martes, 27 de noviembre de 2012

Esbozos del pasado


 Los ilustradores enviados al frente de la cruenta guerra civil estadounidense en la década de 1860 captaron todo el dramatismo de las batallas.
Por Harry Katz, Mayo de 2012

Ilustraciones por cortesía de la Biblioteca del Congreso







En la época de la guerra de secesión, los obturadores de las cámaras eran demasiado lentos para registrar el movimiento con nitidez. Los fotógrafos de renombre, como Mathew Brady y Timothy O’Sullivan, cargados con negativos en grandes placas de vidrio y aparatosos carromatos tirados por caballos para el revelado, no podían moverse por terrenos abruptos ni captar imágenes en medio de la batalla. Por este motivo los editores de periódicos contrataron ilustradores aficionados y profesionales para que hiciesen un esbozo de lo que ocurría en los campos de batalla y poder informar así a sus lectores nacionales e internacionales. Incorporados a las tropas de ambos bandos del conflicto, aquellos «dibujantes especiales» («special artists»), o simplemente «especiales» («specials»), como se llamaba a esos artistas especializados en dibujar escenas de contienda, fueron los primeros corresponsales de guerra de Estados Unidos. Eran hombres jóvenes (nunca mujeres) de profesiones diversas –militares, ingenieros, litógrafos y grabadores, pintores y algunos ilustradores veteranos– en busca de dinero, experiencia y aventura.

Y la aventura fue cruel. Uno de ellos, James R. O’Neill, fue asesinado siendo prisionero de los Asaltantes de Quantrill, un grupo rebelde que usaba técnicas de guerrilla contra civiles y fuerzas de la Unión. Frank Vizetelly casi pierde la vida en Fredericksburg, Virginia, en diciembre de 1862, cuando «un proyectil se llevó parte de la cabeza de un oriundo de Carolina del Sur a cuatro yardas de donde yo me hallaba». Mientras Alfred Waud, de origen inglés, documentaba las hazañas del Ejército de la Unión en el verano de 1862, escribió a un amigo: «No hay dinero en el mundo para pagar las penurias que últimamente hemos tenido que padecer».

Waud y Theodore Davis fueron los únicos que cubrieron la guerra desde el inicio de las hostilidades en abril de 1861 hasta la derrota de la Confederación cuatro años después. Davis describiría posteriormente lo que hacía falta para ser un dibujante de guerra: «Una total indiferencia hacia la seguridad y comodidad propias, ser dado a pasar la noche en vela cual mochuelo y vigilar durante el día cual halcón, mantenerse con exiguo sustento, prestarse a cabalgar cuantas millas fuere necesario para esbozar un solo dibujo, que bien pudiera tener que rematarse de madrugada sin más luz que la de la lumbre».


Fotografia de Albert Waud





 Pese al coraje que demostraron estos hombres y a los acontecimientos que presenciaron, sus his­­torias han caído en el olvido: la aterradora misión del virginiano aunque unionista D. H. Strother, a quien dibujar los campamentos de los confederados en las afueras de Washington, D.C., le costó un arresto por espionaje; la peligrosa y mal planificada incursión de Theodore Davis en territorio sureño en el verano de 1861, que acabó detenido y acusado de espionaje; la heroica cobertura de W. T. Crane de lo que ocurría en Charleston, Carolina del Sur, desde el mismo corazón de la ciudad rebelde; la crónica de Frank Vizetelly sobre la postrera huida al exilio de Jefferson Davis, presenciada con sus propios ojos.

Los dibujantes especiales trabajaban rápido: identificaban el foco de una escena bélica, trazaban la composición en cuestión de minutos y la completaban a posteriori en el campamento. Tenían a orgullo plasmar las estampas con la mayor fidelidad posible. Escribiendo desde la primera línea de guerra del norte de Virginia en la primavera de 1862, Edwin Forbes apuntaba que había hecho sus dibujos «corriendo riesgos notables, pues el país está plagado de cuadrillas de secesionistas insidiosos, tan sedientos de sangre como [el general confederado] Albert Pike. Durante una jornada conté con la escolta de diez hombres e hice varios bocetos a relativo buen recaudo […]. Quienes los han visto opinan que son muy veraces. Excuso asegurarle que pongo todo mi empeño en que así sea, habida cuenta de que la fidelidad a la realidad es, a mi modo de ver, la primera de las metas».




