domingo, 23 de octubre de 2011

Quino, el padre de la criatura




En una calle de la ciutat fallera, Quino se tumba sobre el asfalto imitando la postu­ra de uno de los personajes de Mafalda. Miguelito ha sido construido, con la téc­nica de los ninots, en postura fetal, como si dur­miera, y Quino forma con él una pareja chocan­te. Son la criatura y su creador.
Quino ha llegado a Valencia para conocer los muñecos que él dibujó en la década de los sesenta, y que ahora han cobrado vida en tres dimensiones, o al menos más vida de la que te­nían en las tiras que aparecieron durante 10 años. Manolo Martín, artesano fallero, es el otro artista, el que les ha dado esa redondez que suponíamos que tenían, y los colores vivos que también imaginamos para ellos. Están todos, desde Mafalda hasta Libertad.
Hace un día soleado y, en vísperas de las fa­llas, un montón de niños pequeños van de visita con sus profesores. Ninguno sabe quién es Ma­falda, que ahora está sentada en el banco de un paseo con árboles y un buzón de correos en una escena montada para hacer fotografias. Los ni­ños se precipitan entre los muñecos y quieren tocarlos. Hasta que descubren algo que les pare­ce realmente maravilloso. Es el coche del padre de Mafalda, un Citroën, también construido en el taller fallero. "¿Es de verdad? ¿Podemos con­ducirlo?". Las profesoras les sacan como pue­den de la escena, mientras Quino sonríe un poco melancólico. A los lectores de Mafalda, debe pensar, lo que les interesaba eran los personajes. Y tal vez piense también que después de todo han pasado muchos años desde que en Buenos Aires comenzaron a publicarse las aventuras de esa niña fea y respondona, que siempre llevaba un gran lazo sobre sus cabellos tiesos y que se dedicaba a preguntar impertinencias a unos adultos que nunca tenían respuestas.
Un joven con petardos precede la llegada de la alcaldesa Rita Barberá. Hay que desmontar el decorado de Mafalda y sus amigos para dar paso a las autoridades. Barberá viene de visita, acompañada de una corte en la que no falta un militar de alta graduación y el concejal que sabe preparar las paellas más grandes del mundo. Forman una pequeña procesión que comenta lo bonitos que han quedado los ninots que serán pasto de las llamas.
Y eso es lo importante, que se quemen. Se lo cuenta Manolo Martín a Quino. Éste escucha muy atento y algo sorprendido, mientras trata de comprender cómo sería de hermoso que tras la exposición que sobre su obra organiza el
Quinto Centenario, y con cuyo motivo los personajes de Quino han sido convertidos en muñecos, se haga una gran pira donde ardan y suban por los aires los colores y el material hasta purificarse definitivamente.
Quino, que nació en Mendoza (Argentina), tiene ahora 60 años y vive a caballo entre Buenos Aires y Milán, donde lleva los asuntos económicos relacionados con su trabajo de dibujante y los juicios contra los pirateadores de sus personajes, que son constantes. Se queja, algo que este hombre hace a menudo, de los inconvenientes de vivir de esta manera. Dice que cuando llega a Buenos Aires se pasa un tiempo inactivo, mirando cómo ha cambiado la ciudad, y que cuando vuelve a Milán le sucede lo mismo. En esta ciudad vive en vilo, te­miendo romperse una pierna y que le lleven a un hospital. Sus médicos de toda la vida son los únicos que quiere; le asusta caer en manos de unos desconocidos que ni siquiera le cuenten qué le están haciendo. A él, que ha sufrido ya ocho operaciones y que no puede comer grasas, ni pastas, ni queso, ni nada. Camina de forma vacilante, porque han tenido que mejorar su cir­culación sanguínea por medio de un puente en­tre las arterias. Y debe ponerse gotas en los ojos cada 12 horas desde que le operaron de un glau­coma. Todo esto y su tendencia morbosa a sen­tirse huérfano de muchas cosas le convierten en un tipo triste. "Bueno", dice él, "soy bastante escéptico por motivos históricos y familiares". Y entonces habla de la guerra civil española, como si él mismo hubiera estado en el frente hace 55 o 56 años. Porque Joaquín Lavado, Quino, va con el pasado a cuestas.
"Esa guerra de España la sentía como mía, porque mi madre estaba tejiendo ropa todo el día para mandar hasta acá, y mi padre era repu­blicano y hablaba de las ciudades que los rojos habían perdido, y aquello era un drama. Pero además mi abuela me decía muy convencida: `Mira lo que han hecho los tuyos', y me enseña­ba fotos de ciudades destruidas por los america­nos durante la II Guerra Mundial, porque ella no quería a los yanquis, mientras que yo me pa­saba el día en el cine solo, desde los ocho años, y los había convertido en mis héroes. Para mí, cuando jugaba a soldaditos, los malos eran los japoneses".
Quino habla a menudo de esta historia cuan­do le entrevistan. Parece más obsesionado con la guerra española que el mismo Santiago Carri­llo. Como si fuera lo más importante que le ha sucedido. Ésta es, para él, una historia recurren­te, pero no es la única. La otra es la tristeza que todavía siente por haber perdido a sus padres, cuando tenía seis y diez años. Y eso provoca en él una sensación de orfandad de la que nunca ha podido desprenderse. "No sé de dónde soy ni quién soy. Es algo que nos sucede a los argentinos. Es rarísimo en­contrar a un argentino que sólo sea descendiente de italianos o de españoles, como sucede conmigo. Lo normal es que sea mezcla de varias procedencias, y eso provoca la sensación de no ser de ningún sitio".
Cuando se le comenta que a los estadounidenses les ha sucedido lo contrario, que la mezcla de nacio­nalidades ha impulsado el naci­miento de un sentimiento muy fuerte de país, Quino dice: "Sí, es cierto", pero no dice nada más. A veces se queda así, pensativo, asin­tiendo, pero sin buscar razones o argumentos. Parece rendirse ante la evidencia, o tal vez la pereza le invade y renuncia a seguir pensando. Lo mismo sucede al comentarle que, a pesar de que él se siente muy feminista y de que asegura encon­trarse más a gusto entre mujeres que entre hom­bres, muchos de sus dibujos de humor se basan en la historia de un hombre que lo pasa mal por­que una mujer le atosiga o no le deja hacer nada. "Eso es un aprendizaje", dice, "lo he co­piado de una tradición que presenta las cosas de ese modo. Pero no es mío, porque, en efecto, a mí me gustan más las mujeres que los hombres, me parecen más positivas".
Quino dejó de dibujar a Mafalda, lo suyo, lo genuino, lo que todo el mundo encontró como propio, en 1973. Se lo pensó durante tres años, como si se tratara de un divorcio. Su mujer le empujaba para que diera fin a un trabajo diario que le ataba a una disciplina que no había ma­nera de romper. Los Lavado no podían ir al tea­tro, ni al cine, ni a cenar con amigos, porque Quino, cada día, debía dedicar cinco horas a realizar sus dibujos y llevarlos a la redacción del diario donde se publicaban. Por supuesto, hacer un viaje era una auténtica utopía. Este es­tado de cosas coincidió con un cansancio de Quino respecto a los personajes, sobre todo a Mafalda, esa niña a la que le debía todo, sin em­bargo.


