domingo, 23 de octubre de 2011
Quino, el padre de la criatura
En una calle de la ciutat fallera, Quino se tumba sobre el asfalto imitando la postura de uno de los personajes de Mafalda. Miguelito ha sido construido, con la técnica de los ninots, en postura fetal, como si durmiera, y Quino forma con él una pareja chocante. Son la criatura y su creador.
Quino ha llegado a Valencia para conocer los muñecos que él dibujó en la década de los sesenta, y que ahora han cobrado vida en tres dimensiones, o al menos más vida de la que tenían en las tiras que aparecieron durante 10 años. Manolo Martín, artesano fallero, es el otro artista, el que les ha dado esa redondez que suponíamos que tenían, y los colores vivos que también imaginamos para ellos. Están todos, desde Mafalda hasta Libertad.
Hace un día soleado y, en vísperas de las fallas, un montón de niños pequeños van de visita con sus profesores. Ninguno sabe quién es Mafalda, que ahora está sentada en el banco de un paseo con árboles y un buzón de correos en una escena montada para hacer fotografias. Los niños se precipitan entre los muñecos y quieren tocarlos. Hasta que descubren algo que les parece realmente maravilloso. Es el coche del padre de Mafalda, un Citroën, también construido en el taller fallero. "¿Es de verdad? ¿Podemos conducirlo?". Las profesoras les sacan como pueden de la escena, mientras Quino sonríe un poco melancólico. A los lectores de Mafalda, debe pensar, lo que les interesaba eran los personajes. Y tal vez piense también que después de todo han pasado muchos años desde que en Buenos Aires comenzaron a publicarse las aventuras de esa niña fea y respondona, que siempre llevaba un gran lazo sobre sus cabellos tiesos y que se dedicaba a preguntar impertinencias a unos adultos que nunca tenían respuestas.
Un joven con petardos precede la llegada de la alcaldesa Rita Barberá. Hay que desmontar el decorado de Mafalda y sus amigos para dar paso a las autoridades. Barberá viene de visita, acompañada de una corte en la que no falta un militar de alta graduación y el concejal que sabe preparar las paellas más grandes del mundo. Forman una pequeña procesión que comenta lo bonitos que han quedado los ninots que serán pasto de las llamas.
Y eso es lo importante, que se quemen. Se lo cuenta Manolo Martín a Quino. Éste escucha muy atento y algo sorprendido, mientras trata de comprender cómo sería de hermoso que tras la exposición que sobre su obra organiza el
Quinto Centenario, y con cuyo motivo los personajes de Quino han sido convertidos en muñecos, se haga una gran pira donde ardan y suban por los aires los colores y el material hasta purificarse definitivamente.
Quino, que nació en Mendoza (Argentina), tiene ahora 60 años y vive a caballo entre Buenos Aires y Milán, donde lleva los asuntos económicos relacionados con su trabajo de dibujante y los juicios contra los pirateadores de sus personajes, que son constantes. Se queja, algo que este hombre hace a menudo, de los inconvenientes de vivir de esta manera. Dice que cuando llega a Buenos Aires se pasa un tiempo inactivo, mirando cómo ha cambiado la ciudad, y que cuando vuelve a Milán le sucede lo mismo. En esta ciudad vive en vilo, temiendo romperse una pierna y que le lleven a un hospital. Sus médicos de toda la vida son los únicos que quiere; le asusta caer en manos de unos desconocidos que ni siquiera le cuenten qué le están haciendo. A él, que ha sufrido ya ocho operaciones y que no puede comer grasas, ni pastas, ni queso, ni nada. Camina de forma vacilante, porque han tenido que mejorar su circulación sanguínea por medio de un puente entre las arterias. Y debe ponerse gotas en los ojos cada 12 horas desde que le operaron de un glaucoma. Todo esto y su tendencia morbosa a sentirse huérfano de muchas cosas le convierten en un tipo triste. "Bueno", dice él, "soy bastante escéptico por motivos históricos y familiares". Y entonces habla de la guerra civil española, como si él mismo hubiera estado en el frente hace 55 o 56 años. Porque Joaquín Lavado, Quino, va con el pasado a cuestas.
"Esa guerra de España la sentía como mía, porque mi madre estaba tejiendo ropa todo el día para mandar hasta acá, y mi padre era republicano y hablaba de las ciudades que los rojos habían perdido, y aquello era un drama. Pero además mi abuela me decía muy convencida: `Mira lo que han hecho los tuyos', y me enseñaba fotos de ciudades destruidas por los americanos durante la II Guerra Mundial, porque ella no quería a los yanquis, mientras que yo me pasaba el día en el cine solo, desde los ocho años, y los había convertido en mis héroes. Para mí, cuando jugaba a soldaditos, los malos eran los japoneses".
Quino habla a menudo de esta historia cuando le entrevistan. Parece más obsesionado con la guerra española que el mismo Santiago Carrillo. Como si fuera lo más importante que le ha sucedido. Ésta es, para él, una historia recurrente, pero no es la única. La otra es la tristeza que todavía siente por haber perdido a sus padres, cuando tenía seis y diez años. Y eso provoca en él una sensación de orfandad de la que nunca ha podido desprenderse. "No sé de dónde soy ni quién soy. Es algo que nos sucede a los argentinos. Es rarísimo encontrar a un argentino que sólo sea descendiente de italianos o de españoles, como sucede conmigo. Lo normal es que sea mezcla de varias procedencias, y eso provoca la sensación de no ser de ningún sitio".
Cuando se le comenta que a los estadounidenses les ha sucedido lo contrario, que la mezcla de nacionalidades ha impulsado el nacimiento de un sentimiento muy fuerte de país, Quino dice: "Sí, es cierto", pero no dice nada más. A veces se queda así, pensativo, asintiendo, pero sin buscar razones o argumentos. Parece rendirse ante la evidencia, o tal vez la pereza le invade y renuncia a seguir pensando. Lo mismo sucede al comentarle que, a pesar de que él se siente muy feminista y de que asegura encontrarse más a gusto entre mujeres que entre hombres, muchos de sus dibujos de humor se basan en la historia de un hombre que lo pasa mal porque una mujer le atosiga o no le deja hacer nada. "Eso es un aprendizaje", dice, "lo he copiado de una tradición que presenta las cosas de ese modo. Pero no es mío, porque, en efecto, a mí me gustan más las mujeres que los hombres, me parecen más positivas".