 Desde el mismo campo de batalla, los dibujantes remitían sus esbozos por correo a caballo, tren o vapor a las editoriales, donde un ilustrador copiaba la imagen en bloques de madera. Luego los grabadores tallaban las diferentes partes del dibujo: los más expertos se ocupaban de las figuras de detalle y las composiciones complejas, mientras que los aprendices trabajaban los fondos, más simples. Una vez el grabado estaba completo, por electrotipia se copiaba en planchas metálicas para la posterior impresión. También podían hacerse réplicas de los grabados y enviarlas a editores extranjeros para obtener beneficios adicionales. Por lo general el dibujo tardaba de dos a tres semanas en aparecer impreso, aunque los acontecimientos o batallas importantes podían publicarse en cuestión de días.

Dos semanarios ilustrados dominaban el panorama estadounidense en 1861, ambos pu­­blicados en Nueva York: Frank Leslie’s Illustrated Newspaper y Harper’s Weekly. Antes de emigrar a América, el veterano periodista inglés Henry Carter (conocido por su seudónimo, Frank Leslie) había dirigido el departamento de grabado del Illustrated London News, el semanario ilustrado más antiguo y prestigioso del mundo. Ya antes de estallar la guerra, el Leslie’s, nacido en 1855, imprimía regularmente tiradas superiores a los 100.000 ejemplares, y los números especiales podían llegar a triplicar esa cifra.

La publicación se jactaba de su neutralidad absoluta, y a los pocos meses de las elecciones de noviembre de 1860 que llevaron a Lincoln a la presidencia, Leslie envió a William Waud, hermano menor de Alfred, a Charleston con el encargo de documentar el creciente clima de secesionismo en los estados del Sur. William, también de origen inglés, podía representar un estatus de neutralidad y el deseo del editor de «producir un periódico que huya hasta tal punto de opiniones censurables y enjuiciamientos parciales de la política nacional, que pueda venderse en cualquier parte de la Unión y recibirse en el seno de todas las familias como exponente veraz de los hechos tal como suceden». Los dibujos de William Waud son anteriores al ataque del fuerte Sumter y permiten asomarse a lo que fueron las postrimerías del Sur de la preguerra. Cuando los cañonazos confederados atacaron el fuerte, él estaba dibujando en el malecón, entre una multitud que observaba la escena.






 A diferencia de Frank Leslie, Fletcher Harper (editor de Harper’s Weekly) se alineaba categóricamente con el Partido Republicano, el presidente Lincoln, los abolicionistas y la Unión. Sus opiniones, sus reporteros y su semanario ilustrado, que había visto la luz en 1857, eran claramente repudiados por los estados secesionistas. Inicialmente el Harper’s era más literario que pe­­riodístico, como correspondía a su origen erudito. La guerra cambió ese enfoque. A principios del segundo año del conflicto Harper tenía en nómina a los mejores talentos (entre ellos Alfred Waud, Winslow Homer y Thomas Nast) y daba a los dibujantes los recursos necesarios para llenar las páginas del semanario de imágenes bélicas convincentes y persuasivas.

De la mano de Alfred Waud salieron muchos de los dibujos más memorables de los críticos momentos que se vivieron en Antietam y Gettysburg, batallas a las que él fue el primer dibujante en llegar. El 21 de julio de 1861 viajó al campo de batalla de Bull Run en el carromato fotográfico de su amigo Mathew Brady. Conocido ya como excelente compañero y artista de primera, allí Waud empuñó las armas contra los confederados. El general George Meade solía favorecerlo con encargos de bosquejos de las defensas rebeldes, ofreciéndole acceso especial. Waud se codeaba con numerosos oficiales, pero también disfrutaba conviviendo con los soldados rasos.

Según avanzaba la guerra, ningún dibujante retrató la vida de campaña más de cerca que Edwin Forbes, de Leslie’s, que solía centrarse más en los rasgos humanos que en los aspectos militares. Sus esbozos de soldados reposando, cocinando, limpiando, leyendo, afeitándose, haciendo deporte y otras actividades cotidianas dan fe de su existencia compartida y su camaradería.





 Winslow Homer, natural de Boston, Massachusetts, y destinado a ser un artista famoso, creó algunas de sus pinturas más célebres a partir de bocetos provenientes de su etapa como dibujante en el frente. Durante la campaña de la Península, en Virginia (el ataque fallido contra Richmond comandado por el general unionista George B. McClellan en el verano de 1862), Homer incorporó a su obra un brío notable, pero la dureza de la vida castrense le causó gran sufrimiento.

Su colega Thomas Nast, de origen bávaro, lle­­gó a ser el caricaturista más influyente de Estados Unidos. Partidario del Gobierno de Lincoln y del Partido Republicano, demonizaba a los rebeldes y abogaba por la emancipación de los esclavos, haciendo escarnio de los norteños que se oponían a la guerra y pretendían negociar la paz con la Confederación. Hacia 1864 la cobertura de las victorias unionistas por parte de los dibujantes especiales y las mordaces ilustraciones de Nast habían contribuido a afianzar el apoyo público al esfuerzo bélico y a granjearle a Lincoln un se­­gundo mandato. La plana mayor de ambos bandos acabó por valorar los conocimientos militares de estos ilustradores, a quienes ofrecía comisiones de servicios y cuyas habilidades explotaba enviándolos en avanzadillas para que dibujasen las posiciones y defensas de los enemigos.

Los dibujantes perdían el control de sus obras cuando estas salían del campamento. En la batalla de Fredericksburg, librada en diciembre de 1862, Arthur Lumley, un dublinés que trabajaba para el New-York Illustrated News, dibujó a las tropas unionistas saqueando la ciudad. Indignado, escribió en el reverso del dibujo: «Viernes por la noche en Fredericksburg. La ciudad vivió el caos más absoluto saqueada por las tropas de la Unión=casas quemadas hasta los cimientos muebles tirados por las calles=pillaje por do­­quier=escena digna de la Revolución Francesa y una vergüenza para el Ejército de la Unión». El periódico no publicó tan incendiaria estampa.

Tanto Harper como Leslie influyeron en la opinión pública, censurando imágenes que consideraban negativas o explícitas en exceso y modificando dibujos para hacerlos más conmovedores u optimistas. Los editores de Harper’s, por ejemplo, dulcificaron el dibujo de Alfred Waud de la amputación de una pierna en un hospital de campaña de Antietam. Los grabadores hicieron un lavado de cara a otro de sus bosquejos en el que unos caballos tiraban, exhaustos, de unos carros de artillería: les irguieron la cabeza, dieron brío a las colas e hicieron que con los cascos levantasen terrones de barro, creando el retrato animado de un tiro que transporta munición al frente a la velocidad del rayo.

Aun así, al representar escenas con el máximo realismo posible, Waud, Lumley, Henri Lovie y otros socavaron el mito popular de la guerra como aventura romántica. A medida que la ciudadanía se acostumbraba a las imágenes violentas, la censura cedía.

Aunque la Confederación prácticamente carecía de prensa ilustrada, los especiales que operaban en los escenarios bélicos sureños di­­bujaron cientos de imágenes. Una de las vías de salida era el Illustrated London News. Con la victoria electoral de Lincoln, los británicos se interesaron vivamente en los asuntos estadounidenses, y después de estallar la guerra el debate sobre si debía o no reconocerse la Confederación encendía a los políticos y al público en general. En mayo de 1861 el veterano dibujante de guerra Frank Vizetelly llegó a Estados Unidos directamente de la campaña de Garibaldi para liberar la península Itálica del dominio austríaco. Su primera impresión del Ejército de la Unión fue favorable, y remitió a Londres noticia de fervor patriótico, ánimo elevado y camaradería.



 Todo cambió el 21 de julio en la batalla de Bull Run, que se saldó con una debacle unionista. Al cabo de una semana Vizetelly mandó un dibujo poco halagüeño, La desbandada de Bull Run, con una descripción sin paliativos: «A las cinco y media las tropas federales se retiraban a marchas forzadas, hostigadas en diversos puntos por la caballería de montura negra de Virginia. El verbo retirarse no hace justicia a tan vergonzosa huida en desbandada […]. Los soldados, presas del terror, se desembarazaron de armas y avíos y en tropel se movían cual rebaño de ovejas acuciadas por el pánico, escapando sin orden ni concierto […]. Hombres heridos perecieron bajo las ruedas de los pesados carros, que huían por la carretera a toda velocidad. Carruajes ligeros en los que viajaban diputados del Congreso volcaron o quedaron hechos pedazos en la horrible confusión del pánico que reinaba».

Vizetelly, a quien vetaron en las líneas unionistas a raíz de aquello, se propuso llegar al frente de Richmond, y el verano siguiente se autodesignó corresponsal de guerra del Ejército de los Estados Confederados. Cruzó el Potomac a las afueras de la capital y se unió al ejército de Lee en las márgenes del río Rapidan. Adhiriéndose a la causa rebelde, escribió: «Rodeado como estoy por el pueblo sureño […] asevero con la mayor de las convicciones que el Sur jamás será subyugado». Por primera vez en el curso de la guerra el Sur tenía su propio dibujante especial, por más que este trabajase para un periódico londinense.

Algunos dibujantes del norte propugnaron sin ambages la emancipación negra. En mayo de 1866, un año después del fin de las hostilidades, Alfred Waud creó un emotivo y simbólico colofón de la guerra al retratar soldados negros licenciándose en Little Rock, Arkansas. Muchos especiales se dedicaron a inmortalizar la realidad estadounidense de unos soldados que se dispersaban y una población que volvía a vivir en paz.

En una generación los dibujantes quedaron eclipsados por fotógrafos con Kodaks. Pero aún hoy los hay que van a los campos de batalla (en Afganistán, por ejemplo), enviados por el estamento militar y los medios de comunicación para que interpreten una realidad bélica que la fotografía no puede captar, dejando para la posteridad un documento sobre el mundo interior del soldado atrapado en un drama histórico.


Articulo de la revista National Geographic España nº 361 diciembre de 2012






































El Ocaso de los ídolos por José María Méndez


 I. SUPERMAN
El superhéroe, entendido en su concepción básica y tradicional, nacería para el mundo de la historia en Junio de 1938, en las páginas del número uno de la revista Action Comics -publicada por la que seria D.C., entonces National-de la mano del guionista Jerry Siegel y del dibujante Joe Shuster, con su hoy ubicuo Superman. Aunque de innovadora irrupción en el medio, el personaje denotaba sendas deudas contraídas con un reciente antecedente literario: la novela Gladiator, de Philip Wylie, que ocho años antes presentara a Hugo Danner, a quien un experimento científico había hecho poseedor de poderes sobrehumanos que, como habría de ser norma más tarde en la mejor tradición Marvel, resultaban más una maldición que un don de la fortuna (la propia Marvel contaría en 1976 con una adaptación parcial del libro de Wylie en el número 9 de Marvel Preview, obra de Roy Thomas y Tony de Zuñiga). Sin embargo, Superman no llegaba exento de nuevas aportaciones, algunas de las cuales demostrarían ser trascendentales para el ulterior desarrollo del género: el uso de llamativas prendas multicolores y, más significativa, la adopción de una identidad secreta. Si la primera característica no hablaba más que de una cierta visión comercial, la segunda se descubre plena de implicaciones:




Creado durante la ascensión nazi en Alemania, y al borde de la II Guerra Mundial que estaba por venir, Superman era la encarnación simplista del bien que, representado entonces por el mundo libre, se disponía a librar un encarnizado combate contra las hordas del mal, papel interpretado en toda su ma-niquea perfección por las fuerzas del Eje. Si bien es cierto que el personaje tendría poco o nada que ver con tal confrontación hasta el estallido oficial del conflicto, no hay duda de que la mentalidad generada por y para la situación marcó indeleblemente sus señas de identidad; involuntaria pero inequívocamente, Superman entroncaba con toda una corriente de pensamiento, acondicionada a cada época, pero nominada en la antigüedad. Algunos han querido ver en Superman un símbolo de resonancias divinas, y han buscado en el juego de interacciones surgido a posteriori entre la pléyade de sus descendientes en parangón del que uniera antaño a las deidades en las mitologías clásicas; nada más lejos de la realidad. Salvando el redescubrimiento de la épica en el relato -esencia mitológica, por lo general reducida a ornato en los superhéroes-, los ingredientes del discurso superheroico chocan radi-calmente con los mitos clásicos: Donde había dioses, dioses en multitud y nombrados como tales, seres ambiguos y caprichosos, representantes de elementos de la naturaleza (fuego, agua, viento...) y de cualidades humanas (el amor, el arte de la guerra...), encontramos a entidades de rango sobrehumano erigidas en defensores de una noción abstracta, el bien, que sólo ellos y sus discípulos conocen y representan; donde había hombres libres, dueños de su destino, capaces de enfrentarse a los dioses, alineándose con el bien precisamente por hacerlo -no olvidemos que esos dioses son juguetones, volubles y a menudo injustos-, encontramos a hombres mansos y sumisos, piezas de un designio superior cuyas reglas aceptan indefensos por impotencia, pues son débiles, y por voluntad, pues la rebelión es aquí malvada. Donde había voluntad hay resignación donde había coraje hay pecado; donde había mitología ahora hay teología: La teología cristiana.
Discernida tal tesitura, resulta notablemente significativo el hecho ante apuntado de que, en su deseo de humanizarse, Superman adopte una identidad secreta, plagada de lo que hay de más abyecto en el hombre: Clark Kent, una medianía cabizbaja que acepta diligente la humillación a la que le somete su posición, tanto en lo profesional, donde es blanco de la sorna de sus compañeros y superiores, como en lo personal, donde se ve rechazado -claro- por su amada Lois Lane, entregada a una pasión por su alter ego de hierro. En resumen, todo lo que dimana del miedo al deseo, eso es, todo lo que constituye la moral cristiana. Resulta obvio señalar que el cristianismo ha sido y es, desde su aparición, un factor de fuerza fundamental en el pensamiento global del mundo occidental y, como consecuencia, en el devenir de la historia. Su influencia ha sido inapelablemente impuesta, por la fuerza física, cuando los tiempos lo habían menester, y, posteriormente, por medios mucho más sutiles, aunque de una violencia igualmente virulenta. Sin embargo, la doctrina cristiana no es más que la continuación -la perpetuación, más bien, pues refleja un pensamiento que nunca avanza- de una postura sobradamente familiar, que la filosofía, en su ánimo catalogador, rastrea hasta Sócrates: La vida entendida como representación, como equilibrio racional, frente a la vida como voluntad, como búsqueda y creación; el viejo y temible duelo entre lo apolíneo y lo dionisiaco, del que nada ni nadie puede escapar.




