martes, 18 de octubre de 2011

El misterio Vermeer

Vermeer, el pintor holandés que retrató la quietud y la belleza, es el protagonista de una de las mayores exposiciones sobre su pintura y la de la escuela de Delft que puede verse este verano en Londres. Por Antonio Muñoz Molina.


El 24 de mayo de 1921, Marcel Proust, ya muy enfermo, aunque todavía le que­daba más de un año de vida, asistió en el museo del Jeu de Paume a una exposición de pintura holandesa en la que figuraba la Vista de Delft, de Vermeer. Proust había visto el cuadro en La Haya, en 1902, y ha­bía pensado que era le plus beau tableau du monde. Esta vez, agotado, con mareos, después de una noche de insomnio, apenas sosteniéndose en pie, se fijó en una man­cha amarilla a la izquierda del cuadro, un muro bajo en el que da el sol dorado de la tarde. En esa época, Proust ya vivía mu­riéndose y consagraba a escribir las pocas fuerzas que le quedaban, y su propia en­fermedad y la cercanía presentida de la muerte se agregaban a la materia misma de su literatura, al sueño de fijar en pala­bras los instantes fugitivos del tiempo que salva a veces una revelación de la memo­ria. La visita al Jeu de Paume, el casi des­vanecimiento ante el cuadro de Vermeer, se convirtieron en un pasaje de En busca del tiempo perdido, el de la muerte del no­velista Bergotte: delante de la Vista de Delft, de esa pequeña mancha amarilla, Bergotte siente que él habría debido escri­bir así, como pintaba Vermeer, que en ese breve espacio de color está contenido el misterio del arte y la justificación de la vida. Igual que Proust, Bergotte siente que se desvanece, y tiene que sentarse en el pe­queño canapé redondo que hay delante del cuadro, pero pierde del todo el conoci­miento y cae muerto al suelo.

Si no fuera por Proust, muchos espec­tadores no habríamos reparado en la be­lleza misteriosa de ese muro amarillo, del modo en que el sol de la tarde permanece en algunas casas de la ciudad ya sombría, bajo un cielo parcialmente nublado. Mu­chos aficionados a la pintura le debemos a Proust el descubrimiento de Vermeer, y también en parte la actitud necesaria para mirar sus cuadros, que están llenos de pro­digios velados, de celebraciones silencio­sas de lo más fugitivo, lo que la mirada y la conciencia quisieran a veces inmovili­zar en el tiempo, no grandes hechos ni ges­tos arrebatados ni lugares excepcionales,


 Autorretrato. "El Arte de la Pintura" (1666-1668) es un cuadro de dimensiones reducidas (120x100). Vermeer nunca quiso desprenderse de él. Entre 1940 y 1945 perteneció a Hitler. Hoy se exhibe en el Kunsthistorisches Museum de Viena.



sino lo que está tan cerca que apenas se distingue, lo que es tan común que no se agradece, la luz que entra por la ventana de todos los días, el hilo de leche que cae de una jarra, el gesto ensimismado de al­guien que escribe o que lee una carta o que vuelve la cara hacia la puerta en la que acaba de surgir una presencia larga­mente deseada, la quietud de un callejón apartado al que casi no llegan los ruidos de la ciudad, y donde una mujer cose sen­tada en el umbral de una puerta, mientras un par de niños juegan a gatas sobre el pa­vimento: alguien ha especulado que algu­na de las ventanas que dan a ese callejón puede pertenecer a esos interiores en los que no sucede casi nada y en los que, sin embargo, la mirada del pintor nos hace asistir a un instante supremo de secreta intensidad, a una experiencia completa y memorable.

