TEXTO: FERNANDO HUICI
El holandés Aelbert Cuyp plasmó sus impresiones italianas en esta Vista de Dordrecht
La principal virtud que se esconde tras lo que la historiadora Svetlana Alpers ha definido con acierto como "el arte de describir" es la actitud del paisajista. El artista y su cliente compartían en aquella época un mismo interés hacia la visión más fiel de las cosas concretas, hacia una mirada capaz de reflejar, con sincera y perspicaz precisión, su entorno. El papel otorgado al conocimiento empírico, el orgullo ante una tierra doblemente conquistada, en pugna frente al mar y frente a los hombres, y el gusto por el disfrute de los parajes naturales, como antídoto frente a la laboriosa vida de las ciudades, son algunas de las claves sobre las que se edificará la gran moda del paisaje naturalista holandés del siglo XVII.
El naturalismo no lo es todo en la pintura paisajística holandesa. Los holandeses tuvieron que ganar su libertad frente a las tropas imperiales españolas, y de la misma forma en que conquistaron tierras al mar mediante diques los pintores
El puente de piedra, que pintó Rembrandt, es una obra excepcional, un mero pretexto para desarrollar un sutil y magistral paisaje.
posterior, Paisaje fluvial italiano con transbordador, de Jan Asselijn, o el encantador Joven pastor jugando con su perro, de Karel du Jardín, nos hablan de un cierto compromiso o, mejor, de un mestizaje en el que las convenciones bucólicas del Sur se tiñen de la pudorosa sinceridad descriptiva gestada en los gustos del Norte.
Una voz distinta se incorpora a ese diálogo con el óleo, Vista idealizada con ruinas romanas, esculturas y un puerto mediterráneo, de Bartholomeus Breenbergh. El pintor ha situado en este paraje al Moisés de Miguel Ángel, entremezclado entre un grupo de despojos de la antigüedad clásica, equiparando así a ambos arquetipos. No en vano su postura frente al naturalismo, defendida por muchos de sus compatriotas, responde al modelo, muy común, reflejado en el tópico de una cita que Francisco de Holanda puso en boca del mismo Miguel Ángel: "En Flandes pintan sólo para engañar el ojo externo, cosas que alegran y de las que no se puede decir nada malo. Pintan materias, ladrillos y argamasa, la hierba de los campos, las sombras de los árboles, y puentes y ríos, lo que llaman paisajes, y figurillas por aquí y por allá. Y todo esto, aunque pueda parecer bueno a los ojos de algunos, en verdad está hecho sin razón, sin simetría ni proporción, sin poner cuidado en seleccionar y rechazar".
Herederos en parte de la minuciosidad descriptiva de sus antecesores flamencos —de hecho, artistas flamencos, como Coninxloo o Savery, desplazados por la guerra hacia las Provincias Unidas del Norte, jugarán un papel fundamental en la primera generación de paisajistas holandeses—, los repre- sentantes de esa escuela na- turalista romperán, es cierto, con el idealismo implícito en el reproche miguelangelesco; con todo, la acusación relati- va a su supuesta renuncia a toda selección y rechazo resulta, de todo punto, in- ' justa.
Precisamente, la apuesta de los paisajistas de la escuela holandesa se caracterizó por una
especie de naturalismo selectivo. Defendieron —y de ahí su modernidad— la conveniencia de ir a dibujar directamente ante el motivo, pero esos bocetos del natural eran luego reelaborados en el estudio como materia base de lienzos pintados incluso años más tarde, en los que el artista no tenía empacho en reelaborar el conjunto a su conveniencia, buscando una composición final más eficaz. Un ejemplo extremo nos lo proporciona, en este sentido, el célebre Casas junto a abruptos acantilados, de Hercules Seghers, donde edificios reales de la ciudad de Amsterdam han sido trasladados a un abrupto paraje fantástico.
Jacob van Ruisdael pintó estos Barcos en el estuario del rio, en los que refleja la vida de los holandeses del siglo XVII. A la izquierda, La rendición del Royal Prince, de Willen van de Velde.
El Paisaje con canal helado, patinadores y trineos, de David Vinckboons, evoca el ocio y los juegos de invierno.
Selectivo a la hora de establecer un compromiso entre la observación objetiva y las propias necesidades expresivas, el naturalismo holandés lo será también en lo relativo a sus temas. Pintan con fidelidad su entorno, pero no todo su entorno. Surgen así, en la pintura de este periodo, ciertos asuntos y prototipos recurrentes, que constituyen, de hecho, auténticos subgéneros. Y con frecuencia, los artistas se especializarán, incluso de modo exclusivo, en alguno, de ellos. Vista de playa, de Adriaen van de Velde, nos acerca a uno de esos prototipos, en el que se refleja ya la idea de la playa concebida como lugar de esparcimiento y deleite.
