viernes, 25 de octubre de 2013

CAGes de Dave McKean

Por Jose Miguel Pallarés

Dave McKean -Taplow, Berkshire, 1963- es un un demiurgo inquieto y ególatra del que se puede decir que cuanto hace lo convierte en arte. El huracán británico ha arrasado allí por donde ha pasado y lo ha probado casi todo: el diseño de producción del film Ecotopia, sus trabajos publicitarios tan poco heterodoxos como llamativos - Kodak le confía el lanzamiento de un nuevo tipo de películas de color -, su impresionante labor en los sellos discográficos 4AD o Virgin -él ha sido el seleccionado para actualizar gráficamente el catálogo del popular compositor Michael Nyman-, el mazo de cartas del Tarot -1995- más alucinantes que yo haya visto sobre ideas de la escritora Rachel Pollack, impactantes portadas para CDs, se permite el lujo de hacer esperar a Stephen King para realizar juntos uno de esos híbridos que tanto le gustan entre literatura e ilustración -Wizard & Glass-, se SALE con Slow Chocolate Autopsy, una novela de lan Sinclair en cuyas tripas deambulan 40 páginas de cómic de gran complejidad formal, realiza tres cortos para los Wormwood Studios, arrasa en el ámbito digital y encima, el muy cabrón, es un consumado pianista que abarca desde un jazz-funk primerizo hasta piezas para representaciones teatrales independientes. ¿Cómo puede ser tan bueno? A tipos así hay matarlos.

Si no me he demorado elaborando un completo check-list sobre su obra, aparte de que resulta perfectamente localizable a través otras publicaciones teóricas, obedece este vacío a la variedad de su obra. En demasiadas ocasiones McKean sólo es recordado por sus portadas alucinantes para The Sandman -su capacidad para captar la esencia de cada número y plasmarlo en la portada, hacer un retrato espiritual del comic-book- y sus trabajos primeros que permitieron que Neil Gaiman tuviera la oportunidad de saltar y lucirse, amén de enamorar a un buen montón de jovencitas. Aparte del mítico Violent Cases, el megaventas Arkham Asylum, un par de números -el 27 y el 40- para Hellblazer, el delirio cenobita Wordsworth de su cómic breve Muerte habla sobre la vida -inserto en alguno de los títulos más señeros de la Línea Vértigo de la todopoderosa editorial americana DC- en el que la popular estrella del cómic explica el usa de preservativos -es más conocido por la polémica levantada por los movimientos puritanos en USA- o el arrinconado pero excelente The Truth Is Spoken Here -cuarto número de la antología A1 en su versión Epic, para la editorial Marvel-, es un tipo desconocido para el gran público. Y es una injusticia. Injusticia que, por desgracia, su libro de ilustraciones Option Click-básicamente una recopilación de las imágenes más potentes creadas para portadas de CDs- no va cambiar. Y es una injusticia. Neil Gaiman ha declarado en más de una ocasión que cuando trabaja con Dave McKean le concede todas las libertades, y no porque sea su amigo, sino porque este huraño y genial dibujante es único e irrepetible. Sirva este artículo como desagravio.



Se ha dicho que CAGes -Jaulas- es una obra pretenciosa, fallida. Con sus luces y sombras se trata de un titánico y arriesgado esfuerzo de reflexión y veo más valioso el intento de escalar el Himalaya y fracasar que subir exitosamente al Teide. Frente a miles y miles de páginas yendo por caminos trillados, Dave McKean busca para nosotros senderos inexplorados. CAGes está hecho para inconformistas, para quienes reflexionar tras la lectura de un cómic sobre la propia vida y la van a mirar de otra manera. Sin ser la Biblia agnóstica nos hallamos ante una de esas obras diferentes y abrasadoras. No me importaría que se publicasen diez obras fallidas como esta al año. Lástima que, lo habitual sea la regla inversa: una de este estilo cada diez años.