Ante un cuadro de Vermeer siempre se tiene la sensación de la nítida inmedia­tez de lo visible, pero basta detener un poco la mirada para descubrir cosas que no se habían advertido antes y también para intuir que hay algo más que no se ve, que está presente aunque no lo vean los ojos. Una muchacha está de pie delante de una espineta, la cara vuelta hacia el espectador, las manos posadas en el teclado. Pero detrás de ella, en la pared, hay un cua­dro donde se ve a Cupido, que tiene su arco en una mano y en la otra muestra un nai­pe, y entonces comprendemos que a quien mira la muchacha es al amante que acaba de entrar, para quien está reservada la si­lla que hay a la derecha, y que el rico ves­tido y el tocado de perlas y la sonrisa de ilusión contenida se corresponden con una cita en la que la música es un pretexto, y en el que intervendrán las flechas del de­seo y el azar que designa con un naipe úni­co al único que ha de recibir el amor. En una habitación con el mismo suelo ajedre­zado, aunque esta vez en penumbra, una mujer mira absorta la pequeña balanza que sostiene en la mano derecha, y en la que está pesando monedas o perlas. En la intimidad de su habitación, con los posti­gos entornados, la mujer examina sus po­sesiones materiales, lo que guardaba en el cofre ahora entreabierto sobre la mesa, monedas de oro, una cadena de oro, un co­llar de perlas. La escasa luz, la sombra de la cortina, se difunden por la pared del fon­do. que tiene una gastada cualidad mate­rial, una pared de yeso desnudo en la que hay algún clavo, que debió sujetar un cua­dro pequeño ahora descolgado, o tal vez un mapa. Pero hay un cuadro más bien oscu­ro, medio tapado por la figura de la mujer, aunque si nos fijamos no cuesta nada iden­tificar lo que representa: la apoteosis de Cristo en el Juicio Final y la resurrección de los muertos, cuyas almas van a ser pe­sadas en la balanza de la justicia divina, igual que las monedas en la pequeña ba­lanza de joyería que sostiene la mujer. Nada valdrán entonces los bienes de este mundo, las cosas tan celosamente atesora­das en el cofre, así que será mejor llevar una vida en la que nuestros actos manten­gan equilibrada la balanza de la rectitud.
Admiramos la Vista de Delft con los ojos de Marcel Proust: para aprender algo de verdad sobre Vermeer debemos inten­tar imaginarnos lo que verían en sus cua­dros sus contemporáneos. Igual que en esas escenas de la vida cotidiana en las que un catálogo muy limitado de objetos y actitudes son indicios de cosas que no se pueden ver, presencias visibles que aluden a otras presencias invisibles, la biografía de Vermeer está hecha de una serie de da­tos muy precisos, pero también bastante escasos, que nos sirven sobre todo para darnos cuenta de todo lo que ignoramos sobre el pintor. Nació en 1632, murió en 1675. Se convirtió al catolicismo para ca­sarse con la hija de una dama católica y tuvo 14 hijos, de los cuales le sobrevivie­ron nueve. No se sabe con qué maestro aprendió el oficio de pintor ni se conser­va ningún documento firmado por su mano. Murió pobre y dejó a su mujer una herencia de deudas y cuadros sin vender, y poco a poco su rastro fue perdiéndose, hasta desaparecer por completo de los re­pertorios de la pintura holandesa. En 1842, un coleccionista francés, Thoré, identificó como suya la Vista de Delft y emprendió la lenta reivindicación de su nombre, que tendría desde entonces una veladura novelesca de romanticismo: el pintor singular, hermético, apenas visible en su tiempo, olvidado durante siglos, el genio oculto que anticipó la pintura del porvenir lejano; para Proust, el emblema de la perduración de la obra de arte mu­cho tiempo después de la muerte, como una forma sagrada y precaria de la eter­nidad del alma.


 Sus mejores obras. "Estudio de una joven" (1665-1667), más conocida como "la joven de la perla", es una de las obras más emblemáticas de Vermeer.

Poco a poco, la investigación históri­ca deshace algunas leyendas, restablece ciertos hechos. En su ciudad y en su tiem­po. Vermeer no fue un desconocido: su nombre aparece en cartas y diarios de via­jeros aficionados al arte, y se sabe que presidió durante varios años el gremio de pintores de Delft, y que los precios que se pagaban por algunos de sus cuadros eran los de un artista muy considerado, aun­que de prestigio sobre todo local. También se sabe, se descubrió hace pocos años, que una gran parte del trabajo de Vermeer era comprado con regularidad por un solo co­leccionista, Pieter Claesz van Ruijven, hijo de un rico comerciante de cerveza. Que una sola persona poseyera, para su disfrute exclusivo, esas pinturas que aho­ra están dispersas por los museos del mundo nos avisa de que el hombre que las concibió tenía al menos un interlocutor adiestrado, alguien que se complacía en advertir las semejanzas entre unos cua­dros y otros, las variaciones menores so­bre un tema común, la reiteración de cier­tas actitudes y hasta de algunos objetos, indicios de lugares: los mapas en la pared, el suelo de las habitaciones, a veces en mármol negro y blanco y a veces con bal­dosas azules y rojizas, los instrumentos de música, el dibujo de una cortina o de un tapiz, una jarra blanca de vino, con tapa dorada, que tiene una presencia casi eu­carística, como en los bodegones españo­les de Sánchez Cotán.

