domingo, 29 de abril de 2012

La resurrección de David

Fragmento de Las Sabinas, una de sus obras más notables.


 Como última conmemoración del segundo centenario de la Revolución Francesa, París rinde homenaje al pintor quizás más discutido de la historia, Jacques Louis David. El más claro representante artístico de aquella época es objeto de una gran exposición antológica -hasta el próximo 12 de febrero- que reune 85 cuadros y 165 dibujos en el Museo del Louvre y en el Museo Nacional de Versalles.
Texto: Mariano Navarro



Explicaciones morales 
A diferencia de otros artistas representativos, David y su pintura resultan, sino inexplicables, si incomprensibles si no se tienen en cuenta los acontecimientos ocurridos en Francia en los años centrales de su vida. A él, sin embargo, se le exigen cuentas de moral que jamás se han reclamado a otros.
Fragmento de La cólera de Aquiles


La gloria de Napoleón
David y Napoleón se encontraron por primera vez en 1797, aunque hasta 1804, después de pintar La Coronación, no fue nombrado pintor oficial del emperador. Desde entonces, David se dedicó exclusivamente al servicio de Napoleón.
Detalle central de La Coronación

 Entre los pintores representati­vos de una época y de una na­ción, quizá no pueda hallarse ejemplo más contradictorio, explícito y al mismo tiempo secreto que el del francés Jacques Louis David. Los jui­cios expresados por sus contemporá­neos divergen hasta extremos opuestos y coinciden en su gran mayoría en la trivialidad de sus argumentos. Las re­visiones posteriores, si bien han salva­do de la quema al artista, han sido, las más de las veces, a costa de la reduc­ción de su persona y de las que cabe sospechar que fueron sus íntimas ideas y convicciones. Aupado sin duda a imagen e imaginero de la transición en­tre los siglos XVIII y XIX, David es to­davía una figura a medias incompren­dida y a medias molesta. ¿Qué puede hacerse y decirse del artista que prota­gonizó y sirvió a la monarquía, a la re­volución y a la dictadura de Napoleón con un empeño aparentemente idénti­co y con una discreción de sus profun­didades que nos lo hacen casi inabor­dable? "Admitiendo que ciertas obras suyas pudieran ser admiradas, ¿se po­dría llegar a amarlas?", como se pre­gunta Mario Pratz.
Sí algo puede afirmarse, es que, a di­ferencia de otros artistas representati­vos —cítense aquí al divinizado Veláz­quez o a Pablo Picasso, que tanto da—. David y la pintura de David resultan, si no inexplicables, sí incomprensibles sino se tienen en cuenta, y en cuenta en todo, los acontecimientos ocurridos en Francia en los años centrales de su vida. A él, sin embargo, se le exigen cuentas de moral que jamás se han re­clamado a otros —cítense ahora a los ya nombrados o a Rubens o al Tiziano pintor de Carlos V y de Felipe II.
Todo en él, a la postre, resulta con­tradictorio. Fue el artista que, reveren­ciando la antigüedad clásica, moldeó el rostro moral al que debían asemejarse sus contemporáneos. Fue el dictador de las artes que labró la última gran es­cuela de la que surgieron nombres tan dispares como Ingres y Gustave Mo­reau, y en palabras de Delacroix, tan distinto a él, "toda la escuela moder­na", en la que, al paso del tiempo, se reflejaron nombres tan impensables como el de Picasso. Fue el agitado agi­tador sometido a las ideas de quienes se condenaban, en uno y otro lado, a la muerte. Hizo del cuerpo del hombre el santuario de su pintura, pero admirán­dolo únicamente en las vísperas del sa­crificio o en la voluptuosa placidez de la muerte. Traicionó a quienes servía y de los que se sirvió para sus desconoci­das intenciones. Aspiró a la fama cuan­do buscaba la gloria. Fue, como ha sido al fin reconocido, el artista que ocupó la posición central y estéticamente más peligrosa en el advenimiento del mun­do moderno.
Nada en su biografía ni en su carre­ra habría permitido sospechar a quien le conociera este destino. Nacido en 1748 en el seno de una familia acomo­dada, quedó huérfano de padre a los nueve años. Su progenitor murió en duelo y él arrastró a lo largo de su vida adulta una tumoración en la cara —vi­sible en sus autorretratos— cuya causa fue quizá un puntazo de florete recibi­do en la mejilla en un simulacro de otro, que le hizo aún más dificultoso ar­ticular cada vez que tomaba la palabra. "Usted será", le dijo un profesor, "me­jor pintor que orador".
Educado por sus tíos Francois Bu-ron y Jean Francois Desmaisons, ar­quitectos ambos y este último arquitec­to del rey, que lo liberaron de los sue­ños militares que acariciaba su madre, no sintió, sin embargo, la vocación de construir.
Desde 1766, año en el que entró por primera vez en el taller de Vien, en las dependencias del Louvre, hasta 1774, cuando después de varios intentos falli­dos, el segundo de los  cuales le predispuso al suicidio, obtuvo el primer premio de la Academia y pudo optar a un viaje a Roma, su aprendizaje y sus realizacio­nes fueron las de un alumno mediana­mente aventajado, pero sin destello al­guno que revelara el genio.


Partícipe de la política
David dejó pronto la política de salón para pasar a mostrar una teoría del héroe vinculada a la serenidad frente al sacrificio y al deber frente al afecto. Detalle de El juramento de los Horacios.


David emprendió en octubre de 1775, junto a su maestro, viaje a Roma, con etapas —entonces los viajes eran largos y pausados— en Lyón, Turín, Parma, Bolonia y Florencia. Y fue en Parma donde, según él mismo contaba, contemplando las pinturas de la cúpula de la catedral, obra de Correggio, sintió que caían las cataratas que cubrían sus ojos y transvaloró la que hasta enton­ces era su escala de calidades. El domi­nio del color de los italianos, el juego de las luces y de las sombras se pusie­ron sobre la pintura francesa de los Boucher, de los Van Loo y de otros que hasta entonces admiraba. Sus modelos fueron desde entonces Correggio, Ca­ravaggio, Piranesi, y cuando, en su opi­nión, su paladar se hizo más fino, Ti­ziano y sobre todo Rafael. Permaneció fiel, sin embargo, para siempre a Poussin.
El dato quizá fundamental a retener no es la admiración, entonces compar­tida y flotante en las ideas que preten­dían una renovación del arte, por la an­tigua grandeza de Roma y por su mo­numentalidad, ni siquiera tampoco que la pintura italiana le abriera, por así de­cirlo, los ojos, sino las conclusiones que obtuvo y su pertinencia en los años inmediatamente siguientes en Francia y en el resto de Europa.
David extrajo de los clásicos —grie­gos y romanos— un código ético que precisaba en su momento una repre­sentación capaz de inclinar y conven­cer a una sociedad espoleada por transformaciones profundas que la ha­brían de conducir a la revolución. Y su acierto fue alcanzar esa representación mediante la exclusión de todo el apara­to escenográfico que la habría converti­do en mera arqueología o pastiche de una época pretérita. Hizo, valga la ex­presión, excavaciones a la búsqueda no de piedras, sino de sentimientos, obli­gaciones y gestos que, existentes en un pasado considerado glorioso, podían ser útiles y ejemplares en los tiempos que se avecinaban.
Así, si en Roma pintó su única obra religiosa conocida —San Rocco implo­rando a la Virgen—, ya incluyó en ella, como figura principal, en primer plano y que atrae de inmediato la mirada del espectador, a un hombre apestado, fijo en quien le contempla y que ni pide ni espera; una figura que alertó a su maes­tro Vien y a otros sobre lo que cabía esperar de las invenciones de David. Así también sus Funerales de Patroclo, más convencionales, pero que parecen augurio de cuantos él mismo habría de organizar luego.
De vuelta a París, obligado por las convenciones para entrar en la Acade­mia, hubo de pintar una nueva obra, y eligió como tema el del general Belisa­rio en el momento de ser reconocido por uno de sus soldados cuando, cega­do por orden del rey al que había servi­
do fielmente, pide limosna. Una ima­gen que en 1781 obtuvo una clara lectu­ra que admiró a Diderot. Al año si­guiente contrajo matrimonio —de cuya intimidad nada o casi nada sabemos, salvo, y ello puede servir para varias in­terpretaciones, que la esposa era de fa­milia acomodada y próxima a la corte, y que vivieron años después un corto divorcio—, tomó posesión de su primer taller en el Louvre, que fue cuna y sede de su escuela, y poco después entró en la Academia. Había cumplido 35 años.
Los años próximos siguientes fue­ron los de su progresiva imposición en la escena artística. Pintó durante una segunda estancia romana El juramento de los Horacios; dos años después, La muerte de Sócrates, y dos más tarde, Brutus. Era el año 1789. Entre el 20 de junio —fecha del juramento del Jeu de Paume— y el 14 de julio —fecha de la toma de la Bastilla— cambió definiti­vamente el destino de Francia, el del resto del mundo y también el de Jac­ques Louis David.
Si hasta ese momento su vincula­ción a la política había sido un asunto de salón —en el sentido que los salones tenían entonces— y también una inter­pretación propia y ajena del sentido de sus obras —una teoría del héroe vincu­lada a la serenidad frente al sacrificio y las imposiciones del deber ante cual­quier modalidad del afecto—, desde ahora su intervención había de ser di­recta, primero como artista compro­metido con los nuevos ideales. Así, sus intervenciones en apoyo de la supre­sión de la Academia, en la que se ha sospechado latía un fondo de rencor por sus sucesivos fracasos, pero que defendió con el mismo ardor de liber­tad con el que muchos años después habrían de defender su propia causa los artistas revolucionarios soviéticos de 1917, y quizá con los mismos resul­tados fatales y en su contra.
Así, el posterior encargo de la pintu­ra que habría de recordar a las genera­ciones venideras el momento crucial del nacimiento de la República, el Jura­mento del Jeu de Paume, que nunca con­cluiría y en el que empeñó, sin embar­go, cuantos conocimientos pictóricos poseía, transfiriendo la monumentali­dad de sus héroes romanos a los aba­tes, abogados y burgueses reunidos en el Tercer Estado, a los que dibujó, como tenía por costumbre, primero desnudos —para saberlos reales— y vistió después —para llevarlos a su tiempo.

Código ético revolucionario
Supo extraer de los clásicos un código ético con el que convencer a una sociedad espoleada por transformaciones profundas. 
Fragmento de El adiós de Telémaco.



Así, su participación en el traslado de los restos de Voltaire a Francia, sus diseños para las fiestas populares con­memorativas —que merecieron de un contemporáneo envidioso la opinión de ser "colosales en su objeto, peque­ños en su ejecución"—, la organización de los funerales de Marat y Lepelletier, las pinturas que dedicó a ambos y tam­bién a los mártires populares de la revolución —los adolescentes Bara y Viala—, y quizá su proyecto interiormente más apreciado, el diseño de las ropas que habrían de vestir magistrados, servido­res públicos y ciudadanos en la nueva sociedad nacida del levantamiento.
Pero su compromiso fue más allá. Colaboró, ello parece fuera de toda duda, con Robespierre durante los años que fueron denominados del Te­rror. Fue miembro activo del Comité de Seguridad Nacional, diputado por París y uno de los signatarios de la con­dena a muerte del rey Luis XVI, ejecu­tado el 21 de enero de 1793.
Cuentan que el día de la matanza de los encarcelados de La Force, David, sentado a las puertas de la cárcel, to­maba tranquilamente apuntes de los cadáveres que se amontonaban. Se conserva un dibujo suyo, terrible en su sencillez, del momento en que María Antonieta era conducida al cadalso. Cambió radicalmente el tono de sus discursos, y donde antes expresaba su intención de celebrar las virtudes de la revolución, con la comparecencia de mujeres, niños, ancianos y represen­tantes del pueblo en un cortejo de festi­va alegría, quiso después elevar un mo­numento al pueblo francés sobre un pe­destal hecho con las estatuas destroza­das de los últimos cinco reyes de Fran­cia: "Porque hemos humillado a esos insolentes, a esos usurpadores. Yacen yertos bajo la tierra que mancharon con sus crímenes, sujetos a la mofa del pueblo". Y aún más: "Todo lo que hace Robespierre es útil y necesario para el bien público. Él y tan sólo él tiene ra­zón. Y los que no están de acuerdo con él deben ser considerados como enemi­gos de Francia y la libertad". Desde su puesto de dictador de las artes amena­zó con llevar a la guillotina a quien no admirase a Rafael.
¿Qué pudo seducirle de Robespie­rre? Más que su condición compartida de huérfanos tempranos o las dificulta­des oratorias, quizá su capacidad —igualmente compartida— de creer en todo lo que decía y su convenci­miento de que el terror quedaba justifi­cado por la virtud, por la obligación de lo necesario.
Pero en termidor cayó Robespierre, y ante el peligro, un David descrito por sus contemporáneos balbuceante, su­doroso y debilitado se excusó ante sus acusadores acusando a su vez a aquél: "Desgraciado, que con sus hipócritas sentimientos ha abusado de mí y me ha engañado de un modo que no podéis concebir. No volveré a vincularme a los hombres, sólo a los príncipes". Y si la traición no le sirvió para librarse de la cárcel —en la que permaneció cinco meses y de la que fue liberado por la intercesión de sus alumnos—, poco después encontraría al que fue su últi­mo príncipe: Napoleón.
Desde 1797, cuando se encontraron por primera vez, hasta 1816, nombrado desde 1804 —después de pintar La co­ronación— primer pintor del empera­dor, David se dedicó fundamentalmen­te a su servicio. Llegó a terminar otras dos de sus grandes obras, Las sabinas —en 1799— y Leónidas ante las Termó­pilas —entre ese año y 1819—, y su re­trato femenino más famoso, Madame Recamier, pero el grueso de su produc­ción estuvo dedicado a la gloria de Bo­naparte. Retratos —la mayor parte sin terminar—, uno de ellos, ecuestre, es­pecialmente conocido, El paso del Grand Saint Bernard, y el gran ciclo ini­ciado con La coronación, que quedó también inconcluso, acompañado sólo de La entrega de las águilas.
¿Qué puede tener en común consigo mismo el hombre de poco más de 30 años que pintó el San Rocco implorando a la Virgen con el adulto de 36 del Jura­mento de los Horacios, con el hombre maduro (de 44) del Juramento del Jeu de Paume, con el anciano de 57 de Le Sa­cre? ¿Cómo, por otra parte, pudo soste­nerse en la altura que alcanzó la cele­bridad de un pintor cuyas obras —to­das ellas, eso sí, de gran aliento y di­mensión— se cuentan con los dedos de la mano? ¿Por qué fue finalmente reco­nocido no por éstas, sino por sus retra­tos de encargo, y que él consideró siem­pre como obra menor?
Posiblemente un mismo impulso y una misma fogosidad orientaron a los diferentes David que hemos citado. El suyo fue un tiempo primordial, del que surgió un entendimiento del mundo y una concepción de lo humano que toda­vía compartimos. La mitología creada por David se corresponde bien con su admiración por Robespierre, por Marat y por Napoleón, como se corresponde bien su transcurso de la épica declara­ción de los Horacios o la sentencia de Brutus sobre sus propios hijos a la sú­plica de paz de las sabinas o la desola­ción de Leónidas, el último de sus hé­roes ciertos, que únicamente puede es­perar la muerte a cambio de detener temporalmente al mucho más poderoso ejército invasor. Los juramentados del Jeu de Paume —guillotinados posterior­mente en buen número—, algunos de sus retratados y los mártires quizá in­necesarios —Bara, Viala y, a sus ojos, Marat— posiblemente sembraron me­lancolía y escepticismo en el ánimo del artista. En sus últimos años, hasta que ya no pueda sostener el pincel y un acci­dente de coche más un resfriado al salir del teatro, que tanto le gustaba, pusie­ran fin a su vida, David pintó cuadros mitológicos, pero ya sin héroes, donce­llas divinas y sus divinos amantes, pero su genio carecía, como escribió uno de sus discípulos más fieles, Delécluze, "de la capacidad de representar la pasión y la gracia femenina".

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