jueves, 27 de octubre de 2011

Paisaje con vistas: El Siglo de Oro Holandés


TEXTO: FERNANDO HUICI

El holandés Aelbert Cuyp plasmó sus impresiones italianas en esta Vista de Dordrecht

 Elegir un tema como el del paisajismo holandés para esta gran exposición temporal, concebida y producida por el propio Museo Thyssen-Borne­misza, tiene, de hecho, un ori­gen obvio. No en vano una de las aportaciones clave con que los fondos del museo han veni­do a paliar ciertas lagunas de nuestras colecciones históricas estatales es precisamente la de obras de grandes maestros de la pintura holandesa del siglo XVII, entre las que se incluye un importante conjunto de pai­sajes de autores tan esenciales como Savery, Hercules Segers, Van Goyen, Breenbergh, Van der Neer, Post, Koninck, Cuyp, Wijnats, Van de Cape­Ile, Van de Velde, Hobbema o Ruisdael. Siete de esas obras se incorporan ahora a un conjun­to de otras 80 procedentes de museos y colecciones de Euro­pa y América, para desplegar ante nuestros ojos un minucio­so relato de la edad de oro del paisajismo holandés.
La principal virtud que se esconde tras lo que la historia­dora Svetlana Alpers ha defini­do con acierto como "el arte de describir" es la actitud del pai­sajista. El artista y su cliente compartían en aquella época un mismo interés hacia la vi­sión más fiel de las cosas con­cretas, hacia una mirada capaz de reflejar, con sincera y pers­picaz precisión, su entorno. El papel otorgado al conocimien­to empírico, el orgullo ante una tierra doblemente conquista­da, en pugna frente al mar y frente a los hombres, y el gusto por el disfrute de los parajes naturales, como antídoto fren­te a la laboriosa vida de las ciu­dades, son algunas de las claves sobre las que se edificará la gran moda del paisaje natura­lista holandés del siglo XVII.
El naturalismo no lo es todo en la pintura paisajística ho­landesa. Los holandeses tuvie­ron que ganar su libertad fren­te a las tropas imperiales espa­ñolas, y de la misma forma en que conquistaron tierras al mar mediante diques los pintores

El puente de piedra, que pintó Rembrandt, es una obra excepcional, un mero pretexto para desarrollar un sutil y magistral paisaje.

