contrario, se encuentran solamente en la imaginación de su creador.
Tanto, también, como para que la portera de la casa de Tin­tín, Madame Pinson, se viera obligada a inscribirse en la ofi­cina de desempleo cuando al genial Hergé se le ocurrió mo- rirse, hace casi seis años, y dejar a un par de docenas de per­sonajes de su fantasía perdidos por un mundo que no era el suyo y sin medio de vida cono­cido. Tal y como están las cosas.
Estamos, pues, en que era humano. Tan humano como para someterse a un completo análisis astrológico que demos­trara lo evidente: Tintín, como buen capricornio, era capaz de mantener un extraño distancia­miento de los demás, permane­cer extrañamente ensimismado y escudarse en una pretendida frialdad para defenderse de las emociones que vivía con inten­sidad. Al menos eso asegura el horóscopo 54.829 de la socie­dad Astroflsh, que ha descu­bierto a través de conjunciones, oposiciones y ascendentes lo que los seguidores habituales de Tintín conocen a la perfec­ción: que si se piensa bien no hay ninguna razón que explique cómo este héroe repelente es capaz de levantar tanto amor entre sus fieles lectores.
"Tintín soy yo", había dicho en un arranque de pasión su creador, un belga llamado Georges Rémi, que escondió su verdadero nombre tras el seu­dónimo de Hergé. Es posible que tuviera razón, y de tan ex­traordinario parecido dan fe al­gunos de sus colaboradores más cercanos. A fin de cuentas, él fue quien lo inventó, hace ahora casi 60 años, 









para salvarse de la monotonía de su traba­jo como ilustrador de malas historietas escritas por otros: quien lo mandó a descubrir los horrores del país de los soviets, quien le hizo matar decenas de animales (algo de lo que se arrepentiría siempre) en el Congo, pelear contra el mismí­simo Al Capone en América, fumar opio en un antro chino, arriesgarse a subir a la Luna en 1952 —con casi tan buen ojo como Julio Verne— para antici­parse a lo que bastantes años más tarde sería realidad, bus­car desesperadamente a su amigo (éste sí, de carne y hue­so) Tchang Tchong-jen por las nieves del Tíbet o soportar es­toicamente cómo Bianca Cas­tafiore, el ruiseñor milanés (de la que, por cierto, esos coleópteros de la Scala de Milán aseguran no saber nada), se arranca una vez más con el aria de las joyas, sin que el pobre Verdi se remo­viera en su tumba.
Hergé fue quien le dio mala vida en todas y cada una de sus historias y quien, para compen­sarle de tanto ir y venir, acabó convirtiéndolo en un héroe ca­paz de llenar la estación de Bruselas de fans cada vez que finalizaba una de sus historie­tas y sus editores decidían que regresara a casa.
Hoy, a sus 60 años y con su creador muerto, Tintín se ha convertido en un autén­tico mito. Y no sólo, natu­ralmente, de los críos. Porque aun­que sus his­torietas co­menzaran a publicarse en aquel Le Petit Vingtiéme pensado para los chavales, aquellos cha­vales fueron creciendo y hoy son sus hijos (mu­chos de ellos con familia propia) los más fa­náticos seguidores de este hé­roe de colores con alma de boy scout. Tanto, que han elevado a Tintín a los altares del consu­mo, y así hoy es posible com­prar relojes con la cara de este rubio con mechón rebelde, te­ner exactas reproducciones (a escala, naturalmente) del cohe­te de Objetivo, la Luna, el hi­droavión de El cangrejo de las pinzas de oro o el minisubmari­no con el que se encontró el te­soro de Rackham el Rojo; po­ner en casa esculturas con el héroe haciendo yoga antes de perseguir a los Pícaros o de Hernández y Fernández (Du­pont y Dupond en su versión original) haciendo el pavo, o vi­sitar muy serios y durante ho­ras una exposición sobre el mu­seo imaginario que el viejo Tin­tín ha ido acumulando a lo lar­go de sus historietas por todo lo largo y ancho de este mundo. Así están las cosas.
Tintín es un mito, y su crea­dor se ha forrado con él. Pero que nadie diga que logró el éxi­to por dinero. Al contrario: Hergé fue siempre un personaje desprendido, al que la fantasía popular trataba de encasquetar palacios y riquezas mientras él se empeñaba en demostrar que lo único importante era conti­nuar con un trabajo bien hecho (cada vez mejor hecho) y seguir animando a unos personajes que, un tanto sorprendente­mente para su creador (que
nunca negó influencias y al que nunca se podrán regatear enor­mes dosis de genialidad), ha­bían traspasado los límites ra­zonables de la popularidad para entrar por derecho propio en el mundo de los vivos. Y si no que se lo digan a aquel crío que escribió una carta a Hergé para quejarse de que no le gus­taba nada "el capitán Haddock en el cine, porque no tiene la misma voz que en los álbu­mes". Sin comentarios.
El negocio de Tintín no es, sin embargo, producto de la ca­sualidad. A partir de unos pri­meros trabajos francamente malos —Tintín en el país de los soviets es un auténtico desastre de dibujo—, Hergé inició una fantástica tarea de perfecciona­miento que lo llevó a construir obras maestras de la historieta. Él, que tanto amaba el arte abs­tracto, dio vida a unos dibujos de extrema sencillez que ence­rraban no obstante una enorme complejidad.
Una minuciosa tarea de do­cumentación e investigación, iniciada en El loto azul gracias a las advertencias de un lector horrorizado por la posibilidad de que Tintín desembarcara en una China llena de tópicos tras­nochados, llevó a Hergé a ha­cerse construir minuciosas ma­quetas de su cohete lunar, to­mar durante la guerra apuntes de una mansión que resultó es­tar atestada de miembros de las SS o viajar personalmente a Ginebra para identificar sobre el terreno una curva en la carre­tera que permitiera un resbalón de un coche con el consiguiente chapuzón en el lago, metido como estaba en plena persecu­ción de El asunto Tornasol.
Con un equipo de 10 colabo­radores —agrupados en los Es­tudios Hergé desde los años cincuenta—, Hergé pilotó hasta el último minuto sus aventuras. Jacobs, Bob de Moor, Jacques Martin y otros muchos estuvie­ron a su lado buscando docu­mentación, preparando esce­nas, pintando paisajes tan ricos como los de El templo del Sol, pero Hergé nunca dejó que na­die tocara a sus héroes. Así que no tuvo ningún inconveniente en encargar a Alice Devost que coloreara sus primeras historie­tas, que habían salido en blanco y negro (no dibujó en color has­ta La estrella misteriosa, publi­cada en plena guerra, en 1942), pero no permitió nunca que ninguna mano extraña diera vida a su joven héroe, ni a su querido fox-terrier, ni al capitán, ni al bueno de Tor­nasol, ni a los incansables Hernández y Fernández (cuyas inefables gabardinas escogerían con el tiempo los famosos Albertos para su primera aparición ante la Prensa), ní al pesado de Serafín Latón, ni al malva­do Rastapopoulos, ni tan siquiera a la terrible Casta­fiori, a la que sorprendente­mente Hergé convirtió en cantante de ópera, cuando él odiaba la  ópera. Tal vez fuera un amor un poco loco, como el de Onassis por María Callas, de la que el millonario griego confesaba a sus amigos que sería perfecta si no supiera cantar.
"En el creador Hergé", ha confesado Baudouin van den Branden, uno de sus  más persistentes colaboradores, "los dos aspectos que me impresionaron más (por su sorpren- dente contraste) eran: por una parte, la simplicidad narrativa, y por otra, la complejidad gráfica".
Gracias a la primera de sus virtudes, Tintín es un héroe para todos los públicos y protagoniza historias asombrosamente sencillas pese a su endiablada fantasía.
Gracias a la meticulosidad de sus dibujos, la lectura de Tintín en el Tíbet anticipa a los viajeros lo que descubrirán bajo la cumbre del Himalaya, y los templos incas son exactamente iguales a como aparecen en El templo del Sol. Aunque para lograr tal realismo Jacobs tuviera que comprarse un poncho de rayas y posar una y mil veces en las más variadas posturas para conseguir que los pliegues fueran bien precisos a la
hora de pasar al papel impreso.
Hergé era meticuloso hasta la saciedad, y ahí está precisamente el secreto de su éxito. Porque gracias a esos paisajes tan selectos y esa línea clara que le ha hecho famoso, todas las aventuras de sus héroes son creíbles. Como lo es incluso el mensaje bienintencionado de Tintín, muy cercano en sus comportamientos a los de un niño educado que todos los días a la salida de la catequesis hubiera dejado volar su imaginación para construir unas fantásticas aventuras que se han convertido en clásicos del comic. Acusado de colaboracionista durante la gue­rra, porque publicó en un periódico que lo era; tachado de racista por­que en algunas de sus historias hacía hablar en negro a los negros; etiquetado como anticomunista por una trasnochada historia sobre los soviets, que no hacía más que refle­jar lo que la Europa de siempre pensaba de la re­volución que se vivía en las calles de Leningrado, Her­gé-Tintín siempre se defen­dió enarbolando la bandera de la amistad, el pacifismo y la permanente critica ante la injusticia.
Probablemente no lo ne­cesitaba. Porque a lo que no podía aspirar era a im­poner a millones de perso­nas una criatura diseñada a su antojo y semejanza y además irse de rositas. El triunfo siempre tiene sus contrapartidas. Sobre todo cuando se logra de la mano de un héroe que, como Tin­tín, es irritantemente per­fecto. Si no, pasen y vean.
El templo del Sol —que El País Semanal empieza hoy a publicar— es una magní­fica muestra de todo ello. Un Tintín absolutamente genial.


