TINTIN
Hace 60 años nació, de la mano de Hergé, un
dibujante genial, uno de los grandes personajes de
nuestro tiempo: Tintín. Un dibujo de carne y hueso
que a lo largo de su vida se ha convertido en un
auténtico héroe de papel. Un mito del que hoy El
País Semanal comienza a publicar una de sus más
logradas aventuras: El templo del Sol.
HÉROE DE CARNE Y LÁPIZ
Texto: Alberto Anaut
Ilustración: Fernando Kano
Ilustración: Fernando Kano
Este chiquito rubio y repeinado, sabelotodo y un tanto repelente, está a punto de cumplir —como el Cid, después de muerto— la friolera de 60 años. Nació el
10 de enero de 1929 en las páginas
infantiles de un periódico belga de
rancio abolengo católico, y desde entonces, usando y abusando
de su profesión de pe¬riodista (aunque
de su pluma nunca haya nacido ni una miserable
crónica), no ha parado de rodar por el mundo. Desde la Rusia
soviética de los años del anticomunismo militante hasta la
Centroamérica de los mil golpes no
ha habido rincón del planeta en el
que este sagaz reportero no haya dejado su huella. Ni las nieves del Tíbet, ni las arenas de
Arabia ni las profundidades de los mares que escondían el tesoro de Rackham el Rojo, han sido capaces de pararlo.
Un total de 150 millones de ejemplares vendidos, una corte de seguidores maniáticos que se vanaglorian de conocer hasta el último detalle de la vida de su héroe (por ejemplo, cómo la única vez que el fiel Milú muerde a su amo es en la página 57 de La estrella misteriosa, o cómo se permite beber vino rosado única y exclusivamente a la altura de la página 41 de su aventura en El país del oro negro) y una gran familia de personajes de ficción tan reales como la vida misma son la prueba inequívoca del triunfo de Tintín.
No fuma, no bebe, nunca se le ha visto en compañía de una chica, apenas come, nada se sabe de sus padres, y aunque tiene oficio, no consta que le dé beneficio alguno. Carece de los más elementales parámetros de identidad, y sin embargo ha logrado traspasar las estrechas barreras del papel y convertirse en un ser absolutamente real. Tanto como para obligar al mismísimo general De Gaulle a confesar a André Malraux que su único rival en el mundo era Tintín, o forzar a sus editores a reservarse los derechos de sus historietas para todos los países del mundo, incluidos Syldavia y Borduria, naciones que, al menos mientras no se demuestre lo contrario, se encuentran solamente en la imaginación de su creador.
Tanto, también, como para que la portera de la casa de Tintín, Madame Pinson, se viera obligada a inscribirse en la oficina de desempleo cuando al genial Hergé se le ocurrió mo- rirse, hace casi seis años, y dejar a un par de docenas de personajes de su fantasía perdidos por un mundo que no era el suyo y sin medio de vida conocido. Tal y como están las cosas.
Estamos, pues, en que era humano. Tan humano como para someterse a un completo análisis astrológico que demostrara lo evidente: Tintín, como buen capricornio, era capaz de mantener un extraño distanciamiento de los demás, permanecer extrañamente ensimismado y escudarse en una pretendida frialdad para defenderse de las emociones que vivía con intensidad. Al menos eso asegura el horóscopo 54.829 de la sociedad Astroflsh, que ha descubierto a través de conjunciones, oposiciones y ascendentes lo que los seguidores habituales de Tintín conocen a la perfección: que si se piensa bien no hay ninguna razón que explique cómo este héroe repelente es capaz de levantar tanto amor entre sus fieles lectores.
