Fragmento de Las Sabinas, una de sus obras más notables.
Texto: Mariano Navarro
Explicaciones morales
A diferencia de otros artistas representativos, David y su pintura resultan, sino inexplicables, si incomprensibles si no se tienen en cuenta los acontecimientos ocurridos en Francia en los años centrales de su vida. A él, sin embargo, se le exigen cuentas de moral que jamás se han reclamado a otros.
Fragmento de La cólera de Aquiles
La gloria de Napoleón
David y Napoleón se encontraron por primera vez en 1797, aunque hasta 1804, después de pintar La Coronación, no fue nombrado pintor oficial del emperador. Desde entonces, David se dedicó exclusivamente al servicio de Napoleón.
Detalle central de La Coronación
Sí algo puede afirmarse, es que, a diferencia de otros artistas representativos —cítense aquí al divinizado Velázquez o a Pablo Picasso, que tanto da—. David y la pintura de David resultan, si no inexplicables, sí incomprensibles sino se tienen en cuenta, y en cuenta en todo, los acontecimientos ocurridos en Francia en los años centrales de su vida. A él, sin embargo, se le exigen cuentas de moral que jamás se han reclamado a otros —cítense ahora a los ya nombrados o a Rubens o al Tiziano pintor de Carlos V y de Felipe II.
Todo en él, a la postre, resulta contradictorio. Fue el artista que, reverenciando la antigüedad clásica, moldeó el rostro moral al que debían asemejarse sus contemporáneos. Fue el dictador de las artes que labró la última gran escuela de la que surgieron nombres tan dispares como Ingres y Gustave Moreau, y en palabras de Delacroix, tan distinto a él, "toda la escuela moderna", en la que, al paso del tiempo, se reflejaron nombres tan impensables como el de Picasso. Fue el agitado agitador sometido a las ideas de quienes se condenaban, en uno y otro lado, a la muerte. Hizo del cuerpo del hombre el santuario de su pintura, pero admirándolo únicamente en las vísperas del sacrificio o en la voluptuosa placidez de la muerte. Traicionó a quienes servía y de los que se sirvió para sus desconocidas intenciones. Aspiró a la fama cuando buscaba la gloria. Fue, como ha sido al fin reconocido, el artista que ocupó la posición central y estéticamente más peligrosa en el advenimiento del mundo moderno.
Nada en su biografía ni en su carrera habría permitido sospechar a quien le conociera este destino. Nacido en 1748 en el seno de una familia acomodada, quedó huérfano de padre a los nueve años. Su progenitor murió en duelo y él arrastró a lo largo de su vida adulta una tumoración en la cara —visible en sus autorretratos— cuya causa fue quizá un puntazo de florete recibido en la mejilla en un simulacro de otro, que le hizo aún más dificultoso articular cada vez que tomaba la palabra. "Usted será", le dijo un profesor, "mejor pintor que orador".
Educado por sus tíos Francois Bu-ron y Jean Francois Desmaisons, arquitectos ambos y este último arquitecto del rey, que lo liberaron de los sueños militares que acariciaba su madre, no sintió, sin embargo, la vocación de construir.
Desde 1766, año en el que entró por primera vez en el taller de Vien, en las dependencias del Louvre, hasta 1774, cuando después de varios intentos fallidos, el segundo de los cuales le predispuso al suicidio, obtuvo el primer premio de la Academia y pudo optar a un viaje a Roma, su aprendizaje y sus realizaciones fueron las de un alumno medianamente aventajado, pero sin destello alguno que revelara el genio.
Partícipe de la política
David dejó pronto la política de salón para pasar a mostrar una teoría del héroe vinculada a la serenidad frente al sacrificio y al deber frente al afecto. Detalle de El juramento de los Horacios.
David emprendió en octubre de 1775, junto a su maestro, viaje a Roma, con etapas —entonces los viajes eran largos y pausados— en Lyón, Turín, Parma, Bolonia y Florencia. Y fue en Parma donde, según él mismo contaba, contemplando las pinturas de la cúpula de la catedral, obra de Correggio, sintió que caían las cataratas que cubrían sus ojos y transvaloró la que hasta entonces era su escala de calidades. El dominio del color de los italianos, el juego de las luces y de las sombras se pusieron sobre la pintura francesa de los Boucher, de los Van Loo y de otros que hasta entonces admiraba. Sus modelos fueron desde entonces Correggio, Caravaggio, Piranesi, y cuando, en su opinión, su paladar se hizo más fino, Tiziano y sobre todo Rafael. Permaneció fiel, sin embargo, para siempre a Poussin.
El dato quizá fundamental a retener no es la admiración, entonces compartida y flotante en las ideas que pretendían una renovación del arte, por la antigua grandeza de Roma y por su monumentalidad, ni siquiera tampoco que la pintura italiana le abriera, por así decirlo, los ojos, sino las conclusiones que obtuvo y su pertinencia en los años inmediatamente siguientes en Francia y en el resto de Europa.
David extrajo de los clásicos —griegos y romanos— un código ético que precisaba en su momento una representación capaz de inclinar y convencer a una sociedad espoleada por transformaciones profundas que la habrían de conducir a la revolución. Y su acierto fue alcanzar esa representación mediante la exclusión de todo el aparato escenográfico que la habría convertido en mera arqueología o pastiche de una época pretérita. Hizo, valga la expresión, excavaciones a la búsqueda no de piedras, sino de sentimientos, obligaciones y gestos que, existentes en un pasado considerado glorioso, podían ser útiles y ejemplares en los tiempos que se avecinaban.
Así, si en Roma pintó su única obra religiosa conocida —San Rocco implorando a la Virgen—, ya incluyó en ella, como figura principal, en primer plano y que atrae de inmediato la mirada del espectador, a un hombre apestado, fijo en quien le contempla y que ni pide ni espera; una figura que alertó a su maestro Vien y a otros sobre lo que cabía esperar de las invenciones de David. Así también sus Funerales de Patroclo, más convencionales, pero que parecen augurio de cuantos él mismo habría de organizar luego.
De vuelta a París, obligado por las convenciones para entrar en la Academia, hubo de pintar una nueva obra, y eligió como tema el del general Belisario en el momento de ser reconocido por uno de sus soldados cuando, cegado por orden del rey al que había servi
do fielmente, pide limosna. Una imagen que en 1781 obtuvo una clara lectura que admiró a Diderot. Al año siguiente contrajo matrimonio —de cuya intimidad nada o casi nada sabemos, salvo, y ello puede servir para varias interpretaciones, que la esposa era de familia acomodada y próxima a la corte, y que vivieron años después un corto divorcio—, tomó posesión de su primer taller en el Louvre, que fue cuna y sede de su escuela, y poco después entró en la Academia. Había cumplido 35 años.
Los años próximos siguientes fueron los de su progresiva imposición en la escena artística. Pintó durante una segunda estancia romana El juramento de los Horacios; dos años después, La muerte de Sócrates, y dos más tarde, Brutus. Era el año 1789. Entre el 20 de junio —fecha del juramento del Jeu de Paume— y el 14 de julio —fecha de la toma de la Bastilla— cambió definitivamente el destino de Francia, el del resto del mundo y también el de Jacques Louis David.
Si hasta ese momento su vinculación a la política había sido un asunto de salón —en el sentido que los salones tenían entonces— y también una interpretación propia y ajena del sentido de sus obras —una teoría del héroe vinculada a la serenidad frente al sacrificio y las imposiciones del deber ante cualquier modalidad del afecto—, desde ahora su intervención había de ser directa, primero como artista comprometido con los nuevos ideales. Así, sus intervenciones en apoyo de la supresión de la Academia, en la que se ha sospechado latía un fondo de rencor por sus sucesivos fracasos, pero que defendió con el mismo ardor de libertad con el que muchos años después habrían de defender su propia causa los artistas revolucionarios soviéticos de 1917, y quizá con los mismos resultados fatales y en su contra.
Así, el posterior encargo de la pintura que habría de recordar a las generaciones venideras el momento crucial del nacimiento de la República, el Juramento del Jeu de Paume, que nunca concluiría y en el que empeñó, sin embargo, cuantos conocimientos pictóricos poseía, transfiriendo la monumentalidad de sus héroes romanos a los abates, abogados y burgueses reunidos en el Tercer Estado, a los que dibujó, como tenía por costumbre, primero desnudos —para saberlos reales— y vistió después —para llevarlos a su tiempo.
Código ético revolucionario
Supo extraer de los clásicos un código ético con el que convencer a una sociedad espoleada por transformaciones profundas.
Fragmento de El adiós de Telémaco.
Así, su participación en el traslado de los restos de Voltaire a Francia, sus diseños para las fiestas populares conmemorativas —que merecieron de un contemporáneo envidioso la opinión de ser "colosales en su objeto, pequeños en su ejecución"—, la organización de los funerales de Marat y Lepelletier, las pinturas que dedicó a ambos y también a los mártires populares de la revolución —los adolescentes Bara y Viala—, y quizá su proyecto interiormente más apreciado, el diseño de las ropas que habrían de vestir magistrados, servidores públicos y ciudadanos en la nueva sociedad nacida del levantamiento.
Pero su compromiso fue más allá. Colaboró, ello parece fuera de toda duda, con Robespierre durante los años que fueron denominados del Terror. Fue miembro activo del Comité de Seguridad Nacional, diputado por París y uno de los signatarios de la condena a muerte del rey Luis XVI, ejecutado el 21 de enero de 1793.
Cuentan que el día de la matanza de los encarcelados de La Force, David, sentado a las puertas de la cárcel, tomaba tranquilamente apuntes de los cadáveres que se amontonaban. Se conserva un dibujo suyo, terrible en su sencillez, del momento en que María Antonieta era conducida al cadalso. Cambió radicalmente el tono de sus discursos, y donde antes expresaba su intención de celebrar las virtudes de la revolución, con la comparecencia de mujeres, niños, ancianos y representantes del pueblo en un cortejo de festiva alegría, quiso después elevar un monumento al pueblo francés sobre un pedestal hecho con las estatuas destrozadas de los últimos cinco reyes de Francia: "Porque hemos humillado a esos insolentes, a esos usurpadores. Yacen yertos bajo la tierra que mancharon con sus crímenes, sujetos a la mofa del pueblo". Y aún más: "Todo lo que hace Robespierre es útil y necesario para el bien público. Él y tan sólo él tiene razón. Y los que no están de acuerdo con él deben ser considerados como enemigos de Francia y la libertad". Desde su puesto de dictador de las artes amenazó con llevar a la guillotina a quien no admirase a Rafael.
¿Qué pudo seducirle de Robespierre? Más que su condición compartida de huérfanos tempranos o las dificultades oratorias, quizá su capacidad —igualmente compartida— de creer en todo lo que decía y su convencimiento de que el terror quedaba justificado por la virtud, por la obligación de lo necesario.
Pero en termidor cayó Robespierre, y ante el peligro, un David descrito por sus contemporáneos balbuceante, sudoroso y debilitado se excusó ante sus acusadores acusando a su vez a aquél: "Desgraciado, que con sus hipócritas sentimientos ha abusado de mí y me ha engañado de un modo que no podéis concebir. No volveré a vincularme a los hombres, sólo a los príncipes". Y si la traición no le sirvió para librarse de la cárcel —en la que permaneció cinco meses y de la que fue liberado por la intercesión de sus alumnos—, poco después encontraría al que fue su último príncipe: Napoleón.
Desde 1797, cuando se encontraron por primera vez, hasta 1816, nombrado desde 1804 —después de pintar La coronación— primer pintor del emperador, David se dedicó fundamentalmente a su servicio. Llegó a terminar otras dos de sus grandes obras, Las sabinas —en 1799— y Leónidas ante las Termópilas —entre ese año y 1819—, y su retrato femenino más famoso, Madame Recamier, pero el grueso de su producción estuvo dedicado a la gloria de Bonaparte. Retratos —la mayor parte sin terminar—, uno de ellos, ecuestre, especialmente conocido, El paso del Grand Saint Bernard, y el gran ciclo iniciado con La coronación, que quedó también inconcluso, acompañado sólo de La entrega de las águilas.
¿Qué puede tener en común consigo mismo el hombre de poco más de 30 años que pintó el San Rocco implorando a la Virgen con el adulto de 36 del Juramento de los Horacios, con el hombre maduro (de 44) del Juramento del Jeu de Paume, con el anciano de 57 de Le Sacre? ¿Cómo, por otra parte, pudo sostenerse en la altura que alcanzó la celebridad de un pintor cuyas obras —todas ellas, eso sí, de gran aliento y dimensión— se cuentan con los dedos de la mano? ¿Por qué fue finalmente reconocido no por éstas, sino por sus retratos de encargo, y que él consideró siempre como obra menor?
Posiblemente un mismo impulso y una misma fogosidad orientaron a los diferentes David que hemos citado. El suyo fue un tiempo primordial, del que surgió un entendimiento del mundo y una concepción de lo humano que todavía compartimos. La mitología creada por David se corresponde bien con su admiración por Robespierre, por Marat y por Napoleón, como se corresponde bien su transcurso de la épica declaración de los Horacios o la sentencia de Brutus sobre sus propios hijos a la súplica de paz de las sabinas o la desolación de Leónidas, el último de sus héroes ciertos, que únicamente puede esperar la muerte a cambio de detener temporalmente al mucho más poderoso ejército invasor. Los juramentados del Jeu de Paume —guillotinados posteriormente en buen número—, algunos de sus retratados y los mártires quizá innecesarios —Bara, Viala y, a sus ojos, Marat— posiblemente sembraron melancolía y escepticismo en el ánimo del artista. En sus últimos años, hasta que ya no pueda sostener el pincel y un accidente de coche más un resfriado al salir del teatro, que tanto le gustaba, pusieran fin a su vida, David pintó cuadros mitológicos, pero ya sin héroes, doncellas divinas y sus divinos amantes, pero su genio carecía, como escribió uno de sus discípulos más fieles, Delécluze, "de la capacidad de representar la pasión y la gracia femenina".
No hay comentarios:
Publicar un comentario