Una cámara acorazada guarda en la Biblioteca Nacional de Madrid dos manuscritos de Leonardo da Vinci, fechados entre 1491 y 1493, en los que el artista toscano describe con auténtica pasión sus teorias acerca de fortificaciones, estética, mecánica y geometría.
Texto: Alejandro Gándara
"Este instrumento puede hacerse de cualquier figura, tanto cuadrada, triangular como redonda y de cualquier otra forma que se pueda imaginar. Esta figura de abajo representa al plano de la de arriba. Las ruedas del centro son movibles, mientras que las que están cerca del círculo mayor están fijas. Y dando vuelta al torno se crea un movimiento circular. El piñón que gira puede ser de forma cilindrica o cónica. Y el instrumento representado arriba muestra cómo dicho piñón se mueve sobre su eje". Ésta es la traducción de los textos que Leonardo escribió, siempre al revés, en su manuscrito.
"Éstas son las piezas del molde de la cabeza y del cuello del caballo, con sus armaduras y herrajes. La pieza de la frente tiene que ser la última cosa que se tiene que enclavar para que por esta ventana pueda hacerse totalmente sólido el macho que va en el interior de la cabeza y que está rodeado por la madera y herraje de la armadura. El morro será una pieza que se unirá por dos lados con dos piezas del molde de la carrillada alta".
Travesaños del cabestrante, uno de los muchos artilugios destinados a la construcción y traslado del molde del caballo: "Éste es el modo universal para bajar la forma por el revés y boca abajo. Los travesaños del cabrestante deben colocarse en su lugar después que has quitado el molde del caballo. Y los hornos se harán después de que el molde esté enterrado para hacerle dentro el macho. Este castillete o instrumento del cabrestante tiene que estar separado de la armadura de madera del molde".
El pasado mes de noviembre fue subastado por Christie's, en Nueva York, el códice Hammer, un manuscrito de 74 folios de Leonardo da Vinci, por el que el multimillonario Bill Gates pagó 4.000 millones de pesetas. El asunto se convirtió en eso que da en llamarse una "auténtica conmoción". Indudablemente, la cifra de dinero era conmovedora o muy apta para estimular conmociones, ya que, como todo el mundo sabe, el dinero en nuestra civilización presta un valor añadido y a veces proporciona también un objeto de pensamiento. Por ejemplo, permite pensar en Leonardo da Vinci (1452-1519), el hijo ilegítimo de un notario florentino, que se pasó la mayor parte de su vida mirando las estrellas y obsesionado por la gravedad y los artilugios, mientras sus mecenas le perseguían para que les pintara un muro o les hiciera una estatua ecuestre de ocho metros de altura. También permite recordar que en la Biblioteca Nacional de Madrid existen dos manuscritos fechados entre 1491 y 1493, de muy ajetreada historia, conocidos como Codex Madrid I y Codex Madrid II, que suman 349 páginas en total, bastante intactas, y que son en realidad dos tratados de fortificación, estática, mecánica y geometría.
Su aspecto es el típico de los cuadernos de notas de Leonardo, nunca dados a la imprenta por el autor y que se suponían alumbrarían en su momento verdaderos manuales acerca de aquellas disciplinas. Eso nunca pasó. El primer libro de Leonardo se publicó cuatrocientos años después de haber sido escrito y no era más que una reproducción de otro de sus cuadernos de notas. Se sospecha que este genio multidimensional llegó a componer unas sesenta piezas de este tipo, de las cuales se conservan 28. Todas tienen la misma estructura: una mezcla impensable de todo lo existente o, mejor dicho, de todo lo que llegaría a existir. Básicamente, lo que hacía Leonardo era dar forma a intuiciones, inventar desde los sueños de la razón y observar desde un ansia innegable por saber algo del mundo. El problema es que el mundo estaba hecho de anatomía, botánica, geografía, ingeniería, óptica, geometría, pintura, hidráulica, urbanismo, astronomía. El problema, en fin, es que Leonardo era sólo uno y, aunque él mismo fuera un mundo, no era el mundo. De forma que dejó acaso la primera gran constancia de las limitaciones del ser.
La característica más visible de los cuadernos de Da Vinci se refiere a su famosa escritura especular o al revés. Las palabras están invertidas y hay que utilizar un espejo para leerlas tal como las conocemos. Se ha hablado mucho de esta manía del toscano. Lo más probable es que no fuese tan ingenuo como para pensar que así serían indescifrables. No jugaba a espías, que se sepa. Cabe sospechar que simplemente se limitó a dificultar la lectura. Quería un lector interesado que compartiera los mismos interrogantes, la misma exigencia y que demostrara su interés cargando con la molestia del espejo, de la misma manera en que él cargaba con la posibilidad de ser llamado loco (que es el espejo de los otros).
