jueves, 17 de noviembre de 2011

el último disparo

Murieron disparando. Éste es el testimonio gráfico y personal de algunos de los mejores fotógrafos muertos en combate en las guerras de Vietnam e Indochina. Testigos de cargo que dejaron su vida en el empeño.
Texto: Juan Carlos Gumucio



 Una bala destrozó la camara de Taizo Ichinoise en Vietnam. Años después, en 1973, Taizo desapareció en Camboya.


Kyoichi Sawada (Japón, 1936-Laos, 1970). Fue fotógrafo de guerra por obstinación. La agencia UPI denegó su traslado a Vietnam desde su tranquilo destino en Tokio. Pero él aprovechó unas vacaciones para ir al frente de guerra. Sus fotos convencieron a UPI definitivamente. Murió acribillado junto a su jefe, Frank Bosch, cuando viajaban cerca de Phnom Penh. Debajo una foto de Sawada: Vietnam, 1966, soldados norteamericanos acompañan a un militar norvietnamita.




 Henri Huet (Vietnam, 1927-Laos, 1971). Hijo de francés y vietnamita, se inició como pintor y estudió fotografía en el servicio militar. En Vietnam trabajó como fotógrafo para los Gobiernos francés y estadounidense y para la agencia UPI. Trasladado a Tokio, no soportó la vida sedentaria y volvió a la acción. Huet muy estimado por su profesionalidad y simpatía, murió en un helicoptero survietnamita. Arriba foto: helicopteros de apoyo a las tropas norteamericanas de tierra despegan cerca de Saigón (1966)

 Larry Burrows (Londres, 1926-Laos, 1971). Comenzó su carrera a los 16 años como "chico del té" en la revista Life, en plena Segunda Guerra Mundial. Gran retratista, captó las famosas fotos de Hemingway en los toros de Pamplona. Aunque no le gustaba ser considerado fotógrafo de guerra, Burrows pasó mucho tiempo en el campo de batalla del Congo, Oriente Próximo y Vietnam. Murió en Laos con tres colegas, entre ellos Huet, cuando su helicóptero fue abatido desde posiciones enemigas. La imagen arriba, tomada por Burrows en Vietnam en 1966, muestra un centro norteamericano de primeros auxilios y de evaluación de heridos en combate.

 Dickey Chapelle (Estados Unidos, 1918-Vietnam, 1965). "Era la clase de reportera que toda mujer periodista aspira a ser". Con estas palabras fue definida en su funeral Dickey Chapelle, una fotógrafa que "estaba siempre donde estaba la acción". Dickey (arriba, una de sus últimas fotografías, tomada en 1962 en Vietnam: un soldado survietnamita a punto de ejecutar a un prisionero vietcong) murió cuando era trasladada en helicóptero a un hospital tras pisar una mina. En la foto de abajo, tomada por Henri Huet, un marine norteamericano hace la señal de la cruz sobre el cuerpo agonizante de Chapelle.





 Robert Capa (Budapest, 1913-Vietnam, 1954). El legendario fundador de la agencia Magnum, autor de impresionantes reportajes sobre la guerra civil española y el desembarco de Normandía, halló su final en Thai Binh (Vietnam) al pisar una mina. Arriba, la última imagen captada por Robert Capa, segundos antes de morir, el 25 de mayo de 1954: soldados en el camino de Thai Binh.



 Robert Ellison (Estados Unidos, 1944-Vietnam, 1968). Su primer trabajo fue cubrir la gran marcha de Martin L. King. Fue a Vietnam para tres semanas y no regresó. El avión de guerra norteamericano que ocupaba fue derribado. Arriba, fotografía de Ellison datada en Khe Sanh, Vietnam, en 1968 (explosión de un arsenal por un obús, ante soldados norteamericanos): fue portada de Newsweek el 18 de marzo de 1968.


 Sean Flynn (Estados Unidos, 1941-Camboya, 1970. Hijo del actor norteamericano Errol Flynn. Sean fue actor y cazador antes que fotógrafo. Se hizo famoso entre sus compañeros por su audacia, siempre a lomos de una moto. Desapareció en Camboya junto con su colega Dana Stone. En la imagen, captada en Duc Phong, Vietnam, en 1966, un vietcong sospechoso es suspendido e interrogado por mercenarios. A los 15 minutos, el sospechoso admitió ser un francotirador.


Jean Peraud (Francia, 1923-Vietnam, 1954). Su vida de aventura comenzó muy joven. Fue espia para la Resistencia francesa en su pueblo, Saint Nazaire, base de submarinos alemanes. En 1952 viajó a Indochina como fotógrafo de guerra. Desapareció en la jungla vietnamita cuando escapaba entre disparos, de los soldados que le perseguían. Nunca se supo más de él. En la imagen, firmada por Peraud, paracaidistas franceses en el campo de aviación de Luang Prabang, en Laos, en el año 1953.