Quino dejó de dibujar a Mafalda, lo suyo, lo genuino, lo que todo el mundo encontró como propio, en 1973. Se lo pensó durante tres años, como si se tratara de un divorcio. Su mujer le empujaba para que diera fin a un trabajo diario que le ataba a una disciplina que no había manera de romper. Los Lavado no podían ir al teatro, ni al cine, ni a cenar con amigos, porque Quino, cada día, debía dedicar cinco horas a realizar sus dibujos y llevarlos a la redacción del diario donde se publicaban. Por supuesto, hacer un viaje era una auténtica utopía. Este estado de cosas coincidió con un cansancio de Quino respecto a los personajes, sobre todo a Mafalda, esa niña a la que le debía todo, sin embargo.
Hacía tiempo que sentarse ante el papel era un verdadero martirio; se repetía, la imaginación no respondía, y empezó a tomarle manía al personaje. Aunque Quino, que es consciente de su deuda sentimental con Mafalda, no llega a decirlo abiertamente. "Bueno, mi relación con ella", dice, después de insistirle mucho, "es la misma que tendría un fabricante de sillas con una silla que hubiera estado fabricando durante 10 años y que desea cambiar. Sólo eso".
Y, sin embargo, Mafalda fue una revolución del comic. Cuando a Julio Cortázar le preguntaron qué pensaba de Mafalda, el escritor contestó: "Bueno, me parece más interesante saber lo que Mafalda piensa de mí". Así era ella. Incorruptible, inapelable, seca y certera. Y con ese carácter interpelaba sobre la guerra de Vietnam, los derechos humanos o las injusticias de la sociedad que le dieron sentido. ¿Es Mafalda como una niña revieja? "Sí, creo que sí", dice Quino. Mientras, tienes la sensación de que no le gusta seguir hablando de un personaje que le ha comido vivo, porque haga lo que haga siempre le preguntarán por ella; aunque él desee hablar de su otro trabajo, las tiras de humor que nunca ha dejado de hacer.
—Pero ¿realmente a usted le gustan los niños? Parece que sólo los utilizaba para poner en su boca las preguntas que se hacían los adultos de aquella época.
—Creo que los niños son más absurdos que Mafalda, más disparatados. Bueno, sin embargo, me gustan los niños. Hasta hace poco era de esos que, cuando se encuentran con un niño en el metro o en un avión, les siguen la corriente. Les dejaba que se me pegaran hasta ese extremo en que ya no hay modo de quitárselos de encima.
Y hace un gesto de sentirse completamente abrumado. Él no ha tenido hijos para no hacerles pasar por el trago de quedarse huérfanos, dice, como a él le sucedió. Y además porque cuando se casó vivía en la habitación de servicio de la casa de sus suegros.
Luego, al mudarse de casa, como era pequeña y él necesita mucho espacio para su trabajo, los niños siguieron esperando. "Siempre he dibujado en casa, y no me imagino cómo se puede trabajar mientras oyes llorar a un niño o le ves corriendo alrededor de tu mesa. En fin, luego ya nos dio pereza".
En cuanto a él, cree que, si se para a pensar en el Quino niño, no se gusta mucho. Ha sido de adulto, después de los 40, cuando ha empezado a disfrutar de la vida. A saborear una película o un concierto de música. De niño era un ser retraído que se horrorizaba ante la idea de ir a una tienda a comprar un lápiz. Jugaba en el patio que había detrás de su casa, donde había un árbol a cuya sombra se cobijaba. Allí pasaba las horas siempre solo. "Cogía una mosca, le quitaba un ala, la dejaba volar para ver qué dificultades tenía. Luego le arrancaba la otra y la ponía en un hormiguero para ver cómo se la comían las hormigas. También fabricaba insecticidas mezclando productos que encontraba por la casa, y con un cuentagotas se los iba administrando para ver los efectos".
Como era solitario y retraído, le dio por dibujar, y ya desde los 16 años supo que ésa sería su profesión. A pesar de que Mafalda nació por encargo de una fábrica de electrodomésticos, otros personajes de la tira están inspirados en gente que Quino conoció. Guille es su sobrino del mismo nombre. Hoy toca la flauta travesera en la Orquesta Nacional de Chile. El padre de Manolito es el padre de un amigo suyo. En la vida real, este hombre tenía una panadería y quería que su hijo siguiera la tradición del oficio. Pero él, al contrario que Manolito, se fue a vivir a casa de Quino y se hizo periodista. Años más tarde, fue el primero que publicó las tiras de Mafalda en un periódico. Más adelante, Quino se enfadó con él porque se negó a dejarle publicar las mismas tiras en un periódico del interior. Desde entonces, Quino estuvo años sin hablarle. Este hombre fue uno de los desaparecidos durante la dictadura militar argentina, y Quino, que no se reconcilió con él, a pesar de que su amigo lo intentó repetidamente, nunca se lo ha perdonado. "Yo no quería estar toda la vida enfadado; sólo quería darle una lección. Pero desapareció y nunca pude reconciliarme con él. Y ahora me siento muy culpable".
Quino abandonó su país en antes de que le hicieran desaparecer. Luego se entusiasmó con Alfonsín, dibujó para su campaña y puso en él todas sus esperanzas. Este nuevo fracaso de su país le dejó aún más desolado. Ahora se ha convertido en un escéptico. "Bueno", dice, "creo que lo he sido siempre". Y abre sus ojos claros un poco más mientras levanta la vista hacia el techo, como si dijera: si es que yo no tengo remedio.
"Usted no tiene fe en el género humano, ¿verdad?". Calla y luego responde: "No tengo ninguna fe. Los intentos políticos, los mejores, han fracasado por la mala leche del ser humano". Cuando se le pregunta si se refiere al comunismo, porque hay una cierta vaguedad en todo lo que Quino dice, contesta: "Sí, aunque pienso que el socialismo es lo único que tiene futuro". Recuerda, dice, que "hasta que el hombre voló, muchos se mataron intentándolo, que la Revolución Francesa costó muchas vidas. Parece que los humanos somos incapaces de hacer nada sin sangre, pero espero que con todos los problemas y los sufrimientos logremos mantener viva esa idea".