Publicado en el Pais Semanal en algun momento de 1989

martes, 18 de octubre de 2011

El misterio Vermeer

Vermeer, el pintor holandés que retrató la quietud y la belleza, es el protagonista de una de las mayores exposiciones sobre su pintura y la de la escuela de Delft que puede verse este verano en Londres. Por Antonio Muñoz Molina.


El 24 de mayo de 1921, Marcel Proust, ya muy enfermo, aunque todavía le que­daba más de un año de vida, asistió en el museo del Jeu de Paume a una exposición de pintura holandesa en la que figuraba la Vista de Delft, de Vermeer. Proust había visto el cuadro en La Haya, en 1902, y ha­bía pensado que era le plus beau tableau du monde. Esta vez, agotado, con mareos, después de una noche de insomnio, apenas sosteniéndose en pie, se fijó en una man­cha amarilla a la izquierda del cuadro, un muro bajo en el que da el sol dorado de la tarde. En esa época, Proust ya vivía mu­riéndose y consagraba a escribir las pocas fuerzas que le quedaban, y su propia en­fermedad y la cercanía presentida de la muerte se agregaban a la materia misma de su literatura, al sueño de fijar en pala­bras los instantes fugitivos del tiempo que salva a veces una revelación de la memo­ria. La visita al Jeu de Paume, el casi des­vanecimiento ante el cuadro de Vermeer, se convirtieron en un pasaje de En busca del tiempo perdido, el de la muerte del no­velista Bergotte: delante de la Vista de Delft, de esa pequeña mancha amarilla, Bergotte siente que él habría debido escri­bir así, como pintaba Vermeer, que en ese breve espacio de color está contenido el misterio del arte y la justificación de la vida. Igual que Proust, Bergotte siente que se desvanece, y tiene que sentarse en el pe­queño canapé redondo que hay delante del cuadro, pero pierde del todo el conoci­miento y cae muerto al suelo.