Hacía tiempo que sentarse ante el papel era un verdadero martirio; se repetía, la imagina­ción no respondía, y empezó a tomarle ma­nía al personaje. Aunque Quino, que es consciente de su deuda sentimental con Ma­falda, no llega a decirlo abiertamente. "Bue­no, mi relación con ella", dice, después de insistirle mucho, "es la misma que tendría un fabricante de sillas con una silla que hu­biera estado fabricando durante 10 años y que desea cambiar. Sólo eso".
Y, sin embargo, Mafalda fue una revolu­ción del comic. Cuando a Julio Cortázar le preguntaron qué pensaba de Mafalda, el es­critor contestó: "Bueno, me parece más in­teresante saber lo que Mafalda piensa de mí". Así era ella. Incorruptible, inapelable, seca y certera. Y con ese carácter interpela­ba sobre la guerra de Vietnam, los derechos humanos o las injusticias de la sociedad que le dieron sentido. ¿Es Mafalda como una niña revieja? "Sí, creo que sí", dice Quino. Mientras, tienes la sensación de que no le gusta seguir hablando de un personaje que le ha comido vivo, porque haga lo que haga siempre le preguntarán por ella; aunque él desee hablar de su otro trabajo, las tiras de humor que nunca ha dejado de hacer.
—Pero ¿realmente a usted le gustan los niños? Parece que sólo los utilizaba para po­ner en su boca las preguntas que se hacían los adultos de aquella época.
—Creo que los niños son más absurdos que Mafalda, más disparatados. Bueno, sin embargo, me gustan los niños. Hasta hace poco era de esos que, cuando se encuentran con un niño en el metro o en un avión, les siguen la corriente. Les dejaba que se me pe­garan hasta ese extremo en que ya no hay modo de quitárselos de encima.
Y hace un gesto de sentirse completa­mente abrumado. Él no ha tenido hijos para no hacerles pasar por el trago de quedarse huérfanos, dice, como a él le sucedió. Y ade­más porque cuando se casó vivía en la habi­tación de servicio de la casa de sus suegros.