Pero antes de despedirnos, y a pesar de que ha dicho varias veces que se está mostrando muy pesimista y que eso no le gusta, añade: "La verdad es que no queda ningún Felipe. Sólo hay hijos de puta, como Susanita. Precisamente durante la guerra del Golfo, un taxista suizo en cuyo coche yo viajaba, al comentar el horror de unas imágenes de la guerra que acababa de ver por televisión, me dijo: 'Bueno, a mí lo que me preocupa de verdad es que mi propio búnker sea seguro'. Entonces recordé que Susanita, en una tira sobre la guerra de Israel, comentaba: menos mal que el mundo está lejos. Me parece que en este momento la mayoría piensa de esa manera".
QUINOTERAPIA
Gabriel García Márquez
Quino, con cada uno de sus libros, lleva ya muchos años demostrándonos que los niños son los depositarios de la sabiduría. Lo malo para el mundo es que a medida que crecen van perdiendo el uso de la razón, se les olvida en la escuela lo que sabían al nacer, se casan sin amor, trabajan por dinero, se cepillan los dientes, se cortan las uñas, y al final —convertidos en adultos miserables— no se ahogan en un vaso de agua, sino en un plato de sopa. Comprobar esto en cada libro de Quino es lo que más se parece a la felicidad: la quinoterapia.
Mafalda nació así, igual que todos: por casualidad. En su caso, y por pertenecer al mundo de los sueños, tuvo como progenitores una lavadora y un lapicero.
Joaquín Lavado era en 1963 un simple dibujante de anuncios. Siempre se llamó Quino. En realidad, él no supo su nombre y su apellido hasta que fue al colegio. Se llevó un susto al oír cómo le llamaban. "Me dijeron Joaquín Lavado, y yo creía que me llamaba Quino".
Al treintañero dibujante publicitario Quino le encargaron que se inventase una familia media, para una campaña de electrodomésticos. En Argentina, las grandes marcas patrocinaban programas, dibujos y espacios periodísticos. Las tiras de Quino debían servir como publicidad indirecta, con su formato de historietas y su fondo de subliminal consumismo. Eso sí, sin disimular que el patrocinio correspondía a Mansfield. Y, para seguir los juegos de letras habituales en esa técnica, allí estaba el nombre de Mafalda, la protagonista.
Joaquín Lavado dibujó con ese motivo 12 tiras donde los padres y los hijos vivían diversas escenas que precisaban de lavadoras y frigoríficos. Pero la campaña se suspendió. Quino intentó entonces aprovechar su trabajo y envió las tiras a algunos periódicos. Se encontró con que las rechazaban porque se veía demasiado el plumero a aquellos empresarios agazapados tras el salario y el ingenio del dibujante. Y que no iban a pagar por esa atractiva publicidad sin marca. Mafalda se fue al cajón.
En 1963, Primera Plana —una publicación estrella— le pidió que rescatara aquellos dibujos, y Quino ideó un argumento: la niña hacía preguntas, sus padres las contestaban (o no) y ella obtenía sus conclusiones.
Las tiras mostraban claramente una idea común: los mayores enseñan a los niños que no rompan los jarrones, pero los niños escuchan la radio y ven que se rompe el mundo. ¿Por qué diablos los mayores no hacen lo que enseñan a los niños?
El éxito fue espectacular, tanto entre el público de quienes plantean las preguntas —los niños—como entre quienes no saben cómo responderlas. Un editor avispado publicó en 1966 las 140 primeras tiras. Esperaba vender 3.000 ejemplares en dos meses y los agotó en dos días. En los años sucesivos Mafalda se extendió por todo el mundo. En 1968 se publicó la traducción italiana; en 1970 ya estaba en Alemania, Portugal, Finlandia, España y en toda Latinoamérica. Sólo Estados Unidos prescindió de la niña que se preguntaba tanto por la guerra (entonces era la del Vietnam). Pero en 1972 Mafalda triunfaba en Francia, y se sucedieron luego las ediciones en japonés, griego, inglés... y gallego.
El autor no podía disfrutar mucho del éxito. La tira que llevaba una sonrisa y un susto cada semana se trasladaría después a cada uno de los días del periódico. El esquema Mafalda-papás se había agotado, y por eso creó Quino a Susanita. Y más tarde amplió el reparto.
Poco a poco Mafalda acabó convirtiéndose en un personaje que canalizaba las preocupaciones de los argentinos. Quino se vio sometido a un gran esfuerzo por permanecer a la altura de las expectativas. Y ser genial todos los días del año lleva su trabajo. Acabó agotado. Además, incluso le costaba dibujar los personajes. Se levantaba a las ocho de la mañana, buscaba ideas y desperdiciaba bosquejos hasta las cincode la tarde y dibujaba hasta las nueve de la noche. Su esposa, Alicia, le resolvía mientras tanto su relación con el mundo. Él sólo le daba vueltas a la próxima tira: "Cada vez tengo menos ideas".
En 1973, en pleno éxito, decidió que antes de matar su propio ingenio debía matar a la niña sabia. Sintió una liberación.
A partir de ese momento hizo dibujos más originales, más grandes, más creativos, sin perder ese humor cáustico que le define. Surgieron entonces los nostálgicos de Mafalda. Quizás muchos lloraron por ella y las lágrimas les impidieron ver a Quino. que seguía vivo. Y genial.
Sin embargo, la niña sabia sobrevivía. En España se venden al año 100.000 ejemplares de sus distintos libros de historietas. Ahora se van a editar conjuntamente —por vez primera— sus 1.928 tiras. Una empresa radicada en Milán se cuida de los derechos de autor relativos al personaje. Mafalda y sus amigos están presentes aún en tesis doctorales. y también en llaveros, camisetas, pegatinas... Y hasta en una película de 80 minutos estrenada en 1980. A Quino le preocupa mucho la imagen de su critatura. Por eso en esta exposición que se inaugura en Madrid veía muchos inconvenientes: cómo son estos dibujos en color —Quino siempre publicó en blanco y negro—, cómo se les recrea en tres dimensiones... Le da miedo estropear la idea que cada uno se ha formado de ellos. Y le viene a menudo a la cabeza aquella frase que le dijo una niña cuando descubrió a Mafalda como dibujo animado: "Sí, está muy bien; pero, che, su voz no es la misma".
El Pais Semanal Marzo de 1992
sábado, 22 de octubre de 2011
El Artefacto Perverso de Felipe Hernandez Cava y Federico del Barrio
Manuel Vázquez Montalbán
La memoria es una novela que todo ser humano tiene en un almacén interior de difícil ubicación. Es una novela que se ha contado a sí mismo, casi siempre con la ayuda de los demás. Del almacén de la memoria salen las narraciones orales o escritas y con el tiempo fraguó un género literario y una raza, la novela y los novelistas. Pero hay que revisar tan reductivo viaje a la vista de ofertas estéticas como las que nos plantean Federico del Barrio y Felipe Hernández Cava en El Artefacto Perverso, una novela que utiliza diversos patrimonios narrativos, desde los específicamente literarios hasta los que pertenecen a la cultura audiovisual y muy especialmente al comic, especialmente esa capacidad de visualizar la memoria mediante el flash back.
Tiempos de postguerra. La memoria se ha convertido en un artefacto a la vez perverso y peligroso. Los vencidos sólo conseguirán sobrevivir si pierden la memoria o la ocultan, es decir, si pierden su identidad, si se desidentifican y consiguen integrarse en ese Madrid, por citar una ciudad, que Dámaso Alonso en 1945 poetizó como la ciudad "...de un millón de cadáveres". Toda la tipología de los supervivientes aparece descrita, desde los que quieren resituarse a la sombra del olvido hasta los que mantienen la rabia y la idea frente al poder que se ha quedado la casa, el caballo y la pistola. Un intelectual menor consigue sobrevivir dibujando comics convencionales, en la línea Roberto Alcázar y Pedrín, que a la vez falsifican las condiciones de la realidad, pero que fatalmente reproducen el espíritu escindido de su autor. Dentro de El Artefacto Perverso se combinan tres tiempos: el de la realidad, el de la historieta que el protagonista va dibujando, y los recuerdos de los protagonistas vinculados a la reciente guerra civil, que tratan de moverse entre la ética de la resistencia y la ética de la supervivencia que puede llevar incluso a la traición. Enrique, el dibujante protagonista, no quiere resistir pero tampoco quiere sobrevivir gracias a la traición y desea sobre todo sobrevivir gracias al olvido, a la desmemoria. Los compañeros de los años de lucha resucitan con los brazos tendidos hacia él para devolverle al país de la esperanza, y él trata de afrontar ese riesgo sin perder la dignidad pero también sin perder la vida.
La Literatura y el Cine han tratado frecuentemente de recuperar aquella atmósfera de postguerra que se integrará para siempre en una hermosa, agridulce, en claroscuro poética de la Resistencia. Con la aportación de Federico del Barrio y Hernández Cava, el comic se inscribe como instrumento al servicio de esa poética y con un nivel extraordinario tanto en lo que se refiere a los códigos específicos del género como a la coherencia del discurso rememorativo y crítico que alienta la historieta. Hace tiempo que desconecté de los prodigios del comic español, pero me complace recuperar a Hernández Cava, perteneciente al colectivo El Cubri con el que coincidí en varias publicaciones en los tiempos del transfranquismo, así como del Barrio, uno de los creadores de la movida. Quiero resaltar el interés especial que tiene esta propuesta desde una percepción interesada por las estrategias narrativas. Junto al uso de los tiempos hay que valorar la combinación de las propuestas semióticas diferenciadas según el tiempo descrito: el claroscuro denso en la vida real de la ciudad en peligro, el diseño de la banalidad en el mundo del comic convencional de Pedro Guzmán y el malvado Balial, y las confusas siluetas del pasado, tres tiempos, tres miradas, tres diseños para reconstruir una sola ciudad: la de la memoria. La de los protagonistas y la nuestra.
jueves, 20 de octubre de 2011
Unofficial Tintin Movie Titles by James Curran
The Adventures of Tintin from James Curran on Vimeo.
Via Cartoon Brew este bonito anuncio no-oficial para la pelicula de Tintin. En poco más de un minuto aparecen referencias a 24 albumes de Tintin.
TINTIN HÉROE DE CARNE Y LÁPIZ
TINTIN
Hace 60 años nació, de la mano de Hergé, un
dibujante genial, uno de los grandes personajes de
nuestro tiempo: Tintín. Un dibujo de carne y hueso
que a lo largo de su vida se ha convertido en un
auténtico héroe de papel. Un mito del que hoy El
País Semanal comienza a publicar una de sus más
logradas aventuras: El templo del Sol.
HÉROE DE CARNE Y LÁPIZ
Texto: Alberto Anaut
Ilustración: Fernando Kano
Ilustración: Fernando Kano
Este chiquito rubio y repeinado, sabelotodo y un tanto repelente, está a punto de cumplir —como el Cid, después de muerto— la friolera de 60 años. Nació el
10 de enero de 1929 en las páginas
infantiles de un periódico belga de
rancio abolengo católico, y desde entonces, usando y abusando
de su profesión de pe¬riodista (aunque
de su pluma nunca haya nacido ni una miserable
crónica), no ha parado de rodar por el mundo. Desde la Rusia
soviética de los años del anticomunismo militante hasta la
Centroamérica de los mil golpes no
ha habido rincón del planeta en el
que este sagaz reportero no haya dejado su huella. Ni las nieves del Tíbet, ni las arenas de
Arabia ni las profundidades de los mares que escondían el tesoro de Rackham el Rojo, han sido capaces de pararlo.
Un total de 150 millones de ejemplares vendidos, una corte de seguidores maniáticos que se vanaglorian de conocer hasta el último detalle de la vida de su héroe (por ejemplo, cómo la única vez que el fiel Milú muerde a su amo es en la página 57 de La estrella misteriosa, o cómo se permite beber vino rosado única y exclusivamente a la altura de la página 41 de su aventura en El país del oro negro) y una gran familia de personajes de ficción tan reales como la vida misma son la prueba inequívoca del triunfo de Tintín.
No fuma, no bebe, nunca se le ha visto en compañía de una chica, apenas come, nada se sabe de sus padres, y aunque tiene oficio, no consta que le dé beneficio alguno. Carece de los más elementales parámetros de identidad, y sin embargo ha logrado traspasar las estrechas barreras del papel y convertirse en un ser absolutamente real. Tanto como para obligar al mismísimo general De Gaulle a confesar a André Malraux que su único rival en el mundo era Tintín, o forzar a sus editores a reservarse los derechos de sus historietas para todos los países del mundo, incluidos Syldavia y Borduria, naciones que, al menos mientras no se demuestre lo contrario, se encuentran solamente en la imaginación de su creador.