Si no fuera por Proust, muchos espec­tadores no habríamos reparado en la be­lleza misteriosa de ese muro amarillo, del modo en que el sol de la tarde permanece en algunas casas de la ciudad ya sombría, bajo un cielo parcialmente nublado. Mu­chos aficionados a la pintura le debemos a Proust el descubrimiento de Vermeer, y también en parte la actitud necesaria para mirar sus cuadros, que están llenos de pro­digios velados, de celebraciones silencio­sas de lo más fugitivo, lo que la mirada y la conciencia quisieran a veces inmovili­zar en el tiempo, no grandes hechos ni ges­tos arrebatados ni lugares excepcionales,


 Autorretrato. "El Arte de la Pintura" (1666-1668) es un cuadro de dimensiones reducidas (120x100). Vermeer nunca quiso desprenderse de él. Entre 1940 y 1945 perteneció a Hitler. Hoy se exhibe en el Kunsthistorisches Museum de Viena.



sino lo que está tan cerca que apenas se distingue, lo que es tan común que no se agradece, la luz que entra por la ventana de todos los días, el hilo de leche que cae de una jarra, el gesto ensimismado de al­guien que escribe o que lee una carta o que vuelve la cara hacia la puerta en la que acaba de surgir una presencia larga­mente deseada, la quietud de un callejón apartado al que casi no llegan los ruidos de la ciudad, y donde una mujer cose sen­tada en el umbral de una puerta, mientras un par de niños juegan a gatas sobre el pa­vimento: alguien ha especulado que algu­na de las ventanas que dan a ese callejón puede pertenecer a esos interiores en los que no sucede casi nada y en los que, sin embargo, la mirada del pintor nos hace asistir a un instante supremo de secreta intensidad, a una experiencia completa y memorable.

Ante un cuadro de Vermeer siempre se tiene la sensación de la nítida inmedia­tez de lo visible, pero basta detener un poco la mirada para descubrir cosas que no se habían advertido antes y también para intuir que hay algo más que no se ve, que está presente aunque no lo vean los ojos. Una muchacha está de pie delante de una espineta, la cara vuelta hacia el espectador, las manos posadas en el teclado. Pero detrás de ella, en la pared, hay un cua­dro donde se ve a Cupido, que tiene su arco en una mano y en la otra muestra un nai­pe, y entonces comprendemos que a quien mira la muchacha es al amante que acaba de entrar, para quien está reservada la si­lla que hay a la derecha, y que el rico ves­tido y el tocado de perlas y la sonrisa de ilusión contenida se corresponden con una cita en la que la música es un pretexto, y en el que intervendrán las flechas del de­seo y el azar que designa con un naipe úni­co al único que ha de recibir el amor. En una habitación con el mismo suelo ajedre­zado, aunque esta vez en penumbra, una mujer mira absorta la pequeña balanza que sostiene en la mano derecha, y en la que está pesando monedas o perlas. En la intimidad de su habitación, con los posti­gos entornados, la mujer examina sus po­sesiones materiales, lo que guardaba en el cofre ahora entreabierto sobre la mesa, monedas de oro, una cadena de oro, un co­llar de perlas. La escasa luz, la sombra de la cortina, se difunden por la pared del fon­do. que tiene una gastada cualidad mate­rial, una pared de yeso desnudo en la que hay algún clavo, que debió sujetar un cua­dro pequeño ahora descolgado, o tal vez un mapa. Pero hay un cuadro más bien oscu­ro, medio tapado por la figura de la mujer, aunque si nos fijamos no cuesta nada iden­tificar lo que representa: la apoteosis de Cristo en el Juicio Final y la resurrección de los muertos, cuyas almas van a ser pe­sadas en la balanza de la justicia divina, igual que las monedas en la pequeña ba­lanza de joyería que sostiene la mujer. Nada valdrán entonces los bienes de este mundo, las cosas tan celosamente atesora­das en el cofre, así que será mejor llevar una vida en la que nuestros actos manten­gan equilibrada la balanza de la rectitud.
Admiramos la Vista de Delft con los ojos de Marcel Proust: para aprender algo de verdad sobre Vermeer debemos inten­tar imaginarnos lo que verían en sus cua­dros sus contemporáneos. Igual que en esas escenas de la vida cotidiana en las que un catálogo muy limitado de objetos y actitudes son indicios de cosas que no se pueden ver, presencias visibles que aluden a otras presencias invisibles, la biografía de Vermeer está hecha de una serie de da­tos muy precisos, pero también bastante escasos, que nos sirven sobre todo para darnos cuenta de todo lo que ignoramos sobre el pintor. Nació en 1632, murió en 1675. Se convirtió al catolicismo para ca­sarse con la hija de una dama católica y tuvo 14 hijos, de los cuales le sobrevivie­ron nueve. No se sabe con qué maestro aprendió el oficio de pintor ni se conser­va ningún documento firmado por su mano. Murió pobre y dejó a su mujer una herencia de deudas y cuadros sin vender, y poco a poco su rastro fue perdiéndose, hasta desaparecer por completo de los re­pertorios de la pintura holandesa. En 1842, un coleccionista francés, Thoré, identificó como suya la Vista de Delft y emprendió la lenta reivindicación de su nombre, que tendría desde entonces una veladura novelesca de romanticismo: el pintor singular, hermético, apenas visible en su tiempo, olvidado durante siglos, el genio oculto que anticipó la pintura del porvenir lejano; para Proust, el emblema de la perduración de la obra de arte mu­cho tiempo después de la muerte, como una forma sagrada y precaria de la eter­nidad del alma.


 Sus mejores obras. "Estudio de una joven" (1665-1667), más conocida como "la joven de la perla", es una de las obras más emblemáticas de Vermeer.

Poco a poco, la investigación históri­ca deshace algunas leyendas, restablece ciertos hechos. En su ciudad y en su tiem­po. Vermeer no fue un desconocido: su nombre aparece en cartas y diarios de via­jeros aficionados al arte, y se sabe que presidió durante varios años el gremio de pintores de Delft, y que los precios que se pagaban por algunos de sus cuadros eran los de un artista muy considerado, aun­que de prestigio sobre todo local. También se sabe, se descubrió hace pocos años, que una gran parte del trabajo de Vermeer era comprado con regularidad por un solo co­leccionista, Pieter Claesz van Ruijven, hijo de un rico comerciante de cerveza. Que una sola persona poseyera, para su disfrute exclusivo, esas pinturas que aho­ra están dispersas por los museos del mundo nos avisa de que el hombre que las concibió tenía al menos un interlocutor adiestrado, alguien que se complacía en advertir las semejanzas entre unos cua­dros y otros, las variaciones menores so­bre un tema común, la reiteración de cier­tas actitudes y hasta de algunos objetos, indicios de lugares: los mapas en la pared, el suelo de las habitaciones, a veces en mármol negro y blanco y a veces con bal­dosas azules y rojizas, los instrumentos de música, el dibujo de una cortina o de un tapiz, una jarra blanca de vino, con tapa dorada, que tiene una presencia casi eu­carística, como en los bodegones españo­les de Sánchez Cotán.

La calidad de la pintura de Vermeer es incomparable, pero sus temas y su esti­lo tienen mucho que ver con los de otros artistas de su época, particularmente Pieter de Hooch, que pintó, igual que él, ca­llejones solitarios y escenas interiores de conversación o ensimismamiento solita­rio. Su muerte temprana no es la inmola­ción en medio de la plenitud requerida por el romanticismo, sino un hecho normal en un tiempo en el que la esperanza media de vida no llegaba a los cuarenta años. La pobreza en la que dejó a su familia no es el resultado de su condición de artista in­comprendido, de víctima de la ceguera o el convencionalismo estético de sus contem­poráneos, sino que se explica en el marco de la crisis económica que afectó a la ciu­dad de Delft y a toda Holanda según se acercaba el final del siglo XVII, acelerada por las guerras con Inglaterra y Francia.