La calidad de la pintura de Vermeer es incomparable, pero sus temas y su esti­lo tienen mucho que ver con los de otros artistas de su época, particularmente Pieter de Hooch, que pintó, igual que él, ca­llejones solitarios y escenas interiores de conversación o ensimismamiento solita­rio. Su muerte temprana no es la inmola­ción en medio de la plenitud requerida por el romanticismo, sino un hecho normal en un tiempo en el que la esperanza media de vida no llegaba a los cuarenta años. La pobreza en la que dejó a su familia no es el resultado de su condición de artista in­comprendido, de víctima de la ceguera o el convencionalismo estético de sus contem­poráneos, sino que se explica en el marco de la crisis económica que afectó a la ciu­dad de Delft y a toda Holanda según se acercaba el final del siglo XVII, acelerada por las guerras con Inglaterra y Francia.

No obstante, el misterio de la maestría de Vermeer. como el de su formación o el de su pensamiento, permanece intacto, más insondable todavía que el de Veláz­quez. De Velázquez al menos sabemos cómo era su cara: pero Vermeer, al retra­tarse a sí mismo en actitud de pintar, no se retrató de frente, sino de espaldas, aunque, eso sí, tan engalanado como Velázquez en Las meninas, celebrando con la misma arrogancia su categoría de artista, no de artesano, de hombre cultivado que conoce los libros y los símbolos, pues practica un arte liberal y no mecánica. Como Las me­ninas, el cuadro de Vermeer que se titula El arte de la pintura es un autorretrato y también un manifiesto, si bien el pintor no muestra su cara ni permite a cual­quiera adivinar el significado de lo que está delante de los ojos de todos.

 De arriba a abajo, "Mujer escribiendo"(1665-1667), "Mujer tocando la espineta"(1670-1672), "La lechera"(1657-1658) y "Mujer con una balanza"(1663-1664).


 De arriba a abajo. "El geografo"(1669), "Mujer escribiendo una carta y su ama"(1670) y "La bordadora"(1669-1670).

Como si el estudio fuera un tea­tro, un pesado cortinaje debe ser apar­tado para contemplar lo que sucede en él. Como siempre. la ventana está a la iz­quierda, pero esta vez no se ve, sólo la luz suave y tal vez nublada del día, un día acaso entre de nubes y de sol, con el aire oliendo a lluvia y a la humedad de los canales. Las baldosas blancas y ne­gras del suelo son las mismas de tantos otros cuadros de Vermeer: pero esta vez la habitación parece más grande, con el techo más alto, y la lámpara dorada que cuelga de él da una sensación más defi­nida de opulencia, igual que el cortina­je. Los interiores cerrados y familiares de Vermeer siempre contienen la suge­rencia de la anchura del mundo exterior, el que se abre al otro lado de la ventana, el que representan los mapas colgados en la pared, mapas de exploraciones y aventuras y de empresas comerciales que llevan a los buques holandeses a las regiones más extremas de Oriente.

El pintor cuya cara no veremos nunca está vestido como un caballero, con traje y gorra de terciopelo negro, en una actitud de recogimiento sin esfuer­zo, porque es importante que se sepa que un pintor no trabaja con sus manos ni fatiga ni ensucia su cuerpo, a pesar de que pertenezca a un gremio, igual que los zapateros o los toneleros. No hay nada que no sea una epifanía de las cosas materiales, del efecto de la luz so­bre las superficies, del modo en que se nota el peso del material del que está hecho el mapa o la delicadeza del tejido azul que envuelve a la modelo. Todo pertenece al mundo visible para los ojos, todo está pintado, reproducido al límite, con una paciencia china, dice Proust: pero esa muchacha que posa, frente a la luz de la ventana, la cara vuelta hacia el pintor, los ojos entorna­dos, con una corona de laurel sobre su pelo rubio, con una trompeta en la mano derecha y un libro en la izquier­da, es una modelo que no parece muy experta y también es Clio, la musa de la Historia, y la trompeta es la que hace sonar la Fama para celebrar la gloria de un héroe o de un pintor, y el libro es la gran memoria escrita en la que quedan consignados los nombres cuyo talento o heroísmo les hizo merecer la inmorta­lidad, y la corona de laurel que ciñe su pelo rubio es el trofeo de la gloria que justo en ese momento acaba de pintar el artista en el lienzo recién comenzado, casi en blanco todavía, porque lo que importa de verdad en la pintura es la idea, el concetto de los tratadistas ita­lianos, lo que es tan impalpable que sólo pueden apresarlo las pupilas aten­tas y la inteligencia.