Tanto, también, como para que la portera de la casa de Tintín, Madame Pinson, se viera obligada a inscribirse en la oficina de desempleo cuando al genial Hergé se le ocurrió mo- rirse, hace casi seis años, y dejar a un par de docenas de personajes de su fantasía perdidos por un mundo que no era el suyo y sin medio de vida conocido. Tal y como están las cosas.
Estamos, pues, en que era humano. Tan humano como para someterse a un completo análisis astrológico que demostrara lo evidente: Tintín, como buen capricornio, era capaz de mantener un extraño distanciamiento de los demás, permanecer extrañamente ensimismado y escudarse en una pretendida frialdad para defenderse de las emociones que vivía con intensidad. Al menos eso asegura el horóscopo 54.829 de la sociedad Astroflsh, que ha descubierto a través de conjunciones, oposiciones y ascendentes lo que los seguidores habituales de Tintín conocen a la perfección: que si se piensa bien no hay ninguna razón que explique cómo este héroe repelente es capaz de levantar tanto amor entre sus fieles lectores.
"Tintín soy yo", había dicho en un arranque de pasión su creador, un belga llamado Georges Rémi, que escondió su verdadero nombre tras el seudónimo de Hergé. Es posible que tuviera razón, y de tan extraordinario parecido dan fe algunos de sus colaboradores más cercanos. A fin de cuentas, él fue quien lo inventó, hace ahora casi 60 años,
para salvarse de la monotonía de su trabajo como ilustrador de malas historietas escritas por otros: quien lo mandó a descubrir los horrores del país de los soviets, quien le hizo matar decenas de animales (algo de lo que se arrepentiría siempre) en el Congo, pelear contra el mismísimo Al Capone en América, fumar opio en un antro chino, arriesgarse a subir a la Luna en 1952 —con casi tan buen ojo como Julio Verne— para anticiparse a lo que bastantes años más tarde sería realidad, buscar desesperadamente a su amigo (éste sí, de carne y hueso) Tchang Tchong-jen por las nieves del Tíbet o soportar estoicamente cómo Bianca Castafiore, el ruiseñor milanés (de la que, por cierto, esos coleópteros de la Scala de Milán aseguran no saber nada), se arranca una vez más con el aria de las joyas, sin que el pobre Verdi se removiera en su tumba.
Hergé fue quien le dio mala vida en todas y cada una de sus historias y quien, para compensarle de tanto ir y venir, acabó convirtiéndolo en un héroe capaz de llenar la estación de Bruselas de fans cada vez que finalizaba una de sus historietas y sus editores decidían que regresara a casa.
Hoy, a sus 60 años y con su creador muerto, Tintín se ha convertido en un auténtico mito. Y no sólo, naturalmente, de los críos. Porque aunque sus historietas comenzaran a publicarse en aquel Le Petit Vingtiéme pensado para los chavales, aquellos chavales fueron creciendo y hoy son sus hijos (muchos de ellos con familia propia) los más fanáticos seguidores de este héroe de colores con alma de boy scout. Tanto, que han elevado a Tintín a los altares del consumo, y así hoy es posible comprar relojes con la cara de este rubio con mechón rebelde, tener exactas reproducciones (a escala, naturalmente) del cohete de Objetivo, la Luna, el hidroavión de El cangrejo de las pinzas de oro o el minisubmarino con el que se encontró el tesoro de Rackham el Rojo; poner en casa esculturas con el héroe haciendo yoga antes de perseguir a los Pícaros o de Hernández y Fernández (Dupont y Dupond en su versión original) haciendo el pavo, o visitar muy serios y durante horas una exposición sobre el museo imaginario que el viejo Tintín ha ido acumulando a lo largo de sus historietas por todo lo largo y ancho de este mundo. Así están las cosas.
Tintín es un mito, y su creador se ha forrado con él. Pero que nadie diga que logró el éxito por dinero. Al contrario: Hergé fue siempre un personaje desprendido, al que la fantasía popular trataba de encasquetar palacios y riquezas mientras él se empeñaba en demostrar que lo único importante era continuar con un trabajo bien hecho (cada vez mejor hecho) y seguir animando a unos personajes que, un tanto sorprendentemente para su creador (que
nunca negó influencias y al que nunca se podrán regatear enormes dosis de genialidad), habían traspasado los límites razonables de la popularidad para entrar por derecho propio en el mundo de los vivos. Y si no que se lo digan a aquel crío que escribió una carta a Hergé para quejarse de que no le gustaba nada "el capitán Haddock en el cine, porque no tiene la misma voz que en los álbumes". Sin comentarios.
El negocio de Tintín no es, sin embargo, producto de la casualidad. A partir de unos primeros trabajos francamente malos —Tintín en el país de los soviets es un auténtico desastre de dibujo—, Hergé inició una fantástica tarea de perfeccionamiento que lo llevó a construir obras maestras de la historieta. Él, que tanto amaba el arte abstracto, dio vida a unos dibujos de extrema sencillez que encerraban no obstante una enorme complejidad.
Una minuciosa tarea de documentación e investigación, iniciada en El loto azul gracias a las advertencias de un lector horrorizado por la posibilidad de que Tintín desembarcara en una China llena de tópicos trasnochados, llevó a Hergé a hacerse construir minuciosas maquetas de su cohete lunar, tomar durante la guerra apuntes de una mansión que resultó estar atestada de miembros de las SS o viajar personalmente a Ginebra para identificar sobre el terreno una curva en la carretera que permitiera un resbalón de un coche con el consiguiente chapuzón en el lago, metido como estaba en plena persecución de El asunto Tornasol.
Con un equipo de 10 colaboradores —agrupados en los Estudios Hergé desde los años cincuenta—, Hergé pilotó hasta el último minuto sus aventuras. Jacobs, Bob de Moor, Jacques Martin y otros muchos estuvieron a su lado buscando documentación, preparando escenas, pintando paisajes tan ricos como los de El templo del Sol, pero Hergé nunca dejó que nadie tocara a sus héroes. Así que no tuvo ningún inconveniente en encargar a Alice Devost que coloreara sus primeras historietas, que habían salido en blanco y negro (no dibujó en color hasta La estrella misteriosa, publicada en plena guerra, en 1942), pero no permitió nunca que ninguna mano extraña diera vida a su joven héroe, ni a su querido fox-terrier, ni al capitán, ni al bueno de Tornasol, ni a los incansables Hernández y Fernández (cuyas inefables gabardinas escogerían con el tiempo los famosos Albertos para su primera aparición ante la Prensa), ní al pesado de Serafín Latón, ni al malvado Rastapopoulos, ni tan siquiera a la terrible Castafiori, a la que sorprendentemente Hergé convirtió en cantante de ópera, cuando él odiaba la ópera. Tal vez fuera un amor un poco loco, como el de Onassis por María Callas, de la que el millonario griego confesaba a sus amigos que sería perfecta si no supiera cantar.
