lunes, 8 de abril de 2013

ROBERT MAPPLETHORPE

Un clásico en tiempos del pop

Provocativa, contemporánea, genial. La obra de Robert Mapplethorpe se eleva sobre el tiempo y los prejuicios. Sus imágenes, su vida y su muerte están marcadas por la búsqueda de la belleza, la perfección y el placer.

AUTORRETRATOS Por sí solos podrían resumir su obra. De la cara de ángel del comienzo al del bastón con pomo de calavera, de Eros a Tánatos, proclaman la voluntad de asumir lo que es, lo que era. Esa manera de mirar de frente al objetivo es más un exponerse al peligro que una práctica de narcisismo. Un desnudar el alma más que un acto de autosatisfacción.

 Los 10 años transcurridos desde la muerte del fotógrafo Robert Mapplethorpe han contribuido a engrandecer su obra y su figura, lejanas ya las polémicas que trataban de ocultar el valor de su aportación al arte fotográfico con acusaciones groseras y anacrónicas.
Como señala su amigo Christian Caujolle (*) en el magnífico texto incluido en el catálogo de la exposición, de la que es comisario y del que se han extraído los fragmentos que acompañan a estas imágenes, lo fundamental de la obra de Mapplethorpe no es la provocación, que en todo caso deriva del espanto que a los virtuosos les produce el derecho al placer y a la diferencia, sino la mirada particular, la composición y la búsqueda de los cánones de una Belleza eterna que este conocedor de la fotografía clásica aplicó a temáticas presentes ya en sus primeras obras.
Nacido en Nueva York en 1946, Mapplethorpe estudió allí pintura y escultura entre 1963 y 1970, realizó cortos underground y, ya en 1971, comenzó sus series de retratos, naturalezas muertas y fotografías de sexo utilizando sobre todo polaroid. En 1968 había conocido a Patti Smith, con quien vivió en el célebre Chelsea Hotel hasta 1972, y a quien retrataría casi hasta el final de

ESPACIOS
La imagen vertical perdida entre nieblas del barco 'The Coral Sea' no cambió de sitio en el estudio desde que la realizara en 1983. Esa vibración de los tonos grises no se parecía a ninguna de sus imágenes, porque aquel encuadre dejaba espacio a una inmensidad de cielo en la que nos perdíamos.





vida. En esa época Mapplethorpe elaboró algunos de los objetos que se muestran en la exposición, como collares de estilo hippy. En 1973 instaló su estudio en Bond Street, y en 1976 presentó Polaroid, su primera exposición individual a la que convocó con lo que parece ser un autorretrato desnudo, con el sexo oculto con un adhesivo con la señal "Don't touch". A partir de entonces su obra fue adquiriendo celebridad y, poco a poco, las mejores revistas, instituciones internacionales, museos y coleccionistas reclamaron un trabajo que quedó truncado con su muerte por sida el 9 de marzo de 1989.

FLORES, PENES, ESTATUAS
Por encima de censuras y mistificaciones, de buenas causas y malos usos, la obra de Mapplethorpe está definida por el desarrollo de inacabables variaciones sobre sus motivos recurrentes: desnudos, autorretratos, retratos, escenas de sexo, fotografías de flores y naturalezas muertas son, sin embargo, sólo un pretexto para concebir y conseguir imágenes de la Belleza y todas son, por tanto, equivalentes en sentido fotográfico. Por eso Mapplethorpe utiliza los mismos cánones en sus composiciones sea cual sea el motivo: formato cuadrado, uso de la diagonal, incorporación de formas primarias en las que se enmarcan los objetos, todo para lograr un equilibrio perfecto. Y también por eso las acusaciones de pornografía o exhibicionismo reproducidas estos días con motivo de la exposición en Valencia se quedan, estúpidamente, en la epidermis de una obra que, como concluye Caujolle en su texto "pone en tela de juicio la lectura inmediata de la imagen, obligándonos a traspasar el único estadio de la iconografía para remitirnos al objeto fotográfico". Ya sean penes, flores o estatuas.


'Robert Mapplethorpe', exposición retrospectiva del fotógrafo norteamericano, exhibe 137 fotografías originales junto a diferentes objetos diseñados por el propio artista, del 16 de septiembre al 28 de noviembre, en el Centre Cultural La Beneficencia. Corona, 36. Valencia.
De todas las fotografías,
© Estate of Robert Mapplethorpe.




FINAL El último autorretrato, un raro formato panorámico que encuadra muy de cerca sus ojos, con la parte derecha más iluminada que el resto, nos deja simplemente sin ninguna escapatoria, con la necesidad de hacer frente a una mirada, de sostener una mirada, de mirar justo antes de la desaparición, a los ojos.


 ESTATUAS
Mapplethorpe adopta un punto de vista totalmente clásico en la composición, utilizando formas primarias (rombos o círculos en el fondo de los cuales enmarca flores, retratos, miembros), para llegar a un equilibrio perfecto. (...) La mayor parte de sus desnudos, masculinos o femeninos, dialogan con la estatuaria clásica: su Arnold Schwarzenegger posando junto a una colgadura que evoca los talleres del siglo pasado hincha los músculos al modo de un desnudo de atleta de Rodin.




 FLORES
Que las fotografías de una orquídea o una cala presenten connotaciones eróticas evidentes y que evoquen a la vez los sexos masculino y femenino es algo que tiene que ver con el discurso general sobre el cuerpo, la sexualidad y el placer que fundamenta el conjunto de la obra de Robert Mapplethorpe.



 SERIES
El largo trabajo con Lisa Lyon refleja una de las características del trabajo de Mapplethorpe: la práctica de series sobre un mismo motivo, sobre un mismo personaje. Series de las que se conservan todas las etapas, todas las variaciones. En este conjunto se encuentran también los retratos de Patti Smith, a quien Mapplethorpe fotografiará hasta el final, y el rostro de Sam Wagstaff, que posa en actitudes que, más adelante y con otros modelos, serán reiteradas en el estudio.

 PIELES
Los funcionamientos binarios permanentes de su trabajo (fondo blanco para cuerpo negro y viceversa; rostros pálidos que surgen de la sombra; máscaras negras sobre fondos grises) forman parte de una visión que asume perfectamente la dualidad de aspectos masculinos y femeninos de todo ser. Mapplethorpe muestra la pátina de pieles sobre las que una luz, a veces difuminada y otras sensual y taladrada con estridencias y brillos, subraya la arquitectura de una perfección acorde con los cánones clásicos.






PATTI
Dentro de su obra los autorretratos y las fotografías de Patti Smith ocupan un lugar aparte. A Patti Smith, la amiga de siempre, la cómplice de los momentos de indigencia del principio, la de las iras compartidas y los combates permanentes le ofreció, en la cubierta de todos sus discos, un admirable canto de amor. En una de las más bellas proyecciones jamás ofrecidas al público en el marco de los Encuentros Internacionales de Fotografía de Aries le rindió un sublime homenaje utilizando su música como única banda sonora.


* Christian Caujolle, periodista y director de la Agencia VU, conoció a Mapplethorpe en París, en 1979, y fue amigo suyo hasta su muerte, en 1989. Los textos que acompañan estás fotografías se han extraído del elaborado por Caujolle para el catálogo de la exposición 'Robert Mapplethorpe'.



El Pais de las Tentaciones viernes 17 de septiembre de 1999

Hulka por John Byrne





















Publicada en España por Comics Forum de Planeta De-Agostini de Abril de 1990 a Junio de 1992 y en el año 1996 dos tomos recopilatorios con los que se alcanzaban los 50 números.

domingo, 7 de abril de 2013

Imágenes de un mundo perdido por Antonio Muñoz Molina

George Catlin quedó un día de 1828 fascinado por un grupo de indios, y se volcó desde entonces en retratar las vidas de unas tribus que veía en peligro de extinción. Su 'Indian Gallery' reúne las obras de su aventura Por Antonio Muñoz Molina

 Una melancolía opresiva lo acompaña a uno durante todo el recorrido por la Indian Gallery de George Catlin, en las salas no muy frecuentadas del Museo del Indio Americano de Nueva York, que ocupa el edificio de la antigua Aduana, en la punta sur de Manhattan. El edificio tiene un énfasis de escalinatas, columnas y esculturas y bajorrelieves alegóricos, que representan la pujanza de la Industria y el Comercio, la Navegación, los Continentes, el Progreso. Pero en el museo que desde hace no muchos años sé instaló en él lo que se atesora sobre todo son los testimonios del mundo que se extinguió a causa precisamente de las fuerzas entronizadas en las alegorías de su fachada granítica. El edificio de la Aduana es un monumento colosal a la gran expansión americana que tuvo durante mucho tiempo su puerto más activo de entrada y salida en Nueva York. A principios del siglo XVII, por estos mismos parajes, un grupo de indios vendió la propiedad de la isla a unos comerciantes holandeses. Algo más de doscientos años después, los herederos y sucesores de aquellos comerciantes habían ocupado una parte considerable del continente enorme que se extiende más allá del río que limita la isla por el oeste, y los descendientes de los nativos o habían desaparecido o se retiraban hacia el interior en una diáspora amarga y destructiva que los borró sin misericordia y en muy poco tiempo de las tierras que habían sido suyas durante milenios.
En 1830, el Congreso de Estados Unidos aprobó la Indian Removal Act, que expulsaba a todas las tribus indias del territorio al este del río Mississipi. Ese mismo año llegó a Saint Louis, capital de la Frontera, junto al río Missouri, el artista George Catlin, que había empezado su carrera unos años antes en Filadelfia, especializándose en miniaturas y retratos, pero que tenía la ambición de convertirse en



La-dóo-ke-a, Buffalo Bull, a gran pawnee warrior (1832), de George Catlin

pintor de lienzos históricos. No era ya joven —había nacido en 1796— y sus perspectivas de éxito no parecían muy prometedoras, dado el punto de rudeza que se observa en los retratos formales que pintaba por encargo. Pero en 1828 recibió una especie de iluminación, según contó él mismo: vio, en Filadelfia, a un grupo de indios que habían viajado desde el oeste en una visita oficial, y el espectáculo de sus figuras, de sus actitudes y ropajes, de las pinturas con que se adornaban, le convenció de golpe de que aquél era un tema "digno de toda una vida de entusiasmo". A principios del verano de 1832, armado con sus lápices, pinceles, cuadernos, pinturas y lienzos, tomó en Saint Louis el vapor de rueda. Yellowstone, en el que empezó un viaje de más de 2.500 kilómetros siguiendo hacia el norte el curso del río Missouri. Sólo en ese verano visitó a dieciocho tribus distintas, y pintó cerca de doscientos óleos, la mayor parte de ellos retratos. En los años siguientes, en compañía de tramperos o de exploradores y soldados, viajó cada vez más lejos por las Grandes Praderas, poseído por una voluntad incansable de pintar y registrar por escrito todo lo  veía, por una urgencia de levantar testimonio de un mundo que sabía tempranamente amenazado de extinción. El resultado de aquellos años de viajes se puede ver casi intacto en las casi quinientas pinturas y en los numerosos objetos reunidos en el Museo del Indio Americano de Nueva York: retratos, sobre todo, pero también paisajes y escenas detalladas de ritual, de cacería y vida cotidiana.
La mirada colonial —lo mismo la altanera y despectiva que la idealizadora— tiende a fijar a la sociedad primitiva en un tiempo estático, en una eternidad ancestral, ajena a la Historia y anterior a ella. Parte del talento de Catlin consiste en resaltar que las sociedades indigenas de Norteamérica estaban viviendo una época de transición y conflicto, provocada en parte por el choque traumático con una civilización tecnológica muy desarrollada y depredadora, pero también por sus propias tensiones y sus dinamismos interiores. Las comunidades patriarcales de cazadores a caballo de búfalos y cruentas iniciaciones religiosas a la vida adulta y masculina estaban ya amenazadas cuando Catlin se encontró con ellas, pero no tenían nada de inmemoriales en su origen: se remontaban, como máximo, a dos o tres generaciones, porque ése era el tiempo que había pasado desde la domesticación efectiva de los caballos salvajes, que a su vez eran una novedad reciente en el paisaje de las grandes praderas, dado que procedían de los caballos traídos por los conquistadores españoles. La extinción casi completa de los bisontes fue un logro brutal de los cazadores blancos armados con rifles, que los mataban con la doble finalidad de alimentar a los trabajadores del ferrocarril y de privar a los indios de su medio de sustento, de combustible, de vestido y vivienda: pero también los indios mataban bisontes indiscriminadamente, según testimonios confirmados por las pinturas de Catlin, y no dudaban en intervenir sobre el paisaje natural con una contundencia que escandalizaría a los creyentes incondicionales en el sabio ecologismo de los primitivos: incendios de amplitud inmensa eran propagados para eliminar los brotes de monte bajo y asegurar la perduración de las praderas en las que pastaban bisontes y caballos. En un óleo pintado en el verano de 1832, Catlin representa una extensión horizontal de yerbazales amarillos por la que unos jinetes diminutos en la distancia huyen de las nubes negras de un incendio que cubren el cielo. En otro, los cazadores a caballo de la tribu Hindasha rodean a una manada de bisontes y disparan sus flechas contra la masa negra y compacta de los animales acorralados: algunos han saltado de los caballos sobre los lomos de los bisontes y les clavan hachas y lanzas en los testuces montañosos.
George Catlin es un personaje extravagante y paradójico, no menos digno de estudio que los jefes indios a los que retrató con tanta devoción y constancia. Era un pintor, pero también un hombre de negocios a la manera americana, un enamorado de las ideas románticas del Buen Salvaje y del Estado de Naturaleza y a la vez un adelantado del show business, un testigo escandalizado de los abusos que se cometían con los indios y un aprovechado que los llevaba de gira en troupes lamentables por los teatros de Europa, acompañando las exposiciones de la Indian Gallery, con la que nunca llegó a hacer fortuna. Hacia 1836 terminaron sus viajes por territorio indio, y la parte principal de su carrera de pintor. A partir de entonces comienza su vida de empresario y promotor de sí mismo, que lo llevó primero a las principales capitales del Este, y luego a las de Europa, siempre predicando a favor de los indios de las grandes praderas y siempre haciendo caja, sin muchos escrúpulos pero también sin beneficios sustanciales, con sus pinturas, sus artefactos y sus espectáculos de danzas indígenas, en ocasiones interpretadas por asalariados europeos con las caras pintadas y con tocados de plumas.
La Indian Gallery que se ha podido visitar estos meses en Nueva York es una sombra del equipaje estrambótico con el que George Catlin desembarcó en Liverpool en 1839: 310 retratos de indios, 197 escenas de la vida de las tribus, una tienda auténtica de piel de bisonte de ocho metros de altura, varios baúles llenos de ropas, artefactos, armas y tocados, y además dos enormes osos pardos. Los restantes 33 años de su vida los pasó recorriendo Europa, organizando exposiciones de sus pinturas y espectáculos de danzas indias más o menos falsificados, buscando en vano un mecenas que le comprara su colección y lo pusiera a salvo de la ruina.
En 1844, un grupo de indios Ojibwe (esta vez auténticos) acompañó a Catlin en una visita al castillo de Windsor, en el que interpretaron sus danzas y sus gritos de guerra delante de la reina Victoria, quien quedó muy gratamente impresionada. En 1845, advirtiendo el cansancio del público inglés, Catlin decidió buscar nuevos horizontes y viajó a París con sus colecciones y con una escolta de indios Iowa, con los que fue recibido en audiencia por el rey Luis Felipe, que había recorrido en su primera juventud el Oeste americano. En 1846, Charles Baudelaire vio los cuadros de Catlin y escribió con entusiasmo sobre ellos, y los siguió recordando muchos años después. Le embriagaban, decía, los rojos y los verdes, los rojos de las pinturas de guerra en los retratos, los verdes delicados de los paisajes, que transmiten una- impresión poderosa de horizontalidad vacía y de espacios abiertos, de la amplitud oceánica de las praderas. Mirando en Nueva York esos cuadros que vio Charles Baudelaire en París hace casi ciento sesenta años, su agudeza incomparable de crítico de la pintura me hace percibir mejor el talento de Catlin, no siempre reconocido por los historiadores académicos: "Me impresionaban sobre todo sus cielos, a causa de su transparencia y de su ligereza".



Montaje de la exposicion George Catlin y su Indian Gallery cuando se exhibió en Washington en 2002

Catlin, pintor frustrado de cuadros históricos, había buscado en los indios de las praderas una grandeza heroica, inspirada a la vez por la estatuaria antigua y por la nostalgia roussoniana de un imposible Estado de Naturaleza. Y es de la Antigüedad de lo que se acuerda Baudelaire mirando los retratos de sus jefes indios: "Por sus bellas actitudes y la naturalidad de sus movimientos, estos salvajes hacen comprender la escultura antigua... Nos hacen soñar con el arte de Fidias y con las grandezas homéricas".
Pobre y fracasado, habiendo sobrevivido a la quiebra, al embargo de sus colecciones, a la muerte de su mujer y de su hijo, a la pérdida de sus tres hijas, cuya custodia le había sido quitada al declararse en bancarrota, George Catlin volvió a los Estados Unidos después de una ausencia de treinta y dos años. Sus viajes por las Grandes Praderas y sus encuentros y aventuras con los indios orgullosos y libres, no corrompidos por la civilización, a los que tanto admiraba, serían ya recuerdos tan lejanos que se le confundirían en la imaginación con las leyendas románticas que él mismo había alimentado. Murió en Jersey City en 1872, "destruido por el trabajo sin descanso y las esperanzas no cumplidas", cuenta un biógrafo, sin haber encontrado todavía ninguna institución pública o benefactor privado
Catlin es un personaje paradójico, no menos digno de estudio que los jefes indios a los que retrató con tanta devoción y constancia
que quisiera comprarle sus colecciones. Por entonces, sus vaticinios más sombríos de treinta y tantos años atrás se habían cumplido, y las tribus cazadoras y guerreras de las llanuras del Oeste habían sido diezmadas, expulsadas de sus territorios, desterradas en reservas estériles, arruinadas por el alcoholismo y las epidemias. Gracias a los cuadros de la Indian Gallery de George Catlin nos queda un testimonio espectral de aquel mundo. Qué raro salir de la exposición, bajando las escaleras ampulosas de la antigua Aduana, y encontrarse en el arranque sur de Broadway, a un paso de la congestión urbana y los desfiladeros sombríos del distrito financiero de Manhattan. Dicen que Broadway sigue el trazado de un antiguo sendero indio. Los fantasmas de los héroes pintados de rojo de Catlin, con "esa gravedad y ese dandismo patricio que caracterizan a los jefes de las tribus poderosas", según Baudelaire, lo acompañan melancólicamente a uno hasta la boca del metro.



El Pais, sabado 20 de agosto de 2005



viernes, 5 de abril de 2013

AKIRA TORIYAMA



Akira Toriyama nació en Japón el 5 de Abril de 1.955. Actualmente está casado y tiene dos hijos, un gato negro y un perro. Ciudadano de Tokio, aparece como una persona sencilla, campestre y juguetona. Aficionado al dibujo desde su infancia, comienza a publicar con veintitrés años. Su imaginación y su creatividad, y la calidad intrínseca de su dibujo no importan tanto como el hecho de que sea uno de los pocos autores que además de disfrutar con su trabajo, transmite esa diversión a sus lectores; sus obras son sinceras, divertidas y amenas. Toriyama es un autor admirado, no solo por su éxito comercial, sino también por su capacidad artística. El haber triunfado con obras de corte tan distinto como Dr. Slump y Dragon Ball habla de su volubilidad.

En 1.974 comenzó a trabajar en el diseño publicitario, debutando en los cómics cuatro años después, en la revista Shonen Jump, con la serie Wonder Island. Por fin, en 1.980 , crea la serie Dr. Slump, que narra las pequeñas travesuras de una pequeña robot y de su creador, en un tono histrionico y surrealista.

Dr. Slump fue un éxito absoluto; el mismo año de su creación había vendido más de quince millones de copias.En Mayo de 1.981 Toriyama ya había contratado con la Toei Animation una adaptación televisiva que catapultó aún más la serie al éxito. Se hicieron 246 episodios de Árale, convirtiendo a Toriyama en multimillonario.


 Tras el Dr. Slump, que se publicó durante cinco años, Toriyama crea multitud de personajes en distintas historias cortas como Pink & Blue (una niña y un joven policia), Chobit (una diminuta y atractiva chica), Son Choh (antepasado del look de Mutenroishi), Kennosuke Sama (un joven samurai de la época mediaval), Escape, Mad Matic, Pola & Roid, Girl Deka Tomato, Mr. Ho, Dragon Boy... En 1.984 se publica en el semanario Shonen Jump la primera historieta de    Dragon Ball, basada en su anterior ensayo Dragon Boy, y concebida como una serie breve que se publicará durante un año. El estilo desenfadado y ameno de la obra, y el encanto de su protagonista, un jovencito e ingenuo aventurero llamado Gokuh volvió a romper los rankings de ventas en Japón. Nuevamente, Toei contrataría su adaptación televisiva, que comprende tres ciclos claramente diferenciados. El primero consigue un éxito sin precedentes, colocando a Gokuh en el primer puesto de los rankings de audiencia de la animación japonesa. En el segundo ciclo, Toriyama cede los guiones a otros miembros del Bird Studio, y se limitan a alargar hasta lo indecible las lineas arguméntales que han quedado abiertas, en un alarde de incapacidad, sumiendo la serie en una perdida progresiva de calidad y de audiencia. Mientras tanto Toriyama probaba suerte con otra serie que producirá la Toei, Cashman, que no gozó de la misma popularidad. Retoma entonces Dragón Ball en la tercera entrega, presionado por los directivos de la misma. Finalmente, cansado de su trabajo en Dragón Ball acaba terminado la serie de manga, aunque queda abierta la serie de televisión con una cuarta entrega en la que nuevos guionistas tratan de remodelarla desde el principio.































Las ilustraciones, dibujos y fotografias extraidas del tomo 1 Dragon Ball Complete Illustrations publicado por Shueisha  pertenecientes a Bird Studio, 1995

Dalí en estado puro


En 1932, el artista publicó un texto en el que realizaba una delirante interpretación del cuadro de Millet El Ángelus. Intuía que la escena de la pareja orando en el crepúsculo escondía algo, a la vez que veía una gran carga de simbología sexual, edípica y caníbal. Con el tiempo, la ciencia le dio parte de razón. Además se publica una biografía del pintor español.




CATALINA SERRA
Sería arriesgado, aunque plausible, aventurar que la publicación, en 1927, de La visió artística i religiosa d'en Gaudí, de Francesc Pujols (Quadern Crema), podría estar en el origen, junto a la mucho más evidente teoría psicoanalítica de Sigmund Freud, del método paranoico-crítico que pocos años más tarde formularía Salvador Dalí como eje central de sus obras surrealistas y que tendría uno de sus mejores exponentes en el libro El mito trágico de 'ElÁngelus' de Millet. De la admiración que Dalí sentía por Pujols da cuenta la escultura dedicada a este escritor marginal y genial que preside la entrada del Teatro-Museo Dalí de Figueras. Y fue también por esa época que el artista comenzó a reinvidicar el modernismo, que él definía como "arquitectura comestible" en un momento en que a quienes defendían el Modern Style se les calificaba de locos o retrógrados con mal gusto.
Con todo, es más una cierta coincidencia en la interpretación delirante y al mismo tiempo lúcida del arte y sus motivos lo que puede inducir a encontrar ciertos paralelismos entre ambos. Para Pujols, la Sagrada Familia representaba el canto del cisne de un catolicismo que él aborrecía y Gaudí era un gran genio que se había equivocado de causa. Para Dalí, Jean-Francois Millet compuso una obra maestra de la pintura, El Ángelus, cargada de simbología sexual, edípica y caníbal utilizando una imagen aparentemente sensiblera y banal. En ambos casos, la argumentación es subjetiva, apasionada y con una lógica interna que acaba si no convenciendo, al menos divirtiendo y estimulando la inteligencia del lector. Pero la ventaja de Dalí es que su método es mucho más complejo, está apoyado en la teoría freudiana y está ilustrado en muchas de sus pinturas.
Por si fuera poco, se trata de un método de análisis de la imagen que, explica Juan Antonio Ramírez en Dalí: lo crudo y lo podrido (La Balsa de la Medusa), tiene muchos paralelismos con el método iconológico del famoso historiador alemán Erwin Panofsky.

'Reminiscencia arqueológica de L'Angelus de Millet' (1933), de Dalí.  MUSEO NACIONAL REINA SOFÍA

Lo cierto, en cualquier caso, es que la interpretación delirante que realiza Dalí de ElÁngelus resultó ser muy aproximada a lo que después demostró la ciencia. El artista intuía que en el cuadro de Millet había algo que faltaba, que aquella pareja de campesinos que rezaban en la hora del crepúsculo escondían algo que no aparecía a simple vista. Análisis posteriores del cuadro desvelaron que, en medio de los dos personajes, Millet había pintado inicialmente el ataúd de un niño, el hijo por el que rezaban. Es decir, que el cuadro escondía una historia que tenía que ver con la sexualidad, la maternidad y la muerte. Es una confirmación que no añade ni resta mérito a una teoría que Dalí publicó en una primera versión en 1932 en la revista surrealista, Minotaure. El manuscrito original, acabado en 1935, se perdió en 1941 y no se recuperó hasta 22 años más tarde, cuando el editor Jean-Jacques Pauvert lo publicó en Francia. En 1978, Tusquets lo editó en castellano en una edición ilustrada, que ahora se ha reeditado en formato de bolsillo. Es, como dice en el prólogo Óscar Tusquets, uno de los grandes clásicos del surrealismo y, como decía Dalí, "la prueba de que el cerebro humano, y en este caso el cerebro de Salvador Dalí, es capaz, gracias a la actividad paranoico-crítica (paranoica: blanca; crítica: dura) de funcionar como una máquina cibernética viscosa, altamente artística".
Teniendo en cuenta que en 2004 se celebrará el centenario del nacimiento del pintor, este libro es, sin duda, una de las mejores, divertidas y estimulantes obras para conocer a Dalí en estado puro. Otro acercamiento es el que brinda Carlos Lozano en Sexo, surrealismo, Dalí y yo, las memorias escritas por el artista e íntimo amigo de Dalí, que retrata, además, a un genio y su época.
El mito trágico de 'ElÁngelus' de Millet. Salvador Dalí. Tusquets. Barcelona, 2002.194 páginas. 6,95 euros.
Sexo, surrealismo, Dalí y yo. Las memorias de Carlos Lozano. Clifford Thurlow. Traducción de Carlos Molinari. Punto de Lectura. Madrid, 2002.415 páginas. 6,95 euros.


El Pais Babelia 2002

martes, 2 de abril de 2013

Muere Jesús Franco



“Esta es una historia contada por un idiota, lleno de ruido y furia, que no tiene ninguna importancia”, recita Antonio Mayans, uno de los actores fetiche de Jesús Franco, en pleno arrebato políglota de variantes de la cita shakespeariana, al final de Al Pereira vs. Alligator Ladies, el testamento cinematográfico del cineasta, que llegó a los cines, en distribución limitada, el pasado 22 de marzo. Al fondo de la escena, un grupo baila caóticamente. Sigue bailando incluso después de que se apague el fondo musical y la voz del director haya pronunciado un casi inaudible “¡corten!”. La cámara se mueve hasta mostrar a un Jesús Franco a la izquierda del plano, que, tras disculparse con sus actrices, suelta un “Bueno… ya está” antes de un corte a negro que ya va a resultar definitivo. Al Pereira vs. Alligator Ladies es una obra capaz de lograr que lo que hoy se entiende por una película low cost parezca, por comparación, un trabajo sobre-producido: también es el testimonio de que Franco, fallecido hoy en Málaga a los 82 años debido a un ictus, ha seguido jugando y divirtiéndose hasta el final, logrando una síntesis crepuscular de su mitología, hecha de apropiaciones (los ecos residuales de Fu-Manchú), autoconciencia (el efecto Meninas de determinadas escenas y ese Al Pereira —personaje que encarnó el propio cineasta en Dowtown (1975)— reconvertido en carcamal moralista), erotismo deconstruido y, sobre todo, un placer entendido como principio rector. Y, también, Al Pereira vs. Alligator Ladies demuestra que, en la vida de Jesús Franco, ha habido ruido y furia hasta el final, aunque, de idiotez, más bien poca.



Jesús Franco falleció en la clínica Pascual de Málaga, donde fue ingresado el pasado miércoles tras sufrir un ictus. Jesús Franco, fragmentos de una filmografía imposible fue el elocuente título del completo homenaje que le dedicó la Cinemateca Francesa en 2008, meses antes de que nuestra Academia de Cine reconociera su laberíntica e inabarcable trayectoria con un Goya de Honor. Etiquetas como la de rey de la serie B o inventor del cine casposo jamás podrán hacer justicia a la letra pequeña de una filmografía que, entre dobles versiones y montajes diversos para distintos mercados, rebasa los doscientos títulos.
Su opera prima, Tenemos 18 años (1959), fue un film manifiesto en el que ya se encontraba en potencia toda su poética: el gusto por la promiscuidad multigenérica y un irreverente espíritu pop que recorría por primera vez el cine español. Heredero local de esa mirada surrealista que detectaba en los géneros populares la fuerza transgresora de la libertad y el deseo —y, por tanto, directo ancestro de la cinefagia antijerárquica de un Quentin Tarantino que siempre ha confesado admirarle—, Franco fue capaz de citar a Louis Feuillade en una película con Lina Morgan —Vampiresas 1930 (1962)—, de sentar las bases del erotizado fantástico europeo de los años 60 y 70 —Gritos en la noche (1962)—, de remezclar escenas en blanco y negro de La última noche del Titanic (1958) de Roy Ward Baker con tomas a color de un orientalizado Christopher Lee, operando en su base secreta, en la inolvidable El castillo de Fu Manchú (1969) –donde el mentado castillo era, por cierto, el Parque Güell de Barcelona- y, con la complicidad de Jean-Claude Carrière, de convertir a Eddie Constantine, tan sólo un año después de que Godard reformulara su imagen en Alphaville (1965), en eco de Anacleto —el agente secreto creado por su querido Manuel Vázquez— en Cartas boca arriba (1966).
El trágico fallecimiento de Soledad Miranda en accidente automovilístico reforzó la aureola de culto de Las vampiras (1971), película que contiene la esencia del Franco más arrebatador, capaz de transformar una película de género en un hipnótico poema de amor fou. De la mano de la que fuera su gran musa, Lina Romay, el director siguió indagando por esos territorios en trabajos tan inclasificables como La Comtesse Noire (1973), que reivindicaban un territorio de ambigüedad entre el juego con los arquetipos del cine de horror y una poesía atmosférica, progresivamente desligada de lo narrativo.


 http://cultura.elpais.com/cultura/2013/04/02/actualidad/1364897929_540393.html