  tuvieron que afirmar su identidad frente a un adversa­rio. En ese sentido, encontra­ron su oponente principal en el peso de los modelos italiani­zantes, cuya influencia abre y cierra ese siglo de paisajes.Un lienzo como Paisaje con Mercurio, Argos e lo, de Abraham Bloemaert, evoca el pro­tagonismo en las primeras dé­cadas del XVI de los manieris­tas tardíos, desde una concep­ción del paisaje que elige mos­trar figuras mitológicas. Las pinturas de una generación
posterior, Paisaje fluvial italia­no con transbordador, de Jan Asselijn, o el encantador Joven pastor jugando con su perro, de Karel du Jardín, nos hablan de un cierto compromiso o, me­jor, de un mestizaje en el que las convenciones bucólicas del Sur se tiñen de la pudorosa sin­ceridad descriptiva gestada en los gustos del Norte.
Una voz distinta se incorpo­ra a ese diálogo con el óleo, Vista idealizada con ruinas ro­manas, esculturas y un puerto mediterráneo, de Bartholo­meus Breenbergh. El pintor ha situado en este paraje al Moisés de Miguel Ángel, entremezcla­do entre un grupo de despojos de la antigüedad clásica, equi­parando así a ambos arqueti­pos. No en vano su postura frente al naturalismo, defendi­da por muchos de sus compa­triotas, responde al modelo, muy común, reflejado en el tó­pico de una cita que Francisco de Holanda puso en boca del mismo Miguel Ángel: "En Flandes pintan sólo para enga­ñar el ojo externo, cosas que alegran y de las que no se pue­de decir nada malo. Pintan materias, ladrillos y argamasa, la hierba de los campos, las som­bras de los árboles, y puentes y ríos, lo que llaman paisajes, y figurillas por aquí y por allá. Y todo esto, aunque pueda pare­cer bueno a los ojos de algu­nos, en verdad está hecho sin razón, sin simetría ni propor­ción, sin poner cuidado en se­leccionar y rechazar".
Herederos en parte de la mi­nuciosidad descriptiva de sus antecesores flamencos —de he­cho, artistas flamencos, como Coninxloo o Savery, desplaza­dos por la guerra hacia las Pro­vincias Unidas del Norte, juga­rán un papel fundamental en la primera generación de paisajistas holandeses—, los repre- sentantes de esa escuela na-  turalista romperán, es cierto, con el idealismo implícito en el reproche   miguelangelesco; con  todo, la acusación relati- va a su supuesta renuncia   a toda selección y rechazo resulta, de todo punto, in- ' justa.
Precisamente, la apuesta de los paisajistas de la escuela ho­landesa se caracterizó por una
especie de naturalismo selecti­vo. Defendieron —y de ahí su modernidad— la conveniencia de ir a dibujar directamente ante el motivo, pero esos boce­tos del natural eran luego ree­laborados en el estudio como materia base de lienzos pinta­dos incluso años más tarde, en los que el artista no tenía em­pacho en reelaborar el conjun­to a su conveniencia, buscando una composición final más eficaz. Un ejemplo extremo nos lo proporciona, en este senti­do, el célebre Casas junto a abruptos acantilados, de Her­cules Seghers, donde edificios reales de la ciudad de Amster­dam han sido trasladados a un abrupto paraje fantástico.

 Jacob van Ruisdael pintó estos Barcos en el estuario del rio, en los que refleja la vida de los holandeses del siglo XVII. A la izquierda, La rendición del Royal Prince, de Willen van de Velde.

 El Paisaje con canal helado, patinadores y trineos, de David Vinckboons, evoca el ocio y los juegos de invierno.


Selectivo a la hora de esta­blecer un compromiso entre la observación objetiva y las pro­pias necesidades expresivas, el naturalismo holandés lo será también en lo relativo a sus te­mas. Pintan con fidelidad su entorno, pero no todo su en­torno. Surgen así, en la pintura de este periodo, ciertos asuntos y prototipos recurrentes, que constituyen, de hecho, auténticos subgéneros. Y con frecuen­cia, los artistas se especializa­rán, incluso de modo exclusi­vo, en alguno, de ellos. Vista de playa, de Adriaen van de Vel­de, nos acerca a uno de esos prototipos, en el que se refleja ya la idea de la playa concebida como lugar de esparcimiento y deleite.
Uno de los grandes ci­clos temáticos del paisaje holandés del XVII lo constituyen las escenas invernales. En la pareja de cuadros Verano e Invierno, pintados por Jan van Goyen, podemos rastrear los orígenes remotos del tema, vinculados a aquellos ciclos de las cuatro estaciones, asocia­dos a la cadencia de las tareas agrícolas y que se remontan ,hasta la pintura medieval. Con sesgos distintos, tanto Paisaje con canal helado, patinadores y trineos, de David Vinckboons, como Paisaje de invierno, de Esaias van de Velde, o Escena de invierno con patinadores cer­ca de una ciudad, de Hendrick Avercamp, evocan esa cando­rosa y sutil percepción del ocio y las tareas cotidianas durante la estación invernal, fruto de una mirada que tenderá a fun­dir progresivamente la suma de detalles anecdóticos en el flujo de una atmósfera global.
En pos de las modulaciones atmosféricas, que anteponen la captación de un ambiente sutil a la estricta suma de elementos, el paisaje naturalista holandés en­contró uno de sus recursos esen­ciales de lenguaje en el llamado tonalismo, esto es, en el uso de una paleta muy reducida, cerca­na a una monocromía básica,
donde la delicada riqueza de matices atmosféricos se obtiene mediante la variación gradual de las tonalidades. Paul Claudel, enamorado del paisajismo ho­landés, nos legó una memorable evocación de la naturaleza ínti­ma de ese lenguaje: "Era un pai­saje a la manera de Van Goyen pintado en un único tono, como con aceite dorado sobre lumino­so humo. Pero lo que me había sobresaltado en la distancia, lo que para mí hacia que ese con­junto amortiguado sonara como un clarín era, lo compren­dí en ese momento, ahí, ese pe­queño bermellón y, al lado, ese átomo azul, ¡un grano de sal y un grano de pimienta!".