"En el creador Hergé", ha confesado Baudouin van den Branden, uno de sus más persistentes colaboradores, "los dos aspectos que me impresionaron más (por su sorpren- dente contraste) eran: por una parte, la simplicidad narrativa, y por otra, la complejidad gráfica".
Gracias a la primera de sus virtudes, Tintín es un héroe para todos los públicos y protagoniza historias asombrosamente sencillas pese a su endiablada fantasía.
Gracias a la meticulosidad de sus dibujos, la lectura de Tintín en el Tíbet anticipa a los viajeros lo que descubrirán bajo la cumbre del Himalaya, y los templos incas son exactamente iguales a como aparecen en El templo del Sol. Aunque para lograr tal realismo Jacobs tuviera que comprarse un poncho de rayas y posar una y mil veces en las más variadas posturas para conseguir que los pliegues fueran bien precisos a la
hora de pasar al papel impreso.
Hergé era meticuloso hasta la saciedad, y ahí está precisamente el secreto de su éxito. Porque gracias a esos paisajes tan selectos y esa línea clara que le ha hecho famoso, todas las aventuras de sus héroes son creíbles. Como lo es incluso el mensaje bienintencionado de Tintín, muy cercano en sus comportamientos a los de un niño educado que todos los días a la salida de la catequesis hubiera dejado volar su imaginación para construir unas fantásticas aventuras que se han convertido en clásicos del comic. Acusado de colaboracionista durante la guerra, porque publicó en un periódico que lo era; tachado de racista porque en algunas de sus historias hacía hablar en negro a los negros; etiquetado como anticomunista por una trasnochada historia sobre los soviets, que no hacía más que reflejar lo que la Europa de siempre pensaba de la revolución que se vivía en las calles de Leningrado, Hergé-Tintín siempre se defendió enarbolando la bandera de la amistad, el pacifismo y la permanente critica ante la injusticia.
Probablemente no lo necesitaba. Porque a lo que no podía aspirar era a imponer a millones de personas una criatura diseñada a su antojo y semejanza y además irse de rositas. El triunfo siempre tiene sus contrapartidas. Sobre todo cuando se logra de la mano de un héroe que, como Tintín, es irritantemente perfecto. Si no, pasen y vean.
El templo del Sol —que El País Semanal empieza hoy a publicar— es una magnífica muestra de todo ello. Un Tintín absolutamente genial.
Publicado en el Pais Semanal en algun momento de 1989
martes, 18 de octubre de 2011
El misterio Vermeer
Vermeer, el pintor holandés que retrató la quietud y la belleza, es el protagonista de una de las mayores exposiciones sobre su pintura y la de la escuela de Delft que puede verse este verano en Londres. Por Antonio Muñoz Molina.
El 24 de mayo de 1921, Marcel Proust, ya muy enfermo, aunque todavía le quedaba más de un año de vida, asistió en el museo del Jeu de Paume a una exposición de pintura holandesa en la que figuraba la Vista de Delft, de Vermeer. Proust había visto el cuadro en La Haya, en 1902, y había pensado que era le plus beau tableau du monde. Esta vez, agotado, con mareos, después de una noche de insomnio, apenas sosteniéndose en pie, se fijó en una mancha amarilla a la izquierda del cuadro, un muro bajo en el que da el sol dorado de la tarde. En esa época, Proust ya vivía muriéndose y consagraba a escribir las pocas fuerzas que le quedaban, y su propia enfermedad y la cercanía presentida de la muerte se agregaban a la materia misma de su literatura, al sueño de fijar en palabras los instantes fugitivos del tiempo que salva a veces una revelación de la memoria. La visita al Jeu de Paume, el casi desvanecimiento ante el cuadro de Vermeer, se convirtieron en un pasaje de En busca del tiempo perdido, el de la muerte del novelista Bergotte: delante de la Vista de Delft, de esa pequeña mancha amarilla, Bergotte siente que él habría debido escribir así, como pintaba Vermeer, que en ese breve espacio de color está contenido el misterio del arte y la justificación de la vida. Igual que Proust, Bergotte siente que se desvanece, y tiene que sentarse en el pequeño canapé redondo que hay delante del cuadro, pero pierde del todo el conocimiento y cae muerto al suelo.
Si no fuera por Proust, muchos espectadores no habríamos reparado en la belleza misteriosa de ese muro amarillo, del modo en que el sol de la tarde permanece en algunas casas de la ciudad ya sombría, bajo un cielo parcialmente nublado. Muchos aficionados a la pintura le debemos a Proust el descubrimiento de Vermeer, y también en parte la actitud necesaria para mirar sus cuadros, que están llenos de prodigios velados, de celebraciones silenciosas de lo más fugitivo, lo que la mirada y la conciencia quisieran a veces inmovilizar en el tiempo, no grandes hechos ni gestos arrebatados ni lugares excepcionales,
Autorretrato. "El Arte de la Pintura" (1666-1668) es un cuadro de dimensiones reducidas (120x100). Vermeer nunca quiso desprenderse de él. Entre 1940 y 1945 perteneció a Hitler. Hoy se exhibe en el Kunsthistorisches Museum de Viena.
sino lo que está tan cerca que apenas se distingue, lo que es tan común que no se agradece, la luz que entra por la ventana de todos los días, el hilo de leche que cae de una jarra, el gesto ensimismado de alguien que escribe o que lee una carta o que vuelve la cara hacia la puerta en la que acaba de surgir una presencia largamente deseada, la quietud de un callejón apartado al que casi no llegan los ruidos de la ciudad, y donde una mujer cose sentada en el umbral de una puerta, mientras un par de niños juegan a gatas sobre el pavimento: alguien ha especulado que alguna de las ventanas que dan a ese callejón puede pertenecer a esos interiores en los que no sucede casi nada y en los que, sin embargo, la mirada del pintor nos hace asistir a un instante supremo de secreta intensidad, a una experiencia completa y memorable.