Luego, al mudarse de casa, como era peque­ña y él necesita mucho espacio para su tra­bajo, los niños siguieron esperando. "Siem­pre he dibujado en casa, y no me imagino cómo se puede trabajar mientras oyes llorar a un niño o le ves corriendo alrededor de tu mesa. En fin, luego ya nos dio pereza".
En cuanto a él, cree que, si se para a pen­sar en el Quino niño, no se gusta mucho. Ha sido de adulto, después de los 40, cuando ha empezado a disfrutar de la vida. A saborear una película o un concierto de música. De niño era un ser retraído que se horrorizaba ante la idea de ir a una tienda a comprar un lápiz. Jugaba en el patio que había detrás de su casa, donde había un árbol a cuya som­bra se cobijaba. Allí pasaba las horas siem­pre solo. "Cogía una mosca, le quitaba un ala, la dejaba volar para ver qué dificultades tenía. Luego le arrancaba la otra y la ponía en un hormiguero para ver cómo se la co­mían las hormigas. También fabricaba in­secticidas mezclando productos que encon­traba por la casa, y con un cuentagotas se los iba administrando para ver los efectos".
Como era solitario y retraído, le dio por dibujar, y ya desde los 16 años supo que ésa sería su profesión. A pesar de que Mafalda nació por encargo de una fábrica de electro­domésticos, otros personajes de la tira están inspirados en gente que Quino conoció. Guille es su sobrino del mismo nombre. Hoy toca la flauta travesera en la Orquesta Na­cional de Chile. El padre de Manolito es el padre de un amigo suyo. En la vida real, este hombre tenía una panadería y quería que su hijo siguiera la tradición del oficio. Pero él, al contrario que Manolito, se fue a vivir a casa de Quino y se hizo periodista. Años más tarde, fue el primero que publicó las tiras de Mafalda en un periódico. Más ade­lante, Quino se enfadó con él porque se negó a dejarle publicar las mismas tiras en un pe­riódico del interior. Desde entonces, Quino estuvo años sin hablarle. Este hombre fue uno de los desaparecidos durante la dicta­dura militar argentina, y Quino, que no se reconcilió con él, a pesar de que su amigo lo intentó repetidamente, nunca se lo ha per­donado. "Yo no quería estar toda la vida enfadado; sólo quería darle una lección. Pero desapareció y nunca pude reconciliar­me con él. Y ahora me siento muy cul­pable".



