El superhéroe, entendido en su concepción básica y tradicional, nacería para el mundo de la historia en Junio de 1938, en las páginas del número uno de la revista Action Comics -publicada por la que seria D.C., entonces National-de la mano del guionista Jerry Siegel y del dibujante Joe Shuster, con su hoy ubicuo Superman. Aunque de innovadora irrupción en el medio, el personaje denotaba sendas deudas contraídas con un reciente antecedente literario: la novela Gladiator, de Philip Wylie, que ocho años antes presentara a Hugo Danner, a quien un experimento científico había hecho poseedor de poderes sobrehumanos que, como habría de ser norma más tarde en la mejor tradición Marvel, resultaban más una maldición que un don de la fortuna (la propia Marvel contaría en 1976 con una adaptación parcial del libro de Wylie en el número 9 de Marvel Preview, obra de Roy Thomas y Tony de Zuñiga). Sin embargo, Superman no llegaba exento de nuevas aportaciones, algunas de las cuales demostrarían ser trascendentales para el ulterior desarrollo del género: el uso de llamativas prendas multicolores y, más significativa, la adopción de una identidad secreta. Si la primera característica no hablaba más que de una cierta visión comercial, la segunda se descubre plena de implicaciones:
Creado durante la ascensión nazi en Alemania, y al borde de la II Guerra Mundial que estaba por venir, Superman era la encarnación simplista del bien que, representado entonces por el mundo libre, se disponía a librar un encarnizado combate contra las hordas del mal, papel interpretado en toda su ma-niquea perfección por las fuerzas del Eje. Si bien es cierto que el personaje tendría poco o nada que ver con tal confrontación hasta el estallido oficial del conflicto, no hay duda de que la mentalidad generada por y para la situación marcó indeleblemente sus señas de identidad; involuntaria pero inequívocamente, Superman entroncaba con toda una corriente de pensamiento, acondicionada a cada época, pero nominada en la antigüedad. Algunos han querido ver en Superman un símbolo de resonancias divinas, y han buscado en el juego de interacciones surgido a posteriori entre la pléyade de sus descendientes en parangón del que uniera antaño a las deidades en las mitologías clásicas; nada más lejos de la realidad. Salvando el redescubrimiento de la épica en el relato -esencia mitológica, por lo general reducida a ornato en los superhéroes-, los ingredientes del discurso superheroico chocan radi-calmente con los mitos clásicos: Donde había dioses, dioses en multitud y nombrados como tales, seres ambiguos y caprichosos, representantes de elementos de la naturaleza (fuego, agua, viento...) y de cualidades humanas (el amor, el arte de la guerra...), encontramos a entidades de rango sobrehumano erigidas en defensores de una noción abstracta, el bien, que sólo ellos y sus discípulos conocen y representan; donde había hombres libres, dueños de su destino, capaces de enfrentarse a los dioses, alineándose con el bien precisamente por hacerlo -no olvidemos que esos dioses son juguetones, volubles y a menudo injustos-, encontramos a hombres mansos y sumisos, piezas de un designio superior cuyas reglas aceptan indefensos por impotencia, pues son débiles, y por voluntad, pues la rebelión es aquí malvada. Donde había voluntad hay resignación donde había coraje hay pecado; donde había mitología ahora hay teología: La teología cristiana.
Discernida tal tesitura, resulta notablemente significativo el hecho ante apuntado de que, en su deseo de humanizarse, Superman adopte una identidad secreta, plagada de lo que hay de más abyecto en el hombre: Clark Kent, una medianía cabizbaja que acepta diligente la humillación a la que le somete su posición, tanto en lo profesional, donde es blanco de la sorna de sus compañeros y superiores, como en lo personal, donde se ve rechazado -claro- por su amada Lois Lane, entregada a una pasión por su alter ego de hierro. En resumen, todo lo que dimana del miedo al deseo, eso es, todo lo que constituye la moral cristiana. Resulta obvio señalar que el cristianismo ha sido y es, desde su aparición, un factor de fuerza fundamental en el pensamiento global del mundo occidental y, como consecuencia, en el devenir de la historia. Su influencia ha sido inapelablemente impuesta, por la fuerza física, cuando los tiempos lo habían menester, y, posteriormente, por medios mucho más sutiles, aunque de una violencia igualmente virulenta. Sin embargo, la doctrina cristiana no es más que la continuación -la perpetuación, más bien, pues refleja un pensamiento que nunca avanza- de una postura sobradamente familiar, que la filosofía, en su ánimo catalogador, rastrea hasta Sócrates: La vida entendida como representación, como equilibrio racional, frente a la vida como voluntad, como búsqueda y creación; el viejo y temible duelo entre lo apolíneo y lo dionisiaco, del que nada ni nadie puede escapar.