No obstante, el misterio de la maestría de Vermeer. como el de su formación o el de su pensamiento, permanece intacto, más insondable todavía que el de Veláz­quez. De Velázquez al menos sabemos cómo era su cara: pero Vermeer, al retra­tarse a sí mismo en actitud de pintar, no se retrató de frente, sino de espaldas, aunque, eso sí, tan engalanado como Velázquez en Las meninas, celebrando con la misma arrogancia su categoría de artista, no de artesano, de hombre cultivado que conoce los libros y los símbolos, pues practica un arte liberal y no mecánica. Como Las me­ninas, el cuadro de Vermeer que se titula El arte de la pintura es un autorretrato y también un manifiesto, si bien el pintor no muestra su cara ni permite a cual­quiera adivinar el significado de lo que está delante de los ojos de todos.

 De arriba a abajo, "Mujer escribiendo"(1665-1667), "Mujer tocando la espineta"(1670-1672), "La lechera"(1657-1658) y "Mujer con una balanza"(1663-1664).


 De arriba a abajo. "El geografo"(1669), "Mujer escribiendo una carta y su ama"(1670) y "La bordadora"(1669-1670).

Como si el estudio fuera un tea­tro, un pesado cortinaje debe ser apar­tado para contemplar lo que sucede en él. Como siempre. la ventana está a la iz­quierda, pero esta vez no se ve, sólo la luz suave y tal vez nublada del día, un día acaso entre de nubes y de sol, con el aire oliendo a lluvia y a la humedad de los canales. Las baldosas blancas y ne­gras del suelo son las mismas de tantos otros cuadros de Vermeer: pero esta vez la habitación parece más grande, con el techo más alto, y la lámpara dorada que cuelga de él da una sensación más defi­nida de opulencia, igual que el cortina­je. Los interiores cerrados y familiares de Vermeer siempre contienen la suge­rencia de la anchura del mundo exterior, el que se abre al otro lado de la ventana, el que representan los mapas colgados en la pared, mapas de exploraciones y aventuras y de empresas comerciales que llevan a los buques holandeses a las regiones más extremas de Oriente.

El pintor cuya cara no veremos nunca está vestido como un caballero, con traje y gorra de terciopelo negro, en una actitud de recogimiento sin esfuer­zo, porque es importante que se sepa que un pintor no trabaja con sus manos ni fatiga ni ensucia su cuerpo, a pesar de que pertenezca a un gremio, igual que los zapateros o los toneleros. No hay nada que no sea una epifanía de las cosas materiales, del efecto de la luz so­bre las superficies, del modo en que se nota el peso del material del que está hecho el mapa o la delicadeza del tejido azul que envuelve a la modelo. Todo pertenece al mundo visible para los ojos, todo está pintado, reproducido al límite, con una paciencia china, dice Proust: pero esa muchacha que posa, frente a la luz de la ventana, la cara vuelta hacia el pintor, los ojos entorna­dos, con una corona de laurel sobre su pelo rubio, con una trompeta en la mano derecha y un libro en la izquier­da, es una modelo que no parece muy experta y también es Clio, la musa de la Historia, y la trompeta es la que hace sonar la Fama para celebrar la gloria de un héroe o de un pintor, y el libro es la gran memoria escrita en la que quedan consignados los nombres cuyo talento o heroísmo les hizo merecer la inmorta­lidad, y la corona de laurel que ciñe su pelo rubio es el trofeo de la gloria que justo en ese momento acaba de pintar el artista en el lienzo recién comenzado, casi en blanco todavía, porque lo que importa de verdad en la pintura es la idea, el concetto de los tratadistas ita­lianos, lo que es tan impalpable que sólo pueden apresarlo las pupilas aten­tas y la inteligencia.

También como en Las meninas, el espectador forma parte de la trama in­visible del cuadro: el espectador irrum­pe en el estudio, aparta a un lado la cor­tina y descubre al pintor en la cima de su gloría (y también en la de su secreto, porque no puede verle la cara). El pin­tor es el dueño de la luz, y del modo en que esa luz roza o exalta cada objeto, la textura material de cada cosa, el metal dorado de la lámpara y las vetas de már­mol del suelo, la tela azul de la túnica de la modelo y la media sonrisa de sus la­bios, el tocado azul que la envuelve como una túnica clásica, el cuero de las sillas y el bronce de los clavos, el yeso de la pared, la máscara y el libro que hay sobre la mesa. No hay nada que no sea exacto y terrenal y que al mismo tiem­po no contenga un símbolo o formule un desafio, el de la capacidad de la pin­tura para percibir y retratar las cosas, para concentrar el tiempo en un instan­te y hacer que perdure invariable lo que se pierde y se extingue tan rápidamen­te como la luz de la tarde a través de los cristales emplomados de una ventana, la misma luz que mientras tanto tal vez resplandece en otro lugar de la ciudad, en un muro bajo y amarillo, al borde del agua umbría de un canal. Vermeer no vendió El arte de la pintura: es posible que lo tuviera en su casa como una prueba del grado máximo de su maes­tría, para enseñarlo a quien lo visitara con la intención de hacerle un encargo. Qué raro destino el de tantas obras maestras que ahora no sabemos imagi­nar fuera de la celebridad populosa e in­variable de los museos: Las meninas permaneció durante muchos años colgado en una estancia sombría del alcá­zar de Madrid, en las estancias priva­das del rey. El arte de la pintura, que da la impresión de ser muy grande en las reproducciones, pero que sólo mide 120x100 centímetros, estaría en una ha­bitación de la casa en la que vivió Ver­meer sus últimos años, se quedaría col­gado en una pared cuando él murió e iría luego a parar quién sabe a qué des­vanes de almonedas, durante cuánto tiempo, siglos de oscuridad, llevado a Viena, atribuido a Peter de Hooch. En­tre 1940 y 1945 perteneció a Adolf Hit­ler... Tan sólo desde 1958 se exhibe en el Kunsthistorisches Museum de Viena.

Se ha especulado con la idea de que Vermeer se ayudó para pintar con el artificio óptico de una cámara oscu­ra. También se dice que sus cuadros re­tratan la próspera quietud y la civiliza­da reserva de la vida burguesa en Ho­landa. La idea, en ambos casos, es que el ojo del pintor es una cámara fotográ­fica, y su arte, el reflejo de un mundo que ya era exactamente así cuando él lo miraba. Pero Vermeer, mirando con más atención que nadie, no sólo mira, también inventa, urde símbolos, esta­blece con engañosa naturalidad alego­rías del deseo o de la fe católica o de la virtud de la templanza, y en él lo que está ausente siempre gravita como una presencia invisible. Dice Walter Liedke, que sabe tanto sobre Vermeer y la Ho­landa de su tiempo, que las casas bur­guesas de Delft no eran tan espaciosas como las que se ven en estos cuadros, y que las mujeres que vivían en ellas no vestían habitualmente con esa elegante opulencia ni poseían objetos tan bellos, instrumentos de música tan caros. La quietud de las habitaciones y de las fi­guras de Vermeer, la afable serenidad que tienen en su pintura las personas y las cosas, no estaban en la realidad, es­perando a que él las percibiera: él, Ver­meer, inventó ese mundo, cuadro a cua­dro, menos como un reflejo del mundo real que como una huida o un sueño, como una celebración de las cosas y un lamento por su fragilidad, por lo poco que dura un instante de equilibrio, la juventud de una cara sonriente, el sol en una pared de una ciudad a la caída de la tarde: el mismo sol, como un oro alquímico, que vio Marcel Proust poco antes de morir, casi tres siglos después de que fuera pintado, inmovilizado para siempre, salvado del tiempo. •
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'Vermeer y la escuela de Delft', la mayor exposición de obras del pintor holandés y de sus contemporáneos, se exhibe en la National Gallery de Londres del 20 de junio al 16 de septiembre.

El cuadro más bello. "Vista de Delft"(1660-1661), "el cuadro más bello del mundo", como lo llamó el escritor Marcel Proust.



El Pais Semanal Número 1290 Domingo 17 de junio de 2001