jueves, 27 de octubre de 2011

Vázquez

El dibujante sin vergüenza



Texto: Ramón de España
Fotografía: Francisco Ontañon

 Manuel Vázquez empezó a dedicarse al humor en el útero de su madre. O eso mantiene él cuan­do se le pregunta en qué momento se le despertó la vocación por el dibujo y la risa. De hecho, Vázquez se considera un humorista nato, que llegó a dibujante un poco por casualidad. A sus 60 años, no descarta iniciar una carrera de nove­lista, mientras pone en marcha un nuevo perso­naje para el Pequeño País y sueña con que se lleve a la práctica un proyecto que le hace es­pecial ilusión: una serie para televisión, cen­trada en su apasionante, agitada, divertida y caótica experiencia vital.
Manuel Vázquez es un clásico en vida del tebeo español. Nació en Madrid en 1934, en el seno de una familia en la que, a pesar de arras­trar un título nobiliario, no había ni un duro. Cuesta creer que por las venas de este sujeto de mirada entre torva e irónica y colosal barri­gón corra sangre azul, pero eso es lo que hay, aunque él sea el primero en no concederle al asunto excesiva importancia: "Mis abuelos te­nían una sastrería que trabajaba para la Casa Real. Lo debían hacer muy bien, porque les cayó un título de conde. Lo malo es que el tí­tulo es lo único que nos dio el Rey: yo hubiera agradecido que llevara puestos algunos terre­nitos o alguna bicoca, pero nada de nada. Nos soltaron el título de conde, como se lo solta­ron a Adolfo Suárez... O sea, que a mi padre, que debía ser conde en segundo grado o algo así, le tocó ganarse la vida trabajando en la Renfe. Eso sí, el hombre tenía buenas compa­ñías. Era amigo de Jardiel Poncela, que era un tío estupendo y uno de mis dos primeros maestros en el terreno del humor. El otro fue Wenceslao Fernández Flórez, un tipo tan ge­nial como olvidado en la actualidad".
Para tener contenta a su familia, Vázquez cursó estudios de delineante y aparejador, pero a la que pudo se dedicó a lo que realmen­te le interesaba: el humor. Empezó a colabo­rar desde Madrid para revistas barcelonesas y a principios de los cincuenta, sin cumplir los 20 años, se trasladó a Barcelona. Eran los
tiempos en que la hoy extinta Editorial Bruguera constituía todo un imperio en el ámbito de la prensa
para adolescentes.
"Mi llegada a Barcelona fue tristísima", re­cuerda Vázquez. "Hacía un día asqueroso, gris y lluvioso. En las inmediaciones de la es­tación de Francia, unos cuantos individuos, con bastante mal aspecto, cantaban las exce­lencias de las pensiones que les pagaban. Así empezó mi relación con Barcelona, que aún dura. Y puedo decirte que me encanta Catalu­ña, a pesar de los catalanes... Porque, chico, las cosas han mejorado, pero en aquella época ser de Madrid en Barcelona equivalía a pasar­las canutas. Tenía la impresión de que yo, como madrileño, era el responsable de todos los males seculares de Cataluña. Yo tenía la culpa del franquismo, de la represión, de todo lo que te puedas imaginar.






Todo el mundo hablaba en catalán, nadie me hacía ni puñetero caso, y me sentía como un apestado".
Manuel Vázquez, como bien saben los que le conocen, no es alguien que se amilane en un ambiente hostil. Así pues, no tardó en incorporarse a la plantilla de dibujantes de Editorial Bruguera: "El sistema de trabajo era bien curioso. En vez de dejarnos dibujar en casa, nos metían a todos en una especie de hangar en el que ejercíamos de esclavos de la historieta. Era un concepto oficinesco del medio, que a algunos les cuadraba bien, pero que a mí me sentaba como un tiro. Controlándolo todo es­taba el inefable señor González. El señor Bru­guera iba de respetable burgués catalán y no se rebajaba a tratarse con la chusma que tenía a sus órdenes. Así que se buscó un capataz de confianza, que era el amigo González. Este González era, pues, una especie de Robespie­rre, de Rasputín que lo controlaba todo y que ejercía de padre de todos nosotros. A veces iba de benévolo, a ratos pegaba alguna que otra bronca... No es que ahora esto de los tebeos sea un chollo, pero entonces pringabas mucho más... Yo nunca he sido un pesetero. Si no ga­naba lo suficiente con las historietas, ya me buscaba la vida en otros asuntos". Esos otros asuntos podían ser realmente variopintos: "Yo he hecho decorados para el teatro, he trabajado en cine, he vivido de las mujeres, he hecho de macarra..., cualquier cosa que te imagines".