 Quino abandonó su país en antes de que le hicieran desaparecer. Luego se entusiasmó con Alfonsín, dibujó para su campaña y puso en él todas sus esperanzas. Este nuevo fracaso de su país le dejó aún más desolado. Ahora se ha convertido en un escéptico. "Bueno", dice, "creo que lo he sido siempre". Y abre sus ojos claros un poco más mientras levanta la vista hacia el techo, como si dijera: si es que yo no tengo remedio.
"Usted no tiene fe en el género humano, ¿verdad?". Calla y luego responde: "No tengo ninguna fe. Los intentos políticos, los mejores, han fracasado por la mala leche del ser huma­no". Cuando se le pregunta si se refiere al comu­nismo, porque hay una cierta vaguedad en todo lo que Quino dice, contesta: "Sí, aunque pienso que el socialismo es lo único que tiene futuro". Recuerda, dice, que "hasta que el hombre voló, muchos se mataron intentándolo, que la Revo­lución Francesa costó muchas vidas. Parece que los humanos somos incapaces de hacer nada sin sangre, pero espero que con todos los proble­mas y los sufrimientos logremos mantener viva esa idea".
Pero antes de despedirnos, y a pesar de que ha dicho varias veces que se está mostrando muy pesimista y que eso no le gusta, añade: "La verdad es que no queda ningún Felipe. Sólo hay hijos de puta, como Susanita. Preci­samente durante la guerra del Golfo, un taxis­ta suizo en cuyo coche yo viajaba, al comentar el horror de unas imágenes de la guerra que acababa de ver por televisión, me dijo: 'Bue­no, a mí lo que me preocupa de verdad es que mi propio búnker sea seguro'. Entonces recor­dé que Susanita, en una tira sobre la guerra de Israel, comentaba: menos mal que el mundo está lejos. Me parece que en este momento la mayoría piensa de esa manera".



 QUINOTERAPIA
Gabriel García Márquez
Quino, con cada uno de sus libros, lleva ya muchos años demostrándonos que los niños son los depositarios de la sabiduría. Lo malo para el mundo es que a medida que crecen van perdiendo el uso de la razón, se les olvida en la escuela lo que sabían al nacer, se casan sin amor, trabajan por dinero, se cepillan los dientes, se cortan las uñas, y al final —convertidos en adultos miserables— no se ahogan en un vaso de agua, sino en un plato de sopa. Comprobar esto en cada libro de Quino es lo que más se parece a la felicidad: la quinoterapia.







 Mafalda nació así, igual que todos: por casuali­dad. En su caso, y por pertenecer al mundo de los sueños, tuvo como progenito­res una lavadora y un lapicero.

Joaquín Lavado era en 1963 un simple dibujante de anuncios. Siempre se llamó Quino. En reali­dad, él no supo su nombre y su apellido hasta que fue al colegio. Se llevó un susto al oír cómo le lla­maban. "Me dijeron Joaquín La­vado, y yo creía que me llamaba Quino".

Al treintañero dibujante publi­citario Quino le encargaron que se inventase una familia media, para una campaña de electrodomésti­cos. En Argentina, las grandes marcas patrocinaban programas, dibujos y espacios periodísticos. Las tiras de Quino debían servir como publicidad indirecta, con su formato de historietas y su fondo de subliminal consumismo. Eso sí, sin disimular que el patrocinio co­rrespondía a Mansfield. Y, para seguir los juegos de letras habitua­les en esa técnica, allí estaba el nombre de Mafalda, la protago­nista.

Joaquín Lavado dibujó con ese motivo 12 tiras donde los padres y los hijos vivían diversas escenas que precisaban de lavadoras y fri­goríficos. Pero la campaña se sus­pendió. Quino intentó entonces aprovechar su trabajo y envió las tiras a algunos periódicos. Se encontró con que las rechazaban porque se veía demasiado el plu­mero a aquellos empresarios aga­zapados tras el salario y el ingenio del dibujante. Y que no iban a pa­gar por esa atractiva publicidad sin marca. Mafalda se fue al cajón.

En 1963, Primera Plana —una publicación estrella— le pidió que rescatara aquellos dibujos, y Qui­no ideó un argumento: la niña ha­cía preguntas, sus padres las con­testaban (o no) y ella obtenía sus conclusiones.