Ante un cuadro de Vermeer siempre se tiene la sensación de la nítida inmediatez de lo visible, pero basta detener un poco la mirada para descubrir cosas que no se habían advertido antes y también para intuir que hay algo más que no se ve, que está presente aunque no lo vean los ojos. Una muchacha está de pie delante de una espineta, la cara vuelta hacia el espectador, las manos posadas en el teclado. Pero detrás de ella, en la pared, hay un cuadro donde se ve a Cupido, que tiene su arco en una mano y en la otra muestra un naipe, y entonces comprendemos que a quien mira la muchacha es al amante que acaba de entrar, para quien está reservada la silla que hay a la derecha, y que el rico vestido y el tocado de perlas y la sonrisa de ilusión contenida se corresponden con una cita en la que la música es un pretexto, y en el que intervendrán las flechas del deseo y el azar que designa con un naipe único al único que ha de recibir el amor. En una habitación con el mismo suelo ajedrezado, aunque esta vez en penumbra, una mujer mira absorta la pequeña balanza que sostiene en la mano derecha, y en la que está pesando monedas o perlas. En la intimidad de su habitación, con los postigos entornados, la mujer examina sus posesiones materiales, lo que guardaba en el cofre ahora entreabierto sobre la mesa, monedas de oro, una cadena de oro, un collar de perlas. La escasa luz, la sombra de la cortina, se difunden por la pared del fondo. que tiene una gastada cualidad material, una pared de yeso desnudo en la que hay algún clavo, que debió sujetar un cuadro pequeño ahora descolgado, o tal vez un mapa. Pero hay un cuadro más bien oscuro, medio tapado por la figura de la mujer, aunque si nos fijamos no cuesta nada identificar lo que representa: la apoteosis de Cristo en el Juicio Final y la resurrección de los muertos, cuyas almas van a ser pesadas en la balanza de la justicia divina, igual que las monedas en la pequeña balanza de joyería que sostiene la mujer. Nada valdrán entonces los bienes de este mundo, las cosas tan celosamente atesoradas en el cofre, así que será mejor llevar una vida en la que nuestros actos mantengan equilibrada la balanza de la rectitud.
Admiramos la Vista de Delft con los ojos de Marcel Proust: para aprender algo de verdad sobre Vermeer debemos intentar imaginarnos lo que verían en sus cuadros sus contemporáneos. Igual que en esas escenas de la vida cotidiana en las que un catálogo muy limitado de objetos y actitudes son indicios de cosas que no se pueden ver, presencias visibles que aluden a otras presencias invisibles, la biografía de Vermeer está hecha de una serie de datos muy precisos, pero también bastante escasos, que nos sirven sobre todo para darnos cuenta de todo lo que ignoramos sobre el pintor. Nació en 1632, murió en 1675. Se convirtió al catolicismo para casarse con la hija de una dama católica y tuvo 14 hijos, de los cuales le sobrevivieron nueve. No se sabe con qué maestro aprendió el oficio de pintor ni se conserva ningún documento firmado por su mano. Murió pobre y dejó a su mujer una herencia de deudas y cuadros sin vender, y poco a poco su rastro fue perdiéndose, hasta desaparecer por completo de los repertorios de la pintura holandesa. En 1842, un coleccionista francés, Thoré, identificó como suya la Vista de Delft y emprendió la lenta reivindicación de su nombre, que tendría desde entonces una veladura novelesca de romanticismo: el pintor singular, hermético, apenas visible en su tiempo, olvidado durante siglos, el genio oculto que anticipó la pintura del porvenir lejano; para Proust, el emblema de la perduración de la obra de arte mucho tiempo después de la muerte, como una forma sagrada y precaria de la eternidad del alma.
Sus mejores obras. "Estudio de una joven" (1665-1667), más conocida como "la joven de la perla", es una de las obras más emblemáticas de Vermeer.
La calidad de la pintura de Vermeer es incomparable, pero sus temas y su estilo tienen mucho que ver con los de otros artistas de su época, particularmente Pieter de Hooch, que pintó, igual que él, callejones solitarios y escenas interiores de conversación o ensimismamiento solitario. Su muerte temprana no es la inmolación en medio de la plenitud requerida por el romanticismo, sino un hecho normal en un tiempo en el que la esperanza media de vida no llegaba a los cuarenta años. La pobreza en la que dejó a su familia no es el resultado de su condición de artista incomprendido, de víctima de la ceguera o el convencionalismo estético de sus contemporáneos, sino que se explica en el marco de la crisis económica que afectó a la ciudad de Delft y a toda Holanda según se acercaba el final del siglo XVII, acelerada por las guerras con Inglaterra y Francia.
No obstante, el misterio de la maestría de Vermeer. como el de su formación o el de su pensamiento, permanece intacto, más insondable todavía que el de Velázquez. De Velázquez al menos sabemos cómo era su cara: pero Vermeer, al retratarse a sí mismo en actitud de pintar, no se retrató de frente, sino de espaldas, aunque, eso sí, tan engalanado como Velázquez en Las meninas, celebrando con la misma arrogancia su categoría de artista, no de artesano, de hombre cultivado que conoce los libros y los símbolos, pues practica un arte liberal y no mecánica. Como Las meninas, el cuadro de Vermeer que se titula El arte de la pintura es un autorretrato y también un manifiesto, si bien el pintor no muestra su cara ni permite a cualquiera adivinar el significado de lo que está delante de los ojos de todos.
De arriba a abajo, "Mujer escribiendo"(1665-1667), "Mujer tocando la espineta"(1670-1672), "La lechera"(1657-1658) y "Mujer con una balanza"(1663-1664).
De arriba a abajo. "El geografo"(1669), "Mujer escribiendo una carta y su ama"(1670) y "La bordadora"(1669-1670).