II. SUPERHOMBRE
«He aquí el superhombre: es este relámpago, es esta locura». Con este anuncio, recogido de entre las páginas de Así Habló Zarathustra, abre Alan Moore su Marvelman (rebautizado Miracleman ante la prepotencia de los grandes), revelándonos desde este mismo principio el alma de sus intenciones. Dejad paso: él nos trae al verdadero superhombre. La cita literaria, adoptada tan gratuitamente por otros autores, es en Moore todo un heraldo de sus filiaciones, pues el concepto, la trama, y lo que no está escrito pero se nos cuenta en Miracleman exuda por cada uno de sus poros el pensamiento de un gran loco: Wilhelm Friedrich Nietzsche. «El superhéroe número uno de América», rezaba torpemente la propaganda en las propias portadas de la colección. Absurdo; falso y absurdo. No hay un héroe dentro de ese ridículo disfraz, sino algo infinitamente superior a un héroe: un hombre; pero un hombre que goza de un glorioso título que lo eleva por encima de los que a él hubieran querido compararse; no por sus extraordinarios poderes, no porque sus pies lo lleven sin tocar el suelo, ni porque sus manos atraviesen carne y huesos delicadamente. Miracleman es un super-hombre porque es dueño de sí mismo. Y ahí es donde el personaje de Moore se despega radicalmente de aquellos que son confundidos con sus congéneres. La superioridad que los superhéroes ostentan por el alcance de la manifestación externa de sus poderes, por su capacidad de dominio, él la alcanza por el sólo dominio -léase aceptación, que no represión- de sí mismo. La magnitud cuasidivina que Superman tan cínicamente rechaza, la violencia que Lobezno domestica en su búsqueda de esa falsa y aséptica humanidad, Miracleman las abraza con júbilo, casi con lujuria, con la alegría de quien es completo y rehusa las barreras. Yo no debo ser, sino que soy, y soy todo lo que soy. Ahí está: Adiós a la moral.
Como personaje Nietzscheano que es, Miracleman no tiene más causa que la suya, no defiende más que lo que le concierne, y, como superhombre, lo que le concierne es bien poco. Que nadie quiera por ello ver en él a un monstruo; él es lo que es, está más allá del bien y del mal, y todo en él es pasión. Su triunfo es vivir, vivir con intensidad igual en la alegría que en la tragedia.
Cuando sobrevuela la Tierra y vuelve la mirada, no ve un rebaño, sino hormigas, hormigas insignificantes cuyo pulular no le provoca más que curiosidad o, a lo sumo, perplejidad. No es de extrañar pues que relegue a su consorte humana prácticamente al concubinato; ni que la abandone fríamente al descubrir en otra pareja un potencial sexual como nunca antes conoció. Ni es de extrañar tampoco, por supuesto, el que, llegado el momento, decida deshacerse del lastre de su alter ego, un hombre, símbolo de lo viejo. Atrás debe quedar el peso de un pasado no deseado, ligado a ataduras que nunca debieron ser. ¿Cómo renovarse, sino desde las cenizas? El Nihilismo no es meta, sino punto de partida.
Y aún hay algo más que lo convierte en un extraño entre sus compañeros iconográficos: allí donde los superhéroes mueren, donde el cumplimiento estricto de sus premisas no les permitiría llegar, Mira-cleman está más vivo que nunca: En el fracaso. Si el superhéroe por antonomasia no puede equivocarse, pues perdería su condición de superhéroe, Miracleman no encuentra en el error más que la posibilidad de futuros aciertos. No hay en ello humillación, ni crisis, ni desastre, sino una imposibilidad circunstancial, un fallo de juicio que ni lo empequeñece ni lo engrandece, simplemente ocurre. Con tan arrolladura singularidad, Miracleman aparece como un oasis en el desierto, que apenas cuenta con verdaderos compañeros.
Quizá Moore le proporcionó uno cuando creó a su Doctor Manhattan para su Opus Magna, Watchmen; pero, aunque la moral ha muerto en el gigante azul que debió ser relojero, pues se ha convertido en un concepto incongruente en su nuevo estado de percepción, también lo ha hecho la pasión. Manhattan no es tanto un superhombre como un dios. Si acaso, podríamos dar con un semejante entre los personajes ajenos a Moore, en la figura del Grendel de Matt Wagner. Nacido en una efímera colección en blanco y negro, y retomado por su autor para servir de complemento a su artúrico Mage, Grendel, sin adquirir los tonos de fábula apocalíptica de Miracleman, se apoya en muchos de los mismos presupuestos, pero en dos esencialmente: La voluntad de poder y el desechamiento de la bondad. Poder no para dominar, sino para prevalecer, para defenderse de la agresión de una homologación gregaria, esto es, para ser individual frente al colectivo, no para colectivizar a los individuos. En cuanto a esa bondad, el propio Nietzsche la condena: «En verdad me he reido mucho del débil, que se cree bueno porque tiene las garras tullidas». Por último, quiero reclamar la atención para algo más, una definitiva diferencia que es común a gran parte de la producción de Moore, pero alcanza su mayor exponente en ésta su más cruda obra: En Miracleman, en la crónica fantástica de su superhombre, se nos habla de la muerte; pero no de esa muerte que sirve en los superhéroes de artificio argumental, sino de la muerte terrible e inapelable que a todos nos ha de llegar. Su presencia en Miracleman es horrible, angustiosa, fría... imperiosa. Es una demanda que exige ser saciada. A riesgo de ser pedante, permitidme en este punto que acuda a Giacomo Leopardi (al que, confieso, no conozco más que por la siguiente cita), pues formula con un acierto del que carezco lo que, sin embargo, si está en mi cabeza: «Es propio de las obras geniales el hecho de que, a pesar de que representan crudamente la nulidad de las cosas, a pesar de que demuestran evidentemente y hacen sentir la inevitable infelicidad de la vida, a pesar de que expresan las más terribles desesperaciones, sirven sin embargo de consuelo y de renovación del entusiasmo de un alma excelsa que, ella también, se encuentra en un estado extremo de abatimiento, desengaño, nulidad, monotonía y desprendimiento de la vida; y, no tratando ni representando otra cosa que la muerte, le devuelven, al menos momentáneamente, la vida perdida». ■ José María Méndez
Artículo de la revista Krazy Comics nº20 mayo de 1991
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