Horst Faas es un hombre inmenso, poseedor de una voz de trueno, refinado humor negro y manos enormes y general­mente inmóviles como ladrillos. A la vez que se le escapa una carcajada, su pequeño despacho en las oficinas de la Associa­ted Press (AP) tiembla. Pero cuando habla de Vietnam, sobre el ros­tro de este formidable fotógrafo alemán, legendariamente imper­turbable ante el peligro, desciende una solemnidad que intimida.
Es que este profesional que ha dedicado gran parte de sus se­senta y tantos años de vida al periodismo sabe exactamente lo que está diciendo, porque si hay algo que ha aprendido con pasión es la historia de Indochina, Vietnam, Camboya y Laos, así como el va­lor histórico del a menudo ignorado trabajo de los cronistas que se jugaron la vida ilustrando esa tragedia y perdieron.
La obra de Faas y de su colega Tim Page pesa casi tres kilos. Es un libro revolucionario de tamaño, diseño y contenido. Publicado por Random House, lleva en la contraportada la potente imagen de una cámara atravesada por una bala a centímetros del visor.
Si fue alcanzada en plena función, el disparo podría haberle volado la cara al fotógrafo. El tomo es el primer homenaje a los 135 fotógrafos de varias nacionalidades que perecieron tratando de capturar imágenes capaces de ilustrar el drama del viejo conflicto del Sureste asiático. Apropiadamente lle­va el título de Réquiem. Es un tributo a los famosos y a los no tan famosos miembros de una profesión audaz que demanda dedica­ción, coraje y, sobre todo, un sentido del realismo casi extremista. El romanticismo de la profesión pertenece a las películas y ayuda a comercializar esos modernos chalecos caqui hoy tan de moda y que delatan a la legua a quienes coleccionan libros de fotografías de guerra y exhiben como trofeos casquillos vacíos de balas y pedazos de metralla de combates a los que, por supuesto, llegaron tarde y con la escolta de los vencedores. A ese colectivo artificial del que acertadamente están asqueados todos los fotógrafos que conozco y admiro profundamente, Réquiem les parecerá un tanto inquietante y acusador. A fin de cuentas, en la mayoría de las películas que se han hecho sobre fotógrafos de guerra el protagonista no sólo se sal­va (casi siempre con una que otra herida leve que no arruina ni sus órganos ni el rostro), sino que halla recompensa en los brazos de una mujer sensual sin otra misión aparente en la vida que atender sus febriles pesadillas del horror pasado bajo el techo de una cabaña
medieval, preferentemente en el sur de Francia, o en la pintoresca campiña inglesa. Música triste, flash‑
backs de atrocidades y explosiones como prólogo de la aparición de una pradera serena sobre la cual Hollywood finalmente se compa­dece del público y nos devuelve al simple mundo de hoy: The end.
Réquiem, en cambio, es tan realista que asusta. Contiene nom­bres de gente que ha existido. Está puntualmente dotado de fechas, lugares de verdad y documentos. Es producto del trabajo de hom­bres y mujeres, de gente de carne y hueso, con extraordinarias aga­llas que, lamentablemente, no garantizan a nadie la vida.
"Vietnam nos hizo ver las cosas desde un ángulo diferente", dice Faas, dos veces ganador del Pulitzer y que, al igual que Page, fue he­rido gravemente en combate, seguramente para recuperarse y vol­ver a su cuartel de operaciones en la oficina de AP en Saigón. (No en vano a Faas se le conoce en la profesión como "el imparable Faas"). "El trabajo de los fotógrafos en Vietnam sigue inspirando a los reporteros de las guerras de hoy porque cambió la percepción del periodismo gráfico tradicional añadiéndole curiosidad y apre­mio por un retrato capaz de contar un episodio de la historia de un momento determinado", observa Faas. Su filosofia es simple y a menudo impartida a sus colegas y subalternos con la claridad de los escopetazos. La vida de fotógrafo de agencia consiste en tomar fo­tos, ponerles un pie riguroso y transmitirlas con la mayor celeridad posible, ya que hay que salir a la calle o a la selva.
Réquiem contiene historias de fotógrafos que no pudieron vol­ver a revelar, imprimir imágenes, ponerles un pie y transmitirlas. Pero recoge los últimos fotogramas de periodistas de ambos bandos del conflicto caídos cumpliendo un deber extremadamente peli­groso, fascinante y muy disputado. Disputado al punto de que para llegar al campo de acción no basta ser atrevido. El trabajo en ese te­rreno exige una férrea actitud profesional porque la competencia es tan feroz como la súbita locura de la violencia inesperada en una emboscada, un combate callejero o un bombardeo. Los soldados responden al fuego con fuego. Los fotógrafos registran el caótico efecto de ese intercambio y éste revela imborrables expresiones del horror, el miedo, de los instantes que bastan para maldecir el si­niestro curso de las guerras. De cualquier guerra.
En pos de testimonios de estos extremos irracionales del odio y su espantosa expresión cada vez más moderna y avanzada, han muerto centenares de fotógrafos (hombres, mujeres, veteranos, bi­soños, buenos, malos, prudentes, porfiados, e incluso experimenta­dos profesionales que creyeron erróneamente, por ejemplo, que su trabajo en la II Guerra Mundial les había extendido un certificado de inmortalidad para el posterior conflicto de Corea, donde dejaron la piel). La era de los épicos retratos de los dibujantes militares del siglo pasado, que como las ampulosas bandas uniformadas acom­pañaban a los ejércitos para registrar las discutibles hazañas de ejér­citos antagonistas que volvían a sus cuarteles con sus filas mucho más diezmadas de lo que oficialmente decían sus Gobiernos. Estos dibujantes murieron con el descubrimiento de la fotografia.
Pero, lamentablemente, las técnicas de la mentira sobreviven. Incluso décadas antes de la introducción de la tecnología digital, trucos nunca faltaron, como sostiene con ejemplos Phillip Knigh­tley, autor de La primera víctima, el más somero estudio histórico de la manipulación propagandística como potente recurso del arsenal de Estados en guerra.
Una de las grandes virtudes de Réquiem es su esfuerzo por man­tener el más riguroso tratamiento a la historia. No contiene sombra alguna de ambición de modificar lo que pasó en Vietnam, en su gue­rra de liberación contra los franceses, primero, y contra el monu­mental pero inútil poderío militar de Estados Unidos, después.
Conociendo personalmente a Faas y la trayectoria de Page, se puede avalar la honestidad y profesionalidad de su proyecto. La pu­blicación de Réquiem garantiza a Faas y Page un respetable sitio en los estantes de libros de historia, fotografia política y política.
Dado que ha pasado más de un cuarto de siglo desde la humi­llante derrota norteamericana en Vietnam, tanto el afán propa­gandístico como las campañas de distorsión de los enemigos de an­taño se han diluido considerablemente. Hanoi y Saigón reciben cordialmente a turistas y hombres de negocios de San Francisco o Detroit que vuelven a casa fascinados por los potencialmente lu­crativos contratos comerciales. El dólar ha cerrado muchas heridas. Nadie quiere volver a matarse. Es aquí donde reside otro de los va­lores del libro de Faas y Page: Réquiem no reabre ni retoca heridas. Tampoco pretende inspirar una corriente revisionista de la conduc­ta de Washington. Venciendo la tentación de trazar paralelos, nadie ha comparado todavía el efecto del libro con la reacción que generó en su tiempo la magistral obra cinematográfica de Francis Ford Coppola Apocalipsis ahora; el traumático esfuerzo clásico que ins­piró el más fuerte movimiento antimilitarista en Estados Unidos, varios años antes de Full metal jacket y Born on the fourth july.
El verdadero peso de Réquiem, la intrínseca gravedad de un tomo caro (40 libras esterlinas, unas 9.600 pesetas), es moral. Esas libras son una buena inversión para que, en el examen de la gue­rra del Vietnam, todos aquellos reporteros que no fuimos a cubrir el conflicto que más influencia ha tenido en nuestra generación nos libremos de aguantar dócilmente el tedio de esas cátedras que suelen salir de boca de ignorantes, ignorantes no sólo de la histo­ria del Sureste asiático, sino de la naturaleza de un trabajo como el de los fotógrafos. Además de ser un homenaje a la tenacidad pe­riodística, Réquiem puede ser un arma contundente para poner fin a discursos tan absurdos y obsoletos. Pero la principal misión de Faas y Page es otra. Rescata del olvido el valor de hombres y mu­jeres en ambos lados de la guerra que, cámara en mano, demostraron con su muerte violenta, o su misteriosa desaparición hasta el día de hoy, que en los conflictos de cualquier parte del planeta cuando un fotógrafo dispara su herramienta corre el riesgo de que alguien castigue esa curiosidad por un instante del drama de la historia. Gracias a Réquiem la posteridad de esos fotógrafos, famosos o no,queda hoy en páginas donde se conoce su trabajo. En ellas quedan los últimos gestos de máxima lealtad a la exactitud de instantes infinitamente más elocuentes que cualquier descripción literaria sobre lo que debe ser fotografiar a diario a la muerte. Un día la cámara cambia de manos y se lleva para siempre y fuera de este mundo la última expresión de un fotógrafo de guerra.


No hay comentarios: