jueves, 12 de abril de 2012

Chris Sanders


 Chris Sanders, animador desde 1990 en la Disney no fue hasta que dirigió Lilo y Stich que no supe de su existencia, esas lineas sintéticas y esas formas anchas y redondeadas. Me encanta su página web, también he descubierto que tiene una página en DeviantArt, y la Wikipedia también tiene un hueco para él, como director, que es una de las seis entradas como Chris Sanders. Puedo suponer que cada vez habrá menos dibujos disponibles de este autor que se perfila como productor de la segunda parte de la película "Como entrenar a tu dragón", la primera la dirigió y la escribió él, y ya tiene en reproducción  otra película que también ha dirigido y escrito, como digo, supongo que las responsabilidades no le dejarán mucho tiempo libre. Una de las últimas entradas de su blog,  interesante cuaderno de viaje, muestra el Museo del Manga de Japón en Kioto, fechadas en el verano de 2010.
Lo dicho, un interesante animador con un estilo propio que ha sabido prosperar en un negocio en alza pero muy duro.








































Sanchez Coello. El criado de Su Majestad

 Ernest de Austria. Hampton Court Palace (Reino Unido)

 Rudolf de Austria. Haptom Court Palace (Reino Unido)


texto : Luis Sastre
La exposición de Sánchez Coello está formada por 51 cuadros, retratos cor­tesanos a los que se han añadido cinco pinturas de tema religioso. La mayor parte de la obra ahora expuesta forma parte de los fon­dos del Prado y del Patrimonio Nacional, a los que se han suma­do cuadros procedentes de Vie­na, Checoslovaquia, Reino Uni­do, Estados Unidos (Dallas y San Diego), Portugal, París y Bélgica y de colecciones particu­lares.
Junto a las pinturas de Sán­chez Coello se exponen cuadros relacionados con ellas de Anto­nio Moro, Tiziano, Cristóbal de Morales, Sofonisba, Anguisciola y Georges van der Straeten.
El mundo pictórico de Sán­chez Coello es el enlace español con un género y una especialidad artística empeñada en reproducir a una persona o a un grupo, de honda tradición en el arte occi­dental. El retrato como género independiente se fragua en las pinturas góticas, cuando en los retablos van cobrando mayor ta­maño, fidelidad e identificación las figuras de los donantes. En el siglo XV, en Italia, Flandes. Francia y España, al retrato se dedican grandes pintores —Van der Weyden, Botticelli, Ghirlan­dajo, Pinturiscchio—, que consa­gran la autonomía del retrato al mismo tiempo que inmortalizaban los bustos de los retratados.
En pleno Renacimiento, Du­rero, Tiziano, Rafael, Leonardo. Holbein y Antonio Moro son pin­tores especializados en el retrato. Los personajes ya aparecen re­producidos de cuerpo entero. A la crecida vanidad del hombre re­nacentista se añadía —en las fa­milias reales— la necesaria cos­tumbre de intercambiarse retra­tos con fines —ante todo— ma­trimoniales. Los pintores, los re­tratistas, fueron entonces verda­deros fotógrafos ambulantes que pasaban gran parte de sus vidas recorriendo las cortes europeas.
Uno de estos inquietos pinto­res fue Anthonis Moor, conocido en Castilla como Antonio Moro. Nacido en Utrecht hacia el año 1517, se estableció en Amberes. Dos años después está en Bruse­las, pintando para el cardenal Granvela. Marcha después a Roma, y en Roma permanece poco más de un año, hasta que el emperador Carlos V le ordena que vaya a Portugal. Está des­pués en España, hasta que el car­denal Granvela le manda que acuda, en Inglaterra, a la boda de María Tudor y Felipe II. Recorre luego los Países Bajos, vuelve a España, y en 1560 se asienta defi­nitivamente en Amberes, ciudad en la que muere en 1577.
Moro fue casi exclusivamente un pintor de retratos refinados minuciosos, perfecto en los míni­mos detalles y al mismo tiempo buen lector del rostro humano agudo y penetrante psicólogo que acertó a reflejar todo un mundo en cada uno de sus retratoas. En el Prado se muestran los retratos de Catalina de Austria, de María, reina de Bohemia, y una de sus obras más importantes: Ma­ría Tudor, reina de Inglaterra. cuadro pintado en 1554, momen­to de plenitud del artista. "Moro representa a la reina, sentada en un sillón de terciopelo rojo bor­dado en oro, con la rosa de los Tudor en la mano derecha y cla­vando los ojos, con inteligente y penetrante mirada, en los de quien la contempla. Sobre el fon­do oscuro del vestido destacar las lujosas joyas, en moderada cantidad pero suficientes para que el artista muestre una vea más su dominio del pincel en tareas minuciosas, casi de orfebre, a que Moro se entrega con tanta frecuencia". (A. E. Pérez Sán­chez-J. 0llero Butler).
En el siglo XVI, el retrato era todavía un lujo que —además de los reyes— sólo podían permitir­se las más altas clases sociales. Paulina Junquera explicaba cuál era el sentido de aquellos artis­tas: "En la dotación de criados de la cámara de los monarcas había siempre un pintor cuya misión era ejecutar los retratos de las personas reales, que se destina­ban a presidir los consejos, fun­daciones reales, colegios, hospi­tales o conventos, y también para ser enviados a las cortes extran­jeras con las que los reyes esta­ban ligados por lazos de amistad o parentesco. El intercambio de retratos se hacía ineludible cuan­do se trataba de concertar matri­monios, a los que muchas veces llegaban los regios e infantiles es­posos sin más conocimiento mu­tuo que los informes remitidos por los embajadores, adobados siempre por la mayor cortesía, y los retratos hechos por los pinto­res áulicos, nunca carentes del deseo de producir la mejor im­presión en las personas a quienes eran destinados. Las convenien­cias políticas llevaban habitual­mente a los monarcas a estable­cer tratados matrimoniales entre príncipes que se hallaban en la más tierna infancia. Mientras los contrayentes alcanzaban la edad adecuada, los retratos de los no­vios iban y venían de una a otra corte (reales sitios).
Era normal entonces que los grandes maestros fuesen dejando en su recorrido de corte en corte discípulos que repitiesen el mo­delo, el cuadro por ellos pintado, para que fuesen enviados a otros lugares del reino o a los monar­cas unidos por lazos de amistad o de familia. El mejor de todos los discípulos de Antonio Moro fue Alonso Sánchez Coello, un pin­tor "de paleta delicada, con tintas berlinas y transparentes", que en sus lienzos resalta la elegancia de las figuras, su nobleza y una distinción "que las hace aparecer fi­nas y seductoras", según Sán­chez Castro.


