Historia de los Griegos de Indro Montanelli Capítulo LII “Roma”
Para Grecia, que tras la conquista doria se había dado una ordenación definitiva, el “enemigo” había sido siempre Oriente. Lo que ocurría en Occidente no la había interesado más que casualmente. Salvo los marineros que frecuentaban sus puertos, tal vez nadie en Atenas sabía qué grado de desarrollo habían alcanzado las colonias griegas de
La ascensión de Rodas en el siglo III es una de las pruebas. Fue debido precisamente a la geografía, que hacía de la isla una etapa obligada y el punto de apoyo de todos los intercambios greco-orientales. Tras haber resistido heroicamente a Demetrio Poliercetes, Rodas reunió en una Liga a otras islas egeas, y las mantuvo sabiamente en una línea neutral. Su política fue tan sagaz que cuando en 225 antes de Jesucristo la ciudad fue destruida por un terremoto, toda Grecia mandó ayuda en dinero y mercancías por ver en ella un pilar insustituible de su economía.
Nadie, en cambio, se había movido cuando, años antes, Tarento se había encontrado en mala situación con Roma. También los tarentinos eran griegos y también ellos se dirigieron en busca de ayuda a sus connacionales de la madre patria. Pero sólo hallaron a uno dispuesto a acudir en socorro suyo: Pirro, rey del Epiro, del mismo linaje moloso que descendía Olimpia, la madre de Alejandro. Pirro desembarcó en Italia con veinticinco mil infantes, tres mil jinetes y veinte elefantes, que a la sazón los griegos importaban de
Pirro murió poco después en Argos. Y Grecia no hizo caso de su desaparición, como no había hecho caso de sus aventuras occidentales. Epiro era una comarca periférica y montañosa, que todos consideraban bárbara y casi forastera. En el mismo año (272) Roma se anexionó Tarento, como ya se había anexionado Capua y Nápoles, y de todas las colonias griegas de
Si esa vez Grecia se sacudió de su sopor, no fue porque hubiese visto en aquel episodio una catástrofe nacional y se diese cuenta de la amenaza que se perfilaba al Oeste, sino sólo porque advirtió en él un pretexto para rebelarse contra su amo macedonio, que en aquel momento era Filipo: éste había subido, a los diecisiete años, a un trono que durante su minoría de edad se mantuvo firme por su padrino y tutor Antígono III. Era tan extraordinario, en aquellos tiempos, que un regente en vez de matar al legítimo heredero para seguir en el poder, se lo entregase, que Antígono fue llamado donosa, el prometedor, que mantiene; como se decía en
Desgraciadamente, en
Roma no se vengó en seguida. Al revés, en 205 firmó un tratado con Filipo que creyó haber salido de apuros con él. Después, Escipión llevó la guerra a África y derrotó definitivamente a Aníbal en Zama. Y sólo después de haberse librado definitivamente de aquel mortal enemigo, Roma se hizo mandar por Rodas un llamamiento que la invitaba a liberar la isla de Filipo. Y, naturalmente, lo acogió.
Pagado con su misma moneda, Filipo se defendió como una fiera, destruyendo las ciudades griegas que se negaban a ponerse de su lado. En Abidos, todos los habitantes, antes que rendirse, prefirieron suicidarse con sus mujeres e hijos. Pero su ejercito nada pudo contra el de Quintetito Flaminio, que en 197 le aplastó en Cinoscéfalos.
Hubiera podido ser el fin de Grecia como nación si Flaminio hubiese sido un general romano como los demás, que dondequieran pasaban instalaban a un gobernador y un prefecto con un buen cuerpo de policía, introducían su lengua, sus leyes, proclamaban romana la provincia conquistada y la anexionaban. En cambio, era un hombre culto y muy respetuoso de Grecia, cuya lengua conocía y cuya civilización admiraba. No sólo respetó la vida de Filipo, sino que le devolvió el trono. Y, convocados los representantes de todos los Estados griegos en Corinto, proclamó que Roma retiraba de sus territorios las guarniciones y les dejaba en libertad de gobernarse con sus leyes. Plutarco dice que esta declaración fue acogida con tales gritos de entusiasmo, que una bandada de cuervos migratorios se desplomó, muerta, desde el cielo.
La gratitud no es lo fuerte de los hombres y aún menos de los pueblos. Pocos años después,
Filipo murió en 179 antes de Jesucristo, y subió al trono de Macedonia, tras otra pequeña matanza familiar, su hijo Perseo. Éste se casó con la hija de Seleuco, sucesor de Antíoco, e hizo una Liga con él, a la que se unió también Rodas, para hacer la guerra contra Roma, a la que nuevamente lanzó una llamada Pérgamo. Sólo Epiro e Iliria osaron alinearse con Perseo. El resto de Grecia se limitó a aclamarlo como “libertador” cuando, en 168, salió al campo contra el cónsul Emilio Paolo. Éste le aniquiló en Pidna, destruyó setenta ciudades macedonias, devastó el Epiro, deportando como esclavos a cien mil ciudadanos, y transfirió a Roma un millar de “notables” de las otras ciudades, que se habían comprometido en aquel suceso. Entre ellos estaba el historiador Polibio, que después se convirtió en uno de los inspiradores del liberalismo romano.
Tampoco esta admonición valió. En 146 toda Gracia, excepto Atenas y Esparta, proclamó la guerra santa. Esta vez el Senado Romano confió la represión a un soldado chapado a la antigua, que no alimentaba ningún complejo para con la civilización griega. Mumio conquistó Corinto, capital de la rebelión, y la trató como Alejandro había tratado a Tebas, o sea que la arrasó. Todo lo que era transportable fue mandado a Roma. Grecia y Macedonia fueron unidas en una provincia bajo un gobernador romano. Sólo a Atenas y Esparta les fue permitido gobernarse con sus leyes.
Grecia había encontrado al fin la única paz de la que era digna: la del cementerio.
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