CAGes es una serie de diez números iniciada en 1990 mas, cuando ya se habían publicado siete entregas, la editorial Tundra quebró de modo que hubo que esperar hasta 1996 para ver culminada la obra bajo el sello editorial Kitchen Sink. Esta monumental obra - con dibujos a tinta iluminados con bitono, aunque paulatinamente el cómic se va haciendo menos sombrío hasta llegar al blanco y negro- y algunos delirios gráficos soberbios- supone una excusa para vertebrar sus reflexiones sobre dos temas: la búsqueda de los motivos que llevan al ser humano a creer en algo y el arte como proceso creativo redentor. Sin caer, afortunadamente, en una mística de corte New Age y con una estética que nos recuerda El cielo sobre Berlín vamos a deleitarnos en ideas personificadas, ideas que explican más que definen a los personajes, cada uno de los cuales se halla en su jaula, en su elección. Cada personaje ha fabricado su propio infierno y, por consiguiente, sólo él tiene la llave para abrir la jaula y salir. Y a lo largo de toda esta historieta tendremos oportunidad, merced a su ritmo deliberadamente lento, de penetrar en muchas jaulas y ver cada infierno. El autor no es neutral, no pretende serlo porque se halla claramente detrás de las diferentes opciones que los personajes toman.

Nos hallamos ante una obra de corte fantástico de gran profundidad en el contenido y una creatividad visual intencionadamente contenida. No obstante, lo cotidiano se entremezcla con todos esos elementos fantásticos en una espiral de meticulosa y calculada calma. En España acaba de publicarse en un cuidadísimo y enorme volumen -tapa dura- de 496 páginas por Norma Editorial. Inconveniente: el elevado precio -8.500 Ptas.-. Pero aseguro que merece la pena. Pero si es preciso advertir al lector que esta historieta mastodóntica resulta interactiva, que es preciso que el lector participe para extraer su verdadero significado. Los elementos, todos ellos, están ahí pero la interpretación sólo puede proporcionarla el propio lector. Si no se lee de este modo, CAGes ha perdido gran parte de su encanto. Podrá ser disfrutada mas ha sido una lectura infrautilizada a la que no se le ha extraído todo el jugo.

Su prólogo -El andamiaje-ya supone una advertencia sobre las obsesiones que presidirán la obra, escrito con meticuloso cuidado El andamiaje rezuma el sabor de una obra generacional, una declaración de intenciones sobre el arte y el fuego sagrado liberador del hecho de la creación, todo ello mostrado a través de una prosa alegórica -a veces onírica y a veces bíblica- sobre la creación del mundo que bucea en la parábola para ahondar en el hecho mismo de la creación, la vida y el sentido de ésta. Escondidos en la letra hallamos al gato negro como símbolo de una divinidad intermedia que conecta el arriba y el abajo. ¿Un ángel? ¿Un ser que se enfrentó a Dios por las destructivas consecuencias que sus devaneos creativos habían producido y le es dado bajar de vez en cuando a nuestro mundo para poner algunos parches?
Y, con su descenso, comienza el Capítulo 1 -


 1990- con diecinueve deliciosas páginas. No habla pero genera -el vigor de ese imposible diálogo entre el gato mimoso y mudo y el músico es memorable- y sitúa en su deambular al protagonista - un pintor en crisis llamado Leo Sabarsky-frente a Meru House. Muchos pisos. Vecinos. Vecinos atrincherados en ellos. Jaulas.

Las dieciséis páginas del 2° capítulo -La subida- contienen dos lecturas: de un lado el pintor traspasado por el dolor que quiere alejarse de familia y amigos porque son el lastre a suprimir para ver el sentido del arte y recuperar la Inspiración. Aspira a la redención, a que sus cuadros recuperen la magia perdida. El fuego sagrado le ha abandonado. El artista se ha perdido, en algún lugar del camino ha dejado la inspiración. Le queda un horror vacui y aspira a que un drástico cambio de vida y ambiente le permita recuperar el favor de las musas. Ésa es su jaula. Pero asciende algo más que la interminable escalera de Meru House, el edificio es una torre de Babel sembrada de puertas y rostros esquivos. Son jaulas. Otras jaulas. Ya nos lo anticipa con su boceto que halla antes de entrar y decide guardar en el bolsillo. Y al final, en su jaula, Leo debe quitar la tela que protege al caballete y la obra, ¿o tal vez a él de su obra?

En el otro lado convive la realidad. Una realidad con la que la comunicación resulta difícil. Dificultades de comunicación con una casera gruñona que simboliza lo plano, que oye cuando le interesa, y algunas dificultades burocráticas.

Fracasando -capítulo 3º-, con sus cincuenta y una páginas realizadas ya en 1991, supone un cambio sustancial. Las páginas pierden drásticamente oscuridad - tras verse Leo, el pintor que ha perdido la magia de sus manos, obligado a volverse -dolorido- de espaldas a su obra, a renegar de ella y comprender que debe buscar fuera la Inspiración, que todavía no ha llegado su momento-conforme el personaje se va abriendo a las jaulas que lo rodean. La obra pierde de este modo una parte de su hermetismo -afortunadamente- para mostrarnos diferentes jaulas. Y, en su mayoría, se nos habla de las diferentes jaulas del arte. No debemos dejar de tener presente que CAGes, como su autor, tiende a analizar la obsesión y mostrarnos su rostro.

Fracasando contiene tal cantidad de referencias y tantos matices que, a mi juicio, se trata del capítulo mejor logrado. Leo toca fondo pero la vida sigue y, por tanto, él también debe seguir -quiera o no-. Para empezar podemos leer, entre risas y cabreo hondo, en la escena del transportista de la mudanza -chulo y déspota- que le impone en la camisa la pegatina: MUNDANZAS JOE: trabajamos cojonudamente bien y el viejo que realiza el pesado trabajo de subir el pesado cajón -a punto de sufrir un paro cardíaco- esa situación laboral actual -todo está mal, tragamos todos, exigimos nuestro derecho a ser explotados- y, como Leo, cerramos conscientemente los ojos. ¿Acaso no somos realmente así? Solidaridad de salón, de boquilla.

Fracasando también Integra al escritor. Y no resulta demasiado difícil determinar quién es el
escritor y su mujer recluidos en una jaula trabajada a base miedos a las verdades de la palabra. El Jonathan Rush de CAGes es Shalman Rusdie -aunque con algo más de suerte, al escritor de verdad su mujer le abandonó- vive enclaustrado en un apartamento pues hubo un libro que levantó las iras populares. En la página 94 nuestro escritor pronunciará las palabras claves para entender una parte de este cómic: Somos como pájaros encerrados en una bonita jaula. A veces vuelas hasta otra ligeramente más grande, pero nadie tiene el valor de abandonar para siempre la cautividad.

¿Y cómo escapar a una de las artes que más eleva el alma? La música tenía que aparecer con un grafismo rotundo, demoledor, parece que oímos el concierto de jazz que el ngel, más allá del bien y del mal, arranca al piano en el night club. Uno no puede olvidar esas impactantes Imágenes que McKean realizó para la biografía ilustrada de Miles Davis. Leo se siente subyugado y realiza un boceto a lápiz pero destroza el papel apenas concluido el boceto. No da la talla. No es suficientemente bueno. Algo no encaja. Al final del capítulo encontraremos la respuesta al enigma, bajo la tormenta. Allí Leo lanzará su mirada a la realidad. Una realidad simple y encantadora. A través de la cortina de lluvia puede ver, en un juego de luces y sombras soberbio, una mujer cuidando plantas. Leo dibuja y dibuja. Atrás queda la copa y el libro



 abierto que no será leído, el libro que queda abierto en el capítulo tercero: Fracasando. Leo no se da cuenta. Está dibujando. No existe verdadero arte si no roba la esencia de la realidad y la sublima. La redención ha comenzado.

Las líneas empiezan a describir algo -capítulo cuarto- tiene una extensión menor, veintiséis páginas. El propio autor parece consciente que debía conceder un descanso al devenir de los hechos. El bitono se hace más oscuro y realidad y delirio se mezclan en una muestra de valentía artística por parte de Dave McKean en lo gráfico y en la parábola artístico-musical de ngel. Existen momentos en los que se te pone la carne de gallina. La música existe en el interior del lector merced a las poderosas imágenes con que el dibujante nos obsequia. Y ngel, el negro señor del jazz, culmina: Es muy simple vivir pensando sólo en acaparar cosas. Es muy simple esconderse en la sombra de la fe. Fingiendo que cuanto brinca en la noche es sólo producto de tu imaginación Es muy simple quedarte donde estás. Echar raíces. Vegetar. Ser una patata. Es muy simple porque la ambición, la ignorancia y el rechazo del mundo son tan antiguo como la primera mentira. Es mucho más difícil haber oído el chasquido de la cerilla calentarse junto a su glamorosa llama, empuñarla y caminar para alumbrar otra parte de la oscuridad que te rodea. Es difícil, porque tienes que aceptar que si empuñas la vela cera que cae derretida te quemará la mano. Porque, al final, el dolor es parte del proceso de revelación. Y ésa es la verdad. Amén.
Y el paulatino gris se ha ido tiñendo de negro, fundiéndose con las palabras de modo tal que, cuando las palabras se apagan y la vela es soplada, la luz desaparece igualmente. Mueren texto y luz simultáneamente, en perfecta sincronía. Hace falta tener mucho talento para agredirnos, rendirnos, bajarnos y subirnos así desde un cómic.

De noche, todos los gatos son pardos, el quinto capítulo, no admite dos lecturas iguales. Calles
oscuras pobladas por seres abúlicos, ladrones que agreden a una niña y Leo siendo héroe con cinco segundo hasta que recibe un buen puñetazo y el gato negro -hilo directo con Dios- lo salva, Leo -en catarsis tras haber expulsado un buen montón de demonios bajo la lluvia escrutado por los ojos del gato- retoma lentamente la senda del fuego sangrado, la senda de la creación. El parto artístico, en su dura realidad: crear, sufrir, romper. Empieza a recuperarse. El cómo cada vez me parece un camino distinto. Veintidós páginas que te llevan al mismo destino por un camino que jamás se repite.

El tiempo y el origami son, de largo, las 48 páginas más tristes, patéticas y poéticas de toda la obra. Este capítulo, sencillamente, duele. Nos hallamos ante una mirada directa de la soledad más absoluta, del abandono, de una mujer hablándose a sí misma, a su loro parlanchín, a Bill -el marido que se marchó hace más de cinco años y del que sólo tenemos una imagen difusa en una fotografía de boda y el relato de la señora Featherskill-, del atávico pavor a mirarse en el espejo, las fichas de cocina meticulosamente archivadas que jamás serán utilizadas, del sueño de una Alicia que da el salto al color, al sueño, a una alegría infantil y pasajera hasta que la vela es extinguida y nuevamente se halla en el piso. Y allí le aguarda la verdad que ella niega, que se niega a aceptar: que su marido la abandonó sin despedirse. Y el loro le recuerda la verdad: Estaba hasta los huevos! Se moría de asco contigo. Aborrecía esta vida estúpida. Y ella, frente al cristal, poco a poco, muy lentamente se va fundiendo en el vidrio hasta ser casi nada. Y otro día más sin noticias de Bill.

Estratos es un río que fluye a lo largo de noventa y cuatro páginas. Realizado entre 1992 y 1993, con unas portadas inspiradísimas y llenas de arrebatador simbolismo, se halla claramente descompensado en cuatro partes que, todo sea dicho de paso, resultan las más íntimas y tiernas. La primera parte, con apenas ocho páginas, sin apenas textos, va alternando gamas de intensidad

 en el negro. Bocetos que Leo ya no rompe. Empieza a encontrar su equilibrio interior, aunque es una pared de cemento todavía fresco y vulnerable puesto que le falta algo aunque él no lo sepa. Resulta quizá el apartado menos coherente de toda la historieta.

El escritor y la parábola de la verdad y la vida. No, no busquen este título en la segunda parte de Estratos, ése es el título que yo he puesto en mis notas a esta entrega. Pero es la síntesis de páginas profundas y sensibles -por favor, no confundir sensibilidad y sensiblería-, de verdades duras, de recuerdos que muerden. La caricia de sus libros -siempre dedicados a Ellen, su esposa- traen a la mente de Jonathan Rush recuerdos, recuerdos que ni él ni el lector sabemos si desea abolir de su vida. Recuerdos en gris, recuerdos de amigos, tertulias, risas, conferencias, de horas dedicadas a machacar en una casa de campo páginas y más páginas en blanco desde una vieja máquina de escribir, de sonrisas, de éxitos y fama, de champagne. Recuerdos que son expresados sin palabras, con dibujo extraordinariamente simple y que fluye ante nosotros permitiéndonos participar, interpretando todas esas imágenes que culminan con el negro de la realidad, el color habitual para la verdad de una vida confinada entre unas pocas paredes. Y Jonathan Rush parece sonreír con melancolía. Una melancolía que se torna agridulce al volver a la realidad: en la mesa, junto a la comida y frente a su mujer, solos, en la mesa. Uno frente al otro. Otra vez.

Las setenta y cuatro últimas páginas nos ponen frente a la vida, sin perchas ni tapujos. Hay cara y cruz: arte y miseria, el pintor encontrando su musa y el escritor enfrentado a la suya. Porque las veinticinco páginas de la tercera parte, transgresoras y deliciosas, saltan a la cuarta y última entrega sin transiciones. El ngel pone en manos de la vecina que vive en frente y que supuso la semilla que el lápiz de Leo recobrase el fuego sagrado, la magia del arte el libro de bocetos en el cual ella aparece muchas veces. Karen le explica que el músico se lo entregaría personalmente pero todavía está en la barra riéndose. En el night club ambos hablan y hablan mientras el jazz se desliza portentosamente plasmado por páginas que parecen expulsar notas de magia, de hechizo. En esa noche Karen descubrirá dos cosas sobre Leo cuando éste logre recuperarse de la sorpresa: en primer lugar, Leo no es un pervertido que la espía, es un soñador tímido, utópico y solitario; en segundo término, que vive exclusivamente para la pintura. Y, frente a quien está empezando a realizar su recuperación artística, con Karen como musa, que vive de prestado un mundo al que sabe que no puede llegar pero sí apreciarlo y que, en una hilarante escena logra la venta de uno de los cuadros de la nueva producción de Leo, nos encontramos nuevamente con Jonatahn Rush, el escritor. El escritor que triunfó y ahora vive encerrado en un piso con su musa: su esposa Ellen. Podemos soportar a los demás o escapar de ellos, pero ¡qué difícil es soportarse a sí mismo! Y allí aparecerá también el gato negro, emanando el fuego que le ayude a seguir. Rush llegará a confesarle: Tú eres mi último secreto, gato negro. Mi vida es propiedad pública. Echo de menos mis secretos. Rush hizo un trato con el poder. Éste confisca todo lo le gusta. Vive en la certidumbre de la derrota. Pero Ellen no puede más, no puede salir, no puede hacer preguntas a su marido por temor a las respuestas, no aguanta la ausencia del contacto con los árboles. ¿Por qué sigo aquí? No existen palabras para responder, sólo una viñeta cargada de significados, tantos como lectores. Habla el dibujo de McKean, cesan las palabras.

Cisma es la entrega más difícil y compleja de toda la obra. Oscuro, riesgoso y, probablemente, la de menor nivel. De la misma oscuridad el gato negro que es arrojado para caer convertido en un ser humano por el escritor, el delirio de la rata que huye en el sueño del hombre que era gato, el doctor sustituto operando bajo la luz de una lámpara casera con visillos con la duda de en qué lugar se halla el alma, los viajes a universos tan absurdos como abstractos y, al final, el gato negro vuelve a ser quien era, aunque nosotros intuyamos más que sepamos. Fracasa pues McKean en su intento de rasgar el velo del misterio y, lo que es peor, lo hace todo más confuso. Puede ser calificado como un capítulo totalmente superfluo. Sus lecturas, múltiples, no aportan nada excesivamente importante a la trama de la obra, la demoran de modo totalmente innecesario.
Escala cromática -el noveno capítulo- tiene una segunda lectura de lo más fascinante. Dos momentos de arte -jazz y exposición de pintura-











resultan quebrados por una explosión colectiva de odio en forma de pancartas y ejemplares de Cages del escritor J. Rush. Los rostros deformados, las formas oscuras que queman y queman enfrentándose a textos en blanco, los textos de Cages de los que reproduzco una nimia parte, en donde ya el rojo del fuego ha dominado las páginas, iluminando rostros menos deformados y más de rebaño: Por fin había aprendido a disfrutar de la vida sin que el remordimiento la atormentara. Dios mío, lo que llegasteis a hacerle, vosotros que os decís su familia. ¿De qué tenéis miedo? Y ese piadoso sufrimiento en nombre de vuestro Dios psicópata. ¡Estáis todos locos! Hacéis la guerra a cuantos no comparte vuestro miedo de la vida y os empe is en encontrar obscenidades secretas en toda palabra que os disgusta, mientras que intentáis sofocar vuestros deseos malsanos por medio de ensordecedoras oraciones. Hay frases mucho más duras. Y cuanto más enérgico es el texto la ola de violencia, contemplada desde la ventana por el escritor, va in crescendo.

Las páginas 395 a 397 revelan mucho más de Rush que todo lo que hasta ahora sabíamos. Una segunda verdad. Una frustración que estalló en quinientas páginas. Y una sentencia políticamente correcta: la clausura. Rush pide ayuda a la única persona con la que ha conversado e intimado: Leo.

Fuego - estrella - ventana - piedra, la décima entrega, es una tormenta de fuego que inicia ngel y que desemboca en páginas repletas de cinética, volcanes de absurdos que parecen llamarnos como las sirenas a Ulises, y parecen calmarse en los montajes fotográficos del niño y su madre en la playa. Pero el niño pide un cuento: el cuento de la piedra y el rey. Y el cuento es un relato de sabor amargo que deviene en obsesión y desencanto pues la búsqueda de perfección, de la torre que llegó a tapar el sol se torna en un final agridulce pero maduro. Corte. Nuevo salto a fotomontaje y la piedra vuelve a la realidad rompiendo un cristal en un intento de ayudar al escritor y su esposa a escapar. Y todo el plan sale mal y el perro de la intolerancia y los hombres negros del poder van a actuar. Y ngel cambia lo que Iba a suceder tocando la piedra.

Mundo nuevo, el capítulo once, es un giro, un leve triunfo de nueve líneas plasmado en la sonrisa del escritor que retorna, casi por sorpresa, a su arte por la magia de las cosas pequeñas. Voy cerrando, tapando casi herméticamente el argumento pues he tratado que este artículo sea más una guía de lectura, de búsqueda de segundas ideas e intenciones, sugerencias aparentemente banales ante una obra exigente y críptica. De ésas que, por desgracia, ya no abundan.

El ático supone el final. Un final, pese a todo optimista, un final de dioses difuminados sentados en una nube, un final de sexo en la azotea -es el final del ascenso, la recuperación del fuego del paraíso-, de amor pero, especialmente de esperanza. Leo y Karen hacen el amor en la azotea bajo la mirada casi aséptica de los dioses -ahí está el gato de nuevo- -queda la curiosidad y el análisis: ese latido, ese arqueo frenético de los cuerpos entregados al placer y que es convertido por obra y gracia del talento gráfico de McKean que nos lleva desde los cuerpos desnudos en una acelerada historia de la evolución de la pintura a un abstracto hasta un desnudo de pinceles raquíticos para volver a tomar forma, otra forma más determinante, más profunda y que deviene en la explosión que convierten el orgasmo en un Big Bang a color vivido, en el origen del universo y -al mismo tiempo- su explicación-.

CAGes puede ser considerada, desde ese punto de vista, como una suerte de Biblia para agnósticos, una parábola demasiado hermosa para ser verdad. Una obra fallida por su ambición, porque el final es poco demoledor. Prestemos atención a los personajes, a sus palabras, a su humor cotidiano. Mil obras fallidas quisiera yo como ésta. Por otro lado, que Leo y Karen terminen en un momento dulce de la relación no es real, ni estable.

El autor fue el primero en reconocer que ésa era una idea importante para él, quería un final feliz para los protagonistas porque él era feliz en ese momento. Frente a un demoledor hachazo, él ofrece un poquito de ternura. Mas, en cualquier caso, nos hallamos ante obra que -salvo que el rumbo del cómic cambie rotundamente- no se repetirá jamás. Y es una verdadera lástima: hay simbolismo, personajes que hablan, piensan, se contradicen. Dave McKean ha vertido mucho de sí mismo en CAGes y su solución vive por y para el arte. Aunque la vida no es propensa a finales felices por una vez, sólo una vez, el precio de un libro de cómic tan caro dejará más que satisfecho al lector.

Puestos a vivir, vivamos para el arte.
Si hemos de morir, muramos de belleza.


Todas las ilustraciones de este artículo proceden de la edición seriada ,en Tundra y Kitchen Sink, de Cages, y son obra de Dave McKean.
Existe una excelente edición española, en un tomo, a cargo de Norma editorial -1998- traducida por E.S. Abulí.

Dentro de la Viñeta nº4 Agosto 1999

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