 Isabel Clara Eugenia y Magdalena Ruiz (Museo del Prado, Madrid)

Aunque durante muchos años, y debido a su segundo ape­llido, se pensó que Sánchez Coello fuese portugués, nació en Benifayó (Valencia) en 1531. Es po­sible que su madre fuese descen­diente de portugueses, pues a Portugal se trasladó la familia cuando Alonso era un niño de 1C años. En la corte portuguesa se había establecido su abuelo al servicio del rey Juan III. Precisa­mente fue este rey quien, admira. do de sus facultades artísticas cuando Sánchez Coello no había cumplido los 20 años, le envió a Flandes para que trabajase juntc a Antonio Moro durante cincc años.
A su regreso a España, presta sus servicios al emperador Car­los, y después a Felipe II, quien le nombra pintor de cámara y le dis­pensa su amistad y hasta su cariño a lo largo de 30 años. Acudía el rey —con frecuencia a la hora de comer— a casa de su pinto! para verle pintar, para charlar con él, con el amigo, de dos de cu­yas hijas fue real padrino.
Aunque se sabe que pintó al rey en varias ocasiones, todos los retratos de Felipe II desaparecie­ron, tal vez en el incendio acaeci­do en el palacio del Prado en 1604. El que se conserva en ele Museo del Prado y durante largo tiempo atribuido a Sánchez Coe­llo "debe ser de Italia del norte" según Angulo Iñiguez, opinión que repiten otros historiadores entre ellos el actual director del museo.
Pero aquel criado de su majes­tad, título con el que aparece en algunos contratos, se volcó retra­tando a las esposas y a las hijas de su rey, especialmente a Isabel Clara Eugenia, "la luz de mis ojos", como decía el rey. En to­dos aquellos retratos se reflejan tres grandes tendencias o influen­cias: la concepción general del re­trato, aprendido con el flamenco Moro; la técnica de Tiziano. aprendida en la galería de pintu­ras del Real Alcázar, y su perso­nal acercamiento al modelo. aprendido con el oficio de la vida. pese a que los retratados aparez­can sobre fondo oscuro, desta­cando su serena majestad, que en ocasiones parece marcar dis­tancias.
Uno de los primeros retratos que a Sánchez Coello se deben —pintado alrededor de 1560—es el del príncipe Don Carlos, el malaventurado hijo de Felipe II. que aparece vestido con un jubónanaranjado, vueltas de armiño en la capa y pluma en la gorra. Aun­que nada evidencia sus escasas condiciones físicas, la boca del príncipe, los labios, muestran un frío desdén. En retratos posterio­res, el pintor acentuó el progna­tismo hereditario de los Austria y la compleja personalidad del re­tratado.
Sánchez Coello vuelca su en­trañable acercamiento cuando retrata a las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela. Al­rededor de 1569 pintó su doble retrato, que se conserva en las Descalzas Reales, de Madrid. Con traje de brocado carmín, rico en bordados y pinjantes, cue­llo rizado en encaje de Flandes, Isabel Clara Eugenia señala con su mano derecha a la pequeña hermana —que tenía entonces tres años, uno más que Isabel—en su sillón-pollera, un andador, vestida en morado, con un pajari­to en la mano izquierda, atado a una cadena cuya argolla mantie­ne en la mano derecha. La rigidez de las infantas se atenúa con la vista del Alcázar, a través de una ventana, rodeada de reducidísi­mas figuras.
Pocos años después volvió Sánchez Coello a pintar a las in­fantas. Es el doble retrato que se conserva en el Museo del Prado, en el que Isabel Clara Eugenia aparece entregando una corona de flores a su hermana. La rigi­dez, algo tétrica, de las niñas em­butidas en sus brocados trajes, en sus rígidas faldas de alcuza, se compensa con la minuciosa pin­tura de joyas y adornos.
Firmado y fechado en 1579, es el más bello retrato de Isabel Cla­ra Eugenia del Prado, en el que aparece la infanta casi de cuerpo entero, erguida como una pirámi­de, con la diestra apoyada en un rojo sillón, luciendo un traje blanco, envuelta en oros y platas, piedras y perlas, con un pañuelo desmayado en su mano izquier­da. Tenía entonces 13 años de edad. También magnífico es el re­trato de Catalina Micaela, revela­dor de su personalidad en el mo­hín de la boca, en la alegría de los ojos, en sus manos, relajada una, crispada la otra.



 Isabel de Valois (Museo del Prado, Madrid)

En las Descalzas Reales se conserva también el retrato, pin­tado en 1577, del Príncipe don Fer­nando de Austria  cuando tenía seis años y que murió uno después, el 18 de octubre de 1578. Es un muchacho gallardo, heredero entonces del trono de España, vestida con coleto de terciopelo negro gorguera alechugada, larga caña en la mano derecha y la izquierda empuñando el pomo de una espada de generosos gavilanes. De gran parecido físico con su padre cuando sólo tenía unos meses fue ya pintado por Tiziano en brazo del rey: Felipe II, después de la victoria de Lepanto, ofrece al cielo a príncipe don Fernando es el título del cuadro conservado en el Museo del Prado.
Y en el mismo convento de las Descalzas hay otro cuadro de Sánchez Coello: Los príncipe Diego y Felipe, firmado y fechado en 1579. El primero iba a ser e príncipe de Asturias. El segundo, Felipe III. Tenían entonce alrededor de tres años Diego, uno tendría Felipe, lo que explica que aparezcan vestidos con largas faldas, con cañas y escudo en sus manos, como si estuvieran jugando a las batallas.
Aparte de otros muchos prín­cipes, pintó Sánchez Coello a al­gunas esposas del rey. De Isabel de Valois se conservan dos retra­tos en el Museo del Prado, pero ambos son copias del original, perdido también en el incendio de 1604. De Ana de Austria, cuarta esposa de Felipe II, se conserva un retrato en el Museo Lázaro Galdiano, en el que la rei­na, vestida en majestuosos tonos claros, adorna su sombrero con la legendaria perla llamada La Peregrina.
En el Prado está también La dama del armiño, el retrato de Jo­ven desconocido, un posible auto­rretrato del pintor, y dos cuadros de tema religioso, Desposorios místicos de santa Catalina, pinta­do sobre corcho y procedente de El Escorial, y San Sebastián entre san Bernardo y san Francisco, ta­bla procedente de San Jerónimo el Real, pues Sánchez Coello cul­tivó también el género religioso. De 1574 son sus retablos de El Espinar y de Colmenar Viejo. La pintura religiosa de Sánchez Coello no ha sido justamenteapreciada, se quejan algunos autores, porque no ha sido debi­damente estudiada. En El Esco­rial, en los ocho lienzos que pintó entre 1580 y 1583, demostró ser un gran maestro en la pintura re­ligiosa, buen conocedor de la his­toria, hombre del Renacimiento, autor también de algunas obras literarias, de las que se conocen La Belgrado, que es un poema lí­rico, y un conjunto de poesías titulado Rossana trágica.
Murió Alonso Sánchez Coello en Madrid, en 1588, 10 años an­tes de que muriera su amigo el rey Felipe II, 12 años antes de que naciera Velázquez, su más que digno sucesor en la corte. Muchas circunstancias les unie­ron: ambos eran descendientes de portugueses, murieron los dos rondando los 60 años, perfeccio­naron su arte contemplando los cuadros que ornaban el Real Al­cázar, fueron amigos de su rey, sintieron predilección especial por los niños y por los bufones.
Aclara Juan Miguel Serrera Contreras, comisario de la expo­sición, que "la muestra de la obra de Alonso Sánchez Coello permi­te contemplar y estudiar el punto de partida de los retratos de corte pintados por Velázquez, incluso de sus grandes cuadros, porque en Sánchez Coello está, por ejemplo, todo el mundo de Las meninas, todos los personajes que después pintará Velázquez. Les diferencia el que en los cua­dros de Sánchez Coello no apa­rece el pintor, son directos, no hay nada ni nadie entre ellos y el espectador. Los lienzos de Veláz­quez, compuestos con los mis­mos elementos, se acercan a quienes los contemplan, incluso él mismo se mete en el cuadro. La exposición de Sánchez Coello permitirá estudiar a Velázquez partiendo de estos retratos de la Corte de Felipe II, de sus espo­sas, de sus hijos y de otros fami­liares y personajes de su entorno. Es una exposición oportuna, des­pués de la de Velázquez, para reavivar la obra de un gran pin­tor, pues tanto Velázquez como Goya son los grandes enemigos de los demás pintores españoles, a los que oscurecen casi por com­pleto y que han impedido su estu­dio más profundo". 


Retrato de Felipe II, conservado en la Portägalerie Scholb Ambras, Innsbruck (Austria)

El Pais Semanal año 1999

Richard Avedon



 El reverendo Al Sharpton. Nueva York. Enero de 1993


 Un día de mayo de 1991, en Nueva York, después de saborear con todo el equipo del estudio una deliciosa comida china, Richard Avedon me invitó a subir a su apartamento situado en el primer piso. Allí me instaló ante la gran mesa de madera y colocó delan­te de mí una enorme pila de papeles. Eran fotocopias de gran for­mato de sus fotografías. Me pidió que las mirara, añadiendo que se trataba de su au­tobiografía. Se puso detrás de mí con un cuadernillo de apuntes en la mano mien­tras yo pasaba las páginas.
El tema se desarrollaba con una for­ma pasmosa de mezclar imágenes de di­ferentes épocas, de diferentes plantea­mientos, mediante acercamientos o rup­turas gráficas. El ritmo, todavía imper­fecto, era musical. Descubría fotogra­fías de familia que coexistían con las obras maestras. Todo aquello, en su complejidad, en su refinamiento, del que solamente percibía algunas pinceladas, resultaba fascinante.
Entonces llegué al capítulo 3. Allí me quedé petrificado en mi silla, conmocionado por una evidencia que no había visto nunca. Las fotografías de las momias de las catacumbas de Palermo se juntaban con las imágenes terribles, que yo no conocía, del hos­pital psiquiátrico en el que Louise, la hermana del fotógrafo, murió demasiado joven y demasiado bella. Me obsesionaban esas danzas macabras de la pintura medieval en las que todo se convierte en muecas. Estaba al mismo tiempo impresionado por la fuerza de las imágenes, la radicalidad de la elección y la tremenda exposición del personaje al desnudo. Ave-don me decía, nos decía, que en el co­razón de su obra, tal vez como su autén­tico motor, estaba el cuestionamiento de la muerte y, por tanto, del sentido de la vida. En la discusión que siguió no pude evitar reconocer mi estupefacción, al mis­mo tiempo que mi admiración. Pero, evi­dentemente, aquella experiencia había cambiado mi forma de percibir la obra de Richard Avedon.
Desde entonces he vuelto a ver el libro, en diferentes etapas de su maquetación y en su forma definitiva. Me sigue impresionando su construcción, ese logro (puede que sea el único caso y, desde luego, el primero) de un libro tan radical, construido como un libro pero ignorando las palabras. Y cuando llego al capítulo 3 no puedo escapar a esa evidencia expresada con la serenidad de quien ha querido dar lo mejor en su vida: Polvo eres...