Este superviviente profesional no ha tenido ningún empacho en aplicar a los editores el mismo trato que, en su opinión, le habían aplicado a él: "Uno de los principales problemas de la historieta en Es­paña es que los editores son burros, ruines y mezquinos. Lo de Bruguera era esclavismo. ¿Pero qué decir de lo de El Barragán, esa re­vista que se montó el humorista del mismo nombre y que cerró hace unos meses, dejando a un montón de gente en la calle? Yo a ese Ba­rragán voy a llevarlo a los tribunales. Yo a los editores les he hecho trastadas, de acuer­do, pero ellos me las habían hecho a mí pri­mero".

El creador de la Familia Cebolleta, Las hermanas Gilda o Anacleto, agente secreto, co­lecciona anécdotas personales que son ya del dominio público. Una de las más conocidas es aquella en la que Vázquez, para conseguir co­brar, entregó como terminadas decenas de pá­ginas que sólo tenían dibujada la tira superior. Vázquez no ha tenido el menor empacho tampoco en convertirse a sí mismo en personaje de historieta. En ese sentido, su último álbum, Vázquez, agente del fisco (en el que nuestro hombre es atrapado por el Ministerio de Hacienda y obligado a convertirse en funcionario del mismo si no quiere ir a la cárcel) resulta paradigmático. Para Vázquez, las lecturas sociológicas que han hecho los críticos de sus historietas y de esa entelequia llamada escuela Bruguera, son una pérdida de tiempo: "Para empezar, nada de lo que hacíamos era origi­nal. Todo estaba copiado de lo que publicaba en Argentina la revista Rico Tipo. Para conti­nuar, nadie se consideraba un artista y todo el mundo trabajaba por cuestiones meramente crematísticas. Y para acabar, la censura impe­día cualquier tipo de creatividad. Sufrías cua­tro tipos de censura: la tuya, pues había que ser tonto para hacer cosas que no se iban a publicar y, por tanto, no se iban a cobrar; la censura propia de la editorial; la censura particular del señor González, y la que afectaba a todos los españoles. ¿Tú crees que en esas condiciones se podía construir una obra coherente y todas esas chorradas que han dicho los críticos...? Y lo malo es que cuando se acabó la
censura prosperó un humor de culo, teta y coño, que tampoco nos ha llevado a ninguna parte. Vivimos malos tiempos para el humor".

La censura de la época no llevó, sin embar­go, a Vázquez a planteamientos políticos de ningún tipo: "Yo soy un superviviente y un enamorado de la vida. Yo soy feliz con el franquismo, sin el franquismo, con la demo­cracia, con los comunistas, con lo que me echen... Cuando mis compañeros estaban ahí tirados, en el hangar de Bruguera, haciendo el oficinista, yo andaba de farra.

Si algo desconoce Vázquez es el concepto norteamericano de la corrección política. Así habla de las mujeres: "Son inaguantables y maravillosas al mismo tiempo.Y también muy primarias y muy retorcidas. Tú quedas con una tía en un bar y sabes que nunca llegará directamente desde su casa, sino que dará un rodeo y se comerá el coco con cien cosas que no vienen a cuento. Lo que pasa es que la hembra necesita al macho y viceversa. No hay nada más".

Esta actitud la matiza al ha­blar de su actual compañera, a la que adora y con la que vive junto a dos hijos de previas uniones del señor Vázquez. Un hogar que, cuando tuvo lugar esta conversación, tenía el teléfono cortado por impago: "La culpa es de mi hijo, que se pasa horas hablando y luego llegan unas facturas de aúpa. Yo le he dicho que, ya que trabaja de camarero en el Puerto Olímpico, que ahorre y que pague la factura. Yo paso".

Los dos hijos que viven con Vázquez son sólo una parte de los 11 que el Gran Moroso ha fabricado con cinco mujeres distintas. Los otros nueve andan perdidos por el mun­do. Vázquez cree que hay un par en Italia y otro en Francia, pero no está muy seguro. ¿Los echa de menos?: "Más bien no. No soy ningún padrazo. A veces me han presentado a alguno y he pensado: 'Qué majo, ya tiene 30 años y gasta bigote...'. El cariño lo da el roce... Además, aunque soy un vitalista, tampoco me parece ninguna maravilla traer hijos a un mundo que cada día está peor".

Su descreimiento no le impide crear per­sonajes infantiles como Mónica. Pero Váz­quez cree que hay una idea equivocada de la infancia: "Los niños son malos, traviesos, negativos, crueles, petardistas... Y así es como me gusta que sean. No hay nada peor que un niño blando, cursi y ñoño". 

No hay comentarios: