jueves, 20 de octubre de 2011

TINTIN HÉROE DE CARNE Y LÁPIZ

TINTIN
Hace 60 años nació, de la mano de Hergé, un
dibujante genial, uno de los grandes personajes de
nuestro tiempo: Tintín. Un dibujo de carne y hueso
que a lo largo de su vida se ha convertido en un
auténtico héroe de papel. Un mito del que hoy El
País Semanal comienza a publicar una de sus más
logradas aventuras: El templo del Sol.
HÉROE DE CARNE Y LÁPIZ







Texto: Alberto Anaut
Ilustración: Fernando Kano
Este chiquito rubio y repeinado, sabelotodo y un tanto repelente, está a punto de cumplir —como el Cid, después de muerto— la friolera de 60 años. Nació el 10 de enero de 1929 en las páginas infantiles de un periódico belga de rancio abolengo católico, y desde entonces, usando y abu­sando de su profesión de pe¬riodista (aunque de su pluma nun­ca haya nacido ni una misera­ble crónica), no ha parado de rodar por el mundo. Desde la Rusia soviética de los años del anticomunismo militante hasta la Centroamérica de los mil gol­pes no ha habido rincón del pla­neta en el que este sagaz repor­tero no haya dejado su huella. Ni las nieves del Tíbet, ni las arenas de Arabia ni las profundi­dades de los mares que escon­dían el tesoro de Rackham el Rojo, han sido capaces de pa­rarlo.
Un total de 150 millones de ejemplares vendidos, una cor­te de seguidores maniáticos que se vanaglorian de conocer hasta el último detalle de la vida de su héroe (por ejemplo, cómo la única vez que el fiel Milú muerde a su amo es en la página 57 de La estrella miste­riosa, o cómo se permite beber vino rosado única y exclusiva­mente a la altura de la página 41 de su aventura en El país del oro negro) y una gran familia de personajes de ficción tan reales como la vida misma son la prueba inequívoca del triun­fo de Tintín.
No fuma, no bebe, nunca se le ha visto en compañía de una chica, apenas come, nada se sabe de sus padres, y aunque tiene oficio, no consta que le dé beneficio alguno. Carece de los más elementales parámetros de identidad, y sin embargo ha lo­grado traspasar las estrechas barreras del papel y convertirse en un ser absolutamente real. Tanto como para obligar al mismísimo general De Gaulle a confesar a André Malraux que su único rival en el mundo era Tintín, o forzar a sus editores a reservarse los derechos de sus historietas para todos los paí­ses del mundo, incluidos Sylda­via y Borduria, naciones que, al menos mientras no se demues­tre lo contrario, se encuentran solamente en la imaginación de su creador.
Tanto, también, como para que la portera de la casa de Tin­tín, Madame Pinson, se viera obligada a inscribirse en la ofi­cina de desempleo cuando al genial Hergé se le ocurrió mo- rirse, hace casi seis años, y dejar a un par de docenas de per­sonajes de su fantasía perdidos por un mundo que no era el suyo y sin medio de vida cono­cido. Tal y como están las cosas.
Estamos, pues, en que era humano. Tan humano como para someterse a un completo análisis astrológico que demos­trara lo evidente: Tintín, como buen capricornio, era capaz de mantener un extraño distancia­miento de los demás, permane­cer extrañamente ensimismado y escudarse en una pretendida frialdad para defenderse de las emociones que vivía con inten­sidad. Al menos eso asegura el horóscopo 54.829 de la socie­dad Astroflsh, que ha descu­bierto a través de conjunciones, oposiciones y ascendentes lo que los seguidores habituales de Tintín conocen a la perfec­ción: que si se piensa bien no hay ninguna razón que explique cómo este héroe repelente es capaz de levantar tanto amor entre sus fieles lectores.
"Tintín soy yo", había dicho en un arranque de pasión su creador, un belga llamado Georges Rémi, que escondió su verdadero nombre tras el seu­dónimo de Hergé. Es posible que tuviera razón, y de tan ex­traordinario parecido dan fe al­gunos de sus colaboradores más cercanos. A fin de cuentas, él fue quien lo inventó, hace ahora casi 60 años, 