 Hendrik Avercamp, uno de los pioneros del paisajismo holandés, recreó esta Escena de invierno con patinadores (1620).

Bartholomeus Breenbergh situó en Vista idealizada con ruinas romanas, esculturas y un puerto mediterráneo (1650) al Moisés de Miguel Ángel.


Con todo, el espíritu de esa gran edad de oro del paisaje ho­landés no alcanza su auténtica plenitud sino con el ecuador del siglo. Paisaje de bosque con un sendero sobre un dique, obra magistral de Meindert Hobbema, encarna con precisión la delicada complejidad de ese "estado de gracia". Entre los valores de esta obra se ha destacado con acierto el matiz que introduce la presencia del di­que, símbolo de un paisaje en el que lo natural ha sido redefini­do por el ingenio y el esfuerzo del hombre. Y en tal sentido, el tema puede interpretarse tam­bién como metáfora del propio naturalismo de la pintura ho­landesa, que toma fielmente como materia aquello que le es dado en la percepción de lo real, pero lo elabora más tarde en un artificio que contiene, en potencia, una dimensión más veraz.
Pero el auténtico gigante de la pintura holandesa de paisaje del XVII fue, sin lugar a dudas, el maestro de Hobbema, Jacob van Ruisdael. Practicó todas las modalidades del paisajismo de su tiempo, desde los panora­mas a las marinas. La exposi­ción del Museo Thyssen-Bor­nemisza incluye diez obras de Ruisdael. Entre ellas se en­cuentra la más célebre de lasvistas que el pintor realizó de El castillo de Bentheim. De nuevo, este lienzo nos remite a uno de los casos más conocidos en la manipulación del motivo. Situando el perfil del castillo sobre una cumbre mucho más elevada que la que en su ubica­ción real le sirve de base, el pin­tor obtiene un efecto de majes­tuosidad sin restar verosimili­tud al conjunto.
De la majestuosidad heroica de las vistas de Bentheim aldramatismo y melancolía de su periodo final, la inquietante personalidad de Ruisdael cons­tituye un caso aparte con res­pecto a esa objetividad placen­tera que fue norma en los pai­sajistas holandeses. Tal vez, en ese sentido, el alma compleja del maestro de Haarlem deba encontrar su equivalente en la visión turbulenta que de los pa­rajes naturales nos brindó otro de los grandes colosos de su tiempo, Rembrandt. De las contadas incursiones que Rem­brandt realizó en la esfera del paisaje, tan sólo ocho se consi­deran hoy como parte de su obra; una de ellas, El puente de piedra, mete de lleno al espec­tador, desde el combate de sombras y luz, en la amenaza de la tormenta.
Pero el Ruisdael que se labró un bien merecido prestigio entre la generación romántica a fuerza de pintar impetuosos torrentes está presente en la exposición del Museo Thyssen con tres lien­zos diferentes: Dos molinos de agua con una esclusa abierta, Vista de Haarlem con los campos de blanqueo y Barcos en el estua­rio del río nos hablan de un para­je fecundado por el ingenio del hombre, de la estampa de una ciudad orgullosa de la fama de sus paños y de esos caminos del mar en los que el comercio ex­tendía la fortuna de la república hasta los confines del mundo.


Paisaje Fluvial, de Salomon Ruysdael. Óleo sobre tabla fechado en 1645, mide 63 por 92 centimetros

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