Primero hacía los dibujos, luego redactaba en los huecos -que quedaban libres, dejando páginas en blanco que rellenaría más tarde con nuevos desarrollos de la idea. Lo malo es que antes de que tuviera tiempo de desarrollarla, ya se le había ocurrido otra, y entonces la metía en las páginas en blanco que había dejado con la intención anterior. Y como las ideas eran tan expansivas y dispares, al lado de un sistema de engranaje, aparece una planta o un apunte más sobre su obsesión gravitatoria en tinta negra o en sanguínea. Si a lo anterior se añade que la ortografía no estaba fijada del todo y que para la mayor parte de esas ideas no existía aún vocabulario adecuado, puede uno imaginarse que la andadura por un texto de Da Vinci no es lo mismo que darse una vuelta por la manzana de casa.
Portada del Tratado de Estatica y Mechanica.
Al abrir una puerta blindada de la cámara, los más sensibles podrían agobiarse. Los techos son muy bajos, apenas unos palmos por encima de la cabeza. Los anaqueles repletos actúan como paredes que cortan la perspectiva. Los pasillos entre esas paredes y el corredor que las circunda tienen el ancho de un hombre, hombre y medio a lo sumo. Y atravesándolo todo difusamente, sin alterar en exceso la penumbra que condensa la atmósfera, están las hileras de tubos de luz, haciendo aún más geométrico el espacio, más cerrada la impresión de aislamiento.
Los manuscritos de Leonardo se encuentran en el interior de una caja fuerte estilo principios de siglo. Es un detalle gracioso y puramente simbólico —la caja se abre con una llave normal y la cámara es por sí misma bastante más hermética—, pero representa el lugar especial al que se destinan los tesoros de los tesoros. De ahí salen los Codex Madrid I y Madrid II Y donde uno esperaba encontrarse con todo el aspecto de una reliquia, se encuentra con dos volúmenes en perfecto estado de uso y sólo a veces con el color ligeramente disuelto por 500 años transcurridos, un poco apagado. Al lado, reposa el original del Poema de Mío Cid.
Durante mucho tiempo, estos manuscritos estuvieron perdidos en los almacenes de la Biblioteca Nacional. Entre 1820 y 1833, Francisco Antonio González, bibliotecario mayor y confesor de María Cristina de Borbón, los anotó en el índice con la correspondiente signatura y seguramente pasará a la fama por ello y por ser uno de los grandes productores de dolores de cabeza, como se verá. Muy probablemente, hasta entonces no habían sido catalogados como pertenecientes a Leonardo da Vinci y desde luego no hay ninguna prueba documental de que no fueran considerados como algo más que los escritos de un italiano medianamente raro. En esas fechas ya tenían padecidas unas cuantas vicisitudes. Felipe II recibió una oferta de su escultor, el italiano Pompeo Leoni, para quedarse con la mayor parte del legado de Leonardo. Por razones desconocidas, la rechazó. El escultor había conseguido convencer, al parecer sin mucho esfuerzo, a los herederos de Francesco Melzi, el gran amigo y heredero de Leonardo, de que se lo vendieran. Después de la muerte de Leoni en Madrid, en 1608, empezó la dispersión. Pero se sabe que en 1623, un noble excéntrico llamado Juan de Espina tenía en su poder dos manuscritos que algunos especialistas atribuían a Da Vinci. A su muerte, los legó a la biblioteca del rey de España (cuyo fondo daría lugar a la Biblioteca Nacional).
Ya no hay más noticias hasta que en el siglo XIX Francisco Antonio González hace la famosa anotación. Medio siglo más tarde, Bartolomé José Gallardo repite la anotación, pero sin ver los manuscritos. En 1898, Tammaro de Marinis va a buscarlos y no los encuentra. Sin noticias hasta 1964, en que André Corbeau, que tampoco los ha encontrado por su signatura, consigue una investigación de los fondos de la Biblioteca Nacional. Y en esa investigación, Ramón Paz y Remolar, jefe de la sección de manuscritos, descubre que Francisco Antonio González erró al transcribir la signatura. En vez de Aa 119 y 120, puso Aa l9y20.
Dibujo a sanguina de una fortaleza. Leonardo incluyó en el Codex Madrid II una versión abreviada del Tratado de Arquitectura Militar de su amigo de Siena Francesco di Giorgio Martini.
Detalle de una figura para una máquina textil. Leonardo consiguió avances en ellas especialmente revolucionarios: "Si quieres hacer este instrumento más pequeño, para cuatro mujeres, haz la rueda fn, con un diámetro de un codo".
En 1967, y tal vez conmovido por la leyenda y por los acontecimientos recientes, el Ministerio de Educación y Ciencia autorizó la publicación de los códices. Se adjudicó la tarea a la editorial española Taurus en colaboración con la británica McGraw-Hill. La Administración se dio una cierta pompa en este asunto. Y aparte de probar con ello "una línea de conducta ampliamente seguida por el ministerio en esta esfera de su actividad", intentó demostrar que la existencia de los manuscritos eran "fiel reflejo del nivel cultural y científico a que había llegado la España de los siglos XVI y XVII". Con la verdadera historia de los manuscritos en la cabeza, no hay para tantos alardes. Pero se supone que la causa de la euforia fue la alegría del momento.
En 1974 se editaron 1.000 ejemplares facsímiles de los códices al precio de 30.000 pesetas. La edición se agotó con el tiempo y hoy es prácticamente inencontrable. Y también tuvo su historia. La maquetación de los textos escritos se realizó en Inglaterra. La reproducción por heliograbado, en Suiza. La encuadernación, que siguió la de la Biblioteca Real del siglo XVIII, en Alemania. Y la impresión de los textos en castellano en España y de los ingleses en Inglaterra. Al parecer, los textos de Leonardo da Vinci están condenados al viaje y a los peligros. Igual que la vida del hombre nacido en Vinci y educado en Florencia, que organizó fiestas de Ludovico el Moro en Milán, que trató de rehacer su vida en Venecia, que quiso acabarla en Roma, pero que realmente la dejó en un castillo francés, convencido de que "los Médici me crearon y ellos me destruyeron".
Leonardo se anticipó 400 años en idear cadenas de transmisión. "Ni es una cadena cuyos eslabones son de una sola pieza, y se puede hacer y deshacer sin romper los eslabones. Parece cosa imposible y sin embargo funciona".
Arriba, el tornillo sin fin. Abajo, dibujo sobre los eslabones del muelle de la escopeta, cuyas piezas se explican mediante letras del alfabeto: "La función de este instrumento es dar fuego a la escopeta con el frente g".
Dibujos de mecanismos y aplicación de los mismos: "Modo de fricción recíproca. Todo cuerpo requiere sus miembros y todo arte sus instrumentos. En cuanto sea creado el todo, serán también creadas las partes".
El artista y el científico
JUAN ANTONIO RAMÍREZ
A finales del siglo XV, cuando Leonardo da Vinci llegó a la edad adulta, la escena intelectual italiana estaba dominada por las escuelas neoplatónicas. Se suponía que el universo, regido con movimientos concordantes, emitía una música inaudible. La "armonía de las esferas" se podía describir y disfrutar en términos matemáticos. No es extraño que Leonardo pasara casi toda su vida cegado por aquel espejismo: la complejidad de los seres existentes, su maravillosa diversidad, seducían de un modo irresistible a su mirada de artista, pero invitaban al científico que había en él a encontrar la ley oculta, el principio lógico que encadenaba unas cosas con otras y a todas ellas con la hipótetica voluntad de Dios. Maravillosa esquizofrenia, de la que surgieron los manuscritos. Leonardo anotó sus descubrímientos sobre las cosas que le atraían y le preocupaban (en realidad, casi todo lo existente) e inventó al hacerlo un género que sólo ahora, en esta civilización de los medios fronterizos, estamos en posición de valorar: ni diario personal ni tratado sistemático, pero con algo de ambas cosas. Junto a los textos, dibujos y diagramas, detalles realistas, proyectos verosímiles y fantasías imposibles. No son cosas exclusivamente visuales, como los álbumes con modelos de los pintores tradicionales, pero tampoco parecen meros informes literarios. Su significado y su valor (estético o científico), como en tantos productos actuales, reside en la feliz confluencia de todos los recursos didácticos y expresivos. También testimonian, mejor que sus pinturas, el gran drama de la modernidad: la mirada fascinada desborda nuestra capacidad de comprensión. Imposible encontrar la ley común, el orden subyacente. El empirismo del artista desafía al de la ciencia moderna. Tal vez por eso, en casi todos sus cuadernos, Leonardo se deleitó con apasionada melancolía en mostrar la fuerza irrefrenable y la forma incontenible de las aguas...
Juan Antonio Ramírez es catedrático de Historia del Arte en la Universidad Autónoma de Madrid y autor del libro Ecosistema y explosión de las artes.
El Pais Semanal Diciembre 1994
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