II. SUPERHOMBRE
«He aquí el superhombre: es este relámpago, es esta locura». Con este anuncio, recogido de entre las páginas de Así Habló Zarathustra, abre Alan Moore su Marvelman (rebautizado Miracleman ante la prepotencia de los grandes), revelándonos desde este mismo principio el alma de sus intenciones. Dejad paso: él nos trae al verdadero superhombre. La cita literaria, adoptada tan gratuitamente por otros autores, es en Moore todo un heraldo de sus filiaciones, pues el concepto, la trama, y lo que no está escrito pero se nos cuenta en Miracleman exuda por cada uno de sus poros el pensamiento de un gran loco: Wilhelm Friedrich Nietzsche. «El superhéroe número uno de América», rezaba torpemente la propaganda en las propias portadas de la colección. Absurdo; falso y absurdo. No hay un héroe dentro de ese ridículo disfraz, sino algo infinitamente superior a un héroe: un hombre; pero un hombre que goza de un glorioso título que lo eleva por encima de los que a él hubieran querido compararse; no por sus extraordinarios poderes, no porque sus pies lo lleven sin tocar el suelo, ni porque sus manos atraviesen carne y huesos delicadamente. Miracleman es un super-hombre porque es dueño de sí mismo. Y ahí es donde el personaje de Moore se despega radicalmente de aquellos que son confundidos con sus congéneres. La superioridad que los superhéroes ostentan por el alcance de la manifestación externa de sus poderes, por su capacidad de dominio, él la alcanza por el sólo dominio -léase aceptación, que no represión- de sí mismo. La magnitud cuasidivina que Superman tan cínicamente rechaza, la violencia que Lobezno domestica en su búsqueda de esa falsa y aséptica humanidad, Miracleman las abraza con júbilo, casi con lujuria, con la alegría de quien es completo y rehusa las barreras. Yo no debo ser, sino que soy, y soy todo lo que soy. Ahí está: Adiós a la moral.
Como personaje Nietzscheano que es, Miracleman no tiene más causa que la suya, no defiende más que lo que le concierne, y, como superhombre, lo que le concierne es bien poco. Que nadie quiera por ello ver en él a un monstruo; él es lo que es, está más allá del bien y del mal, y todo en él es pasión. Su triunfo es vivir, vivir con intensidad igual en la alegría que en la tragedia.
Cuando sobrevuela la Tierra y vuelve la mirada, no ve un rebaño, sino hormigas, hormigas insignificantes cuyo pulular no le provoca más que curiosidad o, a lo sumo, perplejidad. No es de extrañar pues que relegue a su consorte humana prácticamente al concubinato; ni que la abandone fríamente al descubrir en otra pareja un potencial sexual como nunca antes conoció. Ni es de extrañar tampoco, por supuesto, el que, llegado el momento, decida deshacerse del lastre de su alter ego, un hombre, símbolo de lo viejo. Atrás debe quedar el peso de un pasado no deseado, ligado a ataduras que nunca debieron ser. ¿Cómo renovarse, sino desde las cenizas? El Nihilismo no es meta, sino punto de partida.









Y aún hay algo más que lo convierte en un extraño entre sus compañeros iconográficos: allí donde los superhéroes mueren, donde el cumplimiento estricto de sus premisas no les permitiría llegar, Mira-cleman está más vivo que nunca: En el fracaso. Si el superhéroe por antonomasia no puede equivocarse, pues perdería su condición de superhéroe, Miracleman no encuentra en el error más que la posibilidad de futuros aciertos. No hay en ello humillación, ni crisis, ni desastre, sino una imposibilidad circunstancial, un fallo de juicio que ni lo empequeñece ni lo engrandece, simplemente ocurre. Con tan arrolladura singularidad, Miracleman aparece como un oasis en el desierto, que apenas cuenta con verdaderos compañeros.
Quizá Moore le proporcionó uno cuando creó a su Doctor Manhattan para su Opus Magna, Watchmen; pero, aunque la moral ha muerto en el gigante azul que debió ser relojero, pues se ha convertido en un concepto incongruente en su nuevo estado de percepción, también lo ha hecho la pasión. Manhattan no es tanto un superhombre como un dios. Si acaso, podríamos dar con un semejante entre los personajes ajenos a Moore, en la figura del Grendel de Matt Wagner. Nacido en una efímera colección en blanco y negro, y retomado por su autor para servir de complemento a su artúrico Mage, Grendel, sin adquirir los tonos de fábula apocalíptica de Miracleman, se apoya en muchos de los mismos presupuestos, pero en dos esencialmente: La voluntad de poder y el desechamiento de la bondad. Poder no para dominar, sino para prevalecer, para defenderse de la agresión de una homologación gregaria, esto es, para ser individual frente al colectivo, no para colectivizar a los individuos. En cuanto a esa bondad, el propio Nietzsche la condena: «En verdad me he reido mucho del débil, que se cree bueno porque tiene las garras tullidas». Por último, quiero reclamar la atención para algo más, una definitiva diferencia que es común a gran parte de la producción de Moore, pero alcanza su mayor exponente en ésta su más cruda obra: En Miracleman, en la crónica fantástica de su superhombre, se nos habla de la muerte; pero no de esa muerte que sirve en los superhéroes de artificio argumental, sino de la muerte terrible e inapelable que a todos nos ha de llegar. Su presencia en Miracleman es horrible, angustiosa, fría... imperiosa. Es una demanda que exige ser saciada. A riesgo de ser pedante, permitidme en este punto que acuda a Giacomo Leopardi (al que, confieso, no conozco más que por la siguiente cita), pues formula con un acierto del que carezco lo que, sin embargo, si está en mi cabeza: «Es propio de las obras geniales el hecho de que, a pesar de que representan crudamente la nulidad de las cosas, a pesar de que demuestran evidentemente y hacen sentir la inevitable infelicidad de la vida, a pesar de que expresan las más terribles desesperaciones, sirven sin embargo de consuelo y de renovación del entusiasmo de un alma excelsa que, ella también, se encuentra en un estado extremo de abatimiento, desengaño, nulidad, monotonía y desprendimiento de la vida; y, no tratando ni representando otra cosa que la muerte, le devuelven, al menos momentáneamente, la vida perdida». ■ José María Méndez

Artículo de la revista Krazy Comics nº20 mayo de 1991





















Portadas de los comics de Miracleman del número 1 al 11 (excepto el nº5) publicada en España por Planeta-De Agostini de marzo de 1990 a enero de 1991


lunes, 26 de noviembre de 2012

El Supergrupo por Sergi San Julián

 Imagenes pertenecientes a Sergi San Julián de su blog Toovarisch!, la fecha de la entrada, 11 de marzo de 2009, al parecer no pudo hacer el spin-off del Supergrupo. La red facilita una de las curiosidades que me corroen, ¿cuantos proyectos de comics se quedan en el trayecto? (Un trayecto enorme, lo sé lleno de dificultades).
De Sergi San Julián disfruté mucho de sus inicios con Gorka (incluso participó Albert Monteys) después la cosa anda algo dispersa.

Los Retractilados por Bernardo Vergara



U, el hijo de Urich nº21 septiembre 2000

U, el hijo de Urich n22 febrero de 2001

U, el hijo de Urich nº23 febrero 2002

U, el hijo de Urich nº24 junio de 2002


U, el hijo de Urich nº25 noviembre de 2002