"Tintín soy yo", había dicho en un arranque de pasión su creador, un belga llamado Georges Rémi, que escondió su verdadero nombre tras el seudónimo de Hergé. Es posible que tuviera razón, y de tan extraordinario parecido dan fe algunos de sus colaboradores más cercanos. A fin de cuentas, él fue quien lo inventó, hace ahora casi 60 años,
para salvarse de la monotonía de su trabajo como ilustrador de malas historietas escritas por otros: quien lo mandó a descubrir los horrores del país de los soviets, quien le hizo matar decenas de animales (algo de lo que se arrepentiría siempre) en el Congo, pelear contra el mismísimo Al Capone en América, fumar opio en un antro chino, arriesgarse a subir a la Luna en 1952 —con casi tan buen ojo como Julio Verne— para anticiparse a lo que bastantes años más tarde sería realidad, buscar desesperadamente a su amigo (éste sí, de carne y hueso) Tchang Tchong-jen por las nieves del Tíbet o soportar estoicamente cómo Bianca Castafiore, el ruiseñor milanés (de la que, por cierto, esos coleópteros de la Scala de Milán aseguran no saber nada), se arranca una vez más con el aria de las joyas, sin que el pobre Verdi se removiera en su tumba.
Hergé fue quien le dio mala vida en todas y cada una de sus historias y quien, para compensarle de tanto ir y venir, acabó convirtiéndolo en un héroe capaz de llenar la estación de Bruselas de fans cada vez que finalizaba una de sus historietas y sus editores decidían que regresara a casa.
Hoy, a sus 60 años y con su creador muerto, Tintín se ha convertido en un auténtico mito. Y no sólo, naturalmente, de los críos. Porque aunque sus historietas comenzaran a publicarse en aquel Le Petit Vingtiéme pensado para los chavales, aquellos chavales fueron creciendo y hoy son sus hijos (muchos de ellos con familia propia) los más fanáticos seguidores de este héroe de colores con alma de boy scout. Tanto, que han elevado a Tintín a los altares del consumo, y así hoy es posible comprar relojes con la cara de este rubio con mechón rebelde, tener exactas reproducciones (a escala, naturalmente) del cohete de Objetivo, la Luna, el hidroavión de El cangrejo de las pinzas de oro o el minisubmarino con el que se encontró el tesoro de Rackham el Rojo; poner en casa esculturas con el héroe haciendo yoga antes de perseguir a los Pícaros o de Hernández y Fernández (Dupont y Dupond en su versión original) haciendo el pavo, o visitar muy serios y durante horas una exposición sobre el museo imaginario que el viejo Tintín ha ido acumulando a lo largo de sus historietas por todo lo largo y ancho de este mundo. Así están las cosas.
Tintín es un mito, y su creador se ha forrado con él. Pero que nadie diga que logró el éxito por dinero. Al contrario: Hergé fue siempre un personaje desprendido, al que la fantasía popular trataba de encasquetar palacios y riquezas mientras él se empeñaba en demostrar que lo único importante era continuar con un trabajo bien hecho (cada vez mejor hecho) y seguir animando a unos personajes que, un tanto sorprendentemente para su creador (que
nunca negó influencias y al que nunca se podrán regatear enormes dosis de genialidad), habían traspasado los límites razonables de la popularidad para entrar por derecho propio en el mundo de los vivos. Y si no que se lo digan a aquel crío que escribió una carta a Hergé para quejarse de que no le gustaba nada "el capitán Haddock en el cine, porque no tiene la misma voz que en los álbumes". Sin comentarios.
El negocio de Tintín no es, sin embargo, producto de la casualidad. A partir de unos primeros trabajos francamente malos —Tintín en el país de los soviets es un auténtico desastre de dibujo—, Hergé inició una fantástica tarea de perfeccionamiento que lo llevó a construir obras maestras de la historieta. Él, que tanto amaba el arte abstracto, dio vida a unos dibujos de extrema sencillez que encerraban no obstante una enorme complejidad.
Una minuciosa tarea de documentación e investigación, iniciada en El loto azul gracias a las advertencias de un lector horrorizado por la posibilidad de que Tintín desembarcara en una China llena de tópicos trasnochados, llevó a Hergé a hacerse construir minuciosas maquetas de su cohete lunar, tomar durante la guerra apuntes de una mansión que resultó estar atestada de miembros de las SS o viajar personalmente a Ginebra para identificar sobre el terreno una curva en la carretera que permitiera un resbalón de un coche con el consiguiente chapuzón en el lago, metido como estaba en plena persecución de El asunto Tornasol.