Christian Caujolle




 El pequeño Noto. Sicilia. Septiembre de 1947.
 Hospital del Estado de Louisiana. Jackson. Lousiana. Febrero de 1963.
 Catacumbas de Palermo. Sicilia. Agosto de 1959.
 Santa Mónica. California. Septiembre de 1963.
 Dick y Norma Stevens.
 Momias de las catacumbas de Palermo. Sicilia. Agosto de 1959.
 El escultor Alberto Giacometti. Paris. Marzo de 1958.
El escritor Henry Miller. California. Septiembre de 1968.















Posar para creer
Seguramente, al retratar a Inés Sastre, Richard Avedon ha intuido el horror que le inspira a una mujer bella su propio desnudo. El vértigo de tener cuerpo no entra en el plan de la eter­nidad, en el plan de despojar a la car­ne de su insidiosa urgencia. Esa batalla entre la representación de la carne y la transfiguración del tiempo es la que aborda todo fotógrafo que se enfrenta a un retrato como éste.
Avedon, experto en mujeres más que en bellezas, conocedor de las modas y nunca hombre a la moda, pone su ojo de sexagenario sobre la piel ordenada de una incipiente estrella. Ha elegido el momento preciso: ella todavía es su rehén. Así las cosas, bajo el peso de una mirada poderosa, Inés está en condiciones de aprender algo. Vestida  por la mirada del artista, muestra el envés del cuerpo, como una hoja ater­ciopelada que quisiera ahora revelar su construcción nervuda. Está aparen­temente tranquila, pero el ceño rebel­de delata una impaciente soberbia.
Avedon ha logrado su propósito al extraer el carácter de Inés Sastre de la superficie miniada de la fama. Casi le ha robado el gesto, incluso me atre­vería a decir que ha sido él, y sólo él, quien ha provocado esta instantánea transparencia.
Sabernos, gracias al fotógrafo, que ella no es inocente, ni deshonesta. Hay hombres que arrancan una lágri­ma o una sonrisa. Avedon va más le­jos, te quita el miedo.
Texto: María Vela Zanetti






Bibliografía


-Observation. Texto de Truman Capote. Nueva York, Simon & Schuster.
-`Munkacsi'. Harper's Bazaar, junio de 1964, páginas 64-69.
-Nothing personal. Texto de James Baldwin. Nueva York, Atheneum, 1964.
-Avedon. Instituto de las Artes de Mineápolis, Mineápolis, 1970.
-`Verushka'. Vogue, mayo de 1972
-Alice in Wonderland: The forming of a Company, the Making off a play Texto Doon Arbus, diseñado por Ruth Ansel. Nueva York, E. P. Dutton. 1973.
-Jacob Israel Avedon'. Camera, noviembre de 1974.
-Portraits. Ensayo de Harold Rosenberg. Diseñado por Elisabeth Paul Avecen. Nueva York. Farrar, Straus & Giroux, 1978.
-An interview with Richard Avecen'. Égoïste, por Nicole Wisniak. Septiembre de 1984. Reeditado en Black & White. Universidad de Bale, primavera de 1986, páginas 8, 26-31.
-In the American West 1979-­1984. Introducción de Richard Avecen. Texto de Laura Wilson. Diseñado por Marvin Israel y Elisabeth Paul Avedon. Nueva York, Harry N. Abrams, 1985.
-Borrowed Dogs in Grand Street, otoño de 1987.
-'In memoriam: Diana Vreeland 1903-1989', Vanity Fair, 53, enero de 1990.
•An autobiography. Introducción de Richard Avedon. Diseño por Mary Shanahan. NYC. Rancem House / Eastman Kodak, 1993
-L'himne au désespoir de Richard Avedon', Le Monde, 28 de septiembre de 1993.


El Pais Semanal 1993

martes, 10 de abril de 2012

Expedición

Compartamos algo. Sepan que almaceno imagenes como un avaro acumula monedas, nunca tengo suficientes. De vez en cuando me entrego a mi pasión, escojo alguna página en la red que venda libros de bocetos o ilustraciones de buenos dibujantes (al menos para mi) y ya esta liada: Yves Chaland, Crisse, Cassegrain, Enrico Casarosa, Eric Canete, Eddie Campbell, Ben Caldwell, Buchet, Brubaker, Gary Montalbano, Betteo, Mignola, Pierre Alary, Craig Elliot, Barbud, Barbucci, Bellamy, Bengal. Estos son los autores de las imagenes que aparecen aquí, pero no en ese orden, y no se si habrá más que haya pasado por alto. Que ustedes lo disfruten, yo ya lo hago.