Como si el estudio fuera un teatro, un pesado cortinaje debe ser apartado para contemplar lo que sucede en él. Como siempre. la ventana está a la izquierda, pero esta vez no se ve, sólo la luz suave y tal vez nublada del día, un día acaso entre de nubes y de sol, con el aire oliendo a lluvia y a la humedad de los canales. Las baldosas blancas y negras del suelo son las mismas de tantos otros cuadros de Vermeer: pero esta vez la habitación parece más grande, con el techo más alto, y la lámpara dorada que cuelga de él da una sensación más definida de opulencia, igual que el cortinaje. Los interiores cerrados y familiares de Vermeer siempre contienen la sugerencia de la anchura del mundo exterior, el que se abre al otro lado de la ventana, el que representan los mapas colgados en la pared, mapas de exploraciones y aventuras y de empresas comerciales que llevan a los buques holandeses a las regiones más extremas de Oriente.
El pintor cuya cara no veremos nunca está vestido como un caballero, con traje y gorra de terciopelo negro, en una actitud de recogimiento sin esfuerzo, porque es importante que se sepa que un pintor no trabaja con sus manos ni fatiga ni ensucia su cuerpo, a pesar de que pertenezca a un gremio, igual que los zapateros o los toneleros. No hay nada que no sea una epifanía de las cosas materiales, del efecto de la luz sobre las superficies, del modo en que se nota el peso del material del que está hecho el mapa o la delicadeza del tejido azul que envuelve a la modelo. Todo pertenece al mundo visible para los ojos, todo está pintado, reproducido al límite, con una paciencia china, dice Proust: pero esa muchacha que posa, frente a la luz de la ventana, la cara vuelta hacia el pintor, los ojos entornados, con una corona de laurel sobre su pelo rubio, con una trompeta en la mano derecha y un libro en la izquierda, es una modelo que no parece muy experta y también es Clio, la musa de la Historia, y la trompeta es la que hace sonar la Fama para celebrar la gloria de un héroe o de un pintor, y el libro es la gran memoria escrita en la que quedan consignados los nombres cuyo talento o heroísmo les hizo merecer la inmortalidad, y la corona de laurel que ciñe su pelo rubio es el trofeo de la gloria que justo en ese momento acaba de pintar el artista en el lienzo recién comenzado, casi en blanco todavía, porque lo que importa de verdad en la pintura es la idea, el concetto de los tratadistas italianos, lo que es tan impalpable que sólo pueden apresarlo las pupilas atentas y la inteligencia.
También como en Las meninas, el espectador forma parte de la trama invisible del cuadro: el espectador irrumpe en el estudio, aparta a un lado la cortina y descubre al pintor en la cima de su gloría (y también en la de su secreto, porque no puede verle la cara). El pintor es el dueño de la luz, y del modo en que esa luz roza o exalta cada objeto, la textura material de cada cosa, el metal dorado de la lámpara y las vetas de mármol del suelo, la tela azul de la túnica de la modelo y la media sonrisa de sus labios, el tocado azul que la envuelve como una túnica clásica, el cuero de las sillas y el bronce de los clavos, el yeso de la pared, la máscara y el libro que hay sobre la mesa. No hay nada que no sea exacto y terrenal y que al mismo tiempo no contenga un símbolo o formule un desafio, el de la capacidad de la pintura para percibir y retratar las cosas, para concentrar el tiempo en un instante y hacer que perdure invariable lo que se pierde y se extingue tan rápidamente como la luz de la tarde a través de los cristales emplomados de una ventana, la misma luz que mientras tanto tal vez resplandece en otro lugar de la ciudad, en un muro bajo y amarillo, al borde del agua umbría de un canal. Vermeer no vendió El arte de la pintura: es posible que lo tuviera en su casa como una prueba del grado máximo de su maestría, para enseñarlo a quien lo visitara con la intención de hacerle un encargo. Qué raro destino el de tantas obras maestras que ahora no sabemos imaginar fuera de la celebridad populosa e invariable de los museos: Las meninas permaneció durante muchos años colgado en una estancia sombría del alcázar de Madrid, en las estancias privadas del rey. El arte de la pintura, que da la impresión de ser muy grande en las reproducciones, pero que sólo mide 120x100 centímetros, estaría en una habitación de la casa en la que vivió Vermeer sus últimos años, se quedaría colgado en una pared cuando él murió e iría luego a parar quién sabe a qué desvanes de almonedas, durante cuánto tiempo, siglos de oscuridad, llevado a Viena, atribuido a Peter de Hooch. Entre 1940 y 1945 perteneció a Adolf Hitler... Tan sólo desde 1958 se exhibe en el Kunsthistorisches Museum de Viena.
Se ha especulado con la idea de que Vermeer se ayudó para pintar con el artificio óptico de una cámara oscura. También se dice que sus cuadros retratan la próspera quietud y la civilizada reserva de la vida burguesa en Holanda. La idea, en ambos casos, es que el ojo del pintor es una cámara fotográfica, y su arte, el reflejo de un mundo que ya era exactamente así cuando él lo miraba. Pero Vermeer, mirando con más atención que nadie, no sólo mira, también inventa, urde símbolos, establece con engañosa naturalidad alegorías del deseo o de la fe católica o de la virtud de la templanza, y en él lo que está ausente siempre gravita como una presencia invisible. Dice Walter Liedke, que sabe tanto sobre Vermeer y la Holanda de su tiempo, que las casas burguesas de Delft no eran tan espaciosas como las que se ven en estos cuadros, y que las mujeres que vivían en ellas no vestían habitualmente con esa elegante opulencia ni poseían objetos tan bellos, instrumentos de música tan caros. La quietud de las habitaciones y de las figuras de Vermeer, la afable serenidad que tienen en su pintura las personas y las cosas, no estaban en la realidad, esperando a que él las percibiera: él, Vermeer, inventó ese mundo, cuadro a cuadro, menos como un reflejo del mundo real que como una huida o un sueño, como una celebración de las cosas y un lamento por su fragilidad, por lo poco que dura un instante de equilibrio, la juventud de una cara sonriente, el sol en una pared de una ciudad a la caída de la tarde: el mismo sol, como un oro alquímico, que vio Marcel Proust poco antes de morir, casi tres siglos después de que fuera pintado, inmovilizado para siempre, salvado del tiempo. •
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'Vermeer y la escuela de Delft', la mayor exposición de obras del pintor holandés y de sus contemporáneos, se exhibe en la National Gallery de Londres del 20 de junio al 16 de septiembre.
El cuadro más bello. "Vista de Delft"(1660-1661), "el cuadro más bello del mundo", como lo llamó el escritor Marcel Proust.
El Pais Semanal Número 1290 Domingo 17 de junio de 2001
sábado, 15 de octubre de 2011
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