Con un equipo de 10 colaboradores —agrupados en los Estudios Hergé desde los años cincuenta—, Hergé pilotó hasta el último minuto sus aventuras. Jacobs, Bob de Moor, Jacques Martin y otros muchos estuvieron a su lado buscando documentación, preparando escenas, pintando paisajes tan ricos como los de El templo del Sol, pero Hergé nunca dejó que nadie tocara a sus héroes. Así que no tuvo ningún inconveniente en encargar a Alice Devost que coloreara sus primeras historietas, que habían salido en blanco y negro (no dibujó en color hasta La estrella misteriosa, publicada en plena guerra, en 1942), pero no permitió nunca que ninguna mano extraña diera vida a su joven héroe, ni a su querido fox-terrier, ni al capitán, ni al bueno de Tornasol, ni a los incansables Hernández y Fernández (cuyas inefables gabardinas escogerían con el tiempo los famosos Albertos para su primera aparición ante la Prensa), ní al pesado de Serafín Latón, ni al malvado Rastapopoulos, ni tan siquiera a la terrible Castafiori, a la que sorprendentemente Hergé convirtió en cantante de ópera, cuando él odiaba la ópera. Tal vez fuera un amor un poco loco, como el de Onassis por María Callas, de la que el millonario griego confesaba a sus amigos que sería perfecta si no supiera cantar.
"En el creador Hergé", ha confesado Baudouin van den Branden, uno de sus más persistentes colaboradores, "los dos aspectos que me impresionaron más (por su sorpren- dente contraste) eran: por una parte, la simplicidad narrativa, y por otra, la complejidad gráfica".
Gracias a la primera de sus virtudes, Tintín es un héroe para todos los públicos y protagoniza historias asombrosamente sencillas pese a su endiablada fantasía.
Gracias a la meticulosidad de sus dibujos, la lectura de Tintín en el Tíbet anticipa a los viajeros lo que descubrirán bajo la cumbre del Himalaya, y los templos incas son exactamente iguales a como aparecen en El templo del Sol. Aunque para lograr tal realismo Jacobs tuviera que comprarse un poncho de rayas y posar una y mil veces en las más variadas posturas para conseguir que los pliegues fueran bien precisos a la
hora de pasar al papel impreso.
Hergé era meticuloso hasta la saciedad, y ahí está precisamente el secreto de su éxito. Porque gracias a esos paisajes tan selectos y esa línea clara que le ha hecho famoso, todas las aventuras de sus héroes son creíbles. Como lo es incluso el mensaje bienintencionado de Tintín, muy cercano en sus comportamientos a los de un niño educado que todos los días a la salida de la catequesis hubiera dejado volar su imaginación para construir unas fantásticas aventuras que se han convertido en clásicos del comic. Acusado de colaboracionista durante la guerra, porque publicó en un periódico que lo era; tachado de racista porque en algunas de sus historias hacía hablar en negro a los negros; etiquetado como anticomunista por una trasnochada historia sobre los soviets, que no hacía más que reflejar lo que la Europa de siempre pensaba de la revolución que se vivía en las calles de Leningrado, Hergé-Tintín siempre se defendió enarbolando la bandera de la amistad, el pacifismo y la permanente critica ante la injusticia.
Probablemente no lo necesitaba. Porque a lo que no podía aspirar era a imponer a millones de personas una criatura diseñada a su antojo y semejanza y además irse de rositas. El triunfo siempre tiene sus contrapartidas. Sobre todo cuando se logra de la mano de un héroe que, como Tintín, es irritantemente perfecto. Si no, pasen y vean.
El templo del Sol —que El País Semanal empieza hoy a publicar— es una magnífica muestra de todo ello. Un Tintín absolutamente genial.
Publicado en el Pais Semanal en algun momento de 1989
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