También como en Las meninas, el espectador forma parte de la trama in­visible del cuadro: el espectador irrum­pe en el estudio, aparta a un lado la cor­tina y descubre al pintor en la cima de su gloría (y también en la de su secreto, porque no puede verle la cara). El pin­tor es el dueño de la luz, y del modo en que esa luz roza o exalta cada objeto, la textura material de cada cosa, el metal dorado de la lámpara y las vetas de már­mol del suelo, la tela azul de la túnica de la modelo y la media sonrisa de sus la­bios, el tocado azul que la envuelve como una túnica clásica, el cuero de las sillas y el bronce de los clavos, el yeso de la pared, la máscara y el libro que hay sobre la mesa. No hay nada que no sea exacto y terrenal y que al mismo tiem­po no contenga un símbolo o formule un desafio, el de la capacidad de la pin­tura para percibir y retratar las cosas, para concentrar el tiempo en un instan­te y hacer que perdure invariable lo que se pierde y se extingue tan rápidamen­te como la luz de la tarde a través de los cristales emplomados de una ventana, la misma luz que mientras tanto tal vez resplandece en otro lugar de la ciudad, en un muro bajo y amarillo, al borde del agua umbría de un canal. Vermeer no vendió El arte de la pintura: es posible que lo tuviera en su casa como una prueba del grado máximo de su maes­tría, para enseñarlo a quien lo visitara con la intención de hacerle un encargo. Qué raro destino el de tantas obras maestras que ahora no sabemos imagi­nar fuera de la celebridad populosa e in­variable de los museos: Las meninas permaneció durante muchos años colgado en una estancia sombría del alcá­zar de Madrid, en las estancias priva­das del rey. El arte de la pintura, que da la impresión de ser muy grande en las reproducciones, pero que sólo mide 120x100 centímetros, estaría en una ha­bitación de la casa en la que vivió Ver­meer sus últimos años, se quedaría col­gado en una pared cuando él murió e iría luego a parar quién sabe a qué des­vanes de almonedas, durante cuánto tiempo, siglos de oscuridad, llevado a Viena, atribuido a Peter de Hooch. En­tre 1940 y 1945 perteneció a Adolf Hit­ler... Tan sólo desde 1958 se exhibe en el Kunsthistorisches Museum de Viena.

Se ha especulado con la idea de que Vermeer se ayudó para pintar con el artificio óptico de una cámara oscu­ra. También se dice que sus cuadros re­tratan la próspera quietud y la civiliza­da reserva de la vida burguesa en Ho­landa. La idea, en ambos casos, es que el ojo del pintor es una cámara fotográ­fica, y su arte, el reflejo de un mundo que ya era exactamente así cuando él lo miraba. Pero Vermeer, mirando con más atención que nadie, no sólo mira, también inventa, urde símbolos, esta­blece con engañosa naturalidad alego­rías del deseo o de la fe católica o de la virtud de la templanza, y en él lo que está ausente siempre gravita como una presencia invisible. Dice Walter Liedke, que sabe tanto sobre Vermeer y la Ho­landa de su tiempo, que las casas bur­guesas de Delft no eran tan espaciosas como las que se ven en estos cuadros, y que las mujeres que vivían en ellas no vestían habitualmente con esa elegante opulencia ni poseían objetos tan bellos, instrumentos de música tan caros. La quietud de las habitaciones y de las fi­guras de Vermeer, la afable serenidad que tienen en su pintura las personas y las cosas, no estaban en la realidad, es­perando a que él las percibiera: él, Ver­meer, inventó ese mundo, cuadro a cua­dro, menos como un reflejo del mundo real que como una huida o un sueño, como una celebración de las cosas y un lamento por su fragilidad, por lo poco que dura un instante de equilibrio, la juventud de una cara sonriente, el sol en una pared de una ciudad a la caída de la tarde: el mismo sol, como un oro alquímico, que vio Marcel Proust poco antes de morir, casi tres siglos después de que fuera pintado, inmovilizado para siempre, salvado del tiempo. •
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'Vermeer y la escuela de Delft', la mayor exposición de obras del pintor holandés y de sus contemporáneos, se exhibe en la National Gallery de Londres del 20 de junio al 16 de septiembre.

El cuadro más bello. "Vista de Delft"(1660-1661), "el cuadro más bello del mundo", como lo llamó el escritor Marcel Proust.



El Pais Semanal Número 1290 Domingo 17 de junio de 2001






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