para salvarse de la monotonía de su traba­jo como ilustrador de malas historietas escritas por otros: quien lo mandó a descubrir los horrores del país de los soviets, quien le hizo matar decenas de animales (algo de lo que se arrepentiría siempre) en el Congo, pelear contra el mismí­simo Al Capone en América, fumar opio en un antro chino, arriesgarse a subir a la Luna en 1952 —con casi tan buen ojo como Julio Verne— para antici­parse a lo que bastantes años más tarde sería realidad, bus­car desesperadamente a su amigo (éste sí, de carne y hue­so) Tchang Tchong-jen por las nieves del Tíbet o soportar es­toicamente cómo Bianca Cas­tafiore, el ruiseñor milanés (de la que, por cierto, esos coleópteros de la Scala de Milán aseguran no saber nada), se arranca una vez más con el aria de las joyas, sin que el pobre Verdi se remo­viera en su tumba.
Hergé fue quien le dio mala vida en todas y cada una de sus historias y quien, para compen­sarle de tanto ir y venir, acabó convirtiéndolo en un héroe ca­paz de llenar la estación de Bruselas de fans cada vez que finalizaba una de sus historie­tas y sus editores decidían que regresara a casa.
Hoy, a sus 60 años y con su creador muerto, Tintín se ha convertido en un autén­tico mito. Y no sólo, natu­ralmente, de los críos. Porque aun­que sus his­torietas co­menzaran a publicarse en aquel Le Petit Vingtiéme pensado para los chavales, aquellos cha­vales fueron creciendo y hoy son sus hijos (mu­chos de ellos con familia propia) los más fa­náticos seguidores de este hé­roe de colores con alma de boy scout. Tanto, que han elevado a Tintín a los altares del consu­mo, y así hoy es posible com­prar relojes con la cara de este rubio con mechón rebelde, te­ner exactas reproducciones (a escala, naturalmente) del cohe­te de Objetivo, la Luna, el hi­droavión de El cangrejo de las pinzas de oro o el minisubmari­no con el que se encontró el te­soro de Rackham el Rojo; po­ner en casa esculturas con el héroe haciendo yoga antes de perseguir a los Pícaros o de Hernández y Fernández (Du­pont y Dupond en su versión original) haciendo el pavo, o vi­sitar muy serios y durante ho­ras una exposición sobre el mu­seo imaginario que el viejo Tin­tín ha ido acumulando a lo lar­go de sus historietas por todo lo largo y ancho de este mundo. Así están las cosas.
Tintín es un mito, y su crea­dor se ha forrado con él. Pero que nadie diga que logró el éxi­to por dinero. Al contrario: Hergé fue siempre un personaje desprendido, al que la fantasía popular trataba de encasquetar palacios y riquezas mientras él se empeñaba en demostrar que lo único importante era conti­nuar con un trabajo bien hecho (cada vez mejor hecho) y seguir animando a unos personajes que, un tanto sorprendente­mente para su creador (que
nunca negó influencias y al que nunca se podrán regatear enor­mes dosis de genialidad), ha­bían traspasado los límites ra­zonables de la popularidad para entrar por derecho propio en el mundo de los vivos. Y si no que se lo digan a aquel crío que escribió una carta a Hergé para quejarse de que no le gus­taba nada "el capitán Haddock en el cine, porque no tiene la misma voz que en los álbu­mes". Sin comentarios.
El negocio de Tintín no es, sin embargo, producto de la ca­sualidad. A partir de unos pri­meros trabajos francamente malos —Tintín en el país de los soviets es un auténtico desastre de dibujo—, Hergé inició una fantástica tarea de perfecciona­miento que lo llevó a construir obras maestras de la historieta. Él, que tanto amaba el arte abs­tracto, dio vida a unos dibujos de extrema sencillez que ence­rraban no obstante una enorme complejidad.
Una minuciosa tarea de do­cumentación e investigación, iniciada en El loto azul gracias a las advertencias de un lector horrorizado por la posibilidad de que Tintín desembarcara en una China llena de tópicos tras­nochados, llevó a Hergé a ha­cerse construir minuciosas ma­quetas de su cohete lunar, to­mar durante la guerra apuntes de una mansión que resultó es­tar atestada de miembros de las SS o viajar personalmente a Ginebra para identificar sobre el terreno una curva en la carre­tera que permitiera un resbalón de un coche con el consiguiente chapuzón en el lago, metido como estaba en plena persecu­ción de El asunto Tornasol.