Las tiras mostraban claramen­te una idea común: los mayores enseñan a los niños que no rom­pan los jarrones, pero los niños es­cuchan la radio y ven que se rom­pe el mundo. ¿Por qué diablos los mayores no hacen lo que enseñan a los niños?

El éxito fue espectacular, tanto entre el público de quienes plan­tean las preguntas —los niños—como entre quienes no saben cómo responderlas. Un editor avispado publicó en 1966 las 140 primeras tiras. Esperaba vender 3.000 ejemplares en dos meses y los agotó en dos días. En los años sucesivos Mafalda se extendió por todo el mundo. En 1968 se publicó la traducción italiana; en 1970 ya estaba en Alemania, Portugal, Finlandia, España y en toda Lati­noamérica. Sólo Estados Unidos prescindió de la niña que se pre­guntaba tanto por la guerra (en­tonces era la del Vietnam). Pero en 1972 Mafalda triunfaba en Fran­cia, y se sucedieron luego las edi­ciones en japonés, griego, inglés... y gallego.

El autor no podía disfrutar mucho del éxito. La tira que lle­vaba una sonrisa y un susto cada semana se trasladaría después a cada uno de los días del periódi­co. El esquema Mafalda-papás se había agotado, y por eso creó Quino a Susanita. Y más tarde amplió el reparto.

Poco a poco Mafalda acabó convirtiéndose en un personaje que canalizaba las preocupacio­nes de los argentinos. Quino se vio sometido a un gran esfuerzo por permanecer a la altura de las expectativas. Y ser genial todos los días del año lleva su trabajo. Acabó agotado. Además, incluso le costaba dibujar los personajes. Se levantaba a las ocho de la ma­ñana, buscaba ideas y desperdi­ciaba bosquejos hasta las cincode la tarde y dibujaba hasta las nueve de la noche. Su esposa, Alicia, le resolvía mientras tanto su relación con el mundo. Él sólo le daba vueltas a la próxima tira: "Cada vez tengo menos ideas".
En 1973, en pleno éxito, deci­dió que antes de matar su propio ingenio debía matar a la niña sa­bia. Sintió una liberación.

A partir de ese momento hizo dibujos más originales, más grandes, más creativos, sin per­der ese humor cáustico que le de­fine. Surgieron entonces los nos­tálgicos de Mafalda. Quizás mu­chos lloraron por ella y las lágri­mas les impidieron ver a Quino. que seguía vivo. Y genial.

Sin embargo, la niña sabia so­brevivía. En España se venden al año 100.000 ejemplares de sus distintos libros de historietas. Ahora se van a editar conjunta­mente —por vez primera— sus 1.928 tiras. Una empresa radica­da en Milán se cuida de los dere­chos de autor relativos al perso­naje. Mafalda y sus amigos están presentes aún en tesis doctorales. y también en llaveros, camisetas, pegatinas... Y hasta en una pe­lícula de 80 minutos estrenada en 1980. A Quino le preocupa mu­cho la imagen de su critatura. Por eso en esta exposición que se inaugura en Madrid veía muchos inconvenientes: cómo son estos dibujos en color —Quino siem­pre publicó en blanco y negro—, cómo se les recrea en tres dimen­siones... Le da miedo estropear la idea que cada uno se ha forma­do de ellos. Y le viene a menudo a la cabeza aquella frase que le dijo una niña cuando descubrió a Mafalda como dibujo animado: "Sí, está muy bien; pero, che, su voz no es la misma".










El Pais Semanal Marzo de 1992

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy interesante todos los detalles sobre la vida de Quino que yo no conocía y revelador que no se dejase publicar las tiras de Mafalda en los EEUU de R.Nixon. Me pregunto si al final alguna editorial norteamericana pudo publicar las tiras de Mafalda.

Saludos desde Madrid.

Gustavo dijo...

No se si Publicaron en EEUU pero donde estudie en el Seminario IBRP los misionero Americanos pidieron agregar a la Biblioteca la colección de Mafalda, decia uno de ellos que era muy divertida la forma de conocernos culturalmente