Uno de los grandes ciclos temáticos del paisaje holandés del XVII lo constituyen las escenas invernales. En la pareja de cuadros Verano e Invierno, pintados por Jan van Goyen, podemos rastrear los orígenes remotos del tema, vinculados a aquellos ciclos de las cuatro estaciones, asociados a la cadencia de las tareas agrícolas y que se remontan ,hasta la pintura medieval. Con sesgos distintos, tanto Paisaje con canal helado, patinadores y trineos, de David Vinckboons, como Paisaje de invierno, de Esaias van de Velde, o Escena de invierno con patinadores cerca de una ciudad, de Hendrick Avercamp, evocan esa candorosa y sutil percepción del ocio y las tareas cotidianas durante la estación invernal, fruto de una mirada que tenderá a fundir progresivamente la suma de detalles anecdóticos en el flujo de una atmósfera global.
En pos de las modulaciones atmosféricas, que anteponen la captación de un ambiente sutil a la estricta suma de elementos, el paisaje naturalista holandés encontró uno de sus recursos esenciales de lenguaje en el llamado tonalismo, esto es, en el uso de una paleta muy reducida, cercana a una monocromía básica,
donde la delicada riqueza de matices atmosféricos se obtiene mediante la variación gradual de las tonalidades. Paul Claudel, enamorado del paisajismo holandés, nos legó una memorable evocación de la naturaleza íntima de ese lenguaje: "Era un paisaje a la manera de Van Goyen pintado en un único tono, como con aceite dorado sobre luminoso humo. Pero lo que me había sobresaltado en la distancia, lo que para mí hacia que ese conjunto amortiguado sonara como un clarín era, lo comprendí en ese momento, ahí, ese pequeño bermellón y, al lado, ese átomo azul, ¡un grano de sal y un grano de pimienta!".
Hendrik Avercamp, uno de los pioneros del paisajismo holandés, recreó esta Escena de invierno con patinadores (1620).
Bartholomeus Breenbergh situó en Vista idealizada con ruinas romanas, esculturas y un puerto mediterráneo (1650) al Moisés de Miguel Ángel.
Con todo, el espíritu de esa gran edad de oro del paisaje holandés no alcanza su auténtica plenitud sino con el ecuador del siglo. Paisaje de bosque con un sendero sobre un dique, obra magistral de Meindert Hobbema, encarna con precisión la delicada complejidad de ese "estado de gracia". Entre los valores de esta obra se ha destacado con acierto el matiz que introduce la presencia del dique, símbolo de un paisaje en el que lo natural ha sido redefinido por el ingenio y el esfuerzo del hombre. Y en tal sentido, el tema puede interpretarse también como metáfora del propio naturalismo de la pintura holandesa, que toma fielmente como materia aquello que le es dado en la percepción de lo real, pero lo elabora más tarde en un artificio que contiene, en potencia, una dimensión más veraz.
Pero el auténtico gigante de la pintura holandesa de paisaje del XVII fue, sin lugar a dudas, el maestro de Hobbema, Jacob van Ruisdael. Practicó todas las modalidades del paisajismo de su tiempo, desde los panoramas a las marinas. La exposición del Museo Thyssen-Bornemisza incluye diez obras de Ruisdael. Entre ellas se encuentra la más célebre de lasvistas que el pintor realizó de El castillo de Bentheim. De nuevo, este lienzo nos remite a uno de los casos más conocidos en la manipulación del motivo. Situando el perfil del castillo sobre una cumbre mucho más elevada que la que en su ubicación real le sirve de base, el pintor obtiene un efecto de majestuosidad sin restar verosimilitud al conjunto.
De la majestuosidad heroica de las vistas de Bentheim aldramatismo y melancolía de su periodo final, la inquietante personalidad de Ruisdael constituye un caso aparte con respecto a esa objetividad placentera que fue norma en los paisajistas holandeses. Tal vez, en ese sentido, el alma compleja del maestro de Haarlem deba encontrar su equivalente en la visión turbulenta que de los parajes naturales nos brindó otro de los grandes colosos de su tiempo, Rembrandt. De las contadas incursiones que Rembrandt realizó en la esfera del paisaje, tan sólo ocho se consideran hoy como parte de su obra; una de ellas, El puente de piedra, mete de lleno al espectador, desde el combate de sombras y luz, en la amenaza de la tormenta.
Pero el Ruisdael que se labró un bien merecido prestigio entre la generación romántica a fuerza de pintar impetuosos torrentes está presente en la exposición del Museo Thyssen con tres lienzos diferentes: Dos molinos de agua con una esclusa abierta, Vista de Haarlem con los campos de blanqueo y Barcos en el estuario del río nos hablan de un paraje fecundado por el ingenio del hombre, de la estampa de una ciudad orgullosa de la fama de sus paños y de esos caminos del mar en los que el comercio extendía la fortuna de la república hasta los confines del mundo.
Paisaje Fluvial, de Salomon Ruysdael. Óleo sobre tabla fechado en 1645, mide 63 por 92 centimetros
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