Con un equipo de 10 colabo­radores —agrupados en los Es­tudios Hergé desde los años cincuenta—, Hergé pilotó hasta el último minuto sus aventuras. Jacobs, Bob de Moor, Jacques Martin y otros muchos estuvie­ron a su lado buscando docu­mentación, preparando esce­nas, pintando paisajes tan ricos como los de El templo del Sol, pero Hergé nunca dejó que na­die tocara a sus héroes. Así que no tuvo ningún inconveniente en encargar a Alice Devost que coloreara sus primeras historie­tas, que habían salido en blanco y negro (no dibujó en color has­ta La estrella misteriosa, publi­cada en plena guerra, en 1942), pero no permitió nunca que ninguna mano extraña diera vida a su joven héroe, ni a su querido fox-terrier, ni al capitán, ni al bueno de Tor­nasol, ni a los incansables Hernández y Fernández (cuyas inefables gabardinas escogerían con el tiempo los famosos Albertos para su primera aparición ante la Prensa), ní al pesado de Serafín Latón, ni al malva­do Rastapopoulos, ni tan siquiera a la terrible Casta­fiori, a la que sorprendente­mente Hergé convirtió en cantante de ópera, cuando él odiaba la  ópera. Tal vez fuera un amor un poco loco, como el de Onassis por María Callas, de la que el millonario griego confesaba a sus amigos que sería perfecta si no supiera cantar.
"En el creador Hergé", ha confesado Baudouin van den Branden, uno de sus  más persistentes colaboradores, "los dos aspectos que me impresionaron más (por su sorpren- dente contraste) eran: por una parte, la simplicidad narrativa, y por otra, la complejidad gráfica".
Gracias a la primera de sus virtudes, Tintín es un héroe para todos los públicos y protagoniza historias asombrosamente sencillas pese a su endiablada fantasía.
Gracias a la meticulosidad de sus dibujos, la lectura de Tintín en el Tíbet anticipa a los viajeros lo que descubrirán bajo la cumbre del Himalaya, y los templos incas son exactamente iguales a como aparecen en El templo del Sol. Aunque para lograr tal realismo Jacobs tuviera que comprarse un poncho de rayas y posar una y mil veces en las más variadas posturas para conseguir que los pliegues fueran bien precisos a la
hora de pasar al papel impreso.
Hergé era meticuloso hasta la saciedad, y ahí está precisamente el secreto de su éxito. Porque gracias a esos paisajes tan selectos y esa línea clara que le ha hecho famoso, todas las aventuras de sus héroes son creíbles. Como lo es incluso el mensaje bienintencionado de Tintín, muy cercano en sus comportamientos a los de un niño educado que todos los días a la salida de la catequesis hubiera dejado volar su imaginación para construir unas fantásticas aventuras que se han convertido en clásicos del comic. Acusado de colaboracionista durante la gue­rra, porque publicó en un periódico que lo era; tachado de racista por­que en algunas de sus historias hacía hablar en negro a los negros; etiquetado como anticomunista por una trasnochada historia sobre los soviets, que no hacía más que refle­jar lo que la Europa de siempre pensaba de la re­volución que se vivía en las calles de Leningrado, Her­gé-Tintín siempre se defen­dió enarbolando la bandera de la amistad, el pacifismo y la permanente critica ante la injusticia.
Probablemente no lo ne­cesitaba. Porque a lo que no podía aspirar era a im­poner a millones de perso­nas una criatura diseñada a su antojo y semejanza y además irse de rositas. El triunfo siempre tiene sus contrapartidas. Sobre todo cuando se logra de la mano de un héroe que, como Tin­tín, es irritantemente per­fecto. Si no, pasen y vean.
El templo del Sol —que El País Semanal empieza hoy a publicar— es una magní­fica muestra de todo ello. Un Tintín absolutamente genial.


Publicado en el Pais Semanal en algun momento de 1989

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